Estrenada recientemente en las salas argentinas, Noche de paz es la opera prima del joven director de cine y guionista polaco Piotr Domalwski, quien previamente venía de realizar una serie de cortos poco conocidos. La cinta comienza con Adam (Dawid Ogrodnik), un joven polaco que regresa a su casa tras una (o más) temporada en Holanda, país en donde trabaja desde hace un tiempo. Allí lo espera tanto su familia, como su esposa, quien está a la espera de un hijo, motivo por el cual Adam decide filmar las peripecias que vive en el retorno a su Polonia natal, como presente para su futuro descendiente, así como los hechos que irán transcurriendo a medida que se aproxime a su destino. No tardarán en suceder acontecimientos que reflejan una serie de conflictos latentes de difícil resolución, que reflejan un contexto familiar complejo, que quizás sean la razón del distanciamiento de Adam de sus parientes. No obstante el verdadero motivo del regreso del joven no es pasar las fiestas con su familia, sino que tiene otras intenciones, las cuales irá contando progresivamente y de a poco, sabiendo que puede provocar el rechazo de uno o varios integrantes de dicha familia, he incluso generar o incrementar discordias varias, principalmente con su hermano Pawel (Tomasz Zietek) Es cierto que no hay mucha originalidad en los planteos ni situaciones que propone Domalewski, recurriendo a una serie de lugares comunes y resoluciones esperadas, más si consideramos la historia cinematográfica del cine europeo en general, y el cine polaco en particular. Pero sin embargo no podemos negar que el cineasta combina con categoría el drama con la comedia, dando como resultado, por un lado, algunos momentos simpáticos, de tono alegre, y otros, por el contrario, dotados de una carga dramática acertada, retratando un claro contraste entre lo que supuestamente reflejan las fiestas familiares de fin de año, y lo que puede acontecer cuando la realidad de trasfondo es mucho más amarga, corrosiva, llena de fantasmas del pasado, conflictos sin resolver, y diferencias de pensamientos. En lo referido a actuaciones todos cumplen su labor, dando credibilidad a los sucesos que abordan a los miembros de dicha familia. Sin ser una obra maestra ni nada por el estilo, Noche de paz cumple las expectativas, siendo una comedia dramática que vale la pena ver.
Tras la repercusión y la multiplicidad de premios que recibió por su película Ida de 2013, el nombre del Pawel Pawlikowski adquirió otra notoriedad, muy diferente si consideramos filmes previos del cineasta polaco como Last resort o Mi verano de amor. No es raro por lo tanto, que los cinco años que pasaron entre Ida y Cold war aumentaran aún más las expectativas que se podían tener de esta nueva cinta del celebrado director, que gracias a ella se llevó el Premio a Mejor Director en el pasado Festival de Cannes. En Cold war Pawlikowski se vale nuevamente del blanco y negro, así como del ambiente hostil de posguerra, aunque la trama difiere bastante de Ida. En este caso la historia comienza con Wiktor (Tomasz Kot), un director de orquesta que recorre los rincones de Polonia interesado en reclutar músicos que sepan cantar y bailar, para interpretar un repertorio compuesto por piezas referidas a las raíces populares de su país. En medio de la búsqueda, conocerá a Zula (Joanna Kulig), una joven que llamará notablemente su atención, tanto su voz, como su aspecto físico, y que no dudará en incorporar en su grupo. No tardará en iniciar el romance entre ambos, pese a las diferencias que se perciben en las personalidades de cada uno, y un supuesto pasado oscuro del que la joven prefiere no hablar. Por razones naturales, los problemas no tardarán en hacerse presentes, en un país que transita la Guerra Fría, y que vive una situación compleja, lo que llevará a que los destinos de cada uno tomen rumbos diferentes. No obstante, ni el paso de los años, ni las contrariedades, parecen derruir la raíz del amor profundo que existe entre ambos protagonistas. Quizás el rótulo de “Obra Maestra” suene un poco determinante y se pueda cuestionar, pero no podemos negar que Pawel Pawlikowski es uno de los cineastas de actualidad que vale observar con detenimiento; en este caso, no solo por la forma de narración de la historia de Cold war, y la profundidad que toca, tanto en en plano de lo político, como dramático, sino por su habilidad para utilizar el blanco y negro, con un manejo sutil de encuadres y una fotografía perfecta. Las actuaciones de Kulig y Kot están a la altura de las circunstancias, y ayudan a su manera algunos secundarios como Borys Szyc o Jeanne Balibar. También vale destacar su capacidad de resumen, valiéndose de menos de hora y media para relatar una importante sucesión de hechos que se van dando alrededor de la historia de Wiktor y Zula, si bien algunas partes musicales puedan sentirse un poco prolongadas e innecesarias. Recomendable sin duda alguna.
