De vuelta, con todo Hacía mucho tiempo que los Muppets no aparecían por la gran pantalla. Es cierto, tampoco habían desaparecido del todo, pero apenas si se los alcanzaba a ver en algún programa de televisión, alguna aparición por internet o una no demasiado nueva película para televisión, que invariablemente no estaba a la altura de la propia tradición de los Muppets. Ahora Disney decidió relanzarlos, hacer que exploten en las carteleras para atraer nuevas generaciones de admiradores potenciales. Pero todo el marketing no tendría sentido sin una buena película por detrás. Los Muppets, esa especie de refundación del mito Muppet (que incluso recurre a la historia de la formación del grupo a través de un auto, como se había visto en su primera película), respira amor, respira cierta nostalgia, respira un aire inocente que hoy en día resulta casi retro. La marca de Jason Segel está por todas partes. Quienes hayan seguido la carrera de este actor fundamental de la comedia americana contemporánea no pueden sorprenderse del todo al verlo rodeado de títeres. Hace algunos años protagonizó una película (que también coescribió) cuyo punto cúlmine (en narración y en desarrollo de los personajes) se daba con una representación teatral de Drácula en versión musical hecha con Muppets. Era Forgetting Sarah Marshall. Ahora el mismo equipo se juntó para escribir el guión de Los Muppets y Jason vuelve a protagonizarla, esta vez junto a Amy Adams. El elenco no podía ser mejor. El argumento de Los Muppets (como había pasado, por otra parte, en buena parte de sus películas anteriores) es apenas una excusa: un magnate del petróleo quiere comprar los antiguos Muppet Studios, hoy abandonados, para destruirlos y buscar petróleo. Para evitarlo, los Muppets deben reunirse. Cada punto de la trama es simple y unidireccional: el malo es el malo, su excusa para querer destruir a los Muppets es absurda. Pero la película juega siempre con eso, como juega con todo. Hasta el nombre de los protagonistas humanos es un juego: Gary (Segel) está de novio con Mary (Adams), la cual se quiere casar (en inglés "marry"). Todo entra en el espiral multicolor de caos, diversión y liberación que son los Muppets. Sin embargo, y a pesar de la gran cantidad de chistes metalingüísticos (chistes sobre cómo esto que estamos viendo es una película y responde a códigos propios), los Muppets conservan el centro de inocencia que siempre tuvieron: lo importante son los amigos, lo importante es el amor, todo puede ser sencillo y feliz, todo puede ser mágico. Forma parte de la ética del espectáculo que son los Muppets y en buena medida el aire nostálgico y el riesgo que implica esta apuesta que es volver a lanzar a los Muppets tienen que ver con una duda: ¿podrán volver a ser relevantes los Muppets en un mundo que parece haberse vuelto más cínico y estridente? Los propios personajes se lo preguntan. La ficción da su respuesta, a tono con los Muppets, la taquilla dará la suya. Pero mientras tanto, no podemos dejar de sentir la felicidad que nos abre esta nueva y maravillosa película Muppet, este mundo mágico, musical y lleno de colores. El aire hippie de Henson sigue vivo, sigue resistiendo y gracias a Jason Segel ofrece una de sus excursiones más vivas por la pantalla. La felicidad es un número musical coreográfico bailado por las calles de Smalltown, el amor es los ojos de Amy Adams, la amistad es la rana Kermit (aka "René"), la maduración es un dúo entre un Muppet y un hombre. Todo, todo parece entrar en el caleidoscopio que son los Muppets. Solo podemos disfrutarlo.
