Una muy decidida muchacha china descubre a un mitológico pichón de yeti en su terraza y decide llevarla de vuelta a su hábitat natural. El bicho escapa de la codicia de emprendedores, lo que desprende un previsible mensaje en favor del equilibrio ecológico y las ventajas de alejarse de ciertas alienaciones tecnológicas. Detrás de esa consigna aparece una aventura amable, entretenida y por momentos espectacular que quizás aporte alguna certeza sobre el futuro de la animación. La película (fruto de una ambiciosa alianza entre Hollywood y China) transcurre en una ciudad china actual, con personajes de rasgos bien occidentales.
Cuarenta años después de Apocalipsis Now, el viaje literario que Joseph Conrad propone en El corazón de las tinieblas vuelve a recrearse en el cine. Sin llegar a las cimas alcanzadas por Francis Coppola en su travesía hacia el horror en medio de la Guerra de Vietnam, James Gray (otro autor cinematográfico que merece ser reconocido como tal) recurre a Conrad para una nueva expedición. Esta vez hacia el espacio exterior y en "un futuro cercano", como lo señala la placa que pone en marcha esta película pródiga en planteos e interrogantes existenciales. La aventura que emprende el mayor Roy McBride ( Brad Pitt), un astronauta competente al máximo, experimentado y dueño de una extraordinaria capacidad para resolver problemas en las circunstancias más complicadas. Así lo vemos en la secuencia inicial, escapando do en paracaídas de una estación espacial que se encuentra en riesgo máximo por un desperfecto eléctrico. A McBride, además, no hay situación anímica o afectiva que pueda alterar su temperamento. Ese aparente desapego se pone a prueba cuando McBride es convocado (como el oficial Willard en Apocalipsis Now) para llevar a cabo un viaje imposible. Deberá llegar a Neptuno e ir al encuentro de otro astronauta pionero al que se supone muerto desde hace casi tres décadas. El Kurtz de James Gray no es otro que el propio padre de McBride, Clifford (Tommy Lee Jones) que en apariencia dejó trunco un ambicioso proyecto, mientras una serie de enigmáticas descargas cósmicas empiezan a amenazar el equilibrio climático de la Tierra. Como en su anterior película, The Lost City of Z, Gray pone a su personaje central en medio de una aventura cuyo destino desconoce. Algo que también le pasaba a la joven centroeuropea llegada a Nueva York en The Inmigrant y a los protagonistas de la magistral Los amantes. El recorrido está lleno de malos augurios, de peligros físicos concretos (empezando por una increíble persecución en la superficie de Marte), de una creciente oscuridad y de situaciones que ponen a prueba la resistencia emocional del viajero. Gray no necesita otra cosa que poner frente a frente al astronauta que va en busca de respuestas a las preguntas sobre su origen, sobre la catástrofe espacial que se avecina y sobre sus características afectivas tan distintas al resto con su entorno espacial que de manera literal y simbólica lo va dejando cada vez más solo y con menos posibilidades de entendimiento. Lo hace con elegancia, precisión narrativa y una geometría visual que nos hace evocar una larga historia de aventuras solitarias e introspectivas en naves espaciales. Brad Pitt, a esta altura ya un gran actor de cine, sabe que la interpretación más austera y contenida es imprescindible frente a un escenario tan abrumador.
Hay películas cargadas de cinefilia y películas que son verdaderas declaraciones de amor al cine. Esta última variante es la menos habitual.Quentin Tarantino vuelve a hacerlo en su novena película con tanta claridad que hasta podría valerse de ella para justificar o fundamentar un eventual cierre de su carrera como director. El tratado de referencias cinematográficas que Tarantino escribe en cada una de sus obras aquí tiene más páginas que nunca. Rebosa de citas a través de afiches, pósteres, trailers, extractos televisivos, audios radiofónicos, marcas, publicidades y objetos a granel. Esa suma inagotable no es pura acumulación. Nos ofrece el marco de una historia extraordinaria, en la que se funden de manera ideal realidad y ficción. Una realidad, de paso, que no podría tener otro instrumento que el lenguaje del cine (todas sus posibilidades) para ser representada. Como Tarantino ama profundamente al cine (al cine que tiene a Hollywood como palanca que pone en marcha al mundo) también lo hace con los tres grandes personajes de su nueva película. En ellos (trabajadores auténticos, en definitiva, de esa fábrica de sueños) queda bien a la vista ese enamoramiento, que instala en 1969. Un año clave. Allí está Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una estrella del cine de género (policial, western) en los años 50, consciente de su ocaso sin resignarse a ese destino. Está también Cliff Booth (Brad Pitt), su doble de riesgo, chofer, confidente, amigo. Un cowboy moderno con problemas legales y una seguridad pasmosa para moverse en cualquier terreno. Y está Sharon Tate (Margot Robbie), la chica que vive el sueño de convertirse en estrella y ser reconocida como tal en un mundo que necesita esa clase de figuras aunque no lo reconozca. Lo que hacen los tres actores es extraordinario. Tarantino elige un esquema narrativo que al principio podría desconcertar, pero que alcanza la plenitud narrativa, visual y dramática cuando cada uno de ellos tiene el momento de demostrar lo que siente, que no es otra cosa que darle sentido, movimiento y goce a la experiencia cinematográfica más pura. El director los activa en un momento de la historia en que el Hollywood clásico se desvanece y otro empieza a ocupar su lugar. Un choque cultural que se expresa en las tensiones entre cine y TV, en el cruce entre Hollywood y las experiencias foráneas que adoptan sus formas (hay un gran homenaje aquí a Sergio Leone), entre placeres y estallidos de violencia. El reconocido virtuosismo narrativo de Tarantino se hace tierno y comprensivo en el cariño hacia sus personajes, que en el fondo son sus pares y que con tanta fortaleza hasta se sienten capaces de reescribir la historia.
