Si la saga Toy Story, de Pixar, se ocupa de lo que hacen los juguetes cuando los humanos no los ven, Mascotas, de los estudios Illumination (Minions, Mi villano favorito), imagina lo del título: la vida secreta de las mascotas. Esta vez, a partir de lo que parece una debacle para los protagonistas, los perros Max y Duke, que es la llegada de un bebé a la casa. Pero a medida que el pequeño Liam crece, aumenta también el amor, y el cuidado del niño es prioridad de los dos animales, especialmente de Max. Con humor y ternura, los realizadores de esta secuela sacan provecho de ese material difícil para el cine de acción real pero soñado para el animado: niños y perros. Claro que serán otros animales los que ocupen el centro del escenario, de eso se trata. Vecinos del edificio, que incluyen el departamento de una abuela que convive con decenas de gatos. Un conejo que se toma en serio del disfraz de superhéroe que le pone su dueña niña. Las aventuras son dos, casi paralelas: lo que sucede cuando la familia se va a una granja a pasar unos días, y los perros urbanos descubren el temible y excitante mundo del campo. Allí reina un perro de pocas pulgas, Rooster, con la voz de Harrison Ford. Por otro lado, un pobre tigre encadenado al que un malvado dueño de un circo quiere transformar, a latigazos, en terrorífica bestia salvaje. En su liberación confluyen varios personajes y el largo tramo de acción final. Mascotas 2 es simpática y por momentos, muy divertida. Y aunque el disparate argumental se perciba, por momentos, demasiado desflecado, opción firme para convocar en vacaciones de invierno.
Cuando una mujer mayor sale de casa, en medio de la noche y en plena tormenta de nieve, su familia se alarma y se moviliza. La señora aparece en otra localidad, y está claro que sufre signos de Alzheimer. Lo que fuimos, debut de Elizabeth Chomko como guionista y directora, es un drama que toma un tema duro, como el deterioro de esa mujer y todo lo que causa en la familia. Pero por suerte es también una especie de crónica de esa crisis vista desde sus personajes, los dos hijos, muy distintos, uno que se quedó cerca de los padres y otra (Hilary Swank) que llega desde la distancia con su hija adolescente. Además del marido/padre (Robert Forster) que no quiere separarse de su chica bajo ninguna circunstancia y se resiste a internarla. Claro que ellos también son individuos en crisis, que se sienten solos, que no encuentran lo que buscan, incluida la más joven del grupo, presionada por el mandato materno de ir a la universidad. Con buen ojo observador, y sus muy buenos actores, Chomko permite que el eje dramático se mezcle en esa dinámica natural de una familia disfuncional. Registrando sus momentos de humor, sus situaciones ridículas, sus miserias y pequeñas glorias, durante una convivencia patas arriba. Con inteligencia, la película usa esa verdad para encarar el drama sin echar mano de los clichés, ni del sentimentalismo golpebajista, que tenía a pedir de boca.
Del equipo de El conjuro, y con el matrimonio Warren como anzuelo, esta tercera incursión en los horrores de los que es capaz la muñeca Annabelle (que pronto tendrá compañía en las salas con El muñeco diabólico) ofrece bastantes clichés y unos pocos sustos. Como saben muy bien el poder que tiene la muñeca para transmitir mensajes de El Mal, los Warren la tienen guardada en una vidriera junto a otros objetos temibles en el cuarto prohibido. ¿Y qué es lo primero que hacen la niñera de su hija y su amiga curiosa? Ir a buscarla, claro. Con las chicas abriendo la siniestra caja de pandora, solas en casa, Annabelle 3 linkea con la saga Scream, pero sólo hasta que las apariciones y los fenómenos inexplicables empiezan a aparecer. Con el ritmo de los golpes de efecto (sonoro) en reemplazo de una buena historia para contar.
