En 2017 descubrimos a Kenneth Branagh con el traje, el enorme mostacho, los elegantes modales y la vanidad a toda prueba de Hércules Poirot resolviendo con su acostumbrada perspicacia un crimen en el Muro de los Lamentos de Jerusalén. Con ese simpático prólogo, Branagh inició su romance con el mundo de Agatha Christie y se puso al frente de la remake de Asesinato en el Expreso de Oriente, dirigiendo (y desaprovechando) a un elenco de excepción en una aventura apenas correcta, resuelta con más oficio que pasión por el misterio. Por suerte las cosas mejoraron en el segundo intento, que por fin llega a los cines después de una larga postergación forzada por la pandemia. La película estaba lista para estrenarse a fines de 2019, cuando por ejemplo Armie Hammer (uno de los protagonistas) no atravesaba la delicada situación personal que amenaza con su “cancelación”. Tras el escándalo, Disney prefirió no reemplazarlo y optó por bajar el máximo perfil posible alrededor de su presencia en pantalla. Más allá de los reproches por su conducta hay que decir que la decisión fue acertada: Hammer cumple a la perfección con lo que se espera de su personaje, un playboy arrogante dispuesto a la vida fácil junto a una multimillonaria heredera. Si Muerte en el Nilo, otra remake que podría perfectamente funcionar como secuela de la aventura en el tren (el personaje de Tom Bateman, es la bisagra entre ambas), resulta más satisfactoria que su predecesora es porque entre otras cosas el Branagh director confía mucho más en el poder de sus actores (un grupo un poco menos estelar que el de la película anterior) para que la intriga resulte mucho más intensa, convincente y creíble. Y para que los personajes que rodean a Poirot le hagan mucho más difícil la tarea de resolver el enigma que tiene ante sus ojos y su infalible instinto detectivesco. Es imposible no colocar a Muerte en el Nilo frente al espejo de la versión original de 1981. Ella tenía a su favor la posibilidad de aprovechar los escenarios naturales de la acción y recorrer de verdad las maravillas de Egipto desde un imponente barco de vapor mientras, en la cubierta, una gran feria de vanidades ambientada en 1937 precedía el momento de la muerte y la intervención de Poirot. En la nueva versión, Branagh casi no pudo salir de los estudios británicos en donde se hizo la mayoría del rodaje, pero recupera desde una bienvenida nostalgia aquella idea de gran espectáculo y narración “a la antigua” con fastuosos decorados e imponente escenografía natural, aprovechando además al máximo las posibilidades de una tecnología digital capaz de presentar una panorámica de las pirámides de manera casi idéntica a las verdaderas. En el recorrido fluvial y en los tramos medulares del relato se aprecia una consistente fidelidad a la versión original. Lo que Branagh se permite es darle algunos toques más modernos a la descripción de los personajes, adaptando (por suerte sin subrayados ni declaraciones de principios) algunos de ellos a la diversidad que demandan estos tiempos. En 1981, por ejemplo, Salome Utterbourne era una fastidiosa escritora encarnada por Angela Lansbury y ahora el personaje se convierte en una cantante de blues a la que Sophie Okonedo (con la voz de la inolvidable Sister Rosetta Tharpe en las canciones) le aporta magnetismo, autoridad y distinción. El propio Poirot parece sucumbir a ese encantamiento y perder por momentos el impecable equilibrio que requiere su tarea. Aquí aparece otro punto a favor de la película frente a su antecesora y también a algunos de los anteriores retratos del sagaz detective belga. El Poirot de Muerte en el Nilo tiene sus propias emociones y no suele reaccionar todo el tiempo con la distancia y el desapego que a veces formaron parte de su retrato en el cine. Su condición de conoisseur nunca está puesta en duda, pero aquí aparece enriquecida por un retrato más cercano a su verdadera naturaleza, sobre todo a través de las claves aportadas por un prólogo (mucho más serio que el de la película anterior) ambientado en la Primera Guerra Mundial. Es también por todo esto que seguimos con más interés y entusiasmo la resolución del crimen que constituye el eje del relato. Es cierto que Poirot tiene la tendencia de acelerar más de lo aconsejable la enunciación de sus deducciones, pero cuando el culpable es descubierto sentimos la misma satisfacción que el detective. Sobra aquí intriga y el misterio perdura intacto hasta el final, también en buena medida gracias a la seductora fotogenia de Gal Gadot y a la jerarquía (poco aprovechada, por cierto) de Annette Bening.
