La entrega de la saga dirigida por Justin Lee, además de poseer un espíritu de aventura con todas las letras, resalta el lado sensible y cotidiano de los personajes. Hace 50 años que este western espacial se mantiene vigente y cultivando admiradores, por eso festeja —merecidamente— un nuevo aniversario con una entrega dinámica y colmada de acción. La historia es conocida, la tripulación de la famosa nave Enterprise se embarca en una nueva misión de paz. Esta vez, los protagonistas ayudarán a una extraña visitante que tiene su tripulación varada, hasta que se darán cuenta de que les han tendido una trampa. Antes de dicha misión varios miembros de la dotación dudan sobre su rol en la nave, si es lo que quieren para su vida. La destrucción casi total de la misma servirá para que cada integrante reafirme su lugar en el grupo. Star Trek: sin límites propone una historia sin grandes ambiciones, pero que cumple con creces lo que sugiere: actuaciones sólidas, despliega el concepto de aventura y los efectos especiales están a disposición de la trama, sin sobrepasarla. El film no intenta recurrir solo a golpes de los efectos. El argumento nos muestra una narración sofisticada, plagada de misterio, grandes peligros y eventos inesperados. Respecto al tratamiento de los personajes, podemos ver a gente cansada, que extraña algo, tiene debilidades, dudas, se enamora y también mata las penas con un buen trago, recurso que brinda mayor empatía con el espectador. Los amantes de la saga quedarán, sin duda, más que satisfechos con esta nueva entrega que respeta no solo el espíritu de la serie, sino también el de sus míticos protagonistas como el capitán Kirk (Chris Pine) y un elegante Spock (Zachay Quinto). Además, se introduce nuevos personajes que se acoplan a la perfección a este universo en el que el humor, la aventura y la acción van de la mano. Nos podemos quedar tranquilos porque la nave de Justin Lee está más que preparada para despegar de nuevo.
Prepárate para vivir hora y media de tensión (de principio a fin) en la última cinta del director uruguayo. Estamos ante un film muy inteligente. A veces tener recursos no es sinónimo de calidad y Federico Álvarez (Evil Dead) lo demuestra. Con cinco personas, una casa antigua, un perro y buen manejo de cámaras logra contar una historia de una tensión apabullante que no da respiro hasta el último minuto. No es una película pasiva, a lo largo del metraje hay virajes y sorpresas que, a la par de los planos con cámara en mano, generan dinamismo y un ritmo agotador. La trama es simple. Se trata de tres amigos que hastiados de sus vidas roban en casas “seguras”, donde saben que los dueños no están. Ellos planean cuidadosamente sus atracos, hasta que un día se enteran de que un veterano de guerra ciego posee en su hogar una cifra muy alta en dólares. Lo que parece presa fácil se convierte en un infierno absoluto. La película se podría dividir en dos partes. La primera, un poco más lenta, realiza la presentación de los personajes y su contexto. El film se sitúa en una Detroit económica y moralmente destruida, en la que lo único que desean las personas es huir y rehacer su vida en otro lado. Impulsados por esta situación, la intención de los protagonistas es recaudar dinero —mal habido— para trasladarse a California. El segundo tramo transcurre dentro de la casa y es adrenalina pura, una verdadera cacería. Una zona de guerra donde lo único que importa es sobrevivir. Fede Alvarez supera con creces su película anterior con buenas ideas, creando climas asfixiantes y sumando un ingrediente social que aporta una visión más amplia a la historia. La premisa de No respires se cumple a la perfección.
