La nueva película de Robert Eggers era una de las más esperadas del año. Se había creado una corriente de genuina y generalizada curiosidad por saber cómo se manejaría el talentoso creador de La bruja y El faro por primera vez con muchísimos recursos a su disposición: una producción de elevada escala, una historia mucho más ambiciosa y un vasto elenco de estrellas. La elección de una historia tan intensa, brutal, impetuosa y feroz como la que se narra en El hombre del Norte completa el cuadro. Ya sabemos que Eggers no se impone límites ni reservas cuando se decide a explorar los vínculos entre lo real y lo fantástico en escenarios en los que prevalecen los rituales arcanos, los temores religiosos y las conductas primitivas. Por eso, no hay palabra mejor que “visceral”, en su más amplio significado, como síntesis compacta de todo lo que ocurre aquí. Abunda aquí la exposición de cuerpos abiertos y desgarrados en unas cuantas batallas muy cruentas y también el carácter simbólico del término: los personajes se dejan llevar todo el tiempo por comportamientos desbordados y hasta inmanejables desde lo emocional. Sobre todo cuando perciben que es imposible torcer el destino que se les asigna. Por eso, aunque la acción transcurra durante el siglo X de nuestra era en algún lugar de los dominios vikingos, el escenario real es el de una verdadera tragedia clásica no demasiado difícil de comprender. Un rey guerrero regresa al hogar tras una larga campaña con la certeza de que será traicionado y, a la vez, deberá apresurarse para pasar el legado de su corona a un hijo todavía adolescente. El heredero, testigo mudo del instante en que la traición se ejecuta con crueldad en el propio seno familiar, debe escaparse para no quedar arrastrado por ella. Muchos años después regresará para cumplir con su venganza, aunque el plan se torna cada vez más arduo con la aparición de detalles inesperados. Como en sus películas anteriores, Eggers parte de la certeza histórica para tomar impulso y moverse una vez más a partir de ellas en las difusas fronteras que separan a la realidad del mito. Se apoya en cuidadas referencias visuales y arqueológicas para mostrar cómo se vivía en ese hostil rincón del mundo azotado todo el tiempo por la crudeza del clima y la ferocidad de sus habitantes. Estamos en medio de un universo sellado a fuego por un espiral de violencia que parece retroalimentarse todo el tiempo y no terminar nunca. Quienes hayan visto El faro y La bruja encontrarán aquí marcas parecidas: ritos tribales y brujerías, conductas primitivas, constantes pulsiones sexuales (que hasta incluyen el fantasma del incesto), ceremonias de iniciación y de camaradería, tendencia al exceso. Lo que no se aprecia del todo en El hombre del Norte es aquello que rápidamente convirtió a Eggers en un creador provocativo, original, capaz de crear una fusión nueva y distinta entre varios géneros: el terror, el cine fantástico, el drama histórico. Con la notable ayuda de sus colaboradores habituales (el director de fotografía Jarin Blaschke, la vestuarista Louise Ford, los directores de arte Craig Lathrop y Robert Cowper) y un rodaje en espléndidos escenarios naturales de Islandia, Eggers logra sostener esa atmósfera a través de una sucesión de planos y secuencias de inquietante, magnética y poderosa belleza. Pero detrás de ellas hay aquí menos misterio y sorpresa que en sus obras anteriores. Por más que se asocien, por ejemplo, ciertas conductas humanas a comportamientos propios del reino animal (cuervos, osos, lobos), El hombre del Norte nos cuenta una historia de venganza no demasiado diferente a otras que hemos visto antes. Mucho más sangrienta, eso sí. En un elenco exigido por un gran compromiso físico y anímico, Alexander Skargard y Claes Bang aportan presencia y entrega absoluta. Anya Taylor-Joy se luce en un breve y enigmático personaje de gélida belleza y acento eslavo. Nicole Kidman viste de elocuente teatralidad su inquietante papel, y Björk, Ethan Hawke y Willem Dafoe apenas tienen tiempo para mostrarse. En cuanto a Eggers, queda claro que a ahora dispone de muchos más recursos para contar historias a su manera, pero todavía no termina de acomodarse a esta nueva realidad. Dijo, por ejemplo, que le hubiese gustado que toda la película se hablara en el nórdico antiguo que escuchamos aquí solo en los momentos ceremoniales. Para el resto debió resignarse al inglés que se utiliza cada vez que un cine con pretensiones quiere instalarse en tiempos antiguos o medievales.
