Historia de conflictos personales con tono cotidiano, asordinado, suburbano, Rosita es la historia de Lola (Sofía Brito), que vuelve a casa un día, después de dormir con su novio y antes de ir al trabajo, y su pequeña hija, Rosita, no está. Sus dos hijos mayores dicen que salió con Omar, el padre de Lola, en cuya casa viven. Pero las horas pasan, la angustia crece, y como no hay señales de la nena, denuncia en la policía. Aunque la película no va por el lado trágico que puede imaginarse, sino que pone el foco en la problemática relación de Lola con su padre. Y ahí todo se enrarece: ¿qué hicieron durante esas horas de ausencia?, ¿por qué no llamó? ¿qué dice la niña? Porque en esta película de Verónica Chen (Vagón Fumador, Agua) los finales felices pueden abrir la puerta hacia pozos más profundos y difíciles de encarar. Chen mantiene una cuota de misterio acerca de lo que pasa, y esos asuntos informan acerca de los vínculos entre los personajes. Pero de a poco, a través de ese cotidiano, entre casas ajardinadas, corridas a la escuela y pasos firmes de una joven madre, preocupada y fuerte. Hasta cerrar un círculo que se abrió con una primera imagen inquietante, en la que un hombre, de noche, dispara y mata a un perro que ladra.
Un poco de Avatar, otro de Game of Thrones, algo del viejo cuento de hadas de Disney (La bella durmiente) y el acento puesto en el bien. Con una Maléfica (la distinguida Angelina Jolie, alada y con cuernos) que debe salir del Páramo, mundo de hadas y flores mágicas, para asistir al castillo: su ahijada Aurora se casa con el hijo de los reyes. Maléfica inspira miedo, y encarna así uno de los asuntos fuertes de esta secuela, más entretenida y variada que la anterior: la bandera en pro de la tolerancia y contra el prejuicio. Otro es el del cuidado de la tierra y su diversidad, del lugar que habitamos. Y en el centro, su relación con Aurora, con la confianza y el afecto bajo amenaza. ¿De quién? De la temible reina (Michelle Pfeiffer), la verdadera maléfica, que quiere terminar con el Páramo aniquilando a todas sus criaturas. Sin novedades ni sorpresas, la secuela del éxito de 2014 difícilmente quedará en la memoria. Pero tiene a su protagonista carismática, a una Fanning comprometida, y ofrece una historia que enganchará a los chicos, seguro, más que la floja primera parte.
El moto arrebatador, Los dueños, La Hermandad. Es bueno el nivel de las películas tucumanas que cada tanto se estrenan en cines. Con ideas originales y una producción cuidada. En este caso, desde el documental, con esta ópera prima que registra las actividades del último campamento de varones de un colegio público, antes de volverse mixto. Un encuentro que es parte del imaginario tucumano desde hace más de cincuenta años, con sus rituales de iniciación y bautismos de los más pequeños: los chicos de 10 años que ingresan. Sin narradores ni estructuras que lo dividan, La Hermandad se va construyendo como un relato sobre la masculinidad naciente, en sus rituales y códigos. En la naturaleza, los fogones, los juegos y las canciones típicas de campamento, los chicos protagonistas viven un campamento atípico, porque ha muerto uno de ellos el año anterior y este le está dedicado. Con lo cual, a los mensajes de fraternidad y compañerismo clásicos de este tipo de eventos, se suma aquí el componente del duelo colectivo. Entre pequeños hombres bautizando a niños, casi como estudio de las distintas etapas de ser varón, la película crece en la medida en que lo hace la intensidad de esos vínculos, hasta la despedida. Cuando se termina una convivencia igual de intensa y esos varones, de distintas edades, son capaces de abrazarse y decirse al oído "te quiero mucho".