Segundas oportunidades Las estrellas de Hollywood chocan en la pantalla para traernos una nueva película colectiva sobre festividades: Año Nuevo es una fórmula a esta altura ya vieja. Esta película se ve como en otro tiempo se leían esas tarjetas de Navidad con frases hechas que la gente mandaba por correo y que hoy nos llegan por email: sentimientos tiernos predigeridos encapsulados en fórmulas vacías. La proliferación de historias (lo dice la voz en off: en Año Nuevo todos en el mundo se reúnen para celebrar el comienzo de un nuevo año, una nueva oportunidad) juega en contra de la propia película. No es la primera vez que muchas historias se entrecruzan (y chocan) en la pantalla grande, pero en Año Nuevo son tantas que cada una no puede ocupar más de cinco minutos seguidos, muchas se pierden por el camino y reaparecen salidas de la galera justo sobre el final. No hay verdadero desarrollo de nada porque no hay tiempo (y eso que la película dura casi dos horas): el espectador tiene que entender qué significa cada personaje en menos de treinta segundos y el "significado" de cada personaje suele incluir ya el derrotero preestablecido que recorrerá en la película, cuál es el descubrimiento interior que tiene que hacer para merecer una segunda oportunidad en la vida. Las grandes estrellas (viejas grandes estrellas hoy en decadencia, estrellas no tan grandes, cameos, etc.) no pueden hacer nada: lo unidimensional de sus personajes empuja hacia la caricatura, hacia lo obvio, hacia la máscara hueca. El desfile de cuasi personajes está plagado, por supuesto, de estereotipos gruesos: el personaje interpretado por Sofía Vergara da vergüenza cada vez que aparece en pantalla. Lo que importa en realidad en Año Nuevo no son esas historias, esos personajes, es el mensaje. Pero probablemente lo peor de Año Nuevo sea el intento patético por generar momentos de humor. Lo curioso es que, si bien esta es una película sobre el Año Nuevo, sobre la vida que termina y empieza, sobre las "segundas oportunidades", todo en Año Nuevo está atravesado por los códigos de la comedia romántica, la única que la industria juzga que puede alcanzar las "verdades de la vida". Solo que acá los códigos de la comedia romántica se multiplican hasta llegar al absurdo. Y no dejan nada detrás.
Momentos mínimos La gran apuesta de toda historia minimalista es intentar atrapar al espectador con los pocos elementos con los que cuenta. Por supuesto, trabajar con poco implica elaborar los matices y los detalles, pero si uno se quedó afuera de entrada, no va a encontrar muchas puertas nuevas por donde acceder a la película. Las acacias apuesta por lo poco: tres personajes, un camión, la ruta. Un camionero que viaja de Asunción a Buenos Aires y que se ve obligado a llevar consigo (casi pareciera que contra su voluntad) a una joven mujer paraguaya que quiere emigrar con su hija bebé. El origen de la incomodidad del camionero parecería ser esa bebé de cachetes grandes y ojos hermosos. Esa bebé es la que se come la película. Encerrada casi totalmente dentro de la cabina del camión (con ocasionales paradas al costado de la ruta), la cámara de Las acacias se dedica a explorar sus personajes a partir de los detalles mínimos, de los gestos. Hay muy pocas palabras en Las acacias, pero sobran pequeñas situaciones (la bebé que llora y se termina entreteniendo con la tapa del termo, un asado entre camiones, una botella de agua, un pañal sucio). Las acacias tampoco se detiene en la contemplación del paisaje: más allá de la primera secuencia en la selva, cuando se ve algo de paisaje es a través de las ventanas del camión, casi al pasar. El paseo por el interior de una cabina está bien armado, es prolijo, austero. Como dijimos, entre estos dos deconocidos hay muy pocas palabras. Las cosas se dicen sin palabras en Las acacias, y esa parquedad le hace bien. El problema es lo se dice en Las acacias, aunque sin palabras. Hay un fondo almibarado y de relato políticamente correcto que, aunque no llega a articularse, enchastra cada plano de esta película. Ejemplo: el primer encuentro entre el camionero y sus pasajeras. Se saludan junto a una ruta, se reconocen por sus nombres. El camionero dice que él no sabía nada de que hubiera una bebé. Ella le dice que había avisado que iba a viajar con su hija. Él le pide los papeles, ella se los muestra. Entonces, el hombre se da vuelta sin decir nada, sin gestos, se sube al camión y cuando uno cree que está a punto de irse solo, abre la puerta del acompañante para invitarla a subir. Pero no la ayuda a subir sus bolsos ni a su hija. El personaje está definido: este es un hombre rudo, solitario, parco, pero de fondo tierno. El relato ya está trazado: el hombre hosco aprenderá de humanidad y sentimientos al lado de esta mujer y su bebé. Todo lo que viene después es una repetición gradual de esta misma idea: parece que se va a ir pero abre la puerta. El camino lleva inevitablemente a un único punto: ese primer plano con el que cierra la película. Junto con la historia del "ablandamiento" del corazón del camionero corre la del despertar de la conciencia social: esta chica tiene que dejar todo atrás para buscar una vida mejor. No hay tensiones, rebeldía o cuestionamientos, solo la tierna sensación de sentir que uno comprende el dolor de estas pobres personas que la pasan peor que nosotros. El mayor arte de Las acacias está en la naturalidad que transmite esa bebé: sus reacciones son joviales, hermosas y significativas. Eso no se logra fácilmente. Pero posiblemente esa acción/reacción tan claras, ese relato tan lineal sean los que más perjudican a esta película de sentimentalismo fácil aunque parco. Esa combinación no es común en el cine, pero no por eso es interesante.