¿Hay un western a la argentina? El estreno de Las rojas aparece como una posible respuesta afirmativa a este interrogante. Es cierto que un primer acercamiento al “género cinematográfico por excelencia”, tal como lo define el investigador y docente Eduardo A. Russo, nos lleva a una geografía (la de una parte del territorio de los Estados Unidos) y a una etapa histórica (la segunda mitad del siglo XIX) bien determinadas. Pero hay abordajes teóricos como el que hacen los franceses Astre y Hoarau todavía más amplios y útiles para agrandar las fronteras del género. Ellos identifican a un western a partir de una “doble verdad (que se convierte fácilmente en una doble mentira), histórica y mítica, factible y fabulosa”. En este par de dimensiones simultáneas se pone en juego la historia que se cuenta en Las rojas con la ayuda inmejorable de otro elemento esencial del western: el paisaje. Inmenso, árido, majestuoso, bello y hostil, el paisaje precordillerano en el que se desenvuelve la acción también condicionará en más de una ocasión el comportamiento de los personajes y, al menos en un caso, es posible que también haya podido guiar buena parte de su transformación personal. En este sentido, el aporte de la excelente fotografía de Ramiro Civita resulta decisivo. Esa figura es la de Constanza (Natalia Oreiro), una paleontóloga que parece haber dejado atrás una carrera muy prometedora para cumplir tareas administrativas nada simpáticas. La fundación multinacional en la que trabaja la envía a Mendoza para auditar el trabajo que desde hace tiempo viene haciendo Carlota (Mercedes Morán), una reconocida colega que lleva adelante con métodos bastante heterodoxos una investigación de campo demasiado extensa para los resultados obtenidos. El primer encuentro entre dos mujeres que se desconfían mutuamente le sirve al talentoso director Matías Lucchesi (aquí con el aporte de Mariano Llinás en el guion) para volver a sus dos temas predilectos, ya esbozados en Ciencias naturales y El pampero: el encuentro inesperado entre dos seres bien diferentes que se ven forzados a estar juntos superando sus recelos y el viaje de descubrimiento que terminarán compartiendo. La historia tiene un prólogo muy curioso, en el que vemos a Carlota como invitada de un programa de la televisión italiana dedicado a la ciencia, pero lo que comienza como la indagación de un hallazgo paleontológico merecedor de atención se convierte en un show basado en la búsqueda del golpe de efecto. Esa secuencia inaugural, risueña y casi paródica, contrasta con el tono áspero y desolado que irá adoptando el resto de la trama, como si quisiera mimetizarse con la escenografía natural del entorno. Lo más interesante de Las rojas es todo el proceso de transformación que experimenta Constanza, a quien Oreiro personifica como una verdadera actriz de cine. Empieza mostrando una seguridad absoluta en sus palabras, pero de a poco se vuelca a expresarse casi siempre con la mirada y es a partir de allí cuando la vemos tomar decisiones que antes podrían resultar desconcertantes. A su lado, Morán transmite todo el tiempo la plena convicción de un personaje que parece tener todo muy claro y resuelto, porque sus decisiones se toman siempre en pos de un objetivo mayor que se revelará al final. Entre las dos se filtra la sinuosa y extravagante figura de Freddy (Diego Velázquez, impecable como siempre), cuya presencia en el relato conviene no revelar demasiado. Las rojas es, en definitiva, un western contemporáneo de genuino color argentino que en medio de una historia apoyada en elementos reconocibles se permite jugar más de una vez (y sobre todo en los momentos exactos) con el mito y con lo fantástico. La trama se enriquece todavía más ante cada desplazamiento, sobre todo cuando las mujeres emprenden largas travesías a lomo de mula. La puesta en escena elegida por Lucchesi nos señala que esos recorridos son para sus protagonistas experiencias de reconocimiento mutuo. El rodaje de esta película se hizo entre diciembre de 2019 y enero de 2020 en Potrerillos y Uspallata y durante un buen tiempo de preproducción tuvo otro título, Reinas salvajes. Hay que agradecer que después de un tiempo tan considerable y de todas las postergaciones impuestas por la pandemia se la haya resguardado para promover su estreno en los cines. Hay que verla en pantalla grande para capturar en plenitud el poder de sus imágenes, una atmósfera inquietante (por más que alguna escena no haya encontrado la resolución más precisa) y su espíritu aventurero.
