Vuelve, y ya ni recordamos por qué número de veces, otra versión del trío de detectives al servicio del misterioso Charlie, que en la serie original les encomendaba misiones desde una voz en el teléfono. Ahora dirigidas por la también actriz Elizabeth Banks, las tres protagonistas son jóvenes, cancheras y empoderadas. Un refresh para los tiempos que corren, y corridas en torno de un artefacto que puede generar una energía sin efectos devastadores para el planeta, pero que no ha sido lo suficientemente probado y entraña un peligro mayor. Esto llevará a las chicas por el mundo, en una sucesión de escenas de acción alternadas con homenajes a la propia saga, en sus distintos reboots. Es decir, a las mujeres que estuvieron antes que ellas. Vale decir que los subrayados sobre el poder femenino, más que feministas, terminan por caer con el peso de los clichés más trillados. Pero por si no quedan del todo claros, se explican, se dicen y se exaltan. En todo caso, olvidable.
Como Juno, pero contada desde la historia del bebé. Alguien definió así a Pupille, y algo de eso hay. Aunque esta exitosa película francesa, nominada a varios premios César y dirigida por una mujer, Jeanne Herry (hija de Miou Miou, que tiene aquí un papel), es en realidad un relato coral, con múltiples protagonistas. Todos los involucrados en un mismo proceso, el que se pone en marcha, desde las instituciones a cargo, cuando nace un bebé llamado Théo. De una mujer de 21 que no quiere tenerlo (ni verlo ni tocarlo), sino darlo en adopción. Una chica cuyo parto dará entrada a las nurses que llamarán a una asistente social, que hará los papeles para la guarda de una secretaría de familia que le dará el bebé a un asistente familiar, un hombre -casado, y padre-, que se dedica profesionalmente a cuidar chicos en tránsito, en su casa, como familia. Así que la rueda continúa, y él mantendrá al bebé tibio, como dice, a la espera de la llegada de su familia adoptante. Por otro lado, la película sigue a la futura madre, con flashbacks que dan cuenta de su larga espera. Más de ocho años como candidata a recibir un niño, que empezó en pareja y continuó sola. En buenas manos, que se ve con el tirón de lo que nos conmueve directamente, es una especie de fresco de un grupo de gente, burócratas y de los otros, llena de buenas intenciones -como la película-, dispuestas, atentas y preocupadas a sumar para conseguir que una vida incipiente salga adelante.
Protagonista absoluta, de las que está todo el tiempo en cámara, de frente o espaldas, Luisa (Sofía Gala) se desplaza en bicicleta entre la casa que comparte con su novio y sus trabajos. En un taller donde fabrican budas decorativos y como cuidadora de un niño chiquito, Felipe, en el coqueto departamento con vistas en el que vive. Ahí sucede un accidente, primero una torpeza, de esas que pueden pasarle a cualquiera pero que parece anunciar un cambio para mal. Una puerta que se cierra a destiempo y Luisa se queda afuera, el niño adentro, la ayuda que tarda. Finalmente entra, todo parece bien, los visita su novio y pasará algo imperceptible, fuera de todas las miradas, y el chico se siente mal, taxi, hospital donde trabaja la madre, tiene una intoxicación grave. El cuidado de los otros es el relato de las horas siguientes a ese episodio. En las que la vida de Luisa, donde todo parece temporal, queda absolutamente atravesada por el remordimiento, la culpa y el miedo por la suerte de ese chico. Sobre el hombro de su actriz, como una imagen que sintetiza el peso de la situación, la película la sigue en un registro directo, crudo. Mientras ella atraviesa la angustia y el rechazo: de los padres de Felipe hacia ella, pero también el suyo hacia su pareja, por quien mantienen una lealtad que no puede ocultar el fastidio. Gala transmite todo esto con un minimalismo coherente con su personaje. Y no hacen falta escenas de gritos ni grandes aspavientos para que la acompañemos en su pequeña gran catástrofe, hasta su estupendo desenlace. El director y actor, Mariano González, consigue con ella un relato que no por asordinado deja de ser potente, sobre la fuerza del azar y la presencia de esas zonas de peligro capaces de dar vuelta, en un minuto, los cotidianos más anodinos.
Las temibles reuniones familiares para las fiestas, observadas con agudeza, pueden dar gran material para buenas películas. La directora de Los Sonámbulos, Paula Hernández, lo consigue al convocar, como en un film francés de todo tiempo, a distintas generaciones en una casa fuera de la ciudad. Una madre (Marilú Marini) y sus dos hijos con sus familias. Pronto el juego de observaciones hace foco en los conflictos latentes o más expuestos en la familia de uno de los hijos, Emilio (Luis Ziembrowski), su mujer, Erica Rivas, y la hija adolescente, que es sonámbula. Pero Hernández no se queda ahí: las tensiones aparecen, el calor es pegajoso, llegan personajes nuevos, los despertares sexuales se ponen de manifiesto. Hasta una deriva más pesada, que acaso no sea la más feliz de las decisiones.
