Después de sorprender con Hereditary/El legado del diablo, el joven Ari Aster había dejado la expectativa alta. Y si en El legado se tomaba su tiempo para retratar la intimidad de una familia en una casa llena de miniaturas, con Midsommar vuelve a hacer cine de horror corriéndose de sus lugares comunes y sustos a reglamento. Más precisamente, en un escenario que expresa la plena luz del día, la veneración del sol, el contacto con la naturaleza. Sobre el blanco que visten los protagonistas, colores vivos, flores y bucolismo folk. ¿Puede camuflarse lo oscuro entre las ropas de lo luminoso, el mal en la imagen simbólica de la pureza y el "buenismo" hippie? La mirada antropológica de Midsommar está justificada por sus grupo central, estudiantes neoyorquinos con ganas de mezclar experiencia con investigación para sus tesis, y vacaciones. El destino, una comunidad sueca que celebra el solsticio de verano. Una seguidilla de ritos y fiestas paganas con los visitantes como invitados y testigos. Hay, además, otro relato, íntimo, psicológico y acaso más escalofriante de lo que vendrá. Porque su protagonista es Dani (la extraordinaria Florence Pugh, que pronto veremos en Mujercitas), una chica que a la que su novio está por dejar cuando recibe el golpe más terrible: una llamada angustiante de su hermana como preámbulo de su muerte junto a la de sus padres. De pronto sola en el mundo, absolutamente desamparada, Dani acepta la invitación a desgano de su novio y sus amigos, que tampoco deseaban su compañía, y viaja con ellos. Lo que espera a esta joven mujer rota, y a su grupo, es una pesadilla innombrable. Y Aster no se anda con chiquitas en el uso del gore, con lo macabro, ni con pisar a fondo con escenas en las que el miedo se mezcla con el asco y lo aborrecible. Con un gran manejo de la puesta en escena, una fotografía capaz de sumergirnos en esa dimensión ominosa de lo diáfano, Midsommar resulta una experiencia tan intensa como perturbadora. Es cierto que no todo, en sus distintos niveles de relato, está a la misma altura ni tiene la misma eficacia. Y que la interpretación de Pugh contrasta con la anodina presencia de sus compañeros, un grupo que nunca logra despertar verdadero interés. Pero hasta en su abierto homenaje al clásico de culto The Wicker Man (1973), con aquel policía creyente que tiene la mala suerte de caer en Summerisle, Midsommar consigue que sus diferentes búsquedas terminen por inquietar. Aunque varias se resuelvan de una manera algo torpe, y la película se alargue demasiado. Eso que pasa cuando la imagen de unas chicas lindas, bailando en ronda, sonrientes y felices, puede provocarte escalofríos.
David y su hermana Sandrine viven y trabajan en París. Él como contacto para turistas que alquilan departamentos temporales, ella como profesora de inglés. Está claro que, junto a la pequeña Amanda, hija de Sandrine, se tienen el uno al otro como familia, puesto que sólo hay una madre, en Londres, a la que no ven. Hay entre ellos una relación de compañía y apoyo, en unas vidas que transcurren con la aparente placidez de la clase media con empleo capaz de disfrutar del verano parisino con paseos en bicicleta y picnics en los parques. Pero todo termina de pronto, y en brutal silencio, cuando alguien abre fuego en uno de esos parques y mata a decenas, entre las que se encuentra Sandrine. En shock, abrumado por el duelo, el veinteañero David se encuentra de pronto obligado a enfrentar su nueva realidad, incluido el cuidado de su sobrina. Sí, Amanda es un drama para llorar, duro como la imagen de una niña procesando como puede la pérdida de su madre. A cargo de un chico que apenas estaba empezando a delinear su propia vida. Pero el director , junto a sus impecables actores, incluida la pequeña debutante Isaure Multrier, no sólo encuentran la forma de contar esta historia evitando el melodrama burdo, sino que hacen de sus personajes criaturas tan reales y queribles que nos importan, al punto que queremos seguir ahí, cerca de ellos. Conmovidos por su dolor, claro. Pero también atraídos por la forma honesta, serena, y hasta sutil, en medio de la brutalidad de lo que pasa, que Amanda encuentra para contar su historia. Sin desviarse de ellos, la película se arma a través de escenas tan sustanciales como livianas. Y así revela algo que pertenece al cine: cuánta más información puede haber en el detalle de unas manos que se agarran fuerte que en llenar los casilleros acerca del qué, el quiénes, el porqué.
Que la familia más anormal vuelva al cine, en versión animada, es noticia auspiciosa. Ahora ocupando una casa tenebrosa, en lo alto de una colina, codiciada por una ambiciosa agente de real estate y, digamos, socialité del pueblo lindante. Con un guión estructurado en base al puro juego de contrastes, entre el colorido y anodino lugar normal y los excéntricos Addams, la película tiene no pocos momentos divertidos, diálogos graciosos en la voz de grandes actores, en su versión original, y algunos apuntes ácidos sobre las sociedades ingenua y alegremente vigiladas. Podría esperarse más (inspiración, creatividad, sorpresa), sin duda. Pero aunque deja el sabor a poco de una especie de largo capítulo, entretiene y divierte.