A mediados de la década de 1980, Jim Bakker y Tammy Faye Messner eran los dueños absolutos de un imperio mediático y comercial desde el cual extendían a todo el mundo su prédica religiosa de raíz evangélica. El ancla de esa gigantesca organización era una cadena de televisión llamada Praise the Lord (PTL), que por primera vez en la historia recurría al poder y los recursos de la tecnología satelital para extender más allá de lo imaginado los alcances del ascendente modelo de predicación cristiana por TV en Estados Unidos. Desde que se conocieron a comienzos de los años 60, Bakker y Faye construyeron con la perspicacia para explotar esa oportunidad creciente su versión del sueño americano. Primero con un show itinerante de títeres para chicos y más tarde con la idea de armar una versión religiosa del exitoso show nocturno de Johnny Carson, la pareja no solo descubrió su lugar en el mundo. Lo hizo a través de un mensaje en el que decían que Dios alentaba a las personas a no desdeñar el dinero o los bienes materiales. No estaba mal volverse rico, en especial cuando se referían a ellos mismos. Así pedían a los fieles, creyentes de la TV como si cada pantalla fuese una iglesia, generosas contribuciones que usaban en una vida de lujos y ostentación mientras seguían proyectando nuevos negocios, sobre todo inmobiliarios. Los matices más interesantes de esta historia aparecen completamente desaprovechados en la película, estructurada de una manera muy elemental a partir de la fórmula convencional de mostrar el origen, el crecimiento, el apogeo y la caída de sus protagonistas. Cada personaje aparece definido en el crecimiento de sus ambiciones por un puñado de trazos y señales tan poco sutiles y tan explícitas (sobre todo por el modo en que se describen las tentaciones) que en algún momento asistiremos al derrumbe inevitable de un castillo de arena. El truco se revela al final, cuando los rostros de los personajes reales (también aparecen los famosos evangelistas Pat Robertson y Jerry Falwell) se contrastan en una pantalla dividida con los actores que los encarnan. En vez de hacer una representación de los hechos, se buscó algo que no tenía sentido: la imitación lisa y llana de las figuras verdaderas en una suerte de versión dramatizada, chata y superficial, del largometraje documental que le dio origen. Detrás del aire ingenuo y kitsch de su retrato, Faye es el único personaje de la película que, de manera tan forzada como todo lo demás, muestra signos de redención al enseñar una sensibilidad y un espíritu de apertura (sobre todo con los gays en los durísimos primeros tiempos del sida) que contrasta con el rígido fundamentalismo de las corrientes evangélicas predominantes. Tapada por un frondoso maquillaje, completamente irreconocible, Jessica Chastain parece encaminada a ganar el Oscar por este papel. En realidad, el premio debería otorgarse a quienes lograron darle ese aspecto, detrás del cual podría esconderse o disimularse el rostro auténtico de cualquier actriz.
Ambulancia es el mejor argumento que podría usar el sindicato de editores para cuestionar antes del Oscar la decisión de la Academia de Hollywood de dejar a sus afiliados fuera de la transmisión en vivo de la ceremonia de este año. El montaje de imágenes es la verdadera estrella de películas como esta, que muestran en su máxima expresión el poder del cine industrial de Hollywood como una mezcla única entre el oficio artesanal, la capacidad tecnológica y los recursos visuales y sonoros de última generación. Desde este lugar, el editor no merece ser apartado de los reconocimientos principales que se premian con el Oscar. Todo esto es posible dentro del reino de Michael Bay, el director de mayor perfil de Hollywood que elige narrar sus películas como si fueran gigantescos videoclips. De hecho, su carrera empezó a hacerse notar en ese terreno, que llega por momentos aquí casi al paroxismo. Desborda el extenso relato de planos brevísimos, casi siempre agitados, nerviosos y eléctricos, e inverosímiles movimientos (horizontales, verticales, laterales) de una cámara que nunca deja de serpentear o moverse en zigzag a la velocidad del rayo. Bay entiende el cine como una montaña rusa en movimiento. Esta remake de un largometraje danés de 2005 sostiene una de las premisas de la película original (la narración en tiempo real de lo que ocurre luego de que el robo a un banco sale mal) y descansa en la pericia de Bay y de sus editores para llenar de tensión, suspenso y adrenalina la interminable persecución por las calles y autopistas de Los Ángeles. También