La historia de Transit trata sobre Georg (Franz Rogowski), un hombre que decide irse de Alemania a Francia tras la invasión nazi. Una vez allí, la mejor opción para poder seguir con sus plan de escape, es adoptar la identidad de un escritor muerto con quien se cruzó previamente en su país, y de quien tiene los papeles que le permitirán permanecer, al menos por un tiempo, en Marsella. No obstante, una vez allí, las cosas no resultarán tan fáciles, como era de esperarse. Por un lado, entablará amistad con un niño inmigrante que conocerá en la calle, y le tocará contarle a su madre muda que su esposo ha muerto. Pese a la buena relación que Georg tiene con el pequeño, al enterarse este que sus planes son irse pronto, optará por ignorarlo. Por otra parte, conocerá a Marie (Paula Beer), la mujer del hombre muerto por el que se está haciendo pasar, pero a Georg le resultará complejo poder contarle a la joven los sucesos acontecidos, ya que ella espera ansiosamente a su reencuentro, y parece renegar de cualquier otra realidad. Lo más curioso de Transit, es la determinación de Christian Petzold de trasladar la historia a la actualidad, como si la ocupación nazi y la Segunda Guerra Mundial aconteciera en nuestros días, quizás con la intención de denunciar el trato hacia los inmigrantes en Europa, la discriminación, y demás situaciones que se viven en el viejo continente, destacando que muchas cosas no han cambiado como parece. No podemos negar que estamos ante una nueva gran película del categórico director alemán, no en vano considerado uno de los grandes cineastas de los últimos tiempos, que en esta ocasión se sale un poco de sus esquemas habituales, realizando una historia que por momentos remite al cine más clásico de guerra, pero que juega con el drama, cierto romanticismo, y combina con elementos de índole político. De una estética inmaculada, todo lo referido a puesta en escena, fotografía y montaje está en su lugar, así como las actuaciones de Rogowski, Beer, y cía. Quizás lo único a cuestionar sea el uso de la voz en off para relatar determinados hechos, que si bien por momentos cumple su función, en la mayor parte se torna cansadora y un poco densa, y da a pensar si realmente no había una mejor forma de contar esos hechos.
