Ni a babor, ni a estribor, la última entrega de la saga de 'Piratas del Caribe' no logra siquiera levar ancla. Piratas del Caribe: La Venganza de Salazar nos ofrece varios hilos narrativos. Por un lado tenemos a la segunda generación, los hijos de personajes como Will Turner (Orlando Bloom) y el viejo pirata Héctor Barbossa (Geoffrey Rush), unidos por descubrir o salvar a sus padres; y por el otro se presenta un antiguo enemigo de nuestro rockstar del Caribe, el legendario Jack Sparrow (Johnny Depp). Quien se incorpora a la saga como archienemigo, y está obsesionado por vengarse de Jack, es el españolísimo fantasma del Capitán Salazar (Javier Bardem), teniendo en cuenta también al Imperio Británico, que ansía adueñarse de las rutas marítimas de la zona. Hermanados, tanto el joven Henry Turner (Brenton Thwaites), quien quiere desencantar de un hechizo marítimo a su padre, como la bella Carina Smyth (Kaya Scodelario) —acusada de bruja, por ser astrónoma, una mujer adelantada a su época—, quien necesita saber la identidad de su progenitor, necesitan de Jack Sparrow para solucionar sus problemas. Y así la cinta comenzará a navegar a la deriva, ya que todo se resumirá a una sobresaturación de elementos. Sea en las distintas líneas narrativas, que sugieren mucho, pero profundizan poco; por ejemplo: no se aprovechan los vínculos filiales, del nuevo némesis se cuenta muy poco, está metido a fórceps y encima queda totalmente desdibujado el personaje de Jack Sparrow, aquí es una figura decorativa. Solo acompaña a los jóvenes —que por cierto no poseen carisma— sin explotar el flanco desfachatado y humorístico que lo caracteriza. Literalmente el relato hace agua porque se construye a puro golpe de efecto. Nos agotamos de ver incontables batallas corsarias, una tras otra, pareciera que la acción no culmina nunca. Nuestros sentidos quedan anestesiados. Solo se renueva un poco el aire al final del film cuando aparecen en pantalla los personajes primarios de la saga, Elizabeth Swann (Keira Knightley) y Will Turner (Orlando Bloom), en esos escasos minutos que brota la química innegable con el legendario Sparrow de Johnny Depp.
¿Si pudieras volver a repetir un día de tu vida, que cambios harías? Esta es una de las premisas vitales de 'Si no despierto', transposición cinematográfica de una novela juvenil de Lauren Oliver, que interpela sin tapujos el tema del bullyng. Sam (Zoey Deutch), es una adolescente que tiene vida una soñada. Vive en una bella casa, con sus padres y su hermanita menor. Está a punto de terminar la preparatoria y junto a su grupo de amigas son las más populares de la escuela. Hasta que un día, el 12 de febrero, irrumpe en su existencia un hecho inexplicable. Tras sufrir un accidente con sus amigas, de regreso de una fiesta fallida, Sam despierta nuevamente el 12 de febrero. Y así repetidamente, día tras día, se verá atrapada en un bucle temporal, que la hará manifestar todo tipo de comportamientos y visibilizar a hechos, y personas, que tiene a su alrededor, pero que nunca antes había podido apreciar. Como un chico, no popular, sensible y tierno que siempre la admiró, o el molestar y burlarse de compañeras distintas a ella. Con una estructura narrativa efectiva, ya vista antes en el cine, como la de la maravillosa Hechizo del tiempo (1993) de Harold Ramis, y un bien utilizado lenguaje adolescente, Si No Despierto, es una propuesta que sale airosa en comparación a otros exponentes emocionalmente pueriles, que se empatan con su temática y género. Es cierto que gira en torno a un argumento tan visitado como lo es el del bullyng, pero lo novedoso es que aquí se aborda el tema desde el punto de vista del acosador, sin eludir una crítica a la protagonista, a través de su rotundo cambio de perspectiva. Como Sam logra, poco a poco, aprehender el sufrimiento ajeno, consecuencia de su arrogante personalidad. Si No Despierto, además de estar correctamente narrada, delimita muy bien los personajes. Ni blanco, ni negro, todos tienen matices, como sucede en la vida diaria. Por momento son monstruos manipuladores y en otros se evidencian sus pesares, sus problemas, sus debilidades. Seres que evolucionan como pueden, más que como quieren. A pesar de sus aspectos remanidos, y los estereotipos, la película logra afrontar una problemática tan repetida y necesaria como la del acoso escolar, conectándose honestamente con el público adolescente, eludiendo prejuicios y toda clase de pornografía sentimental.