Desde los tiempos de Día de la independencia (1996), Roland Emmerich se empeña con la ayuda de la más poderosa maquinaria tecnológica de Hollywood en mostrarnos que hay mil y una maneras de destruir el mundo desde la pantalla. Hay que reconocerle al director alemán una perseverancia a toda prueba en este terreno. Tan convencido está de su lugar como máximo exponente del apocalipsis de nuestro planeta que hizo de Moonfall, según propia confesión, su proyecto más personal y soñado. Tanto, que decidió salir a buscar por las suyas los recursos para financiarlo. La considerable suma que logró acopiar (140 millones de dólares) le garantizó el control absoluto de esta producción. La decisión más saludable que tomó Emmerich fue sostener contra viento y marea el lanzamiento de la película en los cines. No tendría ningún sentido verla en cualquier otra pantalla de dimensiones reducidas. El problema de Moonfall no pasa por su gigantesca escala y la espectacularidad que la envuelve. Emmerich quiere además que nos tomemos mucho más en serio esta historia (supuestamente la más “comprometida” con sus ideales) que sus cataclismos anteriores, divertimentos completamente inverosímiles que se disfrutaban como tales y que además contaban con un costado humano nada desdeñable en medio de la destrucción generalizada. Moonfall cuenta cómo nuestro planeta queda expuesto a una hecatombe casi inmediata después de que ciertas fuerzas extrañas alteran la órbita lunar y transforman a nuestro único satélite en un arma letal y devastadora. Un astronauta caído en desgracia por haberse anticipado en su momento a esta realidad, su excompañera transformada en responsable máxima de la NASA y las disfuncionales familias de ambos, más un extravagante cultor de teorías conspirativas protagonizarán la aventura de salvar al planeta (y de salvarse ellos mismos) a través de la suma de todos los lugares comunes del género y de las películas anteriores de Emmerich. Lo que queda de ellas es la reiteración del muestrario de la destrucción del planeta a través de efectos digitales igualitos a los que veíamos en 2012, sobreexplicaciones con supuesta lógica científica (con el foco puesto en la inteligencia artificial) para subrayar todo lo que no puede decirse con imágenes, y la exposición en un forzado y obvio montaje paralelo de lo que ocurre en el espacio exterior y la imposible lucha por la supervivencia de un pequeño grupo humano en la superficie nevada de Aspen, todo armado a las apuradas. Cosas muy parecidas ocurrían en las películas previas de Emmerich, pero con un poco más de coherencia y emoción. Como se ve, no falta nada. Tampoco los militares opuestos a cualquier solución racional y el oscuro científico que se arrepiente de sus pecados y omisiones. Halle Berry, Patrick Wilson y John Bradley (el inolvidable Sam Tarly de Game of Thrones) transpiran un poco y cumplen a reglamento con los gestos de angustia y las caras de asombro. Todo está aquí demasiado calculado, hasta el agradecimiento explícito a China por su aporte económico a través de un personaje valeroso y un par de elogiosas frases institucionales.
