El dolor que preña la violencia No en vano la celebrada Susanne Bier ("Hermanos", "Cosas que perdimos en el fuego") ganó el Oscar a mejor película extranjera con este drama; es difícil poner en pie de comparación un trabajo argumental y escénico como el de esta directora danesa, que ya viene ofreciendo trabajos de altísimo vuelo con historias modestas, y tiene varias incursiones exitosas, y merecidas, en festivales internacionales. Sin embargo, hay algunos detalles nada menores que contribuyen a un cierto menoscabo de la propuesta: las situaciones de contraste y reflexión forzados , la interpelación moral al espectador, algunos momentos de falsa empatía entre los protagonistas hacen que uno se pregunte, inevitablemente, ¿qué fue de la sutileza de ciertos climas presentes en "Hermanos", por ejemplo? A la solidaridad y candor del tercer mundo en el que Anton se brinda como profesional y como ser humano, se opone la violencia del primer mundo donde su mujer y su hijo viven, en apariencia, una existencia ideal. Buena educación, buena casa y buenas intenciones no alcanzan para frenar la gestación de un drama tan humano como íntimo: las pérdidas, los rencores, el dolor interno que desgarra y lleva a provocar el dolor en otros. Como metáfora cruda y bien filmada de la violencia, "En un mundo mejor" puede postularse como digno referente cinematográfico. Como historia de trasfondo moral, se queda un poco corta. Por suerte, están los chicos (William Jehnk Nielsen en la piel de Christian y Markus Rygaard como el arquetípico adolescente que se esfuerza por un ideal de ser humano, proyectado en su padre) que salvan cualquier oposición y se roban la historia por mérito propio.
Las tres vidas de Barney Barney Panofsky (Paul Giamatti) ha tenido lo que los chinos llamarían "una vida interesante". No particularmente fuera de lo común, pero sí llena de pequeños incidentes que alcanzan para volverla curiosa. Joven viudo en Italia, pequeño productor televisivo en Canadá, enamorado a primera vista de Miriam (Rosamund Pike) el mismo día en que se casó con su segunda esposa, sospechoso de asesinato y, finalmente, desencantado hombre de mediana edad. La historia comienza justamente el día en que Barney despierta convertido en ese hombre ya mayor, recién divorciado, con hijos adultos que se percatan de algo que no está bien. De repente, Barney siente que toda su vida lo alcanza y que recupera con el correr de los días algunos momentos que parecía haber borrado de su memoria. En esta película pequeña, íntima, el director Richard J. Lewis aborda de manera dinámica, narrativamente eficaz, el corrimiento de la memoria histórica para ocupar el lugar de la memoria cotidiana, en un desplazamiento que tiene que ver no sólo con la condición clínica de un ser humano, sino fundamentalmente con su historia emotiva. Dejando de lado un guión cuyos giros dramáticos se vuelven más y más previsibles a medida que la historia avanza, aquí juegan un notable rol de interés los personajes en sí. Las actuaciones por sí mismas justifican el visionado de la película y no especialmente porque sean sobresalientes, sino porque es fácil dejarse llevar por el relato de cada personaje. A través de tres décadas y dos continentes, como propone la sinopsis del filme, el espectador se inmiscuye en los recuerdos de Barney y sólo por momentos puede atisbar la perspectiva de quienes le rodean, intuyendo aquello que el protagonista ignora. El juego es atrayente, aunque un poco fallido, ya que a menudo la mirada externa a Barney se superpone con ésta, la que importa, la del propio personaje, generando algunas situaciones anticlimáticas que, de cualquier manera, logran superarse rápidamente. En su medida justa, "El mundo según Barney" entretiene y emociona al público con naturalidad, apelando a una simpatía relativa por un personaje no necesariamente querible, envidiable por momentos y fundamentalmente humano.