La vida de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973) está a primera vista asociada directamente a la fantasía, a la leyenda y a las lenguas desconocidas con resonancias medievales sencillamente porque lo primero que hacemos es conectar ese nombre a su magna obra como autor: El Hobbit, El Silmarilion y, sobre todo, la trilogía de El señor de los anillos. Este primer acercamiento cinematográfico a su vida nos aporta otros detalles: su condición de huérfano, un esforzado ingreso a los estudios superiores, el bullying que sufrió de chico y las amistades que surgieron después, más allá de esa condición. Todos estos aspectos aparecen construidos a partir de los recuerdos que el propio Tolkien pone en juego mientras recorre las trincheras de la Primera Guerra Mundial poniendo en riesgo su vida. De la descripción se desprendería una existencia marcada por el sacrificio, la superación y cierto aliento épico, pero el resultado es otro: la vida de J. R. R. Tolkien expuesta en esta película resulta tan anodina que podría aludir a cualquier otra persona. La acción transcurre pesadamente entre las cavilaciones del protagonista y un constante ejercicio declamatorio por parte de sus amigos y dos protectores, un religioso (Meaney) y un catedrático (Jacobi), ambos desaprovechados. Al final, los episodios de la vida de Tolkien empiezan a conectarse con su extraordinario legado literario, pero ya es demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido.
Es tan fallido el regreso de Hellboy que la frustración solo podría mitigarse a través de una revisión de la película original dirigida por Guillermo del Toro. Toda la fascinación, el espíritu mítico y la conciencia de disfrutar el viaje hacia mundos lejanos y legendarios se perdieron en el camino. En esta secuela, por el contrario, no hay inspiración. Está dominada por un afán efectista y artificioso que recorre la cáscara del personaje, Cuando quiere recuperar la nobleza y la ironía del viejo Hellboy lo único que deja a la vista es una forzada insistencia en el recurso autoparódico, que de tanto machacar se transformar en estéril. La excusa argumental es la temible reaparición de una ancestral bruja que resucita con la ayuda de un grupo de orcos después de haber sido derrotada y desmembrada por el mismísimo rey Arturo y el mago Merlín. El aire solemne que Milla Jovovich le impone a esta villana se contagia a toda la acción, que parece todo el tiempo responder a un diseño más propio de un videojuego. Cada vez hay más ruido y menos emociones mientras Hellboy refunfuña forzando una mordacidad en la que nadie cree. Harbour hace todo lo que puede para acomodarse a un personaje que no puede sacarse de encima la presencia carismática de Ron Perlman. Todo parece indicar que las aventuras de Hellboy no tiene futuro sin sus artífices originales, por más que dos escenas finales poscréditos quieran mantener viva una continuidad ilusoria.
En términos formales, Chaco es la secuela de El impenetrable (2012). Pero su protagonista-director, Daniel Incalcaterra, lo transforma a la vez en crónica testimonial, thriller político narrado en primera persona y documental atípico. Incalcaterra es el realizador de este relato, pero también se involucra en él como dueño de 5000 ha en el corazón del Chaco paraguayo que aspira a convertir en una reserva natural en medio de intereses económicos, políticos, sociales y un escenario burocrático casi kafkiano. El extraordinario plano final resume la perplejidad del autor y los dilemas de un conflicto que seguramente tendrá nuevos episodios (incómodos, apasionantes) en el futuro.