Luces de neón, adrenalina y corazones digitales que se disipan ante una resolución floja y conformista. En la vida nos encontramos ante dos posiciones: somos observadores o jugadores, y esta es la premisa de Nerve, un juego que es una especie de reality show, vía web, en el que las reglas son pocas, pero las demandas muchas. En esta coming age tecnológica, el reconocimiento y la fama es lo más deseado por los adolescentes. Esa cuestión de pertenecer y encajar con algo o alguien prima, y por supuesto estas emociones también las experimenta Vee (Emma Roberts), la protagonista. Vee es algo conservadora en sus sentimientos y acciones debido a que viene de una situación familiar algo complicada, como la muerte de su hermano adolescente. Pero un día su furia contenida irrumpe y se decide a ser jugadora activa de este reality informático. El tema es ir cumpliendo desafíos y a medida que estos se efectúan se va engrosando la cuenta personal del participante. Cabe destacar que es una plataforma sin dueños ni legalidad alguna, todo se rige por la lógica y el anonimato de la virtualidad. Pero lo que comienza con un simple beso en público se hace cada vez más peligroso, hasta llegar a situaciones extremas. Un juego del que será difícil escapar. La película comienza muy acertada, ritmo ágil, bien presentados los personajes y el entorno —la típica trama de adolescentes—, muy buena música, y toda la estética aplicada a la tecnología. Aplicada ya sea desde el punto de vista, que va cambiando constantemente, puede ser desde un ordenador, una cámara de seguridad, un celular, una TV…aquí la tecnología es una protagonista más. O desde una fotografía con profusos colores fluorescentes, donde resaltan las luces de neón, lo cual remite al croma de una pantalla de una computadora o celular. El problema es que la narración se perturba hacia el final de la película. En el momento que comienza el desenlace, esa adrenalina que veníamos experimentado in crescendo se desploma. No solo porque la resolución es demasiado perezosa (y un tanto inverosímil), sino también porque recae en un discurso moral sobre el abuso de la red y sus fatídicas consecuencias, demasiado flojo y conformista.
Laika nos trae una pequeña obra de arte basada en tradiciones orientales y colmada de momentos entrañables. La película comienza con un mar bravío, en medio del mismo vemos a una mujer en una pequeña embarcación con un bulto aferrado a la espalda. De repente la marea la arrastra hacia la playa y notamos que el bulto se mueve y emite sonidos. Cuando la joven abre las telas nos encontramos ante un bebé con una característica especial: tiene un parche en el ojo. Este es Kubo, un sencillo y gran prólogo para presentar al personaje. Desde el comienzo sabemos que será especial, y después de una elipsis temporal, tomamos conciencia de sus atributos. Kubo vive en una cima solitaria con su madre, quien se encuentra algo confundida, los sueños y la realidad no tienen límites en su mente. Kubo es quien baja a la aldea y con su instrumento musical mágico da vida a historias sorprendentes. Hasta que un día las premoniciones de su madre se cumplen, aquello que parecía fantasía ahora es real, y es a partir de ahí que comienza su travesía. No hay más que elogios para esta aventura asombrosa de un atractivo visual exquisito y artesanal, en el que todos los elementos del folklore, de las fábulas y leyendas japonesas están presentes: las criaturas fantásticas, los seres mitológicos, animales extraordinarios. Así como también esa forma particular de concebir la existencia que tiene la cultura oriental, en la que se enfatiza la cualidad intuitiva por sobre la racional. Donde los sentidos están a disposición de encontrar, en la naturaleza y en la simpleza que nos rodea, la belleza. Todo esto es Kubo y mucho más, porque asimismo es una gran historia familiar y de amor, en la cual se destacan valores como el respeto a los mayores, la bondad y el honor. Una película de excelencia visual que alterna las técnicas stop-motion y 3D, con una dinámica argumental ambiciosa y sofisticada. ¿Qué más se puede pedir?