Luchando contra los malos por el sueño americano... Al escuálido Steve Rogers (Chris Evans), oriundo de Brooklyn, hijo de un valeroso soldado y de una enfermera del pabellón de tuberculosos, nada le arredra cuando tiene una idea fija. Y pocas cosas le irritan más que el hecho de que, justo ahora que su país se encuentra en guerra con el Eje, le nieguen la admisión al ejército. Luego de su quinto rechazo, un científico alemán exiliado (Stanley Tucci) le evalúa y aprueba para una sección experimental del ejército y le propone un trato irresistible: convertirlo en un super-soldado, mejorando sus aptitudes físicas y llevándolas al límite de lo humano. A cambio, le pide mantenga intactos su bondad, sus principios y su coraje. Pero una amenaza que va más allá de Hitler y sus aliados surge en el horizonte cuando Hydra, una organización escindida del Tercer Reich al mando del peligroso científico Johann Schmidt (Hugo Weaving) se prepara para conquistar el mundo diezmando la población mundial. Para ello, se valen de una novísima tecnología basada en una joya legendaria: el teseracto de Odín. Ciudad tras ciudad, oculto se extiende el poder de Hydra... hasta que, ayudado por la agente Carter (Hayley Atwell) y el excéntrico ingeniero Howard Stark (Dominic Cooper) el Capitán América ataca sorpresivamente al enemigo. Así, convence incluso al reluctante coronel Phillips (Tommy Lee Jones) para que le permita entrar en acción y cambiar el curso de la guerra. Prolija, correcta, entretenida y visualmente impecable, así es esta nueva producción del universo Marvel que llega a las pantallas argentinas. Si se la compara con otras películas pre-Avengers (el plato fuerte que se viene) es ligeramente menor, sobre todo por sus continuas y necesarias (para la construcción del personaje, claro está) referencias al patriotismo norteamericano, el rol que tuvieron los EE.UU. en la guerra y tantas otras cuestiones más funcionales a los fines de la propaganda que de la historia humana en sí. Porque hay algo que es innegable: el personaje del sargento Steve Rogers merecía crecer por encima de ese necesario clisé. Quizá una dimensión más cercana al Peter Parker de "Spiderman 2", o al Tony Stark de la primera "IronMan" lo habría puesto en un pie de igualdad de oportunidades con el público de estas latitudes.
Y de las sombras, surgirá la luz La noche ha caído definitivamente sobre Hogwarts, hogar y colegio de magos durante siglos. Los dementores y mortífagos, leales sirvientes del señor oscuro Voldemort (Ralph Fiennes), mantienen el control sobre el lugar y sumen a sus alumnos en una terrorífica incertidumbre. El otrora profesor Snape (Alan Rickman) ahora es director, y en los claustros sólo se practica la magia oscura. Sólo tres alumnos resisten allá afuera, como fugitivos: Harry Potter (Daniel Radcliffe) y sus leales amigos, Ron (Rupert Grint) y Hermione (Emma Watson), que están buscando los siete objetos en los que Voldemort dividió su alma para destruírlos, y así volverlo vulnerable. La confrontación final se acerca, y en medio de un despliegue de intriga, emoción y magia, el director David Yates consigue atar los cabos de una historia que venía bastante enredada y el valor agregado de alguna vuelta de tuerca, demostrando a un público relativamente acostumbrado que todavía puede haber sorpresas hacia el final. Por supuesto, esto sólo asombrará a quienes no hayan leído los libros. El público que entra a una sala a ver un filme de estas características, luego de diez años de perseverar (poco sentido tiene asistir si no se está familiarizado con la saga) tiene una idea concreta de lo que encontrará en pantalla. La expectativa generada se verá más o menos defraudada en los detalles, pero hay que reconocer que luego de un excelente debut como director (en "La orden del Fénix"), un lamentable traspié ("El misterio del príncipe") y una transición promisoria (la primera parte de "Las reliquias de la muerte") David Yates llega a encontrar el ritmo preciso para concluír adecuadamente esta saga biblio-cinematográfica. Hay una serie de puntos débiles que a propios y ajenos resultarán evidentes, como la aparición forzada, casi en forma de cameos, de algunos de los personajes más entrañables de la serie (Hagrid, Remus Lupin, la familia Weasley), la ruptura de climas dramáticos con inoportunas semi-humoradas y algunas incoherencias argumentales en favor de una resolución más rápida. Lo único que podría considerar imperdonable, y esto no es demérito del filme, es el casi innecesario epílogo, que arrancará más risas que sonrisas de emoción. Sin embargo, estos detalles que es menester señalar no llegan a opacar el valor cinematográfico de una película que si bien no llega a ser para cualquier público (la calificación SAM 13 es más que adecuada) es disfrutable al máximo por su ritmo, su atractivo visual y su excelente factura. Los chicos crecieron también interpretativamente, pero al César lo que es del César... los personajes memorables de esta saga son aquellos que llevaron adelante los veteranos. En especial Alan Rickman, Ralph Fiennes y Helena Bonham-Carter entre los caóticos y villanos; Maggie Smith, Gary Oldman y Michael Gambon entre los buenos y neutrales. Los muggles vamos a extrañar la sensación de esperar con ansia una película más de Harry Potter, pero la magia ha sido preservada.