Detrás de un título local cuya sintaxis choca de frente con las más elementales reglas del castellano hay un relato familiar que busca mover algunas de nuestras fibras más sensibles, sobre todo entre quienes tienen mascotas. Como las experiencias fílmicas de este tipo son múltiples, aparece aquí una variante argumental con la que se procura marcar diferencias: Bella, hermoso ejemplar que un joven estudiante de medicina de Denver encuentra en una casa derruida, puede mitigar el estrés postraumático de la madre del protagonista, veterana de la guerra de Irak. Una serie de equívocos derivados de la prohibición en Denver de la permanencia de ciertas razas caninas en los hogares provoca el extravío de Bella, que comienza una aventura por la geografía rural de Colorado y es forzada a viajar 800 kilómetros en busca del reencuentro con los suyos. Abundan las previsibles situaciones en las que Bella queda expuesta a situaciones casi insuperables de peligro y abandono, pero la inevitable tentación de caer en la manipulación emocional muchas veces se sortea gracias a una rara virtud: dejar a la vista la tensión entre leyes humanas y naturaleza animal. En sus mejores momentos, esa idea de libre albedrío es el mejor antídoto contra los peores golpes de efecto. Con todo, el abuso de la voz en off de Bella puede funcionar como molesta contraindicación.
Como es tradición en muchas comedias románticas, Amor sobre ruedas arranca con un equívoco que su protagonista tratará de sostener hasta el final. Se llama Jocelyn, un maduro tarambana de holgado pasar económico que no tiene escrúpulos en mentir si el objetivo es la seducción de la mujer que lo atrae. La cosa se complica cuando el hombre encuentra la horma de su zapato, representada en este caso por una elegante y muy despierta mujer que es discapacitada motriz, precisamente el recurso del que se vale esta vez Jocelyn para concretar sus planes. Así planteadas las cosas, Amor sobre ruedas enfrenta desde el vamos el riesgo de verse como una fábula con moraleja aleccionadora sobre los costos del engaño, sobre todo cuando la víctima potencial es minusválida y el victimario es un exitoso empresario amante del running que vende zapatillas deportivas. Además, Dubosc (actor, autor y director) luce unos cuantos años más de los 50 aludidos por su personaje. Sin embargo, el múltiple Dubosc sabe escaparle con buen ritmo a la mayoría de las prevenciones. Las alusiones al romance y la discapacidad resultan por lo general honestas, ingeniosas y, a veces, francamente divertidas. En vez de encarnar mensajes moralizantes, los personajes (con la excelente Alexandra Lamy a la cabeza) aceptan plegarse a un juego que a su tiempo derivará en una genuina y jamás forzada toma de conciencia.
Dan Fogelman se ganó un lugar entre los narradores de emociones más reconocidos de la actualidad de Hollywood, tanto en la TV como en el cine. Pero aquí no hay ninguna señal que se aproxime al drama familiar observado con sensibilidad y genuina compasión ( This Is Us) ni al cálido relato sobre las segundas oportunidades ( Directo al corazón) que llevan la misma firma. Hasta podría decirse que Fogelman tiene un otro yo que parte de los mismos temas de sus anteriores trabajos y decide reescribirlos desde un lugar mucho más cruel y hasta sádico disfrazado de película sobre temas "importantes". Con una lógica temporal completamente inverosímil, Fogelman entrelaza vidas al estilo de Babel o de Vidas cruzadas con la pretensión de mostrar que es posible superar las tragedias más extremas. Pero lo único que consigue es desplegar sin anestesia un muestrario de sufrimientos gratuitos. Aquí, el miserabilismo es el común denominador: una pareja que espera con profundo deseo un hijo se destruye por un accidente que, para peor, se repite con impiadoso exhibicionismo. Más tarde, un joven recibe la mejor noticia de su vida en el mismo momento en que le anuncian una catástrofe familiar. La manipulación emocional se mezcla con un psicologismo pueril y edulcorado a la fuerza desde la fotografía y la música. Mientras tanto, los cotizados intérpretes parecen haberse contagiado de todos los padecimientos de sus personajes.
Una entrevista con Dios es otra muestra de la prolífica producción cinematográfica de temática cristiana, dirigida a un público que busca respuestas a los interrogantes sobre la fe, la culpa, el dolor y el perdón. Una vez más, el planteo está claro desde el vamos: un periodista afectado por traumáticas experiencias laborales (la cobertura de una guerra) y un distanciamiento afectivo encuentra las respuestas en una sucesión de diálogos con un personaje enigmático que encarna la trascendencia. Las enseñanzas bíblicas quedan a la vista mientras otra clase de preguntas (las incongruencias del guion, la superficialidad de los personajes) no tienen respuesta.