hay una pizca de humor y hasta algún momento en el que Bay se ríe de su propia historia como director. Los Ángeles es una de las grandes protagonistas de la película, expuesta con todo el poder de su reconocible fotogenia en el retrato de su escenografía urbana, sus calles y autopistas. Es muy logrado el uso que la película hace, como fondo de la frenética acción, de la degradación edilicia y social de estos tiempos de pandemia en el área que se conoce históricamente como Downtown L. A., el centro histórico de la gigantesca urbe. Todo ese nervio se aplaca cuando Bay tiene que ocuparse de los retratos humanos, presentados con la torpeza y el trazo grueso que caracteriza a su cine. Lo que lleva a los personajes a actuar es presentado de un modo tan pueril que más de una vez arroja como resultado algunos comportamientos incomprensibles. Sobre todo en el caso del drama personal de un veterano de Afganistán que a su regreso es arrastrado a un dilema moral para resolver la situación límite que enfrenta su familia. Como si no alcanzara todo el armado de ese mapa elemental de conductas, una banda sonora estridente y plañidera se encarga de reforzarlo. En el tramo más intenso de la acción, Ambulancia consigue el objetivo de un modesto entretenimiento que logra sostenerse hasta el desenlace, estirado en exceso. Los actores, sobre todo Jake Gyllenhaal (en una versión todavía más recargada de su típico personaje intenso), le ponen literalmente el cuerpo a un relato vertiginoso que se olvida a la misma velocidad.
Nadie llegó más lejos hasta ahora que Los tipos malos en una línea de cine animado hecho a gran escala y con producción gigantesca en la última década y media. En su afán de sumar (entre otras cosas) público adulto a estos ambiciosos proyectos que llevan en cada caso por lo menos cuatro años de elaboración, los grandes estudios de Hollywood empezaron a imaginar historias animadas con temáticas que hasta allí se reservaban para los “más grandes”. Películas de superhéroes (Los increíbles) o de sofisticada intriga internacional (Espías a escondidas, Mi villano favorito). Pero no contábamos hasta ahora con lo que el propio Aaron Blabey, el autor australiano cuyos libros sirven de inspiración para esta película, que estamos frente a “una de Tarantino para chicos”. Ya habíamos visto en Espías a escondidas, adaptación animada del mundo de James Bond, alguna referencia precisa alrededor de Kill Bill, pero aquí la influencia del mundo tarantinesco es explícita, constante y muy lograda. Todo empieza en una conversación dentro de un bar entre un lobo y una serpiente que parece directamente tomada de Tiempos violentos. Frente a un grupo aterrado de seres humanos, el dúo sale del lugar para unirse a otros animales con igual mala fama (una tarántula hacker, un tiburón experto en disfraces y una piraña infalible con los puños) para llevar adelante, como en Perros de la calle, un golpe en apariencia perfecto. No sabemos cuál es el origen de esa banda (a la que se identifica con nombres genéricos iguales a los de Perros de la calle), pero pronto descubriremos que detrás de ese impulso y del hecho de asumirse como marginales que roban por diversión aparecerán otros instintos. Los villanos se complementan a la perfección, cada uno tiene un trazo y una misión bien definidos, y ese espíritu de grupo los hace todavía más y más simpáticos. Entre citas y alusiones a películas de los años 90, mucha diversión y una acción vertiginosa que siempre resulta comprensible, estos tipos malos empiezan a mirarse frente al espejo de un supuesto benefactor (un cobayo de aires filantrópicos) y allí aparece lo más interesante: como las representaciones del bien y el mal empiezan a tornarse bastante difusas, hay acciones que empiezan a configurar de manera definitiva a los personajes, algunos más nobles, amistosos y leales que otros. El alocado mundo en el que se mueve el quinteto de supuestos villanos, a los que acompañan una zorra con cargo de gobernadora (junto a varios secretos) y una desaforada policía, mezcla a animales y humanos dentro de una trama que parece salida de La gran estafa y otras tramas policiales ágiles y ligeras propias de Steven Soderbergh. Los padres tendrán que explicarles a los chicos que caper es ese tipo de película que alude a la planificación y ejecución de un robo bastante complicado. Lo que seguramente pocos disfrutarán son las espléndidas voces originales (Sam Rockwell, Awkwafina, Marc Maron, Anthony Ramos, Zazie Beetz, Richard Ayoade), ausentes en la gran mayoría de las copias estrenadas en la Argentina.