Paula (Julieta Díaz) es periodista en una revista femenina en crisis. Y cuando todo lo que proponen para reflotarla le parece convencional y estúpido, se lanza a publicar una columna blog sobre chicas como ella: solteras sin apuro y, sobre todo, convencidas de que no quieren ser madres. Como las de Carrie Bradshaw en Sex&City, sus columnas pronto se viralizan y se convierten en un éxito. Con un amigovio que la acompaña de vez en cuando (el no actor Sebastián Wainraich, elección difícil), y en un departamento lindo de sitcom, Paula va con aire de quien no necesita nada. Entonces, un vecino nuevo y atractivo (Pablo Echarri) se muda al departamento de al lado. Él también está solo (su esposa en Finlandia, sin regreso a la vista), pero no exactamente: tiene una hija de cinco años a la que cría con la ayuda de una amiga que hace las veces de niñera y se llama Mollo (Daniela Pal). Y en el primer encuentro fortuito, ella lo ayuda tras un pequeño accidente doméstico, cuidando de la nena. No soy tu mami es una comedia romántica argentina de las de siempre, con personajes que gesticulan y hablan a los gritos como si estuvieran sufriendo un ataque de nervios. Con un enredo central muy pariente de Sin hijos, de Ariel Winograd, en la que el personaje de Maribel Verdú tampoco quería saber nada con la maternidad. Una historia, en este caso, pergeñada por la actriz Celina Font, con Julieta Díaz y Marcos Carnevale. El director de Elsa y Fred, El fútbol o yo o Inseparables le imprime al asunto una dosis de ternura que suma, en la dicotomía clásica entre independencia y compromiso, hijos o libertad. Pero no puede evitar caer en estereotipos, subrayados y obviedades que desgastan la historia, como un producto masticado y previsible. Aunque quizá lo más irritante de No soy tu mami está en ese planteo, que Carnevale ha llamado "humanista" y no "feminista", pero que termina encauzado en el más conservador y anticuado de los modelos. Problemas que salvan sus protagonistas, haciendo eso (el galán papito, la romántica en el fondo) que saben hacer con oficio y gracia.
Sobre el folclore y uno de sus instrumentos emblemáticos va este documental. O quizá sobre su protagonista, Camilo Carabajal (hijo del Cuti), y su curioso proyecto: un bombo ecológico, el eco bombo, vinculado a su proyecto de la reserva natural de ceibos, de cuya madera se hacen los instrumentos. Entre golpe y golpe, se escuchan en este documental las voces de varias figuras del folclore. Hablan de lo que hacen, claro, pero también de este cruce de música, raíces e innovación, con la preocupación por el medio ambiente como eje.
A primera vista, Astrogauchos es una verdadera curiosidad. Una comedia argentina ambientada en los años sesenta que parecen los swinging London, con colores, vestuario, diseño de una estilización inusual. En el medio, un joven científico argentino que quiere ir a la Luna antes que americanos y soviéticos. Empeñado en que le tomen en serio sus muy serios proyectos. Y acompañado por verdaderos personajes. Todos parecen jugar a ser "personajes" en este film tan extravagante como bastante vacuo, a medida que los minutos transcurren y con ellos la sensación de que la puesta no envuelve mucho más que lo expuesto. Tiene humor, y parece tomárselo todo con un velo de ironía, pero es un humor menos gracioso de lo que parece pretender.
Dos parejas llegan de noche a unas cabañas, Diablo Blanco. En una zona donde parecen haberse llevado a cabo sacrificios humanos y por un camino de ruta acompañado por cruces y fotos invertidas. Tampoco la gente que los recibe parece muy normal: una abuela que grita la presencia del diablo, una especie de zombie que merodea, un hotelero que clava cuchillos en la tierra para llamar a la lluvia y una chica que aparece asesinada. Esta ópera prima del actor Ignacio Rogers arranca con una reunión de todos los ingredientes para una receta de terror. En el subgénero chicos imprudentes de excursión. Si el asunto no funciona es quizá, en buena medida, por cierta acumulación de cuestiones inverosímiles, muy poco convincentes, sin que medie desarrollo, tiempo ni agua va. Desde las sectas satánicas de la introducción a los rituales oscuros como las sombras de los bosques que los rodean.