Demasiado maquillaje Un dato fundamental y bastante evidente para quien conoce la película: Antes del estreno es algo así como una remake de Opening night de John Cassavetes. Tenemos una actriz a punto de estrenar una nueva obra. Tenemos a su marido director (en la versión de Cassavetes es director de teatro y va a estrenar la obra con ella, en la de Giralt es director de cine y nunca ha trabajado con su esposa). Los días previos a la función. El trabajo de una actriz, la inseguridad, las relaciones afectivas. Giralt agrega una hija, un entorno más rural, mayor rigor en la puesta en escena. Pero los proyectos se parecen demasiado. ¿Por qué resulta fundamental este dato? Porque la comparación es inevitable. Y de una comparación con Cassavetes no se suele salir indemne. La película está filmada con largo planos secuencia que se pasean por los espacios, por los personajes. Ya sea dentro de un auto, con un trayecto en el que se va sumando gente; dentro de la casa; por los jardines; desde adentro hacia afuera o de afuera hacia adentro. La cámara es casi un personaje más: mira a uno, después pasa al otro, sigue al siguiente, se pierde, se cruza. La puesta en escena es fundamental en Antes del estreno y es muy rigurosa. También es rigurosa la idea de seguir a estos personajes sin pausa a lo largo del fin de semana que precede al estreno de Casa de muñecas en el teatro San Martín. No se puede decir que Giralt no sea fiel al juego que se propuso crear en esta película ni que sea infiel a sus personajes, centro fundamental de una película sin argumento. El problema radica en una paradoja esencial que está en la base de la concepción de Antes del estreno: la de la imposibilidad de poder combinar el artificio minimalista y refinado de la puesta en escena con la intensidad que se necesitaría en las actuaciones. Erica Rivas ha mostrado ya sus enormes capacidades como actriz y fue capaz de sostener una película muy intensa en la que aparecía prácticamente en todos los planos (estamos hablando de Por tu culpa), pero en Antes del estreno queda deslucida. ¿Actúa ella peor en una que en otra película? Para nada. El problema es lo que se quiere hacer con su personaje: jugado entre la diva caricaturesca y la mujer insegura, el personaje de Juana Garner no termina de constituirse porque en realidad nunca terminar de tener un momento para sí misma. O está rodeada por su familia o está rodeada por sus amigos o está ensayando la obra de teatro. Los pequeños momentos de angustia, que se perfilan al pasar, ocurren tan al pasar pero a la vez señalados de forma tan obvia que más que permitirnos vislumbrar una intimidad inaccesible manchan la película como signos semánticos no digeridos. La idea de mezclar realidad y ficción, vida con teatro, conversación con líneas de diálogo (idea que, de nuevo, Cassavetes había desarrollado a la perfección) no funciona nunca por un detalle muy simple: cuando Juana está ensayando sus parlamentos para Casa de muñecas, habla siempre de modo artificioso, habla en español traducido, usa siempre tiempos compuestos. Si el espectador elige entender que Juana está hablando también de la relación con su marido, tendrá que hacerlo a puro esfuerzo interpretativo. Otro recurso para sugerir intimidad está dado por los ralenti que cada tanto puntúan la película. Un detalle: estos ralenti ocurren en medio de largos