El director de Aquarius, Kleber Mendonça Filho, dirige junto a Juliano Dornelles esta muy extraña película. Que arranca como un relato folclórico-antropológico, en torno de los funerales de la abuela Carmelita en el minúsculo pueblo de Bacurau. Querida por muchos, acusada de bruja por la médica del pueblo (Sonia Braga). Pero lo que parece una comedia de costumbres pintoresca, con ecos de Jorge Amado, toma un desvío inesperado, con la llegada de unos americanos comandados por un alemán en la piel de Udo Kier, todo un símbolo de cierto tipo de cine. Van armados hasta los dientes, observan todo a través de un dron con forma de platillo volador. Y matan. Ni la gente de Bacurau ni el espectador tiene tiempo de entender por qué, ni quiénes son, ni de qué se trata. Lo único que parece claro, después de unos cuantos cadáveres, es que la violencia se desata y no hay quien la pare. Con sus personajes acechándose entre caminos polvorientos, y el pueblo que parece siempre en la hora de la siesta, Bacurau es un western pernambucano que crece en sus resonancias políticas. Y mientras el pueblo debe unirse, salvando sus diferencias internas, frente al enemigo externo, va quedando cada vez más claro que la sangría es gratuita. Que Bacurau, un lugar borrado literalmente del mapa, donde no hay conexión y no habrá luz, es coto de caza para un grupo de pistoleros. Hombres y mujeres ansiosos porque empiece el videojuego sangriento hecho con personas de carne y hueso, de la edad que sea. Jugando también los directores, con los géneros, incluido el baño de sangre y el generoso gore. Para una película tan desconcertante e inclasificable como estimulante y llena de sorpresas.
¿Se acuerdan de J horror, el cine de terror japonés? Con Dark Water, La llamada perdida, de Takashi Miike, o Ringu/Ring/La llamada, en el centro. Todo un universo hecho de historias de fantasmas de largo cabello oscuro, espíritus asociados con el agua capaces de despertar a través de la voz o la imagen. Y de matar. Con el fenómeno ya lejano, el director Hideo Nakata regresa para meter más suspenso que miedo a la historia que lo convirtió en un éxito global en los noventa. Y aunque sea un regreso que registra más esfuerzo que logros, por llegar a aquellas alturas del terror efectivo, la fantasma del pozo sigue inquietando. Aquí está Mayu, que cuida a una chica amnésica bajo custodia policial, por motivos que se ignoran. Su hermano, el clásico adolescente youtuber que piensa más en el mundo online que en el real, se mete en uno de sus lugares favoritos, entre las paredes de un lugar donde sucedieron cosas extrañas. Sin saber que despertará la maldición de Sadako (el título original).
El muy veterano Clint Eastwood toma una historia real para su película número 38. La del guardia de seguridad, aspirante a policía, que evitó una tragedia mayor en el atentado de Atlanta, en 1996, durante los Juegos Olímpicos. Richard Jewell es un muchacho gordito y de pocas luces, que no logra concretar su sueño de entrar a la policía. Y que se convertirá, de esa noche a la mañana, en un héroe nacional. El tipo que vio una mochila sospechosa y corrió a alertar para que la muchedumbre que la rodeaba, durante un recital al aire libre, se alejara del lugar. Pero igual de rápido, como una pesadilla repentina, Jewell pasará de héroe a villano, cuando la prensa filtra que el FBI lo investiga como principal sospechoso. Eastwood arma con este material uno de sus habituales relatos sólidos, clásicos, que crece en tensión mientras va y viene entre los dos mundos de Jewell. Su vida austera vida privada, junto a una madre que lo cuida como a un niño (Kathy Bates) y el terremoto que se genera en torno de su caso. Ahí intervienen buenos (el abogado, que es el único que conoce, a cargo de un estupendo Sam Rockwell), y malos (el agente del FBI interpretado por un desganado Jon Hamm, un tipo dispuesto a colgarlo de la plaza con tal de ofrecer un culpable). Acaso más problemático es el espacio que da Eastwood, y su guionista Billy Ray, a la otra villana, la periodista interpretada por Olivia Wilde. Una inescrupulosa capaz de vender el cuerpo por una primicia, de las que primero publican y averiguan después. Pero la bajada de línea contra el periodismo no se limita a su personaje. En todo caso, la villana es la prensa, que ella representa. A lo largo del proceso que lleva al juicio, los periodistas, como moscas, le hacen la vida imposible. Mientras se suceden los discursos contra los medios, esos monstruos capaces de endiosar y destruir, en cuestión de horas, a seres como Jewell, con su peligrosa ingenuidad de amante de las armas. Un querible inocente que atesora un arsenal y tiene un historial de abuso de fuerza. Claro que el ruido que genera este planteo incide poco en las virtudes de la película. Una historia que se toma el tiempo de conocer y observar a su puñado de perdedores. A narrar los vínculos que establecen, la -hollywoodense-transformación que experimentan, con una mirada profundamente humana. Capaz de producir emoción, épica, y enorme placer.