Entre la crónica social, de una clase trabajadora francesa que se esfuerza por salir adelante, y el drama familiar, ¿Dónde está ella? es una historia tan dura como delicada en su tratamiento. Una familia tipo, un padre, Olivier, que trabaja en una fábrica, cerca del sindicato, una madre, Laura, empleada en un comercio de indumentaria, atenta al cuidado de los dos pequeños hijos (uno de los cuales ha sufrido una quemadura y requiere seguimiento). De casa al trabajo, apenas hay tiempo para leerles un cuento antes de dormir a los niños, o para mirarse a los ojos entre los adultos cuando la casa queda en silencio. Todo lo que los rodea es duro: un veterano empleado de la fábrica se suicida antes de que lo echen, angustiado por no poder pagar la casa. Una clienta debe devolver un vestido, entre lágrimas, porque no puede pagarlo, aunque recién es día doce. Acaso algunas de esas muchas angustias cotidianas termina por impregnar a Laura, que antes de lograr ponerle palabras a su crisis, desaparece. Con un título original menos obvio y más atinado, Nuestras batallas, la película es la crónica de esa ausencia. Un desarrollo en torno del abanico de situaciones que provoca el desconcierto, la pregunta sin respuesta, en ese núcleo de tres. Junto al proceso inevitable que los lleva a conocerse, y fuerza el vínculo con ese padre, hasta entonces casi ausente. Sin caer en el golpe bajo, pero con la mirada y la presencia de los niños en el centro, la película balancea el drama personal y el exterior. Acaso de una manera demasiado evidente, pero con una sensibilidad que humaniza su drama sin vueltas.
Cada tanto, y no necesariamente de la mano de Clint Eastwood, se produce una película americana de estilo clásico ligada al mundo del deporte y la épica de la competencia. Con un relato estructurado (principio, desarrollo, fin), héroes reconocibles y asuntos de resonancia universal. Muchas salen bien, muy bien: Rush, Moneyball, con guión de Aaron Sorkin, Invictus, Million Dollar Baby, Senna o Trouble with the curve, con Eastwood delante de cámaras, entre las que vienen a la cabeza del último tiempo. Ford v Ferrari, que aquí lleva el título poco feliz Contra lo imposible, se suma a esa lista de honor con herramientas nobles (?). La emocionante historia real de los dos amigos que se asociaron para cumplir el sueño corporativo del gigante Ford: competir en Le Mans, la carrera imposible, e intentar ganarle al campeón, el todopoderoso Ferrari. Una hazaña equiparable a pedirle a un equipo de fútbol recién armado que salga a ganar el mundial. Estados Unidos v Italia, Europa. Producción en serie mediocre y en crisis v arte mecánico de alto nivel, y en crisis. Con uno de esos paisajes de potentes secundarios masculinos, los burócratas de la Ford, desesperados por reconvertirse, James Mangold recorta una historia de amistad masculina. Entre Carrol Shelby (Matt Damon), que diseña autos tras abandonar, por problemas cardíacos, su carrera como piloto, y Ken Miles (Christian Bale), un talento tan apasionado para manejar y entender a las máquinas más veloces, como inadaptado para las convenciones sociales. Con modales de hooligan, té en una mano y tuerca en la otra, Miles es uno de esos tipos con olor a taller al que le gusta tanto lo que hace que no le importa perder dinero. Por eso, cuando su amigo le propone intentar el desafío, acepta no ya por la gloria o la plata, aunque la necesita, sino por su propia curiosidad. Por placer, por pasión. Este es uno de los temas centrales de Ford v Ferrari: una película sobre gente que ama lo que hace, como se explicita en un discurso brillante de Shelby, en una escena divertida. En el centro, dos grandes actores, con destaque especial para el camaleónico Bale, componiendo un personaje entrañable en su paradoja: hecho para caer mal. Miles es poco marquetinero, da mala imagen, no tiene el carisma vendedor del que se alimentan las industrias, todas las industrias. Es un flaco desgarbado, que dice malas palabras y no tiene problema en mandar al diablo a quien sea. Mangold dedica las trepidantes escenas de velocidad, con su ruido a chatarra bullente, a crear esa relación casi romántica del tipo con la máquina, a la que habla (y se habla a sí mismo), mientras fuerza sus palancas y pedales. Entendiéndose con su amigo en cada curva, con una mirada y, a veces, también con unas trompadas, como dos chicos a los que la empresa les queda grande. Frente a la mirada del chico verdadero, hijo de Miles, y acaso más maduro que su padre. Su héroe de carne y hueso. El director de Logan o Inocencia interrumpida ha hecho una gran película, no se la pierdan.