planos secuencia y se aplican sobre un metraje que evidentemente no fue filmado para generar luego ese efecto. ¿Esto qué quiere decir? Que los ralenti son feos, están mal hechos, cortan la película más que hacerla fluir. A diferencia de lo que había hecho Cassavetes, Antes del estreno no se centra exclusivamente en la actriz protagónica, sino que suele dejarla de lado para seguir a su marido e incluso a su hija y amigos. Esta probablemente sea una de las mejores decisiones de Giralt, porque permite que circule cierto aire por la película, le permite variedad, le permite construir un mundo que así adquiere densidad. El problema con estas escapadas de la protagonista es que funcionan de la misma forma que lo que veíamos con ella: movimientos de cámara fluidos, buenas actuaciones, diálogos aceptables, pero todo lo que pasa lleva la marca de una intensidad que deberían generar los actores pero que la película no se detiene para generar.
Hay algo raro en Los tres mosqueteros 3D: supuestamente está ambientada en el siglo XVII, pero las chicas tiran frases sexy, todos son muy cancheros y la simple mención del nombre de Leonardo Da Vinci parece justificar la existencia de todo tipo de artefactos extraños, "futuristas" que le suman vértigo a la historia. Hay un rey, está Richelieu, ¿pero cuánto hay de Dumas? Lo que uno descubre al ver esta nueva película de Paul W.S. Anderson es que Dumas, al final, importa bastante poco. De la novela quedan los tres mosqueteros, D''Artagnan y su idealismo de acción, un Luis en el trono y una idea un tanto gastada (y en la que nadie parece creer demasiado) del honor. Lo importante es todo lo que se le agrega a eso: una contraparte femenina (Milla Jovovich, musa de Anderson), un Richelieu encantador (el gran Christoph Walz), espionaje y contraespionaje, gente linda, barcos que vuelan y mucha acción. Cualquier argumento puede ser una excusa encantadora. Aunque el humor no es el mayor fuerte de Los tres mosqueteros (no porque no esté presente, sino porque no funciona demasiado), sí lo es la acción. Con espadas, con caballos, con cañones o con barcos, esta película no deja de moverse. Milla cae desde el techo y asalta bóvedas como en cualquier película de robo al banco , las espadas echan chispas, los ejércitos caen ante los cuatro valientes (casi sin sangre, sin nada de gore), hay un duelo sobre los techos de Notre Dame. Hay chicas lindas, amores virtuosos, lealtades. La cámara gira alrededor de todo, nos permite verlo todo, maravillarnos con las acrobacias sin caer (demasiado) en la espectacularidad por la espectacularidad misma. El nuevo D''Artagnan merece una mención especial. No hace mucho habíamos visto a Logan Lerman en Percy Jackson y el ladrón del rayo (una película que no fue suficientemente valorada en su momento y que hacía con los mitos griegos una operación similar a la que hizo ahora Anderson con Dumas), ahora lo vemos protagonizar, bajo una mata enorme de pelos, este nuevo tanque. La sonrisa, los saltos, los ojos celestes, Lerman encarna un tipo especial de actor: el que sabe ganar inmediatamente nuestras simpatías con su presencia, con su forma de moverse. Cuando vemos Los tres mosqueteros, La pantalla se llena de colores y fantasía. Anderson no es el mejor artesano del gran cine, pero sabe hacer lo que hace, se entrega a lo que quiere entregar y a veces lo logra.
