La inocencia, hermana de la confianza, puede ponerse en imágenes. Casas sin rejas, puertas abiertas, risas comunes en una sala de cine, conversaciones con desconocidos o viajes de autostop en autos ajenos. Verano, Los Ángeles, 1969. El año en que Peter Fonda y Dennis Hopper presentaron Easy Rider, uno de los más contundentes retratos de inocencia rota de la historia del cine. O sobre el asesinato de la libertad, otra parienta. Había una vez en Hollywood, la bella, extraña, extraordinaria novena película de Quentin Tarantino, el director cinéfilo nerd, es acaso la mejor de su carrera. Y probablemente, la menos canchera y cool, la más cargada de ternura genuina. Con dos personajes entrañables a su manera, un actor y su doble, empleado y patrón, pero básicamente amigos, de los que se conocen mucho y se adivinan todo. Dobles: el backstage humano del backstage para una película que, bien se ha dicho y repetido, funciona como una carta de amor a la fábrica de sueños. Y a sus segundones. Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) es un actor de series que empieza a notar, con horror, los primeros signos de decadencia. Le ofrecen papeles de villano y aparecen nuevos y más jóvenes protagonistas. Cliff Booth (Brad Pitt) es su doble de riesgo. Pero además su chofer a tiempo completo, su asistente general, su compinche. Aunque el primero vive en una linda casa en las colinas de LA y el segundo, en un trailer cucarachesco. El inspirado libro de Tarantino plantea, como otra capa del relato (la que se cruza con la realidad), la llegada de nuevos vecinos a la casa de Rick: el director polaco Roman Polanski, que es una celebridad mundial, y su bella mujer americana, la modelo y actriz Sharon Tate (Margot Robbie). Unos y otros se ven apenas, como de paso: nosotros, los espectadores, vemos algo más. Y aunque seguimos a sus protagonistas en sus idas y vueltas, con Rick en plena crisis existencial, la sombra de Manson estará ahí todo el tiempo, guiando los destinos del relato. Una agazapada amenaza a la inocencia. Tarantino adora a sus personajes: los decadentes, los nadies o los aspirantes de la industria. Y desde ese roce de caminos, sus problemas adquieren la candidez de lo bueno, y de lo humano, cuando se lo opone al mal inexplicable. El lobo vestido de cordero hippie. Sus idas y vueltas tienen mucha música; no hay viaje en auto sin ella. Aunque en vinilos o radios con largos cables, la música suena todo el tiempo. Mercería una nota aparte, pero vale decir que el surtido de éxitos pop y temas instrumentales de la segunda mitad de los sesenta, arropa la trama tanto como el diseño de vestuario y la producción. Además, está llena de sorpresas y, claro, de guiños cinéfilos. Marcas de estilo, la película se permite largas y caprichosas escenas de diálogos y bruscos cambios de tono, que llevan a preguntarse hacia dónde va eso, especialmente en el último acto. Hay por lo menos tres secuencias que se perciben como instantáneos clásicos del futuro. La más luminosa, con Robbie en una sala de cine, descalza y feliz, viéndose en una pantalla: mirando, junto a otros, a Sharon Tate. Ha pedido que la dejen pasar sin pagar entrada porque ella está en la película. No lo hizo por vanidad, sino porque quiere disfrutar de cada detalle de lo que le está pasando. Es una mujer enamorada, libre y hermosa, que se ríe cuando la sala festeja sus chistes en la proyección. Y una escena de puro cine, con apenas diálogo: una imagen de la felicidad. La segunda, aún con ironía, es terrorífica. Cliff, con su usada camisa hawaiana, llega al rancho Spahn de la mano de una chica hippie que se le aparece, como una especie de ángel cándido, pero de raro augurio; responde al nombre de Pussycat. El rancho es uno de esos lugares que (no) habría que inventar si no hubiera existido: utilizado como set para la filmación de westerns, donde se instaló la familia Manson. Una comunidad que se sostenía paseando turistas a caballo entre sus colinas. La atmósfera es tan tensa que de ella podría colgarse un sombrero, citando a Chandler. Como el chapter one de Bastardos sin gloria que, por cierto, con encuadres de western también abría con un “Había una vez”. Cliff