La ópera prima del comediante Jordan Peele, a través de un relato de terror y fantástico, pone en relieve las contradicciones raciales que aún hoy en día persisten en nuestra sociedad. Un joven negro camina por las calles de un suburbio solitario. Mientras habla por teléfono con su novia, un auto blanco, en el que suena una canción melosa, lo persigue como sombra. Tras cortar la llamada y atemorizarse por la situación, de repente le cae un fuerte golpe en la cabeza y es raptado por el conductor del extravagante vehículo. Este es el acertado preludio de ¡Huye!, film que con el devenir de la historia irá adoptando multiplicidad de formas y acepciones. Tras el potente inicio, mientras se suceden los títulos en la pantalla, una música que parece sacada de un ritual masónico, mixturada con sonidos afroamericanos, nos dará una pista del rumbo futuro de la historia. Interrumpida la liturgia musical, aparece en pantalla una joven pareja interracial, Rose (Allison Williams) y Chris (Daniel Kaluuya), quienes se preparan para realizar un viaje. El plan es ir a pasar el fin de semana a casa de los padres de Rose, para que conozcan a Chris, quien insiste en que sus “suegros” sepan sobre su color de piel. La bella chica le resta importancia al asunto, diciendo que sus padres no son racistas y emprenden camino. Con una recepción que de tan cordial parece falsa, la pareja se instalará en la hermosa casa de fin de semana. Con el pasar de los días, Chris descubrirá que suceden cosas muy curiosas y casualmente se relacionan con su raza. Toda la gente de color que conoce, actúa de manera muy extraña, encima los de piel blanca tratan de conseguir su agrado con comentarios gregarios y fascistas. ¡Huye! comienza siendo una película que respira romance. Con el pasar del metraje va mutando, pasa a generar un clima de suspenso asfixiante, hasta explotar en un relato onírico —las secuencias en la que Chris entra en trance y cae en el vacío son alucinantes— también fantástico, con cuestiones de logias secretas y otras yerbas, hasta culminar en un derrotero a puro slasher. Y también es autoparódica, la conexión con el exterior de este mundo trastornado, es el mejor amigo de Chris, un jefe de seguridad que con humor descontractura la historia. Si bien ya hubo grandes films de “terror social”, como la fabulosa La noche de los muertos vivos de George Romero, con un guion inteligente y original, ¡Huye! se suma a este subgénero, exponiendo la cuestión del racismo, en un mundo aparentemente progresista, de manera tajante y radical, develando los perversos y sofisticados mecanismos que se evidencian en ciertos sectores del entramado social.
El director uruguayo realiza una sátira aséptica y despojada, sobre la puesta en escena de un candidato y su campaña política. Varias personas alrededor de una mesa opinan sobre distintos especímenes de pájaros y árboles: que significa cada uno, a que aluden, etc. Así comienza esta comedia, que versa sobre la construcción de un candidato político. Asesores, expertos en redes, diseñadores gráficos y hasta un músico, se reunirán en una mansión de campo para llevar a cabo un cometido: ayudar a formar la imagen y el partido político de Martin Marchand. Martín es un cincuentón millonario un tanto extravagante, que quiere despegarse de su padre. Un hombre indefinido, sin inquietudes ni una postura ideológica clara. Pareciera que le atrae más cobrar protagonismo frente a las cámaras que la idea de formar una vocación política. En este contexto de paisajes bucólicos, Hendler construye una comedia negra de enredos. Con un guion y una puesta en escena milimétricamente pensada, erige un film que oscila entre situaciones inauditas y tragicómicas, que dan cuenta de un estilo de humor ácido que se mofa del esnobismo y la hipocresía que hay alrededor de la invención de un candidato y su carrera política. Cualquier parecido con la realidad ¿es pura coincidencia?