Pasaron seis años desde Frozen, la más exitosa de las películas animadas de Disney. Para capitalizar semejante suceso, esta secuela, que suma a una nueva generación de niñas, tiene un eje central: la relación entre las huérfanas Ana y Elsa, la poderosa reina helada. Y si la de 2013 dejó una huella imborrable en su pequeño gran público, a través de canciones y situaciones, aquí vuelven a transitarse, con un prólogo que regresa a la infancia de las dos mujeres y guiños a lo que pasó sembrados a lo largo del nuevo relato. Ahora, para salvar al amenazado reino de Arendelle, las chicas, junto a Kristoff, Olav y el reno Sven, deberán viajar a una tierra encantada en busca del origen de los poderes de Elsa. Que tiene que ver con las fuerzas de la naturaleza. Las reconocidas y las por descubrir. Habrá en ese viaje todo tipo de aventuras, que incluyen gigantes de piedra, una extraña y antigua voz que llama, como misteriosa sirena y un cruce del mar helado, en la secuencia más bella y espectacular de la película. Apoyada en el evidente placer de volver a ver a sus personajes, Frozen II ofrece menos, en términos de relato, con situaciones que se resuelven de manera forzada, problemas que desaparecen sin explicación, pérdidas y reencuentros caprichosos que suman poco a la historia. Ahí están, de regreso, los protagonistas con sus canciones. Y quizá con eso, a pesar de sus problemas, sea suficiente. No ya para alcanzar la solidez del fenómeno original, sino para pasar un buen rato.
Esta comedia romántica, o "de enredos sentimentales", gira en torno a la crisis de un matrimonio maduro. O más bien, gastado. Entre Gilbert (Daniel Auteuil) y Simone (Catherine Frot), una relación ríspida que ella parece descargar con su amante, que es el vecino y también el mejor amigo de la pareja. Pero como Simone está insatisfecha en realidad con todo, decide desaparecer sin explicaciones, pues esta, de José Alcala, es también la ya remanida historia de segundas y terceras oportunidades. Así que Gibert deberá enfrentar lo que viene negando a su conveniencia, resignar su plácido egoísmo y no sólo quedarse solo, sino a cargo de un nieto al que por supuesto (como se subraya mil veces) apenas ha prestado atención. Encuentros, reencuentros y desencuentros en una historia amable y simpática, con un pueblito soñado como marco, y actores interesantes (que han brillado en un cine más, digamos, contenido, sobre todo Auteuil), que ofrece muy pocas novedades sobre sus temas. Y a la que un poco de sutileza le hubiera venido muy bien.
El rumano Corneliu Porumboiu es un director notable. Conocido por Bucarest 12:08, Policía, adjetivo o la reciente El tesoro, sorprende con La Gomera, filmada en parte en las Islas Canarias, una película completamente diferente. Más ambiciosa, con mayor producción y de género. La Gomera, o Los silbadores, como se llamó en otras latitudes, es la intrincada historia de un policía rumano, el no demasiado carismático Cristi, que es además informante de una mafia pesada. Jugando a dos bandas, en riesgo absoluto, Cristi llega a la pequeña isla de las Canarias para tomar contacto con los mafiosos y aprender a hablar en silbidos, una antigua lengua del lugar, como código seguro de comunicación secreta. Y el asunto, llevándose los dedos a la boca aparatosamente para silbar "mamá", es un poco ridículo. Entre unos y otros (¿buenos y malos?), Porumboiu despliega un puñado de personajes curiosos e inaprensibles. Una policía dura que se conmueve viendo a John Wayne, una femme fatale políglota, tan inescrutable como espectacular, matones expertos en el idioma del silbido, madres angustiadas por sus hijos, hombres de negocios oscuros. En el medio, treinta millones de euros, que se mencionan, se ofertan, se negocian como herramienta de cambio,estrategia o intento de salvar el pellejo. La Gomera guiña a los clásicos de un género que claramente quiere reescribir. En ese empeño, Porumboiu se anota varios hallazgos visuales, para una película que por momentos parece más placentera como contemplación de su belleza que como entretenimiento. Excéntrica, caprichosa y algo absurda, recuerda por momentos al cine del finlandés Aki Kaurismaki pero sin la ternura, sin esa mirada humana que parece abrazar a sus curiosos personajes. Con más frialdad, y sin intención aparente de conmover, el rumano logra, sin embargo, una película fascinante. A su extraña manera.