Después de observar con un microscopio todas las posibilidades del ejercicio del arte como impostura en la literatura (El ciudadano ilustre) y en la plástica (Mi obra maestra), Gastón Duprat y Mariano Cohn decidieron que había llegado el momento que había que hacer lo mismo con el cine, la materia prima con la que trabajan en esa búsqueda desde sus comienzos. Competencia oficial, primera (y muy ambiciosa) coproducción internacional del cada vez más prolífico dúo, avanza en esas indagaciones llevándolas bastante lejos del naturalismo costumbrista que atravesaba a las dos películas anteriores. En vez de instalarnos en reconocibles barrios porteños o ciudades bonaerenses, Cohn y Duprat (con el aporte desde el guión de Andrés Duprat, el otro artífice creativo de estas búsquedas) nos llevan a España para llenar de observaciones sobre el ego de los artistas una historia que tensa al máximo todas las posibilidades que ofrece la sátira. La historia que narra Competencia oficial es la del armado de una película imaginada por un poderoso empresario farmacéutico en el final de su vida como herramienta ideal para alcanzar el prestigio social. Tan millonario como vacío de afectos, representado en la primera imagen de la película con la pintura de un payaso triste, el hombre sueña con producir un film de autor para limpiar su imagen y, sobre todo, satisfacer su vanidad, que se convierte de entrada en el eje fundamental de la historia. Para lograrlo adquiere los costosos derechos de la obra de un premio Nobel (el argentino Daniel Mantovani, el personaje protagónico de El ciudadano ilustre), convence a una directora (Penélope Cruz, con una curiosa melena rizada) famosa por sus métodos innovadores y excéntricos, y se asegura la participación de dos actores famosos que no podrían ser más distintos. Iván Torres (Oscar Martínez), reconocido intérprete y docente de raíz teatral obsesionado por mostrarse ante el mundo como defensor de una ética que desprecia al arte como vehículo para el disfrute de las masas, y Félix Rivero (Antonio Banderas), estrella indiscutida de proyectos destinados al éxito económico inmediato y pensados como material descartable para el gusto popular. La historia transcurre en toda la etapa de preparación previa al rodaje. La directora utiliza ese tiempo para hacer toda clase de experimentos conceptuales con la idea de explotar al límite las tensiones entre dos figuras acostumbradas a mirar al mundo desde arriba. En el fondo, ninguno quiere resignar el altísimo concepto que tienen de sí mismos y cada nuevo ensayo es una muestra cada vez más contundente, hostil y hasta delirante de esa pugna. Cohn y Duprat transforman todos esos momentos en viñetas que ponen en juego su visión del mundo y de la mente egocéntrica de los artistas. También aprovechan al máximo los fantásticos escenarios (gran trabajo del director de arte Alain Bainée) en los que se desenvuelve la acción: extensos exteriores e interiores con formas rectilíneas, simétricas y de gran profundidad. La frialdad de esa ambientación se contagia a las acciones, bastante más gélidas y distantes de lo que veíamos en Una obra maestra y El ciudadano ilustre. Hay algunos momentos muy graciosos (los actores ensayando sobre una gigantesca piedra sostenida desde una grúa o inmovilizados con cinta adhesiva, completamente a merced de los caprichos de la directora), pero la película no divierte tanto como incomoda en el retrato de tres personajes que solo se esfuerzan por imaginar la mejor estrategia para mentir, ocultar sus verdaderas intenciones y mostrar que al fin y al cabo son mucho mejores (más astutos, más ingeniosos, supuestamente más auténticos) que todos los demás. Sin demasiadas vueltas ni sutilezas, los directores vuelven a entregar el retrato explícito, impiadoso y cruel de un mundo marcado a fuego por las simulaciones, el envanecimiento, los sueños de gloria y el falso orgullo. El espectador es puesto a prueba en todo momento, invitado a descubrir cada uno de los pliegues de esas actuaciones perfectas que no resultan ser otra cosa que puro disfraz. Con veladas referencias a personajes de la vida real y a sus propias trayectorias, Cruz, Banderas y Martínez se suman a este juego con entusiasmo, convicción y compromiso. Los tres consiguen, sobre todo, que sus respectivos personajes dejen a la vista una monumental vulnerabilidad detrás de esa armadura de arrogancia, orgullo y desdén hacia los demás que utilizan para protegerse. Nunca lo sabrán, porque en el mundo de Cohn y Duprat la impostura artística aparece como la marca indeleble que acompaña hasta el final el destino de sus criaturas.