Unas vacaciones primaverales satánicas con condimentos atractivos, pero que lamentablemente conduce a un resultado fallido. Nos encontramos ante una película con reminiscencias al género clase B, desde el punto de vista que se nota su corte independiente —y de escaso presupuesto—, a diferencia de la mayoría de los films que vienen del norte, donde los recursos a nivel producción suelen ser más abultados. Este es un detalle a tener en cuenta, ya que las actuaciones, los pocos efectos especiales y hasta la historia tienen un sesgo televisivo. Aquí dos parejas de universitarios deciden ir a sus vaciones de primavera a Los Ángeles. Una de las chicas está obsesionada con hacer turismo satánico, el cual consiste en alojarse en la misma habitación donde murió una especie de líder satánica, dar un paseo por la mansión donde ocurrieron los asesinatos de Charles Manson, hasta visitar una tienda de objetos oscuros y aterradores. En un acto de inconsciencia y aburrimiento los cuatros deciden seguir al dueño de esa tienda, con quien tuvieron asperezas. Por intermedio del mismo conocerán a una joven extraña y algo trastornada que los involucrará en un juego del cual nunca podrán escapar. El film comienza lento, se detiene demasiado en el recorrido turístico que hace el grupo. Aunque todo alude a lo siniestro y satánico, el clima de horror tarda en llegar. Juegos Satánicos tiene aspectos interesantes como la cotidianidad que se respira en la trama. Hay un gran acercamiento, por momentos se asimila al registro de un video casero frente al que estamos esperando que suceda algo. Así como también la idea de que el infierno no es un lugar, sino un estado de caos permanente. Y esto se evidencia, pero en los últimos quince minutos. Durante más de la mitad del metraje vagamos en la hermosa ciudad de Los Ángeles y conocemos a fondo la psicología de los personajes, pero la acción y el terror se dilatan. Hacia el final, tras un suceso casual, el film estalla en un devenir de locura y horror. En un laberinto sin salida, de tintes oníricos, donde se pierde el sentido de la realidad. Y, aunque los efectos son de plástico —y algo remanidos— se logra generar un clima que es coherente con lo que se cuenta. Jeff Hunt, mayormente, es un director de series televisivas y esto queda evidenciado en la construcción del film, por momentos este parece episódico. Estamos ante un híbrido serie/ película y el problema es que cada cual tiene un timing propio, de allí el desfase narrativo. Una receta con condimentos interesantes, pero que en su ejecución final resulta fallida.
Después de La casa de cera y La Huérfana, el director catalán anota otro punto con una historia no apta para hidrofóbicos. Cuando nos topamos con una película de tiburones, inmediatamente se nos viene a la cabeza el film de culto de Steven Spielberg. Y en Miedo Profundo hay muchas similitudes. Está el aterrador tiburón blanco y una persona que —paradójicamente— queda acorralada por este brutal animal en medio del mar. A pesar de los puntos en común, sin embargo, el film de Jaume Collet-Serra tiene la nobleza de despegarse del relato de Spielberg y adquirir una propia marca autoral. Y esto sucede por muchas razones, la primera —y principal— porque aquí el tiburón es una excusa (muy bien elaborada, por cierto, que causa gran temor). Desde el aspecto técnico y narrativo la historia es incuestionable. Está muy bien filmada, lo verosímil de este universo funciona a la perfección. Nos creemos todo lo que sucede, las fauces del predador son dignas de espanto. Pero, como se mencionó anteriormente, este tiburón termina siendo un pretexto ante la psicología emocional del personaje. Una bella joven (Blake Lively), estudiante de medicina, decide escapar de su ciudad (Texas) debido a la reciente, y dolorosa, muerte de su madre. Ella necesita espacio y repensar las cosas y qué mejor lugar que la inhóspita playa de México, donde su mamá la concibió. Así, cuando llega al paradisíaco lugar a surfear (con la carga afectiva que esto implica) se tiene que enfrentar ante un inconveniente mayor, de pura supervivencia. El tiburón la asedia, no le deja escape, estando solo a 200 metros de la playa. En esta situación límite recuerda las palabras y la lucha que sostuvo su madre, a pesar del triste final: "nunca te rindas". Y nuestra heroína no lo hará. No se va a dejar amedrentar por este gigante blanco. Otro aspecto a destacar es el uso de la tecnología. Está siempre presente. Desde el comienzo, cuando la joven muestra las fotografías en el celular de sus seres más cercanos al baqueano que la transporta a la playa, hasta la cámara go pro de los otros surfistas. El celular sirve para graficar al espectador cómo es su familia, así se genera mayor identificación, desde lo emotivo. Y aunque este aspecto es ambiguo, ya que ante la naturaleza la tecnología es efímera, la camarita termina siendo el recurso que le salva la vida a la protagonista. No queda mucho más por agregar ante una historia tan honesta y personal que el buen cine sabe brindar.