se hace el tonto testarudo hasta que logra ver a Mr Spahn, atravesando de miradas lisérgicas amenazantes de niñas y niños flower power. ¿No eran ellos el bien y la libertad? La tercera, el desenlace. Tarantino y su fantástico elenco disponen un climax con los personajes totalmente puestos, pasados. De rosca, de drogas, de alcohol, de cigarrillos. Y, de nuevo como en Bastardos, también como Django (se ha dicho, y es cierto, que esta película parece reunir todo su cine) al servicio de ese ejercicio conmovedor, dulce y melancólico, de meterse con la historia pero no exactamente tal como fue. Es una secuencia tarantinesca, en la que lo brutal y el humor van juntos y combinados. En tiempos de tanques cortados por la misma tijera, Tarantino tiene el atrevimiento de presentar una obra original, y poética, sin reaseguro. Porque la protagonizan dos estrellas, sí, pero que ya no son tan jóvenes: y uno de sus temas es el efecto del paso del tiempo. Porque habla de un episodio siniestro, en la nutrida historia de la violencia americana: de un hecho y un tiempo que se ubica más allá del horizonte del público millenial. Con sus muchas referencias -es Tarantino-, del spaghetti western de Sergio Corbucci (63 películas), a Paul Revere & The Raiders. Había una vez es una de esas películas que van decantando después de verlas. Con tantos detalles, situaciones, personajes, referencias que invita a verla más de una vez. Casi el ejercicio inverso de la manera en que se consumen las series enlatadas, como si nos recordara que, desde el Hollywood de antes y el de ahora, todavía hay lugar para espectadores de un cine no estandarizado. Porque, además, es de una belleza visual extraordinaria, con la fotografía de Robert Richardson, colaborador habitual de Tarantino y ganador del Oscar, y el espectacular diseño de producción, a cargo de Barbara Ling. Pequeño acontecimiento para el insípido panorama del cine mainstream, se ve con ese placer agradecido por los que hacen lo que quieren. Y por su contagioso amor al cine.
El debut en la dirección del actor Jonah Hill es un clásico, y si se quiere algo convencional coming of age. Una de esas películas de crecimiento que desarrolla su guión (también de Hill) sobre una serie de instantáneas de inflexión entre la infancia y la adultez. En este caso, la crónica de un niño solo llamado Stevie (el estupendo Sunny Suljic), que encuentra compañía en la amistad con un grupo de amigos mayores. Los que andan en la vuelta de la tienda de skates y, según su madre, “parecen una pandilla”. Es que son skaters que dicen guarradas, fuman, beben y hablan de sexo, entre los cuales el protagonista se ve más chico todavía. Quizá contra esa sensación de pequeñez, porque en casa es hermano menor, es que crece su admiración y sus ganas de acercarse a ellos. Que lo aceptan como uno más y hasta le ponen un apodo. Son los mediados de los noventa del título, en una Los Ángeles para nada rica y famosa. Y Stevie prefiere andar con sus nuevos colegas que estar en casa, donde la madre poco presente y el hermano bully se combinan para su infierno perfecto. La primera escena de la película, sin ir más lejos, es la paliza que le propina el mayor. Hill encuentra no pocos logros en su relato, empezando por sus personajes. Tanto el grupo de chicos desclasados como su escueta familia (los estupendos Katherine Masterson y Lucas Hedges) dejan con ganas de saber más de ellos. Y, por elevación, de su protagonista. En los 90 funciona también como un drama, un derrotero sobre los peligros de crecer de golpe, y a los golpes. El link con la más cruda Kids, de Larry Clark y Harmony Korine, puede venir a la cabeza, pero esta es una exploración más melancólica y sutil, en el subgénero de los cambios de etapa, y que uno sospecha con anclajes autobiográficos. Con momentos más débiles, que amenazan con ponerse sobre explicativos. Y con otros luminosos, apoyados por un gran soundtrack que va del hip hop a Pixies y Herbie Hancocken. En los que nace una emoción genuina: dos chicos deslizándose sobre sus tablas por el medio de una avenida, en un atardecer de L.A., mientras suena We'll let you know de Morrissey y los problemas desaparecen.