Fantasmas del cine Resulta difícil explicar la experiencia de ver una película de Manoel de Oliveira. Se saben los datos típicos: que el señor Manoel cumplió ya más de cien años y sigue estrenando a un ritmo parejo de prácticamente una película por año. Que empezó a filmar cuando el cine todavía era mudo y que ya tiene dos nuevas películas en producción. La madurez le ha prestado creatividad a este director portugués que, si bien nunca dejó de filmar, en estas últimas dos décadas ha producido una seguidilla de pequeñas obras maestras. Los festivales lo conocen, el gran público no (en los cines argentinos pudo verse hace unos años Belle toujours). Hay algo único en las películas de Manoel de Oliveira: un tono (casi decimonónico), un tiempo (casi un tiempo sin tiempo), una forma de hablar (seca, cercana a ciertas formas del teatro), una preferencia por los planos generales largos, por los paisajes, un juego con la forma, con el silencio. Pocas cosas se parecen a una película de Manoel de Oliveira. Con El extraño caso de Angélica la historia toma ciertos aires fantasmagóricos, románticos, como de relato del siglo XIX. Un fotógrafo (en esa Lisboa de De Oliveira, que es la ciudad de hoy pero también parece ser la de hace dos siglos) es llamado para fotografiar el cuerpo de una joven (Pilar López de Ayala) que acaba de morir, tradición que hoy no existe pero que todos en el mundo de De Oliveira toman como lo más natural. Rodeado de monjas y mujeres vestidas de luto, el fotógrafo (Ricardo Trepa, actor fetiche de De Oliveira y también su nieto) se acerca al cuerpo para tomar la foto y cuando mira a la mujer por el objetivo, de pronto cree ver que ella cobra vida a través de la cámara. Toma la foto y vuelve a su casa para revelarla. Lo que sigue es una historia de amor/obsesión por esta hermosa mujer que parece visitarlo, venirlo a buscar, existir en esas fotos y en el amor del fotógrafo. Como siempre, uno puede intuir que De Oliveira está reflexionando sobre muchas cosas (el cine, el amor, la muerte), pero lo fundamental, lo singular de esta película (como en las anteriores del director, solo que ahora se suman algunos efectos especiales digitales, que remiten a los viejos trucajes del cine mudo) son las secuencias, las imágenes, los momentos. Pilar López de Ayala flotando sobre la cama del fotógrafo, el gato y la ventana, las imágenes de Lisboa, los sueños, los trabajadores rurales (y sus métodos ancestrales), la mirada de una muerta, un cuarto de Lisboa. Hay algo singular en cada película de De Oliveira (como en todo su cine); singular no porque sea diferente a todo lo demás (aunque lo es) sino porque encarna un amor por filmar y por lo filmado, que recuerda el origen mismo del cine.
Elogio del divorcio Parecería ser que los franceses solo pueden hacer una película: historia de sexo/amor con sabor amargo y silencios "profundos". Si le gusta esa película, puede ir a ver La quise tanto. Si no, a otra cosa. Las cosa empieza con un plano frontal de una mujer que llora desconsolada (Florence Loiret Caille) y la voz en off de dos personas: un hombre y una mujer (con tono de persona mayor), que deciden que la mujer tiene que irse a la casa de la montaña. Después hay un auto, la misma mujer llorosa, dos nenas en el asiento de atrás (ahí entendemos que esta mujer es madre) y a un costado Daniel Auteuil, que no entendemos bien quién es, todavía. Pasan días en una cabaña en el sur de Francia, la mujer sigue muy angustiada, no entendemos nada, y de pronto, porque sí, la mujer dice en voz alta: "Me dejaron". Ahí entendemos finalmente (con un recurso bastante extraño) qué es lo que está pasando: a esta mujer, madre de dos hijas, la abandonó su marido. ¿Y quién es Auteuil? Ah, después nos vamos a enterar de que es su suegro, el padre del esposo abondonador. Ahá, ¿el suegro? ¿Por qué el suegro se llevó a la nuera abandonada a su casa de montaña? No importa mucho, porque acá es todo muy francés. Pero después finalmente entendemos: se la llevó ahí para poder contarle su propia historia de amor adúltero. O sea, todo lo que vimos hasta acá es una excusa para entrar en la historia que realmente le interesa a esta película. Finalmente llegamos a la historia de amor de Auteuil, tan fracés él, tan francesa su historia, tan francés el contexto de contarle a la futura ex nuera su historia de amor adúltero. No vamos a entrar en detalles de esta historia, tan pasional (se sabe, en Francia amor = sexo en cuarto de hotel), tan cargada de sentimientos, de conversaciones, de música romántica. Sí, todo es muy prolijo, linda fotografía, lindas actuaciones, muy linda chica. Todo muy lindo. Y todo tan "interior". La cuestión se termina resumiendo en una historia de conformismo patético (que la propia película condena, en un movimiento que nos aleja definitivamente de los personajes con los cuales nos intenta involucrar) y en una curiosa moraleja a favor del divorcio y en contra de lo que se opone al amor (aunque el amor implique abandonar a la familia). Todo tan francés.