El paso por los cines de Ecos de un crimen es circunstancial. El streaming es el verdadero destino de este thriller intenso, que al final termina entregando menos de lo que promete. Por los resultados podemos presumir que quienes convocaron a un director formado en el mundo del cine independiente local quedaron satisfechos. Después de mucho tiempo sin dirigir cine, Cristian Bernard hizo un trabajo por encargo digno de un artesano con oficio sobrado. Hay prolijidad en la puesta, tensión extrema en algunos pasajes clave y climas bastante logrados. Todo en menos de 90 minutos, sin escenas que se estiran o palabras de más. Cumplidos los objetivos de honrar al género y respetar sus reglas básicas, lo que faltó es la libertad de querer y poder ir más allá. Como si hubiese un mandato silencioso de quedarse en lo seguro y en cumplir sin riesgo con algunas fórmulas muy conocidas. En un terreno que hemos visitado unas cuantas veces, quizás demasiadas, la película cumple. El plus que se espera de todo creador dispuesto a cambiar algunas de las páginas del manual está ausente. ¿Cuál es la regla que se cumple y que al mismo tiempo aprisiona esta trama? La del relato de intriga que nos lleva a preguntarnos si lo que ocurre es producto de la realidad o de la perturbada mente de su personaje principal. Se llama Julián Lemar (Diego Peretti), escritor de novelas policiales sometido al estrés de la entrega del libro que cerrará un exitoso ciclo. Para hacerlo decide instalarse junto a su esposa (Julieta Cardinali) y sus dos hijos (uno recién nacido) en una lujosa casa de campo que tiene desde lejos un aspecto ideal para tomar distancia del mundo. De cerca y con la familia instalada, en cambio, parece guardar una suma de calamidades, empezando por un inoportuno corte de luz en una noche de tormenta. Eso no es lo peor. La principal amenaza aparece encarnada en una desconocida (Carla Quevedo) que pide ayuda en una noche de perros para protegerse de su marido (Diego Cremonesi), un hombre temible y violento al parecer responsable de una tragedia inenarrable. ¿Los traumas que afectan a Lemar condicionan su visión de las cosas? ¿Las alucinaciones se imponen a los hechos? ¿Acaso asistimos al borrador en vio y el directo de lo que será el libro final? Barnard desarrolla y resuelve las tensiones con impecable timing y visibles influencias clásicas (de Hitchcock al Kubrick de El resplandor, pasando por De Palma), pero sin salirse ni un segundo de las instrucciones de los manuales de estilo del género. Cuenta aquí con la invalorable ayuda de un actor protagónico en excelente forma. Peretti logra todo el tiempo que le creamos, mientras las convenciones de la trama trabajan en la dirección contraria llenándonos de pistas que a cierta altura funcionan sin misterio. Pero la seguridad con la que se mueve Peretti (y la firmeza con que Barnard apoya sus decisiones) es lo que sostiene el interés hasta el final, cuando todas las incógnitas ya quedaron demasiado enunciadas, y en parte resueltas.
Hay pocos antecedentes en la historia del cine animado más ambicioso, exigente e innovador del planeta como el de los estudios Illumination. Con apenas una década y media de existencia (nació en 2007) cuenta hoy con autoridad e influencia suficientes como para competir mano a mano con poderosos colegas de Hollywood con trayectoria mucho más extensa y salir como ellos a la conquista del público global. Sing, ¡ven y canta! es una de las ideas más felices del estudio que se hizo famoso gracias a los Minions y a las películas de Mi villano favorito. Estrenada en 2016, llevó todavía más lejos que en sus proyectos más exitosos lo que es ya una marca de fábrica. Lo mejor de Illumination aparece cuando el poderío consolidado de su marca se une al espíritu creativo casi artesanal de su pequeño socio francés, el estudio MacGuff. A los creativos y animadores europeos le debemos gran parte de la inspiración que las películas de Illumination tienen para el gag, ese pequeño gran momento que le da esencia y sentido al arte maravilloso de hacer reír. En las películas de Illumination, cada personaje se diseña a partir de ciertos gestos y movimientos físicos característicos que propician el gag. Esta impronta se multiplica en el universo animado de Sing, cuya acción –como sabemos- se mueve en un planeta habitado íntegramente por animales que reflejan y expresan prototípicos comportamientos humanos. La película original de 2016 se cerraba con el triunfo de ese puñado de animalitos