Este es el último largo de una trilogía iniciada con La Soledad y La Guayaba sobre las mujeres de Misiones y su problemática, este film del misionero Maximiliano González. La historia de un matrimonio (Elena Roger y Javier Drolas, al que puede verse también en la estupenda Las buenas intenciones) que viaja a una provincia del norte para cumpir su sueño de ser padres, con el trámite de adopción resuelto. Pero cuando llegan nada sale como esperaban, la bebé tiene una madre que la quiere, la asistente esgrime explicaciones confusas, y la pareja queda a la espera, en un hotel, mientras afuera parece llover sin parar. Una noche larga, el cuerpo del relato, un tiempo que usan en intercambiar recuerdos y confesiones personales, en encontrarse.
Retrato de una chica conflictiva en un entorno difícil, esta ópera prima de la guionista Sabrina Blanco, premiada en Mar del Plata y otros festivales, sigue a Tati (Nicole Rivadero) en sus rutinas en Isla Maciel. Allí vive con su padre, asiste distraídamente al colegio, donde le va muy mal, ayuda en un merendero, vive su despertar sexual y se pelea con algunas chicas de su edad. Es una adolescente solitaria y algo perdida, pero tiene un sueño: aprender a remar para convertirse en botera, una tarea de hombres. Sobre las aguas podridas del riachuelo, un chico termina por acceder a enseñarle los trucos, rendido por su insistencia. Quizá, para Tati, subirse al bote y remar hacia la oscuridad es una forma de escape, o posibilidad de ver su mundo, decadente y precario, a la distancia. Con un tono directo, seco, casi documental, Blanco logra una película simple y potente, que muestra y sugiere antes que explica, y no necesita adornos, ni música emotiva, ni apuntes sociales miserabilistas, para interesarnos en su relato. Con una protagonista áspera, fuera del registro esperable sobre lo "querible". Como una crónica de una niña sola llamada a perdurar.
Comedia desprejuiciada y simpática, filmada en blanco y negro por la actriz québécois Sophie Lorain, Los amores de Charlotte sigue a tres chicas casi adolescentes. Y por cierto, muy distintas. Que deciden, cuando a Charlotte la deja el novio, explorar posibilidades, sexuales y amorosas, abiertas a un juego sin prejuicios. Como tampoco los tiene Lorain, que las observa sin juzgarlas, en sus caminos de la libertad. Una comedia con aire fresco, sin duda, a pesar de su derrotero algo caprichoso, como la elección de prescindir del color.
Darle cierre a un relato que lleva contándose casi cuarenta y tres años parece una responsabilidad enorme. Más con la expectativa extra cinematográfica, casi de Gran Acontecimiento Global, que produce cada nueva película de lo que antes llamábamos La Guerra de las Galaxias. Y con el marco de un relanzamiento que vino a levantar la vara de su, digamos, segunda fase, reconectando la saga con sus orígenes. En manos de este heredero de Spielberg, JJ Abrams (El despertar de la fuerza), Rian Johnson (Los últimos Jedi) y ahora, de nuevo Abrams. El ascenso encuentra a la Resistencia debilitada, con sus sobrevivientes en una especie de selva donde Rey (la estupenda Daisy Ridley) entrena bajo la atenta mirada de Leia (Carrie Fisher). Pero resulta que Kylo Ren (Adam Driver) no está solo, puesto que el emperador Palpatine vive y quiere quedarse con todo. Para impedirlo, Rey y sus amigos (Finn, Poe, Chewbacca y los robots) deberán encontrar una brújula que lleva al corazón del mal. Y la empresa los llevará por distintos planetas, en una serie de aventuras subordinadas que incluyen algunos amagues tramposos y subtramas que podrían no haber estado sin que nada se modificara. El intríngulis acerca de la identidad, tanto de Rey como de Kylo Ren, atraviesa el relato. Mientras la relación entre los dos descubre tensiones tan interesantes como el nuevo arco del personaje de Driver, que con Palpatine en juego ya no es exactamente el villano. El ascenso es, probablemente, la más "para fans" de todas las entregas. Lo cual era esperable: si el episodio anterior ofrecía desvíos y tomaba algunos riesgos, este final, sobre todo en su último tramo (la dictadura del spoiler impide hacer hasta chistes, pero vos te imaginás), absolutamente todos los homenajes, reapariciones, citas y reencuentros con la mística y la nostalgia con mayúsculas. Y si esos fans se enojaron con la película de Johnson, menos ortodoxa, parece que Abrams escuchó sus reclamos, tomó nota, y ejecutó en consecuencia. Fan service, le dicen. Todo sazonado por la música icónica de John Williams, cuyo leit motiv para el bien y el mal pauta las secuencias, como una gran sinfonía de auto homenaje. Los fans derramarán sus lágrimas de rigor. Pero los no tan fanáticos, más allá de los obstáculos argumentales, pasarán un buen rato. Gentileza del relato fluido de Abrams, la simpatía de todo el asunto, la belleza de algunas imágenes, y esa sensación gozosa, casi privilegiada, de que están invitados, por un rato, a ser chicos otra vez.