Las chicas miran acción Incluso quienes no vimos ninguna de las películas de la saga Crepúsculo, terminamos conociendo (a fuerza de pósters, propagandas, trailers, televisión y demás parafernalia) a los chicos con los que al parecer sueñan todas las chicas: el vampiro pálido y el hombre lobo étnicamente ambiguo. La saga sigue, pero gracias a su éxito cada una de sus estrellas ha intentado abrirse camino con proyectos propios. Si el vampiro pálido tuvo su intento romántico (entre otros) con Agua para elefantes, el hombre lobo Taylor Lautner lo intenta ahora con una película de acción y suspenso, con agentes secretos, identidades robadas y demás. Estaba claro, de entrada, que este proyecto estuvo pensado siempre para el público adolescente (una buena tajada del mercado). En principio, uno podía suponer que la fórmula no era necesariamente mala: el cine siempre se llevó bien con el público adolescente y las películas de acción suelen atraer a ese público. Pero al ver Identidad secreta descubrimos algo: la película apunta al público adolescente, pero apunta (casi exclusivamente) al público femenino. Ese no es el público que suele ir a ver estas películas. ¿Por qué decimos que Identidad secreta está pensada para el público femenino? No se trata simplemente de la preeminencia ridícula de Lautner en pantalla. No es cuestión tampoco de la infinidad de planos que parecen sacados de una propaganda de desodorantes. Tampoco es por los momentos gratuitos de Lautner sin remera o por las escenas cargadas de "sentimientos", en los que el protagonista llora o siente timidez a la hora de encarar a su vecinita de toda la vida. No, Identidad secreta se revela como una película de acción pensada para chicas adolescentes (ese público que no suele mirar películas de acción) por un simple hecho: la acción en esta película importa bastante poco. Hay una persecusión, un tiroteo, dos peleas a puño limpio (de las cuales una es falsa). La trama que explica la "guerra" entre agentes secretos parece por momentos enmarañada y cuando finalmente es hora de revelarla resulta sosa y sin interés. Puede ser, por supuesto, que todo esto sean síntomas no de una película de acción para chicas, sino simplemente de una película mal hecha. No se puede decir, por otro lado, que las (pocas) escenas de acción estén mal hechas. En general, están filmadas de una forma prolija, se entiende lo que pasa, no se abusa del montaje, el ritmo es parejo. Pero no hay demasiada tensión y los personajes no nos importan demasiado (a no ser que ya estemos enamorados de Lautner). El chico lobo Lautner, a su vez, se maneja bien en estas secuencias. El problema es todo lo demás. Los malos (que son unos cuantos) proliferan, no se entienden, su motivación resulta bastante débil (además de azarosa) y tampoco importan mucho. Eso, en una película como esta, siempre es un problema grave. El peligro tiene que tener una cara y tiene que ser amenazador. Acá hay dos bandos (aunque al principio no se entiende), se supone que (paranoicamente) todos son malos, pero al final triunfa el orden gubernamental. Es difícil, sin embargo, enojarse con el costado "de espionaje" de esta película, porque ni a ella le interesa. Contrapicados varios, desplazamientos que no se entienden mucho, planos del musculosito cargado de amor y sentimientos, y una historia que suena un poco a Harry Potter cargado de esteroides.