que encuentra en el canto un modo de expresión y un propósito vital similar al de tantos y tantos humanos que llenan las convocatorias de los reality shows al estilo de La voz Argentina: competencias de talentos que viajan del anonimato al reconocimiento. Un astuto productor con aspecto de koala consigue reunirlos y salir él también de perdedor. La inevitable secuela de ese celebrado triunfo deja a la vista la otra gran dimensión visible del modelo impuesto por Illumination: insistir en la fórmula original, llevándola lo más lejos posible, y hacerla más larga de lo aconsejable. Esta conducta suele transformar una idea verdaderamente innovadora en una apuesta a lo seguro. Así, historias tan creativas en su punto de partida como la de Sing terminan condicionadas por la rutina y la falta de riesgo, disimuladas en un envase cada vez más ostentoso y grandilocuente. La ambición del empresario koala lleva a la entusiasta pandilla a Redshore City, versión de Las Vegas en este mundo de animales humanizados. Todo parece igual que en la primera parte, pero aumentado a la enésima potencia: hay un musical en marcha (pero con características mucho más espectaculares), dudas y miedo al fracaso en los ensayos, descubrimientos y afirmaciones. La única novedad es la necesidad de sumar al show a la estrella más elusiva del mundo, un viejo león de estirpe rockera que dejó de cantar y se alejó de todo durante quince años tras un momento de profundo dolor. Llegar a él y convencerlo de que vuelva será el gran desafío que moverá la acción. Por suerte, cada personaje tendrá de nuevo ocasiones aseguradas de lucimiento con algunos logrados gags (cerditos y elefantes se lucen en este terreno) y de nuevo, como en la película anterior, la trama cuenta con decenas de canciones muy populares que seguramente los padres reconocerán (y disfrutarán) más que los chicos. Por supuesto, esto ocurrirá en las muy contadas copias presentadas en idioma original y las voces en inglés de Matthew McConaughey, Reese Witherspoon, Scarlett Johansson, Taron Egerton, Tory Kelly y… Bono. El cantante de U2 debuta en el cine animado con un personaje especialmente pensado para el aprovechamiento de su voz áspera y cargada de nostalgia. Nada de eso aparece en la versión doblada que recurre para este personaje a la desabrida manera de hablar del portorriqueño Chayanne. Las voces en español con mezcla de acentos latinoamericanos se combinan aquí, de un modo a veces desconcertante, con los temas originales cantados en inglés. El doblaje (inevitable en cualquier película destinada al público infantil) deja aquí más que nunca al descubierto sus limitaciones. Si algo identifica y deslumbra a la vez en las grandes producciones animadas de Hollywood es el talento de sus artistas para construir cada vez más a los personajes sobre la base de las inflexiones vocales y los movimientos corporales de las figuras que le dan vida. Por más conocidos que sean sus equivalentes latinos, la adaptación a nuestro idioma sólo consigue la pérdida de ese atributo, cada vez más decisivo.
Encanto, el largometraje animado número 60 en la historia de los estudios Disney, entra inmediatamente por los ojos. La exuberancia de las imágenes, los colores y la vitalidad de los personajes le otorgan un marco visual casi irresistible a un relato que idealiza la vida de un pequeño poblado enclavado en la fértil región montañosa de Colombia. La animación propiamente dicha también deslumbra nuestra vista. A esta altura no debería sorprender, de tan repetida, esta nueva demostración de talento de los mejores animadores digitales del planeta. Pero aquí no le podemos sacar los ojos de encima a todo lo que Encanto consigue cada vez que un personaje animado consigue una armonía perfecta, casi prodigiosa, entre los movimientos faciales y las voces originales. Lo que en cambio provocará entre nosotros alguna perplejidad es la aplicación al relato del título elegido por Disney. Cuando usamos el término “encanto” siempre nos referimos a las características y atributos que nos agradan de una persona o una cosa. Aquí se utiliza como traducción de la palabra inglesa enchantment, que no es otra cosa que encantamiento, sortilegio, hechizo. Encanto alude aquí al resultado de un pase de magia, el que envuelve la vida de la familia Madrigal después del sacrificio que uno de los personajes hizo en su juventud, allá lejos y hace tiempo, para salvar al resto. Su viuda, la imponente Abuela, se ocupa de mantener a lo largo del