El auténtico coraje de vivir Es primavera en la abadía de Nótre Dame de L´Atlas, en Thibirine. Ocho monjes, encabezados por el abad Christian (Lambert Wilson) despiertan por la madrugada y comienzan su labor en la comunidad musulmana luego del rito de oración. En esta comunidad que no comparte sus creencias, los religiosos trabajan, comercian e incluso se ocupan de curar a quienes por aislamiento o falta de recursos no tienen otra posibilidad de atención. Así las cosas, en una zona siempre al filo del conflicto étnico y religioso, un grupo de fundamentalistas islámicos comienzan a asesinar a cuanto extranjero encuentran en esas montañas que el gobierno no llega a controlar. Advertidos por gendarmes y vecinos, los monjes se debaten entre la obediencia a su conciencia y el lógico temor que los compele a abandonar la pequeña comunidad donde son tan queridos y valorados. Con actuaciones notables, aunque sin estridencias, Xavier Beauvois ofrece una pintura somera, de una objetividad casi documental, sobre un dramático episodio que tuvo lugar en 1996 en una abadía cisterciense de la región montañosa del Magreb. Con parsimonia y preciosismo fotográfico, sigue a los monjes en su discurrir diario entre la comunidad musulmana. Los espía en la privacidad de sus cuartos, en sus momentos de duda, en sus disensos. En el punto culminante, en torno a una mesa que pese a su austeridad espera ser festiva, con un clímax musical que estremece sin palabras, el director logra levantar un poco el ritmo ondulante de la trama; ya no decaerá. Los últimos minutos, si bien previsibles, tienen el valor de una buena resolución dramática: no es hasta ese punto que el espectador, pese a haber contemplado la cotidianeidad cansina (aunque incansable) de los religiosos, percibe claramente la densidad de la historia que se ha desarrollado frente a sus ojos. El drama es tan viejo como la humanidad y trasciende credos y condiciones: no hay mayor coraje que amar hasta darlo todo.
Díptico de ausencias A mediados de los años ´70, Roberto Cuervo era un joven y entusiasta fotógrafo que soñaba también ser cineasta. Roberto había conocido a Haroldo Conti, para ese entonces escritor consagrado al que admiraba, y comenzó a filmar un documental sobre su vida que se truncó primero con la desaparición del propio Conti, y luego con la trágica muerte del director novel en un accidente. Roberto Cuervo no llegó a ver el retorno de la democracia, pero su hijo Andrés, que floreció a la vida en años mejores, se convirtió en heredero de esa vocación y de las horas de archivo audiovisual sobre Haroldo. El inefable profesor Conti, el hombre que parió a "Mascaró" y fue el biógrafo de su Chacabuco natal, el escriba de los ríos, un tipo humilde; no "como esos escritores conocidos". Con criterio personal, Andrés Cuervo eligió convertir este material de archivo en una suerte de doble documental: la historia del escritor consagrado, y la de su biógrafo ocasional que lo admiraba y que buscaba transmitir a muchos más esa admiración, lo pintoresco de una existencia que era y no era literatura. A lo largo de poco menos de una hora, juega con los sonidos, las voces en off, entrevistas de tres décadas atrás y las actuales e incluso con técnicas de animación propias. Todo acompañado y matizado con la adecuada música original de Dario Barozzi. En una de las secuencias iniciales de esta película breve y testimonial, casi doméstica, Haroldo Conti se aleja caminando por un pasillo; la cámara, fija en su espalda, va saliendo de foco y un instante después, retoma frontalmente en otro pasillo, en lo alto de una escalera; Andrés Cuervo traspasa la puerta del presente y se enfrenta al marco de un retrato vacío. Retrato que llenarán con su presencia el protagonista original del documental (el escritor) y su biógrafo (el joven cineasta). El resto es literatura, cine... e historia.