Las mujeres a la comedia Por fin llegó el momento de que esa comediante inigualable que es Kristen Wiig tuviera su primer protagónico. Hija (por lo menos para el gran público) de Saturday Night Live, Wiig venía trepando por los papeles secundarios de distintas películas hasta que a nuestras pantallas llega esta película coescrita por ella y dirigida por Paul Feig (veterano de la televisión, no tanto del cine, asociado a Apatow). Como en toda película-Apatow, la apariencia es la de una comedia más o menos tradicional, siempre en la línea Nueva Comedia Americana. Personajes niño-adultos, plétora de personajes secundarios, perfiles exagerados, trayectorias de iniciación en la vida adulta, momentos con aires de improvisación, tramas de amistad, antihéroes. Como en toda película-Apatow, lo importante son las variaciones, la carnadura de los personajes, la sinceridad y, por supuesto, la comedia. Una novedad fundamental para el universo Apatow es la entrada de lleno en el mundo femenino. En Damas en guerra, las mujeres son todo. Wiig es todo, pero está acompañada por un gran seleccionado de mujeres comediantes: Maya Rudolph (otra figura de Saturday Nighy Live, que acá interpreta a la amiga de infancia de Wiig, que está a punto de casarse), Rose Byrne, Melissa McCarthy, etc. Esta es la primera película Apatow de mujeres, pero también hay otro aspecto muy importante. Si la serie de películas Apatow había abierto la exploración de la amistad masculina (un campo que el cine no solía frecuentar, fuera de las películas de infancia), la amistad femenina no era ajena al cine. Sin embargo, las películas que trataban la amistad femenina solían ir cargadas por un tono "rosa", un tinte dramático para mojar pañuelos, lo que se suele llamar chick flick. Damas en guerra está lejos de todo eso. Si bien no falta el giro final hacia lo sentimental, esta es una gran comedia que se puede ganar cualquier público. La historia es una que ya vimos varias veces en la pantalla grande: dos amigas de la infancia que se quieren mucho, una de pronto va a casarse y le pide a la otra que sea su dama de honor. Lo que sigue, el cuerpo de la película, es el camino hacia ese casamiento, lleno de peripecias. Pero, como ya dijimos, lo que parece una fórmula más pega un pequeño desvío. A medida que se van sucediendo las escenas desastrosas (no excentas de escatología), poco a poco el personaje de Wiig se va comiendo la película. Lo que parecía una carrera hacia el matrimonio se vuelve la historia de este personaje, cuya vida va en picada. Al final, el casamiento casi que no importa, porque en cine los casamientos nunca importan, lo que importan son los personajes que atraviesan ese camino. Ese es el gran acierto de esta película. El problema de Damas en guerra es que, a pesar de estos ligeros desvíos que hacen a la película, en ciertos puntos cruciales uno siente los engranajes del guión, que están intentando encauzar esta historia dentro de los moldes de lo que debería ser una comedia mainstream. Las vueltas, las peleas, los reencuentros. En ningún momento cae, en ningún momento aburre, pero en algunos trechos la película se arrastra más de lo necesario. El resultado, de todas formas, es una muy buena película, en la que por fin podemos ver a Kristen Wiig lucirse en la pantalla grande.