tiempo los beneficios de ese conjuro. Gracias a él, cada uno de los nuevos integrantes de la familia posee un don que se parece mucho a un superpoder. En ese entorno aislado, amable y bucólico, los Madrigal funcionan como una curiosa mezcla entre los Eternals y los X-Men. Con una excepción: la inquieta y vivaz Maribel, a quien le pone voz en las copias habladas en inglés la argentina Stephanie Beatriz. Llevada por esa condición a una existencia más reconcentrada y menos alegre, Maribel busca todo el tiempo explicaciones. Quiere entender por qué le tocó un destino de sufrimiento. Las encontrará en un momento a través de la oveja negra familiar, el primo Bruno, que de un día para el otro decidió tomar distancia del resto de los Madrigal. Entender lo que pasó con Bruno lleva a Maribel a poner en peligro el legado y la identidad familiar, planteada a través de las pegadizas y enérgicas canciones originales de Lin-Manuel Miranda. Cuando las cosas se le complican a Maribel y a su familia, más todavía se complica la trama del relato. Nunca queda claro si los dones concedidos a estos personajes nacen de una gracia que los hace mejores o revelan una condición más cercana al egoísmo y la arrogancia. Este dilema nunca logra resolverse y la peripecia se encamina hacia un desenlace confuso, apenas disimulado por la luminosa energía del entorno. Antes de la película se exhibe el excelente corto animado Far for the Tree (Lejos del árbol), al que le alcanzan siete minutos para dejar en claro el sentido y las motivaciones de los personajes en una historia de aprendizajes y descubrimientos.
Eternals es la peor película de Marvel. Aquí están las dos horas y media más solemnes, pretenciosas y aburridas de toda la historia cinematográfica del estudio, que además anticipan algo todavía más inquietante. La llegada al cine de una de las historietas más veneradas de Jack Kirby fue pensada para motorizar y envolver la siguiente etapa de un universo audiovisual que quiere capturar espacios cada vez más grandes y de mayor complejidad. Los Eternals expresan ese sueño de manera inequívoca. El relato atraviesa toda la historia de la humanidad, marcada por la pertinaz e inacabable intervención de estos seres inmortales que a instancias de los Celestiales (suerte de demiurgos del equilibrio cósmico) aparecen en cualquier momento y lugar para evitar el ataque de los Deviants, monstruos que parecen salidos de algún álbum mitológico japonés. Estamos entonces frente al escenario más imponente jamás imaginado por Marvel hasta ahora. La historia de la humanidad como tiempo y la totalidad del universo como escenario para que los Eternals cumplan con su misión y, cuando esta termina, dejen a la vista que la vida de todos los días se complica inclusive para quienes son inmortales. Algunos tienen problemas de personalidad por no saber manejar sus propios poderes (no hay terapia que los ayude), otros mantienen vínculos románticos bastante complicados y hasta los intereses pueden terminar chocando con las expectativas de los mismísimos Celestiales. No es nada que sorprenda para quienes siguen la evolución del mundo Marvel, caracterizado por personajes con superpoderes que viven esa condición con distinto grado de neurosis. La frase más feliz e ilustrativa de ese estado de cosas (“un gran poder entraña una gran responsabilidad”) es el común denominador que mueve a este universo y determina los comportamientos y las relaciones entre sus miembros. Esa consigna de hierro debe necesariamente reconfigurarse cuando las figuras que lo expresan tienen el atributo de la inmortalidad. En su momento y con distintos resultados la mayoría de los personajes de las fases previas de Marvel (empezando por Iron Man y el Capitán América) lograron entender, manejar o darle un sentido a su presencia en el mundo. En el caso de los Eternals, la conciencia de cargar para siempre con esas tensiones se convierte en un tema de primer orden. Pero en vez de sacarle todo el jugo posible a ese dilema, la tediosa Eternals se limita a plantearlo en voz alta, una y otra vez, como si hiciera falta explicar varias veces el nudo de un conflicto que en la mayoría de las películas previas se entendía por lo general a través de las motivaciones de personajes que estaban todo el tiempo en movimiento, decididos a actuar para resolver las tensiones. Aquí ocurre todo lo contrario. Cuando no entran en acción para someter a los Deviants, los Eternals sufren las tragedias irresueltas de sus respectivos