Esta es nuestra crítica a la adaptación difusa, y poco astuta, de la novela Cell de Stephen King. Como bien sabemos, este film dirigido por Tod Williams (Actividad Paranormal 2) sienta sus bases en la novela del 2006 de Stephen King, Cell. La historia narra, básicamente, cómo, a través de la hiperconectividad, un extraño virus se expande por todo aquel que hable por celular. La película comienza con una cámara en mano nerviosa que recorre punto a punto un aeropuerto de Estados Unidos. El movimiento de la cámara transmite un estado de inquietud y confusión, el típico ritmo citadino, sin descanso, donde lo cibernético se encuentra presente junto a cada persona. ¿Quién hoy en día no carga consigo una tablet o celular? En este ambiente tenso, de repente todo estalla, todos enloquecen: espuma por la boca, ataques violentos y no se sabe cuál es la razón. Por supuesto que nuestro héroe, John Cusack, descubre que es el celular el causante del mal y logra escapar de la rebelión. Bajo tierra se encontrará con quien será su compañero de camino en este escape hacia la nada, interpretado por Samuel L. Jackson. A partir de aquí lo primordial es sobrevivir, aunque la finalidad de Cusack es encontrarse con su mujer e hijo, a quienes no ve hace un año. El problema del film es que se queda en la anécdota, después de que ocurre este extraño hecho en el que las personas están narcotizadas por una señal y se mueven en manada sin razón aparente, la trama se torna difusa. Una narración monótona, donde no se apuesta ni a la acción, ni al suspenso, ni siquiera a lo emocional. Por si eso no fuera suficiente, la música tampoco acompaña la historia. Hay zombies que no son zombies, terror que no sobresalta, vínculos que no conmueven… pura anestesia cinematográfica.
Fórmulas repetidas y aglutinadas en una misma historia ambiciosa y sin tensión. Primero que nada echemos culpa a los traductores de títulos, si a la película se la llama El exorcismo de Anna Waters, nos imaginamos que estamos ante una historia de posesiones, cosa que aquí ocurre, pero solo en los últimos diez minutos del film, cuando el mismo ya transitó todo tipo de mixtura de estilos. El verdadero título resulta ser The Offering, que sería algo así como la ofrenda o el ofrecimiento, el cual iría más acorde con lo que narra la película. La nueva serie de 'El Exorcista' se basará en casos de exorcismos reales De todos modos el nombre no cambia nada porque nos encontramos ante una historia plagada de clichés del cine de terror, un aglutinamiento de temas metidos en una misma película. Todo comienza cuando Jamie (Elizabeth Rice), una exitosa reportera que vive en Estados Unidos, viaja a Singapur al enterarse de que su hermana ha muerto en extrañas circunstancias. Allí la espera su sobrina de doce años, quien ha presenciado “el suicidio” de su madre; y su cuñado, quien por cuestiones laborales se encontraba fuera del país en el momento del macabro suceso. Al principio la historia se torna de investigación, tipo thriller de suspenso mezclado con apariciones fantasmales dignas de los filmes de casas embrujadas. La cosa no termina aquí, porque en paralelo vemos conferencias de un cura exorcista y a otro sacerdote especializado en redes sociales, quienes también comienzan una investigación porque hay indicios de premoniciones bíblicas relacionadas a la llegada del maligno a este mundo. Pero aún hay más elementos, todos los muertos se conectan porque padecen una enfermedad y el demonio los domina a través internet, causando todo tipo de virales. Nos encontramos con un film que, ante tanto exceso temático, no es efectivo en su narración: las apariciones no asustan, el exorcismo es risible y la historia se torna in-creíble. No hay sorpresa, solo sopor, por si esto no fuera suficiente, los efectos especiales son precarios y la dirección de arte brilla por su ausencia. Este remedo mal cohesionado, de miles de películas que ya vimos, es El exorcismo de Anna Waters.