La fiesta inolvidable El exitoso guionista Gil Pender (Owen Wilson) acompaña a su prometida y sus futuros suegros a un viaje en Paris. Si bien el matrimonio entre él e Inez (Rachel MacAdams) es inminente, implica anclarse en una vida que no le satisface por completo; su verdadero sueño es dejar de escribir para Hollywood. En Paris, su costado bohemio aflora y de inmediato queda deslumbrado por los escenarios que inspiraron a tantos artistas. Como muchos nostálgicos, Gil cree que hubo un tiempo pasado que fue mejor. Como muchos escritores, Gil cree que este tiempo pasado fueron los locos años ´20, cuando una oleada de escritores norteamericanos y la bohemia de Europa hicieron de París su destino inevitable convirtiéndose en lo que la editoria y mecenas Gertrude Stein llamaba "la Generación Perdida". Pero convencer a Inez de la posibilidad de mudarse a la Ciudad Luz es imposible, y más cuando la llegada de un amigo erudito (Michael Sheen) y su pareja la distraen de los intereses y expectativas de Gil. Abandonado a su suerte en las noches parisinas, el protagonista se pierde en las calles empedradas y al dar la medianoche, desde un anticuado Peugeot lleno de extravagantes personajes, es invitado a una fiesta que jamás olvidará. Porque cuando entra al salón, lo recibe el flamante matrimonio de Francis Scott y Zelda Fitzgerald, pero también descubre que quien toca el piano es nada menos que Cole Porter. Todo parece indicar que aquel coche lo ha llevado directo a aquella época donde su nostalgia anida, y el summum de sus expectativas llega cuando un jovencísimo Ernest Hemingway (Corey Stoll) le ofrece la posibilidad de que la mismísima Gertrude Stein (Kathy Bates) lea y corrija su novela inaugural. Excitado por la perspectiva de una nueva noche en los años ´20, Gil desafía la estabilidad de su estructura familiar regresando una y otra vez al lugar donde puntualmente a medianoche el anticuado Peugeot lo devuelve a ese París de sus sueños, y a una misteriosa musa, Adriana (Marion Cotillard), capaz de hacerlo olvidar su presente. La llamada "generación del ´20" de Paris, constituída principalmente por escritores y que tenía como epicentro la librería Shakespeare and Company (aún en actividad) tuvo una existencia bohemia tan simple y abierta que sus ecos llegan hasta nuestros días. En uno de sus filmes modernos más logrados, Woody Allen explora los mitos y leyendas en torno a quienes recorrían las interminables noches parisinas. El infortunado matrimonio Fitzgerald, Papa Hem, los surrealistas y cubistas, reviven en la impecable puesta escénica y la excelente caracterización por parte del elenco. Pero Allen va más allá, permitiéndose jugar con aquellos clichés que volvieron a estos pintorescos personajes en la flor de su juventud, las leyendas que fueron más adelante. En lo actoral, Owen Wilson aporta una actitud inocente y expectante, como la de un niño ante su deseo más soñado, el que se deja llevar y el que se juega por aquello que pulsa en su ser más profundo. Los personajes que Gil encuentra en la vieja París están encarnados por notables intérpretes, pero sin dudas el que tiene a cargo Adrien Brody, en una breve aparición, es el más destacable. Más allá de este homenaje retozón a una Paris soñada todavía por muchos bohemios tardíos modernos, subyace el infaltable dilema que el director suele plantear en sus filmes: cuestiones que abordan la propia existencia y desafían la capacidad de decisión de los hombres.
Cuando el amor tiembla A Cindy (Michelle Williams) no le alcanzan las horas del día para repartir entre su labor como enfermera, el descanso, el cuidado de la casa y de su hija Frankie. Vive con un esposo que la adora, Dean (Ryan Gosling), que trabaja ocasionalmente pintando casas y es más bien infantil y reacio a tomar responsabilidades. Pero algo ha pasado desde que se conocieron y nació ese amor irresistible, a primera vista. Dean es capaz de vislumbrarlo, pero se resiste a enfrentar la realidad del distanciamiento de su esposa; Cindy rumia en privado sus sensaciones, perpetuamente incómoda y tensa, sin poder verbalizar o ubicar sus insatisfacciones. Si el amor se definiera como el juego de ganar y perder (metáfora lírica más ajustada a la necesidad de un compositor musical o autor romántico que a la realidad), el espectador de "Blue Valentine" podría pensar que la moraleja de esta, como de muchas otras historias, es que en el amor siempre se pierde, aunque se gane. Amar es sufrir. O desear sin llegar a satisfacer en plenitud ese anhelo punzante. Tal la mirada que ofrece Derek Cianfrance con esta historia, la sencilla y muy realista trama de amor entre dos personas en un lapso de unos seis años. El mayor mérito de la película reside en dos pilares: la forma en que está contada, y las excelentes actuaciones de la pareja protagónica y los secundarios. El manejo de cámaras, timing, escenarios y línea temporal (flashbacks que permiten vislumbrar cómo se originó la pareja de Cindy y Dean) se conjugan para redondear el producto, que si tiene algún demérito es quizá, y sólo quizá, la expectativa del espectador al entrar a la sala. No es una historia de amor de esas que el cine ofrece habitualmente, sino un drama sumamente verosímil donde los momentos luminosos, más bien escasos, son el balance necesario para que se luzcan los rincones oscuros de la historia. Que vendrían a ser el sustrato real de la misma, la perspectiva que al director le interesa abordar y analizar. El final tampoco es políticamente correcto, y hay algo de suspenso, de inconclusión en las escenas finales. En definitiva, que quienes vayan en espíritu romántico abandonen en la puerta toda esperanza.