Sword Art Progressive es uno de los animé más exitosos de los últimos tiempos, muestra cabal del poder y la atracción que tienen los videojuegos masivos de realidad virtual. El público argentino está familiarizado con la historia desde que Netflix incluyó las cuatro temporadas de la serie televisiva original. Con el trazo genuino y preciso del animé prototípico y una sucesión de herramientas visuales que reproducen en pantalla grande algunas instancias y herramientas propias del videojuego, Aria de una noche sin estrellas propone un nuevo comienzo para la historia. Todo está narrado a partir de la perspectiva de Asuna, la estudiante que entra desde la vida real al juego junto con su compañera Mito, y el encuentro que vive con el bravo guerrero Kirito. La película no tiene otro propósito que el de consolidar, quizás sumando nuevos seguidores a su vasta legión de fans, lo que funciona como un fenómeno de extraordinario alcance global. Para el público no iniciado quizás esta no sea la entrada más propicia al mundo del animé, algo que puede hacerse, por ejemplo, a través de las grandes obras de Makoto Shinkai. Lo más interesante de Sword Art es la reflexión autoconsciente que hace sobre las posibilidades y los alcances de un juego virtual que, en esta historia, es lo suficientemente letal y cruel como para provocar la muerte de sus participantes y el abandono del mundo real. La copia estrenada en la Argentina no incluye las voces originales en japonés, reemplazadas por un doblaje al castellano neutro y convencional.
La versión de Matt Reeves del Hombre Murciélago transcurre mucho antes de la madurez del héroe (y de su principal rival), acercándose al mundo del cine negro y las historias de detectives tan propias del tiempo, 1939, en el que Bob Kane creó al personaje, acertando en la creación de los climas pero no la resolución de los conflictos de la historia. "Soy la venganza”, dice la voz que surge detrás de la máscara de Hombre Murciélago antes de interrumpir a puño limpio la agresión gratuita de una patota contra un hombre común en una estación de subte. Así se presenta Batman en la renovada versión del más atormentado de los superhéroes, que lleva la firma de Matt Reeves. Estamos delante de un justiciero nocturno, encargado de castigar a quienes quieren sacar ventaja de la caótica situación que se vive en Ciudad Gótica, un lugar gobernado por la corrupción y en el que reina el crimen. No parece haber ley o autoridad dispuesto a frenarlo. ¿De dónde sale esa pulsión que lleva al hijo de un multimillonario hombre público a ocultarse entre las sombras y, disfraz mediante, tratar de corregir todo lo que está mal sin rendirle cuentas a nadie? Reeves, un especialista en la exploración de zonas oscuras e inquietantes, dijo varias veces que su esperado Batman no se enfocaría, como los anteriores, en el muy trajinado tema de sus orígenes. Pero no puede evitarlo. Aunque aquí no se muestre el momento en que sus padres mueren asesinados ante los ojos del pequeño Bruce Wayne, será el vínculo paterno-filial el que irá constituyendo de manera elusiva la personalidad de una figura que terminará, aunque no se lo proponga, ocupando el lugar del héroe. Ese camino empieza a forjarse en paralelo con el de su adversario mayor, el Acertijo (Paul Dano), una suerte de espejo deformado de la vida del propio Hombre Murciélago, que también construye su propia red de venganzas y castigos profundizando todavía más el cuadro de horror cotidiano que se vive en Ciudad Gótica. El Batman de Reeves transcurre mucho antes de la madurez del héroe (y de su principal rival). La historia se acerca al mundo del cine negro y las historias de detectives tan propias del tiempo (1939) en el que Bob Kane creó al personaje. Y suma elementos muy distintivos de las historias de crímenes y asesinatos en serie de los años 70, con David Fincher como mayor influencia. Con esa argamasa, Reeves construye un relato sombrío y amargo, cargado de pesimismo, en el que todo parece ocurrir de noche. El cuadro abruma todo el tiempo al heredero de la dinastía Wayne, incapaz por sí solo de corregir los vicios de una ciudad sometida a las mafias, a las adicciones (hay un extraño narcótico en forma de gota, cuyo uso se extiende sin límites) y a la defección de sus hombres públicos. El único que se salva es el comisionado Jim Gordon (Jeffrey Wright). El panorama se complica en vísperas electorales, escenario del que Reeves se vale para sumarse al debate actual sobre la realidad estadounidense