El intérprete (Timocnik) es la nueva película del cineasta eslovaco Martín Sulik, realizador de filmes como Neha, El jardín y Gypsy. No obstante, el dato más interesante de esta co-producción entre Eslovaquia, República Checa y Austria que llega a los cines argentinos, es que uno de sus protagonistas es Jirí Menzel, uno de los nombres claves de la Nueva Ola Checoslovaca, director de películas como Trenes rigurosamente vigilados, Un verano caprichoso, Mi dulce pueblito o Yo serví al rey de Inglaterra. La historia de El intérprete comienza cuando Ali Ungar (interpretado por Menzel), un hombre de unos 80 años, decide ir a buscar al responsable de la muerte de sus padres, al darse cuenta mediante un libro escrito por un ex oficial de la SS de que fueron asesinados por orden de este. Una vez llegado al lugar en cuestión, se encontrará con Georg Graubner (Peter Simonischek), hijo del oficial Graubner, quien le informa que este no se encuentra, debido a que está muerto desde hace años, y poco sabe de lo que hizo en vida, aunque no le son ajenas las actividades que realizó su padre durante la Segunda Guerra Mundial. Pese a no iniciar esta relación de la mejor manera, por razones evidentes, Georg decide posteriormente ir al encuentro con Ali y contratarlo, para realizar un viaje e investigar sobre el pasado de su padre. Una vez embarcados en el viaje, las personalidades contrapuestas de ambos no tardarán en hacerse notar; uno más serio, conservador, estructurado; el otro más alegre, liberal y despreocupado. Pese a los problemas que de esto puede devenir, parte de lo planeado lograrán llevarlo a cabo. SI bien en El intérprete Martin Sulik toca un tema muy recurrente, es interesante la propuesta en algún sentido, ya que, sin dejar de lado lo dramático que es propio de una historia como la abordada, en instancias la desvía al plano de la comedia, logrando una interesante cruza de géneros, que coopera en la fluctuación de la cinta durante su primera mitad. Las actuaciones de Menzel y Simonischek es otro de los puntos destacables, jugando desde ese suerte de contrapuestos, cada uno muy acertado en su lugar, así como la utilización de la música, el trabajo de fotografía, y la exposición de ciertos paisajes que ayudan a la hora de imbuirse en la historia. Quizás lo mas cuestionable sea que la extensión algo larga de la cinta se perciba de manera muy marcada por momentos, generando cierta desconexión con la trama, y que no todo lo referido al plano de lo humorístico funcione, siendo algunas situaciones recurrentes y oportunas, mientras que otras resulten poco atractivas. Por lo demás, El intérprete es una propuesta válida de ver.
1945 es la nueva película del cineasta húngaro Ferenc Torok, realizador de filmes como Isztambul o Szezon, entre otros, pero que en realidad es un director absolutamente desconocido, debido a que sus producciones anteriores no han sido estrenadas ni en nuestro país, ni en gran parte del continente. No obstante, en 1945 el foco de interés gravita en torno a una temática que se mantiene vigente como es el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial, pese al paso de los años. Ambientada en agosto de 1945, pocos días después de finalizada la citada Segunda Guerra Mundial, esta cinta no sitúa en un pequeño pueblo de Hungría donde una familia realiza los preparativos para la boda del hijo de un funcionario (Peter Rudolf). A la par de estos hechos, dos judíos aparecen de improvisto en la estación de dicho pueblo portando dos cajas de índole misteriosa. No tienen apuro, pero saben hacía donde ir con el cargamento en cuestión. Esta aparición asustará en un principio al funcionario, y posteriormente a otros lugareños, quienes se anticipan a la posibilidad de que vengan en reclamo de tierras de judíos que anteriormente fueron deportados, y que tras ellos otros hagan lo mismo. Esto removerá ciertos fantasmas en el pueblo, ejercerá una fuerza que irá creciendo en torno a la culpa de cada uno, y pondrá un panorama que en muchos aspectos cuestiona el accionar de un pasado no tan lejano. Si bien hay una serie de lugares comunes que por naturaleza se exploran en este tipo de producciones, Torok en 1945 logra desplazar parte del foco hacía la utilización de la fotografía, ciertos encuadres, y un trabajado blanco y negro, así como un recurso sonoro que repercute en forma acertada sobre el espectador, generando una tensión muy particular. La historia desde ya tiene fuerza propia, trabajando sobre los diversos protagonistas de la cinta, y su multiplicidad de concepciones alrededor de la moral, y sus principios. Torok pondrá un marcado énfasis en la personalidad del funcionario, llevado a cabo acertadamente por Peter Rudolf, un hombre seco, terco y egoísta, quien tiene poca paciencia para su mujer, en cierta manera obliga a proceder a su hijo, y que no tolera que se le contradiga. Hay un capítulo aparte que también da fuerza a la película, que aborda la historia de los dos comprometidos. Podemos agregar la presencia de ciertas reminiscencias al cine de su compatriota Bela Tarr, y que por momentos esos recursos fotográficos también nos recuerden a algunos filmes de Ingmar Bergman de finales de los 50′ y hasta incluso a la no tan conocida, pero sumamente recomendable Transporte a Viena (Kocár do Vídne), de Karel Kachyna, pero al margen de estas u otras influencias, 1945 se vale por si misma, porque tiene sus atributos a la vista.