Buen exponente del subgénero thriller terrorista, impulsado a la sombra de 9/11, Hotel Mumbai está basada en hechos reales. Los atentados en Bombay, en 2008, que dejaron un saldo de 173 muertos y 327 heridos. Fueron doce ataques coordinados al grito de Alá es grande, y uno de ellos sitió el lujoso Hotel TahMahal, que hospedaba a un gran número de turistas extranjeros. El director Anthony Maras, en su debut en el largometraje, arma un relato trepidante, y muy inquietante, desde la acción paralela entre los terroristas y las inminentes víctimas. Hasta el de las largas horas de matanza en el edificio, como una suerte de Duro de matar pero sin John McLane, sin héroes. Aunque sí los hay, pero son de otro orden: los serviciales empleados del hotel, que se jugaron o dieron la vida por salvar las de sus huéspedes. Maras maneja bien su puesta y el suspenso. Mientras alterna la recreación de los sucesos, con urgencia documental, con el desarrollo de sus personajes principales, que le toma su tiempo. Tres clientes vip, entre ellos una pareja indo americana con un bebé, un mozo y padre de familia heroico (Dev Patel), una niñera británica. Claro que es la violencia inaudita de los terroristas, verdaderas máquinas de matar, la que ocupa por fuerza, a interminables disparos, el centro de atención. En una carnicería que dura demasiado, según el film por la pobreza y la inoperancia de policías y militares. Mientras un puñado de asesinos yihadistas remata y desquicia a sus víctimas. También a los espectadores, deseosos de que los aniquilen de una buena vez.
Spoiler alert: te vas a emocionar. Mejor dicho, vas a llorar a lágrima suelta. Al menos, si vivís en esa parte del mundo para la que la saga de Toy Story está a la altura de los grandes clásicos de la historia del cine. ¿Y se termina acá? Debería, porque es muy difícil dejar de ver a esta cuarta parte como un cierre, ahora sí definitivo. Que termina de dibujar el círculo iniciado con Toy Story (1995) pero, además, lo resignifica. Como la historia de Woody, el entrañable juguete cowboy, con la voz de Tom Hanks. El favorito de un niño llamado Andy. El anuncio de esta cuarta parte se había recibido con razonable desconfianza, después de ese otro cierre, el de la extraordinaria tercera parte. Esa película que invitaba, melancólica y dulcemente, a despedirse de la infancia. Y de unos personajes que han acompañado ya a varias generaciones. Pero había algo más para contar. Y la cuarta los retoma, ahí donde habían quedado: ahora como propiedad de la pequeña Bonnie, a la que Andy dona sus juguetes. El arranque es acción pura, porque Bonnie se enfrenta al primer día de jardín de infantes, y Woody hace todo lo posible por suavizar su angustia y su resistencia. En su primera jornada, la pequeña construye con un tenedor descartable un muñeco, Forky. Destartalado, precario y convencido de que pertenece a la basura. Poco después, la familia se va de vacaciones, en una casa rodante alquilada y con Woody haciendo todo lo posible para que Forky deje de extraviarse, lanzándose al primer tacho que encuentra. Toy Story 4 tiene un ritmo de aventura vertiginosa, que pasará por un parque de atracciones y, allí, por un anticuario donde viejos juguetes esperan, entre estantes polvorientos, una familia que los quiera. El lugar donde también ha ido a parar la pastorcita Bo Beep, que debió despedirse de Bonnie en una caja de objetos para donar. Su reencuentro con Woody, además de afectivo, será revelador, y con el acento feminista de la época, aunque mejor no seguir contando. Así de llena de metáforas sobre cuestiones profundas, adultas y serias, está la película. Que habla de ellas de esa manera sutil, inteligente, de la que la saga es capaz. Nacida de la observación fina (muchas veces de la propia relación de los realizadores con sus hijos, como suelen contar). Capaz de divertir, y en varios momentos mucho, sin dejar de emocionar, con picos hacia el final (el abrazo entre Woody y Buzz Lightyear queda ya como uno de los grandes momentos del cine). Con una animación de nivel extraordinario, virtuosa y detallista, para una película llena de sorpresa. Esta vez, con menos originalidad que en algunas de las anteriores. Pero ingeniosa, sensible y creativa.
Mundial, Italia, 1990. Gol de Maradona, tristeza y siamo fuori en los bares y las calles. Y en una de ellas, la policía saca del agua un automóvil con un cadáver. Se trata de un productor conocido y bien contactado (Giancarlo Giannini). Y hay tres jóvenes guionistas que aparecen como posibles sospechosos: con posibles razones para tenerlo como enemigo. Con la irresistible canción del título como apertura, el director Paolo Virzí desarrolla así, en base al relato hacia atrás de estos personajes, llamados a declarar, una comedia de enredos, un policial y un muestrario de costumbres a la italiana. Es decir, con personajes vistosos, que hablan a los gritos, van y vienen como a las corridas y parecen escritos por un humorista. Con buen humor, simpatía, y fútbol.