en tiempos de grietas y conspiraciones. El director sabe construir climas y llevar la trama hacia un lugar poco frecuentado en las películas de superhéroes. Para recordarnos que estamos en ese mundo no faltan algunas prototípicas escenas de acción, como la que coloca en primer plano a un nuevo modelo de Batimóvil. Pero la esencia del relato es otra, marcada por la evolución del juego de gato y ratón que llevan adelante Batman y el Acertijo con recursos, modos e influencias muy propias del policial negro. Reeves acierta mucho más en la exposición de las situaciones que en el modo en que logra resolverlas. Hay una salida demasiado superficial y hasta pueril de algunos momentos decisivos en los que, minutos antes, parecía casi no haber escapatoria posible. En una película tan larga esos desajustes se notan más. Y también la descripción demasiado carente de misterio de algunos personajes clave como el mafioso que encarna John Turturro y el de su principal secuaz, un irreconocible Colin Farrell. Desaprovechado aquí casi por completo (al igual que el Alfred de Andy Serkis), Farrell tal vez sólo cumpla con la presentación de una figura que más tarde, en futuras secuelas o series, adquiera de verdad la personalidad de uno de los grandes villanos de la historia de Batman. La expresión lánguida y torturada de Robert Pattinson es funcional al mundo imaginado por Reeves. El actor encarna a la perfección al Batman más gótico de todos, un personaje sombrío y vulnerable, que siente que la realidad se desmorona ante sus ojos y poco puede hacer para remediarlo. Tendrán que llegar el enfrentamiento con su némesis y la atracción que siente hacia la Gatúbela de Zoë Kravitz (otra figura poco aprovechada) para empezar a encontrar en medio de tanta negrura las señales de identidad que le conocemos. No alcanza con reconocerse como un oscuro y anónimo vengador.
No es común encontrar en el cine una muestra de alegría tan contagiosa como la que expresan esos adultos, muchos de los cuales ya andan por los 50, que todavía insisten en divertirse como adolescentes y festejarse a sí mismo después de desafiar a la naturaleza y a los límites de la resistencia del propio cuerpo. La troupe original de Jackass lleva más de 20 años, primero en MTV y luego en el cine, dispuesta a cumplir toda clase de desafíos insólitos, ridículos, inexplicables y sobre todo muy dolorosos para quienes lo ejecutan. El riesgo para la integridad física puede ser muy alto. El propio Knoxville reconoció haber sufrido una hemorragia cerebral tras la embestida de un toro que lo llevó a dar una vuelta en el aire y caer pesadamente. Pero la única recompensa que recibe y acepta el grupo original que inventó este delirio (bromas pesadas, pruebas absurdas, retos escatológicos) es la ratificación de una camaradería a toda prueba. Cada festejo colectivo refuerza las ganas de ir por más y de no aflojar. Al fin y al cabo, como decía uno de los integrantes del equipo en la película original de 2002, el fracaso no existe. Aprendimos hace mucho (con Buster Keaton, con Los Tres Chiflados, con Jackie Chan) que el efecto cómico de un golpe aplicado en el momento justo puede ser insuperable. Knoxville y sus amigos lo saben muy bien y lo vuelven a poner en práctica en esta renovada sucesión de episodios breves con algún invitado también dispuesto a recibir porrazos. La película arranca con una delirante parodia de las películas de Godzilla en la que se recurre a la anatomía para sostener las miniaturas que ilustrarán la acción. Será la primera muestra del sistemático uso del aparato genital masculino como eje de algunas bromas. Sabemos desde el principio que ese recurso escandaliza y aleja a cualquiera que no esté dispuesto a aceptar semejante exposición de procacidad. Lo mismo ocurre con el muestrario habitual de groserías y vulgaridades que son marca de fábrica de Jackass. En esa aceptación hay un señalamiento claro, veladamente cuestionador, de los alcances y los límites de lo que podríamos llamar “cultura chatarra”. También la máxima demostración posible de lo que entendemos como realismo cinematográfico, sin las imposturas y los disimulos de la tecnología digital. Hace tiempo que Jackass es mucho más que un experimento extremo. Detrás de todo lo que podría resultar incómodo y desagradable hay una exaltación del mejor compañerismo, de la alegría compartida en un tiempo de penurias, de la gracia genuina que se logra a través de la comedia física y de la libertad de sentir que todo es posible.