Entre las películas más esperadas del año, sin duda alguna Todos lo saben, la nueva del celebrado cineasta iraní Asghar Farhadi, se posiciona en los primeros lugares, y no es para menos considerando la repercusión que han obtenido sus últimos filmes y la cantidad de galardones que Farhadi viene sumando, de los cuales la mayoría recuerda los dos Oscar por Mejor Película de Habla no Inglesa por La separación (2011) y El viajante (2016), también conocida como El cliente. Como si esto fuera poco, en esta primera producción del realizador iraní en España (segunda fuera de Irán desde El pasado, filmada en Francia en 2013), Todos lo saben cuenta con un reparto nada despreciable, desde Penélope Cruz a Javier Bardem, de Ricardo Darín a Bárbara Lennie , sin pasar por alto nombres como el de Eduard Fernández, Ramón Barea, Elvira Minguez, o Sara Sálamo. La historia comienza con Laura (Cruz) quien realiza un viaje con sus dos hijos desde Argentina a España para asistir a la boda de su hermana menor. Su marido Alejandro (Darín) no ha podido acompañarlos por cuestiones de índole laboral. Una vez llegados al pueblo, en el reencuentro con viejos familiares, el clima festivo emerge, así como los recuerdos, conformando el trasfondo adecuado que merece la citada celebración que está al caer. No obstante, en medio de los festejos, y la alegría que impera en el ambiente, un corte de luz de improvisto será suficiente para dar a pie a un breve descuido, y permitir la posterior desaparición de Irene (Carla Campra), la hija más grande de Laura. El clima tenso no tardará en hacerse presente y el horror pasará al primer plano en materia narrativa; la desesperación natural de la madre, la llevará a pedir de inmediato la ayuda necesaria para poder re encontrar a su hija, más atormentada aún tras encontrar unos recortes que evocan a un secuestro express acontecido en el pasado. Posteriormente llegará un mensaje por parte de los secuestradores que dicen tener a la joven, haciendo saber que acto siguiente pedirán una suma de dinero por la devolución de la misma, y que no se informe a la policía de tal acción. Todo este contexto hará resurgir hechos y conflictos del pasado, algunos poco esclarecidos, y hará emerger en torno al problema central, acciones que entorpecerán la misma resolución del conflicto. Una de las personas más involucradas a la hora de solucionar tan complejo inconveniente será Paco (Bardem), algo aturdido por una historia de su pasado que lo involucra con Laura y que parece haber olvidado, pero con la problemática tan latente se irá acortando esa distancia que parecía tan lejana. Asghar Farhadi ha encontrado una formula, y eso puede molestar a más de uno, porque es cierto que el cineasta iraní escoge cierta comodidad y ciertos lugares habituales, por encima de algunos riesgos, pero no podemos renegar de sus capacidades de crear historias que ciertamente funcionan. Tampoco podemos juzgarlo por no seguir la tradición de directores oriundos de su país como Abbas Kiarostami o Mohsen Makhmalbaf, porque esto no sería más que un capricho. Pese a la extensión de esta cinta, como en las anteriores, logra durante más de dos horas sostener la tensión y el suspenso en forma milimétrica. También vale resaltar su capacidad innata de transpolar su estilo tan personal de un país a otro, de la lengua persa a la española, y en un escenario o contexto social que le es ajeno. En cuanto a la temática, su filme más cercano es About Elly, realizada por Farhadi en 2009, y en donde también la problemática gira en torno a una desaparición, pero en esta ocasión logra dirigir la historia en otra dirección, aunque ciertos planteos morales, así como la construcción y entramado de los personajes y la generación de suspenso tengan similitud, no solo con la mencionada, sino con la misma impronta del universo Farhadi. Las actuaciones están más que acordes, quizás dando la sensación de que el realizador los escogió porque tenía en claro lo que podía pedir de ellos; gran labor de Penelope Cruz, muy correcto Ricardo Darín, así como Javier Bardem, y siempre interesante los aportes que puede dar Eduard Fernández, Barbara Lennie, e incluso la joven Carla Campra. Recomendable.