Adivina quién vino Los jóvenes profesionales Josh (Patrick Wilson) y Renai Lambert (Rose Byrne) se mudan junto con sus tres hijos a una casa nueva en los suburbios. Al poco tiempo de llegados, Renai intuye que algo anda mal entre estos muros y casi de inmediato uno de los niños, Dalton (Ty Simpkin) cae en una especie de coma a raíz de un accidente doméstico. A partir de allí, las situaciones misteriosas no darán tregua a la familia. Objetos que cambian de lugar, espectros y oscuros rincones donde se ocultan misterios que no alcanzan a ser explicados racionalmente obsesionan a Renai, aunque su esposo se empeña en no creerle. Mientras la familia busca sobrevivir a la fatalidad que se abatió sobre uno de sus miembros, Renai pronto se da cuenta que hay mucho más en juego que la vida de Dalton, y que una serie de espíritus malignos los usan como terreno de batalla. Con elementos que conjugan lo más habitual del género, el director James Wan y su guionista Leigh Whannell se reúnen otra vez para construir un filme que no decepcionará a los más consuetudinarios fanáticos del cine de terror y tampoco a aquellos que se acercan a estos filmes sólo ocasionalmente, a la espera de encontrarle la vuelta al clásico. Sin grandes despliegues de originalidad en su planteo, ya que la estructura es conocida (familia se muda a una casa nueva donde comienzan a suceder extraños fenómenos que giran preferentemente en torno a alguno de sus integrantes), los conflictos devienen un poco trillados hacia la mitad y el final de la película, en detrimento del crescendo inicial. Wan, que no en vano dirigió la primera y mejor entrega de la saga "El juego del miedo", maneja como pocos los climas y el suspenso necesarios para mantener en vilo al espectador, enganchado en una trama a la que los clichés le juegan en contra, pero que en su conjunto resulta disfrutable. Queda de sobra demostrado que para que una película de terror sea efectiva, no es necesario el gore en exceso: el terror es un género que puede sobrevivir al golpe de efecto y el exceso de sangre. También, que un clásico como "Poltergeist" puede dar de comer a varias generaciones de cineastas, tres décadas después de su estreno.
Contemplación de la vida En un pueblo montañoso de Italia, el tiempo tal como lo conocemos parece haberse congelado. Lejos de la alta tecnología a la que nos acostumbra la vida moderna, los días transcurren con la cadencia de hace siglos en medio de ritos cotidianos que se mantienen más o menos inmutables. Así, un anciano cuida sus cabras y palia sus enfermedades con polvo de iglesia, los aldeanos recrean el Via Crucis en un primaveral viernes santo, los animales nacen y crecen mientras los árboles completan su ciclo vital, y el hombre se dedica a aprovechar todo aquello que la naturaleza ofrece no sólo a sus necesidades, sino a sus ritos y celebraciones. En este filme que abunda en planos inmóviles, panorámicas fotográficas preciosas y sonido ambiente, Michelangelo Frammartino recurre a un registro de tipo documental para que sus personajes (sean éstos humanos, animales, el propio paisaje de la aldea y sus alrededores) discurran en la historia prescindiendo de palabras. Los diálogos, si existen, son inaudibles; el sonido ambiente captura más que nada el murmullo de la naturaleza, los pasos de los aldeanos en la gravilla, el petardeo de algún vehículo vetusto que recorre cansinamente la montaña. Todo apunta a un único hilo conductor: el transcurso de las estaciones y el ciclo vital del mundo a través de sus criaturas. En definitiva, estamos frente a un producto fundamentalmente visual, destinado a un disfrute sin apuros ni pretensiones. Pese a una gran recepción a nivel crítica, el público general puede sentirse abrumado por la sobreabundancia de planos largos y fijos, el minucioso seguimiento que las cámaras hacen de los animales y la carencia de un argumento tradicional sostenido mediante interacciones, que este género no favorece. Pese a su relativamente corta duración, tiene esa cualidad no siempre positiva de hacerse más larga; quizá por eso, sólo es recomendable (muy recomendable) a ese público particularmente predispuesto que sabe bien lo que encontrará al ingresar a la sala.