Tomando como base un artículo publicado en la revista New York, sobre un grupo de strippers que se organizó para estafar a sus clientes, esta película, tan divertida como emotiva, encuentra su mejor arma en la descripción de la amistad femenina entre sus protagonistas. Una chica de ascendencia asiática (Constance Wu) que consigue trabajo en un club para varones adinerados, esos dispuestos a pasar la noche bebiendo champán mientras lanza billetes a la ropa interior de chicas que se contornean a centímetros de su entrepierna. Baile en el caño y erotismo a puerta cerrada para clientes vip forman parte de la rutina que a ellas les permite pagar el alquiler, mantener a sus hijos y darse una buena vida. Desde su cruce entre comedia y thriller, Estafadoras no se despega nunca de su anclaje en la realidad, por cierto difícil para estas mujeres que quieren salir adelante por las suyas y que, invariablemente, provienen de orígenes duros y conflictivos. Brilla ahí Ramona, una Jennifer Lopez en estado de gracia, como la experimentada líder, la mujer que bajo una apariencia apabullante guarda a una amiga entrañable, y orgullosa de sus curvas. El barrio y el glamour aspiracional, el dinero de Wall Street y la necesidad, la mirada de una periodista bienintencionada y fina frente a la de estas trabajadoras, el empoderamiento en un mundo de hombres tramposos, son algunas dicotomías que la película encara con inteligencia y honestidad, sin echar mano de acentos ni bajadas de línea, feministas o sociales. Es que todo está ahí, expuesto como en la vida, con un realismo que también se da la mano con el tono de comedia fraternal entre mujeres que eligen explotar su belleza femenina. Menos liviana de lo que parece, siempre graciosa, Hustlers parece liberarse de los compromisos de la corrección política, para mirar a sus criaturas (hombres incluidos) con la misma libertad con la que ellas reclaman, intentan, escribir sus propias vidas.
Dos buenas noticias para los fans de Terminator: la saga vuelve a las fuentes y regresa Linda Hamilton. Como una especie de remake de la primera trilogía, que inició James Cameron con la extraordinaria película de culto, de 1984, ahora con acento femenino y mexicano. Con dirección de Tim Miller, el de la primera Deadpool, parece concebida como un homenaje de dos horas a ese origen. El mix entre acción imparable y ultra violenta con espíritu del clase B comiquero, en el que unas máquinas capaces de tomar forma humana viajan en el tiempo para perpetuar su destructivo dominio sobre la humanidad. La que cae del cielo mexicano ahora es casi humana (la rubia Mackenzie Davis). Tiene una misión, proteger a Dani Ramos (Natalia Reyes), futura salvadora del mundo, una especie de John Connor de este tiempo atribulado y migratorio. El objetivo es difícil porque también llega el encargado de matarla, el terminator capaz de todo. En su huida, las mujeres encontrarán dos aliados que hacen a la leyenda, Sarah Connor, la ya veterana Linda Hamilton, que se encarga de recapitular la historia, mientras dispara sus armas a sol y sombra, para que Terminator: destino oculto, abra la puerta a viejos y nuevos públicos. Y por supuesto el T-800 (Arnold), que además de jugar un rol importante hacia el desenlace aporta humor autoconsciente para celebrar. La lucha, y el escape, está minado de apuntes sociales para los tiempos de Trump: la protagonista, o una de las tres, trabaja en una fábrica mexicana, viajan hacia la frontera en la Bestia, el tren de los migrantes sin papeles, en un cruce atestado de jaulas para humanos de pelo oscuro. Pero el músculo de la película está en las trepidantes secuencias de acción, cuando la velocidad, la violencia y la devastación nos llevan puestos, nos evocan la maestría de Cameron en la materia y nos hacen saltar en el asiento. En el mano a mano, la carrera por autopista, entre aviones en vuelo o bajo el agua, Terminator: destino oculto es una experiencia intensa que no aburre. Y un vehículo más que digno para revivir la experiencia inicial que nos rompió la cabeza.
Una chica gordita, simpática y con sentido del humor, se pone un desafío mayúsculo para romper su frustración: correr la maratón de Nueva York. Semejante plot, con olor a cuento inspiracional a caballo de la moda runner, puede ahuyentar con razón. Pero en su mayor parte, La carrera de Brittany revierte ese prejuicio, con una encantadora y entretenida pintura de personajes y un tono, de comedia melancólica, atractivo. Pero la crónica de esta chica (interpretada por la talentosa Jillian Bell) por superarse a sí misma tiene la bolsa de azúcar -y de clichés inspiradores- reservada para el desenlace. Cuando desemboca hacia un desenlace de fórmula, tan parecido a miles como olvidable excepto, quizá, para los cultores de la reina de las maratones.