The Party es la octava película de la directora y guionista británica Sally Potter, recordada por la realización de cintas como Orlando, La lección de Tango o The man who cried (también conocida como “Vidas furtivas” o “Las lágrimas de un hombre”). Desde Ginger y Rosa, filmada en 2012 y estrenada en Argentina en 2013, Potter no realizaba ningún largometraje, por lo que podemos tomar la ocasión como un regreso. Vale resaltar también, que esta producción cuenta con un reparto corto, pero ciertamente de lujo, con nombres que van desde Kristin Scott Thomas, Bruno Ganz, Patricia Clarkson, o Timothy Spall, a Cillian Murphy, Cherry Jones y Emily Mortimer, completando el total del elenco. La historia de The Party trata sobre Janet (Scott Thomas), una mujer que tras una ardua (y naturalmente extensa) carrera política, acaba de ser nombrada ministra de Gobierno, y para celebrarlo decide realizar una reunión en su casa junto a su esposo Bill (Spall), y un grupo selecto de amigos. En su mayoría son personas que conoce desde hace décadas, y en quienes deposita su confianza. Los primeros en llegar serán su mejor amiga April (Clarkson) y su marido Gottfried (Ganz), ya anunciando que las probabilidades de una reunión amena serán pocas, no solo por los comentarios de tono irónico que despliega ella al hablar, sino por la previa mención de una supuesta pelea definitiva entre la pareja en cuestión. Luego llegarán Martha (Jones), con su novia Jinny (Mortimer), y por último Tom (Murphy), uno de los responsables del reciente logro de Janet. El clima festivo que se aparenta en un principio, irá progresivamente decayendo a medida que los invitados lleguen a la reunión, donde las problemáticas se irán entrecruzando, y el foco de atención ira oscilando constantemente de un lado al otro. Todos y cada uno parecen están mas absortos en sus devenires e incumbencias, que en la causa por la cual están reunidos, y esto irá mermando el estado de animo de la anfitriona, que verá la forma en que su celebración caerá en picada, sin poder evitarlo pese a sus buenas intenciones. Con un inicio un tanto desprolijo y alborotado, Sally Potter se tomará su tiempo, pero logrará exponer los caracteres de cada uno de sus protagonistas, ordenar las piezas y realizar una exposición certera, criticando principalmente a la clase política y sus meollos, pero cuestionando a la vez determinados hábitos y conductas que forman parte de la sociedad inglesa en general. Potter se vale de un solo espacio (la casa de Janet), blanco y negro, y 70 minutos de metraje para desarrollar la historia de The Party, que puede parecer simple en ciertos aspectos, pero tiene un entramado sumamente complejo y que dispara en diferentes direcciones. La fotografía es otro punto a destacar y que coopera a la hora de inducir al espectador en el relato. En lo referido a actuaciones, es difícil elegir una interpretación por sobre el resto, ya que el protagonismo va rotando entre los personajes, y la historia de cada uno va a tener su momento de desarrollo, pero podemos decir que todos cumplen, cada uno brindando una clara diferencia de matices y personalidades bien definidas, que serán las encargadas de dotar de particularidades a esta peculiar comedia negra sobrecargada de acidez, y que pese a ser breve, es notablemente efectiva, con sus pequeñas licencias e imperfecciones.
