Con una historia cinematográfica que comenzó en 1908 y más de cuarenta films que lo invocan, se puede afirmar que cada generación de espectadores tuvo su versión de Robin Hood. Ahora llegó el turno de los centennials. Este makeover actualiza el mito a través de un conjunto de referencias con las que aquellos están muy familiarizados: Robin del bosque (Taron Egerton) es un superhéroe tomado del molde de las recientes Batman: un noble acaudalado que pierde todo y es entrenado por un mentor para convertirse en un vengador enmascarado que enfrenta la tiranía del sheriff de Nottingham (Ben Mendelsohn). Su Medievo es más parecido al futuro distópico de Los juegos del hambre que a un pasado sucio y cenagoso, y las escenas de acción son los enfrentamientos de un film bélico actual con flechas que hacen estallar la roca. Hay también una actualización doctrinaria: Lady Marian (Eve Hewton) es una mujer del siglo XII a la que ningún hombre le dice lo que tiene que hacer, el pequeño John (Jamie Foxx) es musulmán y el sheriff de Nottingham fue abusado por curas durante su infancia. Nada de esto es más cuestionable que los dislates de películas anteriores. Lo que falta aquí es algo de carisma entre los protagonistas, un poco de humor y un guion que no se limite a unir una escena obligada tras otra y guarde al menos una sorpresa. Esta es una historia de origen del personaje, abierta a iniciar una saga: un exceso de optimismo que ya chocó con la realidad de que el film tuvo uno de los peores arranques del año en la taquilla norteamericana.
Cada momento de Hollywood tiene la animación que le corresponde. Más allá del poder de Disney, los otros grandes estudios de Hollywood pugnan todo el tiempo por sacar ventajas en uno de los escenarios más competitivos y exigentes de la industria del entretenimiento. Y este tiempo le pertenece a Illumination, la usina creativa liderada por Chris Meledandri de la que surgieron Mi villano favorito y los Minions. Hace dos semanas Variety dijo que Meledandri se convirtió en el hombre más poderoso de la actualidad en el terreno de la animación. En 2000, hace casi dos décadas, El Grinch tuvo su primer largometraje, dirigido por una figura del riñón de Hollywood (Ron Howard) con Jim Carrey en el apogeo de su popularidad y personajes de carne y hueso. Ahora, el cuento del Dr. Seuss reaparece con todas las virtudes y limitaciones de Illumination. El breve relato del monstruo de pelambre verde que quiere robarse la Navidad se instala en la pantalla con esa inmensa paleta de colores vivos, la ingenuidad y la apuesta al chiste visual que caracteriza a esa factoría. Que la fórmula se repita sin apostar a otra clase de búsquedas o innovaciones no interesa demasiado. El relato clásico, con sus vueltas y su conclusión aleccionadora, funciona en sus destinatarios naturales, los chicos más pequeños. El programa se completa con el estreno de un divertido corto de los Minions, Yellow is the New Black, ambientado en una cárcel.
La mueca distraída del mago Newt Scamander y su valijita llena de criaturas que despertaban más sonrisas que sobresaltos quedaron atrás. La segunda aventura de Animales fantásticos nos lleva cada vez más hacia un mundo oscuro, que exige de sus protagonistas decisiones mucho más serias. "Ahora sé en qué bando estoy", sentencia Scamander cerca del final. Quienes siguen con pasión las historias de J. K. Rowling saben muy bien hacia dónde nos lleva la historia. También David Yates, experto en el arte de distribuir sobre el tablero a los personajes (son cada vez más y de mayor complejidad) de un mundo que se va acercando cada vez más al origen, es decir a Harry Potter. El joven Dumbledore (un excelente Jude Law) es la bisagra maestra. Yates le da lugar y sentido a cada pieza, aunque a veces tenga que pagar el precio de algún exceso de sobreexplicaciones y sufra con la solemnidad de la Leta Lestrange de Zöe Kravitz. También saca lo mejor del gran villano encarnado por Johnny Depp, que después de mucho tiempo parece disfrutar de lo que hace. Y hay menos animales fantásticos que en la primera película, pero mucho más espectaculares. El relato funciona en su mítica grandilocuencia y hace inteligibles las razones que llevan a cada personaje a elegir su lugar y prepararse para las batallas que se avecinan. No es menor el mérito de insuflar de épica a una aventura que asume plenamente su condición de episodio intermedio.
La inverosímil transformación de una esposa fiel, madre amorosa y empleada bancaria en una máquina de matar es el primer eslabón de una antología de despropósitos. Estamos ante la peor versión del género de vengadores anónimos, ahora en manos de una mujer (Jennifer Garner, más sufrida que nunca) cuyo comportamiento parece avalar la idea de justicia por mano propia. La lista de desatinos es interminable y va desde mostrar del modo más irresponsable y efectista la muerte de una niña hasta la abrupta e incomprensible transformación de algunos personajes claves. Los saltos absurdos del guion y el desfile de estereotipos raciales resultan en este contexto casi anecdóticos.