destinos de manera extraordinariamente pasiva. Son contemplativos en el sufrimiento, recitan con solemnidad sus dramas y parecen sufrir eternamente con el lugar que les tocó en el universo. Solo Kingo (Kumail Nanjiani), el Eternal de fisonomía india que adopta el aspecto humano de una estrella del cine de Bollywood parece escapar de esa autoinfligida trascendencia. El escape risueño que propone este personaje es uno de los pocos elementos que conecta a esta película con las etapas previas de Marvel. La otra es el cúmulo de escenas de acción, que como sabemos está a cargo de un equipo propio, ajeno al responsable de la dirección del film. Y aquí aparece el error más grande de Marvel: confiarle este grandilocuente proyecto, el más abarcador de su historia, a Chloé Zhao, una directora cuyo universo no va más allá de la observación humana de los viajes de cabotaje por las rutas estadounidense. Usar ese GPS tan limitado para llevarnos de viaje a través de toda la historia humana es una misión imposible. Creer además que Zhao, una directora de origen chino establecida en el cine independiente norteamericano es la más adecuada para contar una historia protagonizada por el grupo de superhéroes más diverso en términos étnicos, sexuales y aspiracionales es otro equívoco mayúsculo. No va más allá del alcance que tendría alguna bienintencionada declaración del estudio en apoyo a los nuevos lineamientos de corrección política avalados por la industria. Después de este paso en falso se abre el riesgo cierto de que Marvel, como ocurre aquí con varios personajes, camine hacia el futuro en medio de una nebulosa donde perderse es muy fácil.
La película que abrió en Buenos Aires el Festival de Cine Alemán 2020, basada en una exitosísima novela, recupera una obsesión del cine germano reciente: la necesidad de poner luz sobre un pasado oscuro que no termina nunca de resolverse. Esos pliegues ocultos reaparecen en el Berlín de 2001, cuando un septuagenario italiano de larga residencia en Alemania confiesa el asesinato de un prominente hombre de negocios. El abogado (un joven e idealista alemán de familia turca) que acepta de oficio la defensa pública del anciano descubre, una vez aceptado el caso, que la víctima fue para él una suerte de padre adoptivo. Los recuerdos personales se mezclan con el primer gran desafío profesional de su carrera en un relato dilatado en exceso que prefiere dejar bien plantados y expresos los temas elegidos (los dilemas morales, las sombras del pasado, la convicción frente a la responsabilidad) a dejar que estas mismas ideas fluyan más naturalmente a través de la narración. Así las cosas, el escenario se carga con pesadez y fórmulas gastadas de temas “importantes”, y mientras tanto lo más atractivo a priori (el thriller legal, los debates en la corte) quedan en segundo plano, junto todo lo que transmite la máscara impasible y enigmática del legendario Franco Nero. Buenas actuaciones y una correcta factura técnica dejan a la vista el irregular recorrido de una historia que encontraría en una miniserie de TV un mejor destino.
El nuevo villano de las películas animadas de Hollywood es el gurú tecnológico que logra a través de aplicaciones y dispositivos inteligentes una suerte de hiperconexión global, que sobre todo perjudica a los chicos. La primera producción del estudio británico Locksmith sigue una línea que ya se insinuaba en La familia Mitchell vs. las máquinas. El héroe de la historia, Barney, es un chico distinto, marginado y víctima del bullying escolar sobre todo a partir de las costumbres de su familia, representadas en el personaje de la abuela, una extravagante anciana búlgara que huyó del comunismo. Esa condición se profundiza cuando no puede acceder a la atracción del momento: un artefacto digital con forma de huevo con todas las funciones de un celular inteligente y espíritu de “mejor amigo”. Su artífice, lleno de codicia y egoísmo, se parece demasiado a Bill Gates. Los problemas empiezan cuando su culposo padre le consigue un ejemplar defectuoso del dispositivo. Allí, la idea de anomalía se lleva al extremo, escenario del que la película se vale para cuestionar la realidad de un mundo en el que se les impone a los chicos la obligación de conectarse para ser felices. Este mensaje, por lo general bastante explícito (hay una idea de tecnología “buena” y otra muy dañina), se compensa con una sucesión de muy buenos chistes visuales y de humor físico, y la inteligente construcción de los personajes.