El repostero de Berlín es la cinta debut del cineasta israelí Ofir Raul Graizer, encargado tanto de la dirección de la misma, como del guión. En esta co producción entre Alemania e Israel, el personaje central es Thomas (Tim Kalkhof), un repostero que reside en Berlín, y trabaja en una cafetería y pastelería de la cual es el encargado de la producción. El ingeniero israelí Oren (Roy Miller), en uno de sus tantos viajes de índole laboral por la ciudad alemana, conoce el negocio de Thomas, por quien sentirá un atractivo que desembocará en un romance, mientras mantiene estable su vida de familia con su esposa e hijo en Jerusalem. Tras uno de estos encuentros, Oren fallece en un accidente, pero Thomas tarda un tiempo en enterarse. Sin tener muy claro su destino, el joven repostero decide viajar hacia la ciudad de su amante, y descubre que su mujer Anat (Sarah Adler) es propietaria de un café con cierta orientación kosher, lo que lo lleva a ofrecerse como empleado del mismo. Tras obtener un puesto más relacionado a limpieza y tareas varias, no tardará en presentarsele la oportunidad de demostrar sus habilidades culinarias, lo que en un principio significará un problema, pero terminará por ser la razón que impulse el negocio de Anat. Esto igual progresivamente molestará a Moti (Zohar Shtrauss), el hermano de Oren, quien quiere mantener las costumbres kosher en la comida que se prepara y vende en dicho lugar. El repostero de Berlín se presenta como una cinta dramática que pone en perspectiva la concepción sobre el amor, y en algún punto la obsesión, así como determinadas búsquedas personales. Graizer no termina de dejar en claro cual es el objetivo de Thomas en acercarse a la que fuera la familia de Oren, e involucrarse con los mismos, pero existe una representación simbólica muy marcada, que se configura con el imaginario que el joven repostero tiene de su amante, y que tiene que ver con una proximidad a este, pese a que Oren ya no forme parte del mundo de los vivos. También podemos evidenciar una crítica hacía marcados ideales que giran en torno a profesar una determinada religión, sin detenernos a observar que no todos tenemos la misma mirada, ni las mismas intenciones sobre lo mismo; aquí la persona perjudicada recae en el personaje de Anat, quién manifiesta no tener un interés sobre las costumbres de la comunidad. Hay un muy elaborado trabajo en las construcción de los personajes, y sus formas de relacionarse, que van desde su concepción, hasta el desarrollo de las actuaciones centrales. Tanto esto, como todo lo referido a puesta en escena y fotografía, envuelve al espectador en una historia de amor, que va más allá de una cuestión de géneros, sino con elementos que giran alrededor más de temática referidas a una incertidumbres, determinados temores, y el significado intrínseco del amor. Ayudan también algunos paisajes, que tienen que ver con las ciudades de Berlín y Jerusalem, como escenarios principales del relato, y cierta lírica, que por momentos colorea esta interesante y recomendable película.
Mi obra maestra es la nueva película de Gastón Duprat (El artista, El hombre de al lado, El ciudadano Ilustre) que por primera vez no tuvo como codirector a Mariano Cohn, en esta ocasión encargado de la producción, pero si contó con el aporte de guión de su hermano Andrés, como habría pasado en su anterior cinta El ciudadano ilustre. Podemos sentenciar que recae el peso de igual forma en este nuevo filme en quienes están por detrás de cámaras, como sus protagonistas; Guillermo Francella y Luis Brandoni. Mi obra maestra se plantea como una cinta sobre la amistad, usando como modo de introducción el relato de unos de sus protagonistas, el prestigioso galerista Arturo (Francella), un hombre correcto, agradable y planificador, que cuenta su historia con Renzo (Brandoni), un pintor terco y en decadencia, con el cual lleva una amistad de muchos años. Hay un gran trabajo de construcción de personajes, plasmando claramente las diferencias que distan a uno del otro, siendo un misterio como conservan una amistad después de tanto tiempo, pero dejando entrever progresivamente las razones de esa curiosa amistad. Pese a los muchos intentos de Arturo por sacar del pozo en el cual Renzo viene atrapado desde hace décadas, este se encargará de dilapidar toda nueva oportunidad, sosteniendo su desprecio por el mundo moderno, sus anticuados hábitos y formas, y sin siquiera considerar los perjuicios que por ello pudiera ocasionarle a su amigo. Ya sumido en la peor de la ruinas, y en estado de ebriedad, un accidente pondrá al borde de la muerte al pintor, pero por esos raros giros de la vida se termina salvando, lo cual pone una vez más a Arturo frente a una situación de alta complejidad, buscando soluciones donde parece no haberlas e intentando recomponer una ya deplorable existencia. Cargada de una dinámica irresistible, siendo durante la primer hora una propuesta en donde las situaciones y devenires no dan respiro, se percibe con nitidez el sello de los hermanos Duprat y Mariano Cohn, siendo sin duda de los realizadores claves del cine argentino del nuevo milenio. Como sucede en la mayoría de sus filmes, hay elementos que se perciben desde sus minutos iniciales, dotado de cierta crítica corrosiva a determinadas costumbres del ser argentino, y un cuestionamiento a las clases sociales más altas y a la hipocresía, la codicia, así como al arte en sí, el snobnismo, y sus demás concepciones. Se puede decir que Mi obra maestra combina componentes de drama con toques de comedia, resultando una comedia ácida, no exenta de ironías, que invita a la carcajada, pero a su vez a la reflexión, y que su misma visión crítica se instaura como un eco que retumba. Francella y Brandoni cumplen con creces sus roles, no decepcionando desde su impronta, lo mismo que las acertadas apariciones de Andrea Frigerio. Quizás el elemento a cuestionar sea determinados toques a los que Duprat suele recurrir para profundizar sus mensajes, y que pueden resultar un poco innecesarios, siendo que su enfoque ya está más que claro.