Sin pasión Supongo que para algunos la idea (al parecer hasta ahora inconcebible) de mostrar a Perón y a Evita haciendo el amor apasionadamente era suficientemente "atrevida" como para justificar una película como Juan y Eva. Pero, primero, no me interesa ver el trasero desnuddo de Perón. Segundo, a menos que se quiera hacer una porno con temática justicialista, una película necesita más que eso para resultar interesante. Juan y Eva, por supuesto, no intenta ser una porno sino "una gran historia de amor", como demuestran los fragmentos sutilmente seleccionados de los radioteatros que interpreta Eva Duarte en la película. Es decir que como estamos en el silgo XXI, esta es una historia de amor con sexo, con amores extramatrimoniales, con pequeños escándalos contenidos, con actrices ligeras de cascos y militares calentones. Hay un contraste entre el tono rosa de las frases que dice Eva y un amorío sórdido (que viene de desplazar a otro), que por las casualidades de la historia resultó ser clave para la historia política argentina. No se trata únicamente del choque entre lo que Eva dice y lo que Eva hace, esa tensión se expande a toda la película. ¿Por qué? Porque si bien Juan y Eva no es una radionovela rosa de la década del cuarenta, sí es un relato rosa peronista. La admiración que la película siente por la pareja (sí, son próceres, pero ojo que somos modernos y sabemos que los próceres también tienen sexo) hace que cada momento que viven resuene con campanas de significado cósmico. Por decirlo de otra forma: los personajes (fundamentalmente, Eva y Juan) no parecen personas reales con pasiones reales (pocas cosas más chatas y menos interesantes que las escenas "de sexo" de esta película, que no podrían excitar a nadie), sino figuras que desfilan por la historia. Probablemente el único aspecto interesante de la construcción de los personajes es el perfil de Evita como mujer celosa. Sus arranques de furia cuando descrubre que Perón tiene otra amante, su "golpe de Estado amoroso" dan una característica casi patológica que a uno podría llegar a interesarle conocer. Pero la cosa se termina pronto: Eva logra ser la amante de Perón y desde entonces no hace más que apoyar la cabeza en el hombro de su amado. Por otro lado, esta obsesión celosa se come cualquier perspectiva política de Evita. ¿Por qué? Cada tanto hay alguna que otra frase en boca de Julieta Diaz que perfila a esa dirigente que va a ser Evita, pero a esta película le interesa la historia de amor, por eso saca los apellidos en el título, por eso muestra el sexo, por eso cuando se está gestando el 17 de Octubre, Evita se dedica a desfallecer lánguidamente en su departamento con lágrimas por su amado encarcelado. Una paradoja carcome esta película: Juan y Eva quiere ser un retrato de la intimidad de los personajes y por eso deja afuera muchas cosas, como deja afuera, por ejemplo, al público que escucha los discursos de Perón (se abaratan los costos pero se pierde la esencia de lo que se está viendo). El problema es que esta pareja está atravesada por la esfera pública y sin ella no tiene sentido. Por supuesto, De Luque cuenta algunas cosas del drama del nacimiento del peronismo, pero sólo algunas, selectas, que dejan afuera completamente al actor fundamental del peronismo: el pueblo. Más allá de un obrero que habla a cámara al principio de todo y las imágenes de archivo del 17 de Octubre, prácticamente no se ve un solo descamisado en todo Juan y Eva. Hay intrigas de palacio, intrigas militares, intrigas internacionales, cosas que importan menos. La historia de Eva y Juan importa en la medida en que fue importante para todas esas personas que no vemos. La película asume esa mirada, está enamorada de sus líderes, pero no muestra lo que hizo que el peronismo fuera lo que fue. O sea, termina mostrando casi nada: Eva Duarte se tiñe el pelo, perfiles desnudos con iluminación "artística", un plano de la pareja en lancha tan cerrado (como todo en esta película) y tan feo que parece hecho con back projecting. Al margen de todas estas cuestiones "de base", muchas otras cosas no funcionan en esta película. Una es la clave (tan del cine argentino viejo) con la que se manejan las actuaciones. Fernán Mirás está fuera de control. Por otro lado, la idea de poner a Alfredo Casero a interpretar a Braden, con acento, roza límites de lo grotesco que no le hacen bien a esta película. Pero fundamentalmente el problema es que a esta historia de amor le sobran toneladas de solemnidad peronista y le falta una pasión real que arrastre la narración por sobre el curso de la historia que todos conocemos, y que nos permita interesarnos por esta película como parte del cine. Juan y Eva está dedicada a Leonardo Favio, pero le falta todo ese exceso del Favio peronista. Para historia ilustrada están las fotos en los manuales.