En la trilogía de El señor de los anillos dirigida por Peter Jackson, Andy Serkis pasó a la historia como el primer gran actor del cine construido digitalmente. Su magnífico Gollum era una criatura surgida de ese mundo imaginario, pero detrás de los artificios había alguien de carne y hueso que lo ponía en movimiento y le otorgaba al personaje una genuina humanidad. Dos décadas más tarde, ahora como director, Serkis no honra ese camino en la segunda película de Venom. Mucho más que en la historia original (que tampoco era un gran dechado de virtudes), aquí los actores quedan tapados y ocultos por completo detrás de un monumental dispositivo de efectos visuales, sobrecargado y ruidoso, que no funciona como herramienta sino como objetivo. Todo el clímax se resuelve a través de la tecnología. Esa dependencia hace que se pierda de vista todo lo bueno que se insinuaba al comienzo, sobre todo alrededor del humor autoparódico (casi ausente en la historia original) y la construcción de un antihéroe que funciona como espejo deformado de varios personajes emblemáticos de Marvel. Tom Hardy vive agitado, como si estuviese en una búsqueda (¿o un escape?) permanente, y Woody Harrelson se divierte como un antagonista surgido de las entrañas del personaje central. Hasta que, como todo lo demás, desaparecen en medio de una maquinaria digital armada (con la solidez industrial de Marvel) para sostener el interés de los fans. Nada más.
Shang-Chi es a los asiáticos lo que Pantera Negra significa para la comunidad afroamericana en el universo cinematográfico de Marvel (MCU). La única (y fundamental) diferencia entre ambos es que el mundo ficticio de Wakanda y su personaje central aparecen con aventura propia después de la entrada de su personaje principal en Capitán América: Civil War. En cambio, este capítulo de afirmación y representación asiática comienza desde cero, lo que le permite a Marvel contar una historia que en principio le es completamente ajena y tiene mucho más que ver con otro mundo: las películas de artes marciales y sobre todo el wuxia, esa especialidad dominada por héroes y villanos que desafían la ley de gravedad combatiendo en escenarios de leyenda. La película se mueve con habilidad entre esos espacios míticos y la actualidad, y entre el arraigo a las tradiciones del Lejano Oriente y la asimilación de las nuevas generaciones a la vida en Estados Unidos. No es casual que se hable casi por partes iguales en inglés y en mandarín, y que la primera gran escena de acción (hay muchas y muy buenas) transcurra dentro de un colectivo en San Francisco. Las espléndidas coreografías de esas secuencias remiten mucho más a las tradiciones del cine asiático de acción que a la referencia contemporánea de Marvel. En ese sentido, Shang Chi es otra clase de superhéroe. Todas esas dimensiones se conectan con la leyenda del título, que alude a legados ancestrales, luchas fratricidas, cuestiones de familia, amores y ambiciones de poder que trascienden tiempo y espacio. La conexión principal involucra al dueño de un poder legendario (el gran Tony Leung) y su hijo (Simu Liu, excelente), que vive en principio ajeno a ese mundo. Toda esta perspectiva evoluciona con claridad, personajes comprometidos con su misión y un muy logrado espíritu humorístico en el que Awkwafina tiene mucho para decir. Eso sí: al relato le sobran unos cuantos minutos y el tramo final cae en la tentación de la grandilocuencia y el exceso de efectos visuales dispuesto para el gran despliegue de imponentes y monstruosas criaturas, otro guiño al cine asiático. Más atractivo y mejor aprovechado es el costado risueño, al que se suma el retornado personaje de Ben Kingsley. Desde allí empieza a construirse la conexión entre Shang Chi y el MCU. Esa integración empezará a hacerse más seria en las infaltables escenas poscréditos.