La primera escena de Monos, la candidata de Colombia al Oscar, es una puerta que se abre hacia un universo inclasificable. En un paraje semiabandonado de montaña, atravesado por la niebla, un grupo de chicos juega una especie de partido de fútbol con los ojos vendados. Luego festejarán un cumpleaños, moliendo a trompadas al homenajeado, como en un ritual de linchamiento. Sangre, barro, frío, besos mojados y armas. Es una milicia, que responde órdenes y está alerta ante un ataque. ¿Pichones de las FARC? Monos evita ponerles nombre, así como tampoco lo llevan sus protagonistas, que se llaman por apodos (Lady, Boom boom). El escenario de locura es tal que este grupo de chicos armados está encargado de custodiar a una rehén norteamericana (Julianne Nicholson, vista hace poco en Iniciales S.G., con Diego Peretti), a la que llaman Doctora. El director Alejandro Landes y su elenco, hecho de actores profesionales y no, consigue una película vertiginosa e impactante. Con imágenes oníricas que hacen a la extrañeza de su realismo salvaje y llevaron a la crítica a compararla con Apocalypse Now. Como retrato de una guerra perdida, en el tiempo y el espacio, librada por adolescentes. Tan capaces de matar sin querer como de, acto seguido, ponerse a jugar en pleno trip de hongos. Un retrato del peligro, entonces, como podría haber soñado Conrad. Y una apuesta a algo distinto: contar el largo conflicto colombiano desde la acción y la adrenalina.
Como con los ladrillos Lego (o su sucedáneo local), quién no ha jugado, con amigos o hijos, con los Playmobil y sus interminables accesorios en miniatura. Un anzuelo casi emocional, entonces, para asomarse a su versión película, sobre todo luego de los buenos resultados de la saga Lego. Lamentablemente, van a encontrarse con otra cosa. Otra más que empieza con un golpe bajo, cuando una adolescente que quiere viajar por el mundo y juega con su hermanito recibe la noticia, de la policía, de que sus padres han muerto. A ese prólogo edificante le sigue un presente amargado, que cambiará gracias a un rayo que los convierte en Playmobils. El hermanito, en un vikingo que termina en el Coliseo romano, excusa para pasearnos por toda la galería de playmobils, desde el lejano oeste a los dinosaurios. Ella conoce a una especie de Han Solo con el que se alía para buscar al hermano. Con un guión plagado de clichés, problemas de actuación, chistes que no hacen reír, argumento previsible, la película decepciona. Menos por el 3D impecable, claro: la textura de los juguetes, el movimiento y el despliegue son impecables.
Remake de la danesa Después del casamiento, de Susanne Bier (2006), este drama dirigido ahora por Bart Freundlich encuentra en la potencia de sus protagonistas, Julianne Moore (esposa del director) y Michelle Williams, su mejor virtud. Elegida para abrir el festival de Sundance, convierte en roles femeninos los protagónicos de original, nominado al Oscar. Una idealista que, en India, intenta ayudar a encontrar ayuda financiera para un orfanato. La otra, Theresa, una millonaria que puede colaborar. En el medio, la invitación al casamiento de marras, el de su hija. Es en el después de esa celebración donde habrá una serie de revelaciones que no hay que contar (aunque el título local digamos que ya dice bastante). Y una puerta abierta hacia una serie de idas y vueltas argumentales con gusto a telenovela televisiva y no poca manipulación sentimental. En un amontonamiento de situaciones en las que el elenco parece intentar salvar el trazo grueso.
Curiosa elección del director de Boyhood y la saga Antes del amanecer/atardecer/medianoche, la de haber elegido adaptar una exitosa novela sobre una mujer que se escapa. ¿De qué? De su propia vida, en apariencia perfecta. Una carrera exitosa, aunque en cierta meseta, como arquitecta. Una vida cotidiana cómoda, un marido amoroso, una hija inteligente y cariñosa. Con tono de comedia ligera, la película número veinte del realizador, figura central del cine independiente estadounidense, se ve como una narración disfrutable y aceitada. Pero bastante lejos del espesor melancólico y naturalista de sus mejores films. Claro que ahí está la extraordinaria Blanchett, haciendo de su Bernadette otra creación artística personal. La que sostiene, en gran medida, las virtudes de una película amable y menor.