Bajo la consigna de un bebé adulto, la nueva apuesta de Dreamworks nos trae un relato animado saturado de gags desarticulados, que terminan debilitando el efecto humorístico. Tim, un niño de siete años, hiperkinético, y con una imaginación de lo más saludable, habita un mundo perfecto. En su mente se forjan todo tipo de aventuras, siempre respaldadas por sus presentes y divertidos padres. Todo parece marchar de maravilla, hasta que una espléndida mañana desciende de un taxi, al frente de su casa, un hermoso bebé. Pero este pequeño tiene una actitud extraña. Baja del automóvil presumido, vestido con traje y corbata y un maletín que parece contener todo tipo de misterios. ¡Ese bebé es su hermano! Y le quitará toda la atención de sus padres debido a sus exigentes demandas. Un niño que con sus progenitores actuará de su edad pero frente a Tim desenmascarará su verdadera personalidad. Resulta ser que este hombre de negro en pañales es un corporativo que viene a resguardar el negocio del nacimiento de bebés, que se encuentra amenazado por la Puppy Corporation, una empresa con la intención de superpoblar al mundo de mascotas pequeñas y dulces para así reemplazar a los niños. Tim se aliará a su hermanito encubierto para salvar a sus padres y a la industria de los bebés. Con una idea atractiva pero no muy efectivamente ejecutada, Un jefe en pañales tiene un planteo chato desde el punto de vista narrativo. Busca atraer a los más pequeños con sobredosis de acción y gags físicos que no poseen demasiada coherencia entre sí, sin proponer una subtrama que cautive al público adulto. Desde el vamos resulta un tanto chocante, y no genera empatía, ver a un dulce bebé diseñado para defender un negocio que no presta demasiada atención a los valores familiares, porque tiene como finalidad sostener los popes del consumismo infantil. Si bien en la experiencia compartida entre los hermanos este pensamiento se revertirá, una de las premisas que transita la película es esta. O sea no es Stewie de Family Guy, que se compone desde la fina ironía, aquí se mezcla todo y no hay humor sarcástico ni dobles intenciones. Por otro lado, cabe rescatar la composición estética de la animación que recorre varios estilos, desde un buen uso del 3D, más mimético, hasta pasajes oníricos con figuras distorsionadas, como cuando Tim se sumerge en sus fantasías. Sin demasiada complejidad y pretensiones, de Un jefe en pañales disfrutarán los más chicos por su implosión de estímulos —en un universo lleno de colores y ritmo frenético—, pero dejará con sabor a poco a los cultores del género.
Hackers, mascotas tridimensionales y geishas robóticas asesinas, forman parte de una sociedad distópica en la nueva adaptación a la pantalla grande del popular manga 'Ghost in the Shell'. En un futuro imaginario, Major (Scarlett Johansson), una híbrida ciborg-humana única en su especie, diseñada por la compañía Hanka Robotic para cumplir la función de una potencial arma letal, integra un grupo operativo de elite que se dedica a detener a los criminales más peligrosos de la ciudad. Pero lo que escapa por encima de este mundo súper diseñado, y supuestamente controlado, es que Major posee sentimientos humanos que se cuelan por encima de un cuerpo completamente artificial, que no siente dolor y al que no le corre sangre. Las dudas existenciales no tardarán en surgir. Después de todo esa es la esencia de Ghost in the Shell, el manga japonés creado por Masamune Shirow, en el cual se basa este reboot de acción real, que más allá de estar impregnado de acción y de luchas fascinantes indaga un flanco filosófico tan relevante como es el tema de la identidad. La protagonista tiene un pasado (robado) que se filtra en su nuevo ser a través de “glitches” (errores intermitentes de software), que no se pueden tapar ni con chips, ni medicación. El film, en su primera parte hace la presentación de Mayor, de su mundo y los personajes que la rodean, entre ellos la Dra. Ouelet (la gran Juliette Binoche), Aramaki (un magnífico y certero Takeshi Kitano) y su adversario, quien después será su par, Kuze (Michael Pitt). En este primer tramo hay un despliegue visual impactante, la tecnología se pone a merced de descubrir un universo ciberpunk, en donde lo tridimensional y los humanos/máquinas están naturalizados. Por supuesto que nos remite a la Blade Runner de Ridley Scott, ya que el creador del manga se inspiró en este film de culto para situar a su heroína. La segunda parte de Ghost in the Shell se vuelve más oscura, las escenas de acción cesan y el conflicto se centra en recuperar la identidad de Mayor. Aquí el relato es lento e imbricado y pierde el ritmo dinámico, y el carácter de sorpresa, del principio. Si bien esta cinta de ciencia ficción tiene algunas falencias a nivel narrativo, su “ghost” logra conectarse con el manga y las versiones antecesoras. Rupert Sanders logra construir un universo atractivo y creativo, que respeta de manera honesta al género.