Mi amigo el Dragón se encuentra lejos del estilo de la fusión Disney - Pixar.Si bien en las películas que pone la mano este último hay otro tipo de “riesgo” y/o aggiornamiento, aquí se retorna al clásico film familiar, en el que se cuenta una bella historia fantástica y se deja el tan mentado “mensaje” de apreciar los valores primordiales como la confianza, el compañerismo, creer en la familia, por sobre todo, y en la amistad. Por supuesto que el dragón aquí —más que ser un animal mitológico— posee la ternura y hasta el aspecto de una mascota. Es muy dulce y, a pesar de ser una animación excelentemente lograda, tiene toda la química con Pete, el niño protagonista. Justamente, la historia narra cómo Pete, tras un fatal accidente en el que mueren sus padres, se pierde en el bosque y es rescatado por este cálido dragonzote. Pasan seis años y de repente una guardabosques descubre al pequeño en un estado semisalvaje. A partir de aquí la historia deviene como casi todas las familiares de Disney: se descubre al dragón, lo quieren cazar hombres ambiciosos, el niño y sus nuevos amigos lo defienden, hasta que cada cosa se acomoda en su lugar. El gran acierto es que se cuenta desde punto de vista del joven protagonista, esto le confiere un afecto y una mirada tan sensible a la historia que es imposible no sentir empatía. La cosa funciona: el ritmo de aventura constante, el asombro por lo maravilloso más la apuesta a lo emocional. Ni hablar del paisaje de ensueño en el que todo remite al típico cuento de hadas, donde existe un dragón bueno y ecológico, y la maldad proviene solo por parte del hombre. Si bien Mi amigo el Dragón no descubre nada nuevo y, por el contrario, regresa a las raíces de ese Disney más clásico y conservador, se nota el amor que confiere el director, tanto por la historia como por los personajes. Una apuesta a un público infantil que bien podrá disfrutar de la aventura y la magia de tener un dragón en casa.
Travis Z realiza un remake fastidioso y sin personalidad y esta es nuestra dura crítica a la película. Que no haya demasiado presupuesto, o querer homenajear al género clase B, no equivale a no tener buenas ideas o un argumento sólido. Travis Z se atreve al remake de una película, homónima, dirigida por Eli Roth en el 2002 (entre nosotros un film que pasó bastante desapercibido) y realiza una especie de copy paste mal hecho. En este universo tan visitado del grupo de amigos que va a vacacionar a una cabaña, al realizador no se le ocurre ni una idea nueva. No solo no hay un aporte novedoso, sino que además las actuaciones no convencen y los efectos especiales, a pesar de que estamos en 2016, son demasiado inverosímiles. Sangre y vísceras plásticas que no sugestionan a nadie. Por ahí si la apuesta en la narración era insinuar algo de humor negro, esta artificialidad habría estado justificada, pero la película se toma demasiado en serio. Se nota que la intención final es impresionar y asustar, cosa que no sucede, entonces queda en el limbo de la indiferencia, porque ni siquiera causa gracia en despropósito. Yendo al argumento, como se anticipó en el primer párrafo, es la típica historia de universitarios que se van una semana al bosque en busca de diversión y sexo. Allí, un extraño virus que se transmite a través del agua empieza a quemarlos a piel viva uno a uno. Están los típicos clichés de todo film de horror: los personajes foráneos que ocultan algo, un niño con la extraña conducta de morder y su rostro oculto tras una máscara de conejo, una sheriff trastornada y sexópata…en fin, una galería variopinta de personajes freaks. Pero en este desfile de personas e historias nada se conecta. Pareciera que son elementos aislados sacados del manual del terror y tirados allí sin ningún tipo de relación o cohesión narrativa. Y así quedamos apáticos, tanto en la empatía con los protagonistas, como con el argumento en sí. Lo más rescatable, y que realmente causa tensión, es la banda sonora compuesta por el experimentado Kevin Rielp, lo demás... puro fastidio.