Hubo un grupo, a mediados de los sesenta, que empezó a tocar en el colegio y llegó a grabar sus canciones, cantadas en inglés, como Los Snacks. Los avatares políticos, derivados en presiones a las discográficas, quisieron obligarlos a pasarse al español, y la cosa no funcionó, y el grupo terminó separándose. Más de cuarenta años después, con las vidas de sus integrantes en distintas geografías y destinos, volvieron a reunirse. Su show de reencuentro, en el CC Recoleta, se pautó para un día en el que había paro. Pero quien espera cuarenta años bien puede esperar unas horas más. Así de increíble pero real es el material que tuvieron en sus manos los realizadores, Gabriel y Mariano Nesci, para contar la historia de esta banda oculta. Aunque de culto: testimonios de especialistas, disqueros, coleccionistas un poco freak dan cuenta del pequeño gran fenómeno. De Parque Rivadavia a Amsterdam o Valencia, la efímera obra de Los Knacks figura en listas y catálogos, atesorada por melómanos de distintos idiomas. Con su gran subtítulo, Déjame en el pasado, esta película absolutamente encantadora, trasciende lo entrañable para contarlo todo. Ese pasado de breve gloria, claro, pero también el que siguió, hasta este presente, con la alegría del reencuentro con la música pero también con las secuelas, personales y colectivas, del paso del tiempo.
Hay un impecable trabajo formal en esta película pequeña, que se dedica a seguir a un caminante urbano. El joven del interior que estrena su trabajo como cartero y al que, por tanto, casi como derecho de piso, le dan tareas para patear la ciudad. Hernán Sosa (Tomás Raimondi) cuida su trabajo y acepta lo que le digan, desde las condiciones precarizadas que incluyen cobrar parte del sueldo con tickets canasta a sumarse a tareas que no le corresponden. Y, por supuesto, no preguntar cuando le piden que entregue sobres a determinadas personas en mano, nunca a otras. Su jefe, y suerte de mentor, es Sánchez (Germán de Silva, estupendo), un tipo rudo que conoce el oficio. En esas vueltas, Hernán se cruza con distintos personajes. Hasta con Yanina, a la que conoce (y en secreto ama) desde la infancia compartida en el pueblo. El director, Emiliano Serra, se basó en su propia experiencia como cartero, y ciertamente logró comunicar cuánto puede contar, esa red de mensajeros, de la sociedad en crisis en la que viven. Cartero es una película seca, con pocos y justos diálogos, que cuenta su historia mínima con un logrado registro casi documental (buen trabajo de fotografía de Manuel Rebella) que termina por transmitir una suerte de poética de la selva urbana.
Chico conoce chica y se enamoran en una tarde de lluvia. Es el plot de la película que une a una pareja, él director ella actriz, pero que a ella, cuando terminan de verla, le provoca una crisis de llanto. Amor de película empieza bien, como un juego entre la ficción, la vocación y la vida real de una pareja. Pero todo su sentido del humor y su promesa lúdica parece agotarse ahí. Como una introducción simpática para un derrotero de comedia de manual, demasiado parecida a eso de lo que parece reírse, en el principio, con inteligencia. Hay una separación, un tercero en discordia, secundarios irrelevantes, interiores de sitcom, y un ritmo de telenovela. Situaciones que suceden sin que se transmita o quede claro por qué, mientras se suceden las escenas tan anodinas como previsibles. Con dos protagonistas galanes, fotogénicos y populares (el uruguayo Nicolás Furtado y Natalie Pérez, sin demasiada química), que seguramente convocarán a sus públicos. Amor de película es agradable, amable. Pero la sensación de piloto apurado, de película resuelta sin pensar demasiado (ni qué contar, ni cómo), se la lleva puesta.
Si leíste la novela de Stephen King, que retoma la historia de El Resplandor (1977) a través de Dani Torrance, hijo del malogrado Jack, Doctor Sueño es una experiencia destinada a la frustración. Otro ejemplo de lo difícil que es trasladar el poder perturbador de las páginas a la imagen. Algo parecido vale para la otra gran sombra que se cierne sobre esta película, la que proyecta la película de Stanley Kubrick, de 1980, obra maestra para muchos, problemática para el autor de la novela, con aquel Jack Nicholson desatado. Contra todos esos contras, Doctor Sueño, de Mike Flanagan, es un respetuoso traslado del novelón de dos horas y media. Y como tal, encuentra algunos logros: el tiempo que dedica a sus personajes centrales, el retrato de su protagonista ex alcohólico, el trabajo de Ewan McGregor. Pero incluso su elenco parece desperdiciado en el lío de escenas irregulares, que van y vienen entre el universo de los villanos y el de los buenos, destinados a chocar. Con algunas de sorprendente crueldad, como la del niño jugador de béisbol, y otras que parecen de una serie de brujas modernas. A medida que pasan sus larguísimos minutos, crece la sensación de superficialidad de las continuaciones innecesarias. Con una serie de situaciones no demasiado memorables que llevarán a la batalla final, un esquema que en la novela atrapa pero del que la película apenas. También crece -atención spoiler- la evidencia de que El Resplandor es la gran excusa a explotar, de una manera bastante alevosa, con una artillería de citas que se guardan hacia el final. La música subraya la supuesta importancia de volver al hotel Overlook, Y ciertamente, entrar en él otra vez es uno de sus grandes atractivos. Aunque no haga más que confirmar la certeza de que la atmósfera, el clima terrorífico, en el que la locura se mezclaba con lo ominoso, le pertenece a aquella película y no a esta.