Tras lucirse en 45 años con la observación minuciosa, densa y profunda del viaje en el tiempo de una pareja, el inglés Andrew Haigh encara en Apóyate en mí una nueva travesía, esta vez más cercana a las clásicas road movies estadounidenses de iniciación y descubrimiento interior a través de extensas geografías. El protagonista es Charley (Charlie Plummer, a quien vimos como el adolescente John Paul Getty en la serie Trust), un muchacho lleno de buenas intenciones que parece condenado por el destino a sufrir toda la vida. Víctima de las desgracias de un entorno familiar autodestructivo, el chico encuentra en el mundo de las carreras de caballos un porvenir más o menos optimista, hasta que se entera de que al equino que le asignan cuidar (y con el que previsiblemente se encariña) le preparan un porvenir igual de desolador. La decisión de Charley de escaparle a ese nuevo guiño negativo de la fortuna convierte rápidamente a los personajes más atractivos del relato (el cuidador de caballos encarnado por Steve Buscemi y la jockey que interpreta Chlöe Sevigny) en anecdóticos. Y esa huida sin fin se transforma, en vez de en una historia sobre el fin de la inocencia en una sociedad marcada por el egoísmo, en un agobiante despliegue de comportamientos miserables y sórdidos. La impasible languidez de Plummer es el reflejo perfecto del modo distante y aséptico con que Haigh se asoma a ese mundo.
El depredador es más que un regreso o una secuela más, de las tantas que tuvo (y a veces padeció) esta serie iniciada en 1987. Es lo más parecido a una celebración, que es el modo elegido por Shane Black para justificar la elección de cada uno de sus proyectos. Black va al rescate del rumbo extraviado de la serie con todo su arsenal. Su Depredador es una síntesis perfecta de su identidad como realizador. Mezcla virtuosamente la acción y la ciencia ficción (como en Iron Man 3), recupera con feliz nostalgia un tiempo que parecía perdido (como en Dos tipos duros) y refirma el lugar central del héroe con todas sus debilidades, sus contradicciones, su humor y sus culpas, pero a la vez con la decisión clara de lo que hay que hacer: redimirse frente a sí mismo y frente a su pequeño hijo, una mente brillante a la que el invasor del espacio mira con especial atención. Con un héroe que no le teme a la incorrección política, acompañado por un grupo de combatientes renegados que parece salido deLos indestructibles y una intrépida bióloga digna del cine de Howard Hawks, Black construye una aventura poderosa que arranca en el primer minuto y no se detiene hasta el final. Hay espectacularidad y ruido, pero también hay nobleza, desprendimiento, sacrificio y valor en escenas de acción siempre inteligibles. Y hasta una sugestiva mimetización entre el protagonista y el terrorífico invasor que debe ser destruido.
Estampas de una atípica amistad Ocurrió de verdad. La reina Victoria mitigó los pesares y dolores del final de su larga vida cultivando la atípica amistad de un plebeyo llegado de la India. Esta historia de contrastes transcurre entre ceremonias protocolares y hábitos cortesanos, muchos de ellos retratados de un modo genuinamente divertido, que los protagonistas se empeñan en cuestionar. Stephen Frears, que supo ser más filoso en estas cuestiones, parece sentirse más atraído por la impronta nostálgica de la situación que por un acercamiento más profundo al contexto de este raro vínculo. El resultado es un relato amable que apenas hace alusión a los riesgos de todo choque de civilizaciones.
Halle Berry se transforma a la carrera Cuesta entender por qué no se respetó en su estreno local la traducción exacta de su título original (Kidnap, "secuestro") cuando se habla nada más que de eso: el drama de una madre (Halle Berry) que emprende una frenética e interminable persecución por las rutas de Luisiana para recuperar a su pequeño hijo, secuestrado por una pareja que se dedica a lucrar con estas aberraciones. Del mismo modo también cuesta entender cómo hace Berry aquí para transformarse, a la velocidad del rayo, de una mujer desesperada e incapaz de razonar a una suerte de consciente y letal justiciera, prima lejana de aquel vengador anónimo que hizo popular Charles Bronson.
La cabaña: la peor manipulación emocional Hasta en el mundo de las películas pensadas para el público cristiano esta adaptación de una difundida novela resulta una anomalía. Supera todos los límites tolerables en materia de manipulación emocional, al obligarnos a ver de la manera más obscena el calvario de una encantadora niñita, presentada deliberadamente de un modo encantador para que se haga más insoportable luego el dolor de su secuestro y muerte. Igual de gratuito resulta el camino de perdón y purificación por el dolor de su padre, sometido por una suerte de Santísima Trinidad new age a una cura espiritual desde un espacio más cercano al confort terrenal que a la pretendida trascendencia del relato.
Mío o de nadie: peligroso juego de opuestos Por una vez, el título local se impone aquí al de su origen. Mío o de nadie define muy bien hasta dónde pueden llegar los personajes de una historia que llega a disfrutarse (y hasta a estremecer con algunos giros) si se ve sin culpa. En su ópera prima como directora, la experimentada productora Denise Di Novi recupera un arquetipo tan habitual en la época triunfal de los estudios de Hollywood, versión clase B: la mujer de precoz belleza y gélida perfección, rubia y peinada con cola de caballo bien tirante (por si faltaba algo) y preparada desde la niñez para convertirse en esposa y madre de excelencia. La amenaza para el cumplimiento de ese plan es una sufrida y bella morocha que conquistó el corazón de su ahora ex marido y puede hacer lo mismo con la hija de ambos. Los contrastes entre ambas mujeres son tan visibles como el enfrentamiento que se avecina entre ellas, junto a la reaparición de un pasado que la morocha cree haber enterrado. Planteado así, el conflicto se mueve hasta el borde mismo de la caricatura, pero en medio de una tensión que nos lleva a tomar muy en serio todo lo que pasa. Hay algunas observaciones muy certeras sobre psicologías femeninas opuestas, una pintura deliberadamente frívola de los personajes masculinos y un juego de venganzas, miedos y locura que, aunque resulte paradójico, crece en potencia cuando más se acentúa su artificialidad. Heigl y Dawson están espléndidas.