En su cuarto largometraje, el director de Tuya o Familia para armar se mete en el submundo de un barrio marginal en el que la adolescente Nati (la estupenda Martina Krasinsky) intenta ayudar a su familia a salir adelante. Su madre (Leticia Bredice) y su padre están desesperados por las deudas, y la presencia de una banda con líder pesado (Daniel Aráoz), aparece como una vía posible para conseguir plata. Todo en la vida de Nati es duro, excepto acaso la compañía de su hermano, con el que tiene una relación de intimidad asombrosa. Así, en lugar de salir a vender como la madre exige, para alejarlos de la delincuencia, la cosa se va poniendo cada vez más pesada. Y cuando la joven cruza cierta línea, en los códigos no escritos de los delincuentes, sus colegas feroces, se desata un nudo de violencia sin vueltas. Con un muy logrado trabajo audiovisual, y el cuidado por alejarse de los clichés, estereotipos y exploitation de lo marginal que suelen hundir tantas aproximaciones al mismo universo, la película cruza policial, con secuencias de gran tensión, y drama con apuntes sociales. Pero sin bajar línea ni cargar las tintas, sino concentrándose en contar la dura historia de esta suerte de Rosario Tijeras de monobloque de Villa Lugano. También se agradece la ausencia de subrayados feministas, innecesarios con una poderosa protagonista como esta. Interpretada por una actriz muy bien acompañada por actores de gran presencia (Marco Antonio Caponi, Bredice, Aráoz), junto a otros no profesionales con los que terminan de delinear un universo peligroso y terrible.
Diez años después del estreno de la primera, llega la secuela de los asesinos de zombies. Con el mismo tono de comedia gore, y el mismo grupo central. Tallahasee (Woody Harrelson), Columbus (Jesse Eisenberg), Wichita (Emma Stone) y la joven Little Rock (Abigail Breslin). Los que siguen su camino, a través de la geografía de los Estados Unidos, matando zombies y guiándose por reglas de oro, que aparecen impresas en la pantalla, acerca de qué hacer y qué no debe hacerse nunca. Las cosas se complican cuando las mujeres deciden tomar otro camino. Y, luego, cuando la más joven conoce a un muchacho hippie y se va con él. Instalados en la Casa Blanca (!), irán a buscar a la pequeña hacia la comunidad hippie en la que no hay armas, una pésima idea en un mundo invadido por muertos vivientes. En el medio, habrá un paseo por Graceland, el palacio de Elvis, del que Tallahasee es fanático, y un encuentro con una mujer que guarda su memorabilia (Rosario Dawson). También, un subplot tan interesante como inquietante: una especie de zombies nuevos, más agresivos y veloces, a enfrentar. Mientras se suman algunos personajes simpáticos que suman a lo que conocemos y encontramos de nuevo en esta secuela: simpatía, gracia, sangre y gore. Todo en tono de comedia, por momentos muy divertida.
Quizá te cruzaste a alguno de ellos en algún bar de San Telmo, cerca de medianoche. O en pequeños espacios para standaperos de la ciudad y alrededores. Damián Quillici, Seba Ruiz y Germán Matías trabajan en fábricas y talleres de día pero cazan el micrófono y, mientras tomás una cerveza, hablan de su vida en la villa. Con la brutalidad más descarnada y, paradójicamente, el sentido del humor más fino. Con tanta libertad, provocación e incorrección política que la gente se descostilla. El director de este más que divertido documental, Jorge Croce, tuvo varias buenas ideas, empezando por la de registrar el trabajo de sus tres protagonistas. Lejos de quedarse en sus personajes de escena, se mete en sus casas, habla con sus familias y hasta le toma el pelo al contexto con una ficción dentro del documental. En la que un fiscal de la corrección política, funcionario del Inadi, los censura, los cita e intenta explicarles el absurdo: que no está bien decir negro, a tipos que se llaman negro a sí mismos. Ese límite, esa frontera entre un humor que puede resultar agresivo para unos, liberador para otros, se pone en palabras de los protagonistas, en cuyos shows los prejuicios de la clase media, o el humor de los que están del otro lado de la General Paz, son material para hacer chistes que, bien mirados, parecen gritos. Así, Stand up villero pone en imagen lo sabido: que el humor es una herramienta filosa para mirar la realidad.
Aynur tenía 23 años cuando fue asesinada por su hermano, porque había deshonrado a la familia. El episodio conmovió a la sociedad alemana cuando lo difundieron las noticias, en 2005. A partir de él, esta película se mete en las historias (creencias, tradiciones, tensiones) de musulmanes muy religiosos en los que jóvenes como ella tienen pocas opciones. Ficción, con anclajes en lo documental, impacta por su crudeza y se sostiene con una narración atrapante.