Fallida adaptación a la pantalla grande de una de las figuras de acción más exitosas de la factoría Mattel. Evidentemente narrar una historia basada en un superhéroe que nace, literalmente, del plástico, no es tarea fácil y esta cuestión se pone de manifiesto en la película Max Steel, basada en la famosa figura de acción de la compañía de juguetes Mattel. Max (Ben Winchell) es un adolescente que regresa junto a su madre (Maria Bello) a la ciudad donde murió su padre en un extraño accidente. Ubicado de nuevo en su hogar, con el pasar de los días su cuerpo comenzará a experimentar comportamientos atípicos: tendrá fuertes dolores de cabeza y potentes descargas energéticas que dañan los objetos de su alrededor. A Max le ocultan muchas cosas sobre su origen que no tardarán en salir a la luz. El lugar de pertenencia donde sucedió el trágico hecho tiene memoria, por este motivo el joven descubrirá la verdad: que su padre proviene de otro planeta, que posee una poderosa energía heredada y también conocerá a su aliado Steel, una especie de robot alienígena perteneciente a la raza de los ultralinks, que lo ayudará a contener y usar su don. De golpe y porrazo Max pasará de ser un joven común a superhéroe y le tocará combatir a supuestos villanos que se nutren de su energía y amenazan a la humanidad. Max Steel aborda exclusivamente a su protagonista, reconstruye su historia y cómo este descubre su don. Por lo que no se delimitan bien los demás personajes, incluso quedan desdibujados los malos, los que verdaderamente constituyen una amenaza, restándole a la trama ritmo y acción. Un film con una estructura vacía, con una historia poco atractiva, que ni siquiera funciona como espectáculo. Las luchas son sosas, así como las interpretaciones parecen de manual, da la sensación de que ni los actores están convencidos de lo que hacen, cumplen con su compromiso y dicen sus líneas sin un ápice de emotividad. Esta nueva ¿aventura? tan plástica como su protagonista, no logra llamar la atención del espectador, porque no puede captar —ni recrear— la esencia arquetípica del superhéroe: la ambigüedad, la alteridad de lo trágico, el despliegue de atmósferas azarosas, la superposición de aventuras dentro de un mitologema, ni la lucha por reinstaurar la justicia perdida.
El argumento es simple y conocido: una tripulación conformada por seis científicos, es enviada en una misión espacial para comprobar si hay indicios de vida en Marte. Y el resultado es asombroso, entre las muestras de tierra provenientes del planeta, descubren y reaniman a un organismo viviente. Lo que en un principio parece inofensivo y experimental, poco a poco se irá transformando en un verdadero infierno. Una forma de vida, del tamaño de un dedo, irá creciendo y adquiriendo una fuerza descomunal, a la par que evolucionará su inteligencia. Es inevitable encontrar en esta historia reminiscencias a la cinta de culto Alien, el octavo pasajero, en la que un monstruo extraterrestre aniquilaba uno a uno los ocupantes de una nave espacial. Las similitudes son varias, hasta su construcción formal: un thriller agobiante, terrorífico y letal. Quizá la diferencia radica en que Life indaga más en la psicología de sus eclécticos protagonistas. Un doctor melancólico que rechaza a nuestro planeta y encontró “su lugar” en el espacio (Jake Gyllenhaal); un científico ambicioso, al estilo Frankeistein, que considera a sus creaciones y hallazgos más importantes que su propia vida (Ariyon Bakare); un experto en sistemas (Hiroyuki Sanada) que asiste al parto de su esposa a través de las imágenes de un ordenador y una joven médica (Rebecca Ferguson) apasionada por su profesión, son parte de los personajes que aportarán a la historia conflictos cotidianos y terrenales. Un entramado complejo que trasciende a seres motivados solo por la pura acción. En una declaración, Espinosa ha referido que una de sus tantas influencias en este film fue Solaris de Tarkovsky. Si bien ambas películas tienen en común el motivo del espacio, así como ciertos climas contemplativos que, por momentos, logra concebir el realizador, difiere mucho del aquel discurso filosófico y moral que desarrollaba el genio ruso. Para Tarkovsky el género era una excusa, en Life es un atributo. Mientras todo marcha a la perfección, los habitantes del universo Life levitan en el espacio con cadencia y elegancia. Cuando la situación se comienza a degradar y se escapa de las manos, el andar gravitatorio se vuelve tosco y nervioso, como también la narración del film. In crescendo se generará una atmósfera asfixiante y pavorosa. Al igual que los protagonistas, nos quedamos sin oxígeno ante un exponente de ciencia ficción, que si bien no aporta ningún componente especial al género, recrea con dignidad buena parte de sus tópicos.