A sus 73, Sylvester Stallone desempolva para el regreso a su personaje icónico, el veterano John Rambo. El hombre que pasa sus días de manera plácida, en un rancho donde dedica las horas al cuidado de sus caballos. Allí convive, y por supuesto cuida celosamente, con una sobrina. Que un día descubre que su padre vive en México y decide -contra la voluntad de Rambo- ir a buscarlo. Cuando no regresa, secuestrada por una siniestra red de trata, el exsoldado sanguinario no lo pensará dos veces antes de salir a buscarla. Lo que sigue, desde que cruza la frontera, es sucio, feo y malo. El México del que mejor separarse con un muro, según la imaginería de los votantes de Trump. Un lugar dominado por la ausencia de ley, con unos villanos malísimos (actores españoles diciendo órale) que parecen estar esperando el cuchillo afilado de John mientras torturan mujeres. El mismo infierno de Get the gringo, también dirigida por Adrian Grunberg, en la que otro americano blanco, Mel Gibson, atravesaba México a bala y fuego. Por suerte, para ellas y los espectadores, la sangre no tardará en llegar, y será generosa. A la altura de un desenlace por cierto duro, melancólico y hasta conmovedor. Que es también la despedida, según se anuncia, del héroe de acción que supo representar, hace casi cuarenta años, la idea de una América feroz y dueña del mundo. En ese lugar, el de (auto) homenaje a semejante ícono, que mantiene intacta su sed de venganza a pesar de las arrugas, es donde la película funciona mejor, sobre todo para los fans de Sly.
Este atrapante thriller político, ganador de siete premios Goya, contiene, de alguna forma, dos historias en una, unidas y entrelazadas. Por un lado, es la de de una trama de corrupción que sale a la luz. Por otro, la de una vida casi perfecta que, de pronto, se desbarata. Como en los grandes exponentes del género, lo humano y lo social se complementan, otorgándole al marco (una filtración de la financiación turbia de un partido político, en plan Caso Gürtel), una dimensión honda que nos involucra. El muy buen trabajo de su protagonista, Antonio de la Torre, nos lleva con él en la escalada de tensión. Es que el tipo, Manu para los amigos, es el prototipo del exitoso. Se mueve cómodo por la vida: saludando a los mozos por su nombre, celebrando largas sobremesas con los colegas, amoroso con su mujer y su hija, con las que comparte una casa fantástica. E influyente como vice secretario autonómico, de un partido que lo tiene como uno de sus delfines, capaz de llegar lejos. Cuando su nombre aparece en los medios y todas esas caras amigas le dan la espalda, expulsándolo del partido, parece que la elección entre manzana podrida o banda organizada se ha zanjado, y le ha tocado a él. Lo que le queda es una carrera contra reloj para defenderse de la única manera posible: desenmascarando la operación. Seca, potente sobre todo en algunas secuencias de enorme tensión, y quizá algo larga de más, El reino es un buen retrato de un universo sin aliados. El de la trastienda de la política.
Es probable que este retrato íntimo de un músico con problemas mentales resulte una experiencia tan fascinante como perturbadora y asfixiante. Ganadora del último Bafici porteño, The Unicorn se llama así por el disco de 1974 que publicó Peter Grundzien. Considerado, se lee al principio, uno de los primeros álbumes abiertamente gay de la música country, nada menos. Ícono, para pocos, de una "outsider music", Grundzien es hoy un señor de aspecto excéntrico y algo estrafalario. Ropa oscura, bastón, pipa, pelo largo y delirios de grandeza paranoica. Que abre las puertas de su casa de Queens a los realizadores para este documental que repasa su vida. Como un vampiro que se esconde del sol, el hombre parece guardarse guarda entre esas paredes, atiborradas de objetos, junto a un padre anciano y una hermana esquizofrénica que entra y sale de hospitales psiquiátricos. También él, que se describe como un sujeto mentalmente torturado, da cuenta de su ida y vuelta por los centros de salud mental, con un desapego notable. "Disfruté del electroshock", cuenta. "Después de eso, quedé drogado por un año". Participante de la revuelta de Stone Wall en 1969, habitual de los desfiles por el orgullo, Grundzien hace sonar alguna de sus guitarras embutido en el sofá de su living. Ahí, reina en el desorden la bandera sureña confederada. Claro que debajo de su historia late la de una familia de la América salvaje, con un padre que trabajó en una mina desde niño, un abuelo asesinado a los veintisiete, una madre que lo encerraba. The Unicorn, que remite a films como Tarnation o Grey Gardens, el film sobre las familiares de Jackie Kennedy, pone en escena a una especie de Daniel Johnston del country, aunque en este caso el protagonista parece más áspero y menos querible. Un personaje con raro talento, atravesado por la enfermedad, de cuya obra se consiguen dos discos, aunque él asegura que grabó cerca de novecientas canciones.