El Ángel es sin duda una de las películas más esperadas del año. Dirigida por el realizador y guionista Luis Ortega (Caja negra, Monobloc, Lulú, Historia de un clan), quien contó con la colaboración en el guión de Rodolfo Palacios y Sergio Olguín, la cinta recorre parte de la vida delictiva del famoso criminal argentino Carlos Robledo Puch, encarcelado en febrero de 1972, cuando solo tenía 20 años de edad, después de cometer una serie de robos y asesinatos. Vale también remarcar que el filme en cuestión fue nominado en el pasado Festival de Cannes para el premio Un Certain Regard. Ya desde sus minutos iniciales, El Ángel nos muestra a un joven Carlitos (interpretado por el debutante Lorenzo Ferro) como a un personaje carismático, de buena familia, pero con una marcada tendencia a delinquir. Su fascinación inicial es la de entrar en lugares descuidados y robar pertenencias, que parece ser más un juego o un pasatiempo, a una forma de vida. Sus padres (llevados a cabo en forma correcta por Cecilia Roth y Luis Gnecco), no son presentados como una mala influencia, por el contrario Ortega los expone como ejemplos a seguir, aunque quizás con cierta debilidad en el control para con su hijo y las actividades que realiza. Posteriormente conocerá en la nueva escuela a Ramón (Chino Darín), por quien sentirá cierta curiosidad, y estableceré un vínculo amistoso, convirtiéndose en compañeros de aventuras, tanto románticas como delictivas. La aproximación a Ramón, no tardará en acercarlo a la familia del mismo (Mercedes Morán y Daniel Fanego); de un tipo más liberal, lo cual lo incentivará más en sus impulsos criminales, y lo volcará definitivamente a su idea de ser un ladrón. La idea de Luis Ortega en El Ángel es ir más allá de la carrera delictiva de Puch, centrarse en su personalidad carismática, su cara de ángel, su aspecto de confianza, e incluso en su procedencia de una familia modelo. Quizás mostrar cierta naturaleza que va más allá de lo hecho, no como justificativo, sino como una realidad, y hasta generar cierta empatía con el protagonista, quien realiza sus actos de forma impulsiva e inconsciente, alejado de todo tipo de planificación. La reconstrucción de la época está entre lo más destacado del film, así como parte de la musicalización (aunque no en su totalidad). La actuación de Ferro no es sobresaliente, pero a medida que avanza la película convence un poco más, y se mete al espectador en el bolsillo, generando esa extraña empatía. El resto del elenco cumple, resultando difícil resaltar la labor de uno por encima del resto (quizás Daniel Fanego). Si bien Ortega logra imprimir cierta dinámica a lo largo de las casi dos horas de metraje (Lo cual es un mérito), algunas escenas están dilatadas y otras podrían haber sido obviadas, entendiendo cierta intención del director en incluirlas, pero no por ello compartiendo su postura. Sin ser una obra mayúscula, El Ángel es un trabajo firmemente realizado, y vale como una propuesta digna de verse.