Este remake de Disney nos brinda un espectáculo repleto de colores radiantes, mucha música y un ritmo constante. Las comparaciones son odiosas, lo sabemos. Por este motivo, trate de mirar la nueva versión de acción real de La Bella y la Bestia sin hacer paralelismos con la excepcional transposición de animación realizada en 1991, también por la factoría Disney. La historia es conocida: la joven aldeana Bella (Emma Watson) —pretendida por un presumido Gastón (Luke Evans)—, para salvar a su padre de las garras de una horrible Bestia (Dan Stevens), tomará su lugar en una castillo encantado y quedará condenada al encierro de por vida. Con el pasar del tiempo se dará cuenta de que Bestia posee una gran belleza interior, además de una asombrosa sensibilidad. El amor entre ambos será inevitable. Desde que comienza el film nos damos cuenta que su producción es notable. En una divertida escena musical, se presentarán la mayoría de los personajes que darán vida a este relato cautivante. Es inevitable no sentir empatía por Bella (una correcta Emma Watson), quien despliega su personalidad mostrándonos a una joven con un carácter determinante, que trabaja a la par de su padre y es amante de la lectura. Alejada del estereotipo de la típica aldeana, Bella es diferente y en su pueblo se lo hacen notar. Este costado feminista no es la única novedad de esta adaptación, también hay un personaje gay: Le fou (Josh Gad), el fiel ayudante de Gastón quien se encuentra seducido por su aparente encanto. La Bella y la Bestia está invadida de pegadizos y disfrutables cuadros musicales, que la estructuran y le otorgan una cadencia sin fisuras. Es cierto que a la animación de Bestia, por momentos se le cuela la artificialidad en su andar, pero este aspecto se puede justificar por el marchar tosco de una animal. La película es puro color y alegría. Una gran historia de amor, con sentido del humor, un sentimentalismo digno y sobre todo abierta a la diversidad. En este universo todos tienen un lugar y la oportunidad de redimirse. Como diría Umberto Eco: “La belleza del universo no es sólo la unidad en la variedad, sino también la diversidad en la unidad” y esto en La Bella y la Bestia se manifiesta.
Kenneth Lonergan logra narrar un sentido drama muy alejado del golpe de efecto emocional, recurso del que suele abusar este género. Los géneros, tantos literarios como cinematográficos, se configuran como tal por poseer ciertos rasgos o motivos generales en común, pero últimamente el fenómeno de la hibridación nos ha traído obras que se disponen de un modo muy original y representan un objeto de análisis sumamente interesante. Un ejemplo es La Llegada, de Denis Villeneuve, film que logra fusionar la ciencia ficción con el drama y la intriga, inclusive añade una estética poética. Esta historia, alejada de todo cliché, concibe un modo infrecuente para abarcar este combinado de géneros. Otro caso es Manchester junto al mar, un drama que roza todo el tiempo con lo trágico, pero con un procedimiento narrativo muy alejado del golpe de efecto emotivo. A su vez que utiliza una dosis de humor, que no funciona de modo catártico, sino como un laconismo inmerso en un estado de sufrimiento que jamás se sobresalta. La trama del film sigue a Lee Chandler (Casey Affleck), una especie de conserje que se encarga del mantenimiento de varios edificios. Él repara lamparitas, quita la nieve de los cobertores, hasta destapa inodoros ajenos. Él es un hombre solitario, con la mirada perdida, con muy mal humor, se suele emborrachar y no cede ante los encantos de mujeres bonitas. Nos damos cuenta que algo le sucede y comenzaremos a conocer su historia desde el momento que reciba una llamada telefónica, en la que le informarán que su hermano ha muerto. Regresar a su lugar de origen, el pequeño pueblo norteamericano al que alude el título, será uno de los detonantes que alumbren una dolorosa verdad. Una historia tan fragmentada como su protagonista, que se irá reconstruyendo a través de flashbacks, elemento utilizado de forma consistente por el director, ya que no solo servirá para generar mayor misterio a la trama, sino también para indicar el estado anímico de Lee. Un relato que tomará los tiempos de la cotidianidad, en el mejor de los sentidos, para generar mayor empatía con los personajes y recorrer un entramado tan bien orquestado —con transformaciones y revelaciones— que convergirá en una resolución de conflicto exacta y equilibrada. Casey Affleck se destaca componiendo a un Lee desgarrado por el dolor, al igual que su ex esposa, interpretada por Michelle Williams, quien en una asombrosa escena de pocos minutos, entrega su corazón en bandeja, con una confesión reprimida por años de tormento. Toda esta suma de elementos hacen de Manchester junto al mar un drama que describe de manera conmovedora estados emocionales rabiosamente humanos, bien distanciado de esa autocompasión light que suele caracterizar al género.