En el comienzo de Spencer, la princesa Diana (Kristen Stewart) está perdida. No puede encontrar el camino que la lleve hasta Sandringham, la imponente residencia campestre de la familia real, que se prepara para recibir a la reina Isabel y sus seres más cercanos para pasar allí la Navidad. Estamos en los comienzos de la década de 1990, diez años después de la llegada de Lady Di al frío mundo de la Casa Windsor, al casamiento con el príncipe Carlos y a la fugaz felicidad de la llegada al mundo de sus dos hijos, Guillermo y Enrique. En un nuevo acercamiento al mundo femenino, y más específicamente a mujeres famosas enfrentadas a complejas situaciones personales, políticas y psicológicas, el director chileno Pablo Larraín observa a Lady Di desde ese momento con una premisa. Da por sentado que el espectador conoce de sobra el contexto histórico en el que se desenvuelve la acción. No hace falta explicar quién es la protagonista y en qué ambiente se mueve. Le basta con presentar a Diana sin dejar nunca que veamos detrás de la apariencia reconocible del personaje (el peinado, los mohines, el movimiento de los hombros) a la actriz que la interpreta. Más allá de esos gestos y del acento británico que en este caso adopta su voz, Stewart no se propone imitar a la verdadera princesa de Gales. Lo que hace es asumir toda la complejidad psicológica de su atribulado presente y la conciencia de que en ese momento está por atravesar la puerta de un laberinto en el que no solo se perderá. En la búsqueda estéril de una salida, Diana acentuará sus perturbaciones, agravará los trastornos alimenticios que sufre, comenzará a autoflagelarse y sentirá, sobre todo, que allí no tiene futuro. “En este lugar el pasado y el presente son la misma cosa”, reconocerá en un momento. Los mejores momentos de Spencer aparecen justamente al comienzo, cuando Larraín expone el contraste entre el ansia de libertad de la protagonista y el destino de cárcel que vislumbra dentro de Sandringham, una fría jaula de oro que le impone el cumplimiento de una sucesión interminable de tradiciones y rituales, algunos insólitos y tan condicionantes para ella como someterse a un pesaje apenas llegada. Larraín nos dice explícitamente al comienzo que estamos viendo una fábula, narrada a partir de una historia real. Esa fábula llega por momentos a convertirse en una historia terrorífica, llena de silencios y de amenazas disimuladas detrás de los modos elegantes de la silenciosa familia real. Spencer es el retrato alucinado de una mujer que nunca quiso ser princesa por más que desde la infancia (reflejada a través de algunos flashbacks) siempre estuvo cerca de ese destino. “Digan que vieron a un fantasma”, le ordena Diana a unos policías que la descubren por la noche, sola y en medio de la oscuridad, rumbo a la abandonada casa paterna. Antes, como en una pesadilla constante, frente a sus ojos aparecen otras imágenes fantasmagóricas. Algunas muy reales, como el momento sin palabras que comparte con la familia real en la cena de Nochebuena. Otras surgidas de la imaginación, como la aparición recurrente del espectro de Ana Bolena. Diana parece estar mirándose todo el tiempo en el espejo de la reina a la que su marido, el rey Enrique VIII, ordenó decapitar bajo acusaciones falsas de adulterio y traición. Esa referencia histórica comienza a hacerse recurrente hasta el punto en que a través de ella la película cae más de una vez en el riesgo de la alegoría. Cuando se hace tan enfático un retrato que hasta allí Larraín había construido con sutilezas y algunos momentos de sugerente belleza, el relato a veces tropieza, sobre todo cuando aparecen algunas explicaciones de más y cuadros que se acercan peligrosamente al territorio del realismo mágico. A pesar de esas vacilaciones, el relato se sostiene y consigue atrapar toda la profunda complejidad psicológica de un personaje atrapado entre sus anhelos y el cumplimiento de sus deberes, y que sabe que está muy cerca de tomar una decisión crucial: tomar distancia definitiva de su familia política. La partitura musical de Jonny Greenwood, llena de notas disonantes, ilustran a la perfección ese inquietante escenario. Junto a la excelente Stewart se destacan Sally Hawkins y Sean Harris como la vestidora y el chef que ayudan a calmar las penas de la princesa, y sobre todo el gran Timothy Spall, un observador riguroso y omnisciente que también entiende, desde la distancia que le da su cargo oficial, el calvario de una mujer a la que le preguntaron si quería ser reina y contestó que sólo soñaba con ser madre.