Si el antropomorfismo (y, en buena medida, en la era 'pre Pixariana', el drama, la orfandad y el golpe bajo) fue marca de fábrica del viejo Disney animado, ¿qué sucede cuando se cambia dibujo, no ya por actores de carne y hueso, sino por animales reales? La respuesta está flotando en el viento de El Rey León, live action, que se estrena hoy en Argentina. Con ganas de jugarle la pulseada a Toy Story 4 -es el año de Disney- por la taquilla de vacaciones de invierno. Lo tiene difícil, habiéndose coronado Toy Story4 como el filme más visto en la historia de nuestras hegemónicas boleterías. Pero está claro que El Rey León es, también, un fenómeno cultural. La película que, para al menos dos generaciones, significa su infancia. O al menos parte de ella. Algo importante, formativo, intocable. Uno de esos infalibles para atacar si se tienen ganas de perder amigos o seguidores. En la cola de otros ejemplos recientes de la casa (Aladín, Dumbo, La bella y la bestia), aquí la traducción de animación a acción real -bueno, cgi- es literal. Quizá no escena por escena, toma por toma, como aquella versión calcada de Psicosis de Gus Van Sant que levantó tantas quejas en su momento. Una traducción, en todo caso, de la misma película, a otro lenguaje visual. Una empresa cuyo sentido comercial viene probándose con eficacia, sumando públicos y millones de dólares a partir de su apelación a la nostalgia. Con mayor acento en el calco o en la secuela, y en general con la carga lacrimógena alivianada, a tono con los públicos que corren. Como dijo alguien, no son películas, sino cápsulas de recuerdos reconvertidos. Y a prueba de spoilers. Podrá sonar a operación algo perezosa, pero frente al poderoso motor de la nostalgia, ¿para qué preocuparse por imaginar historias nuevas y originales? Para eso ya está Pixar, por otra parte, que promete abandonar las secuelas. Futuro y pasado, entonces, en la misma oferta. Pero un pasado que se reinterpreta con las herramientas y los presupuestos de hoy. Resultado: una apabullante demostración de dos horas sobre lo bien que pueden hacerse las cosas.
Este documental nace de la impotencia y la incredulidad. De una chica colombiana, Magda Hernández, cuando se entera de que su amiga argentina, Cristina Vázquez, a la que conoce y quiere, está presa por homicidio. Con el aporte valioso de especialistas en leyes, que se dedican a ayudar a las víctimas de la injusticia judicial, por extraño que esto pueda sonar, Hernández revela todo lo que se hizo para llevar a su amiga a la cárcel. Por eso su película se emparenta con otros documentales alegato sobre casos (causas) armadas, o turbias, como El rati horror show, de Enrique Piñeyro, que es uno de los productores. Precisamente, después de esa película, Piñeyro trabaja con una de esas organizaciones, Innocence Project Argentina. Estructurada en base a las cartas que intercambiaron las amigas antes del encuentro, la película suma testimonios y dedica buena parte a darle voz a la acusada. En Misiones, lleva ya doce años de encierro. Por un crimen que no cometió.
En Un Rubio, su nueva película, el director Marco Berger (Ausente, Plan B) vuelve sobre algunos de los temas que le interesan. El deseo, liberado o reprimido, el amor entre hombres. Aquí para la historia del tímido Gabriel -el rubio- y Juan. Que comparten casa y tienen, por tanto, la intimidad como condición dada para un acercamiento. Pero también tienen compromisos, Juan relaciones con mujeres, amigos de birra y peli en el sofá, y uno de ellos es padre. El deseo aparece, entonces, con su anuncio de tormenta emocional. Y la película lo desarrolla con sutileza, sin apuro, con al aporte de un elenco de gran naturalidad. Permitiendo que emerja la emoción, hasta su bello desenlace.
Este documental, opera prima, es una invitación a descubrir a un grupo de culto absolutamente estrafalario, Los síquicos litoraleños. Que mezclan psicodelia con chamamé, se presentan en cualquier parte (un campo, un chiquero, las afueras de un pueblito de calles de tierra) vestidos con túnicas, pelucas y máscaras y los conoce todo el mundo, aunque nadie los conoce. "Ellos hablan de lo locas que son las cosas acá, y nadie se daba cuenta", dice uno de la zona, Curuzú Cuatiá, en la provincia de Corrientes. A testimonios de propios se suman los ajenos: críticos musicales, periodistas, músicos que van dando cuenta de ese culto, de la leyenda. "Tienen dos dictadores: el tereré y la siesta. Y se dejan dominar por ellos", añade otro, para explicar las razones detrás de la falta de difusión y, sobre todo, de auto bombo de la banda. Que fue invitada a girar por festivales internacionales, "aclamada en Europa", venerada por coleccionistas que hablan holandés. Encandilan luces reúne una buena sinfonía de voces autorizadas, entre los que los vieron, los escucharon, o los vieron pasar. Incluyendo expertos en esos hongos alucinógenos que crecen entre la bosta de la región. Con espíritu juguetón, para subrayar el misterio, los grandes ausentes son, precisamente los integrantes del grupo, que alguien llamó "el Pink Floyd de los pobres".
El regreso de Chucky, el muñeco diabólico, no pertenece al rubro de los almidonados. Está claro que los realizadores de este Child's play versión 2019 (la primera se estrenó en 1988) se esforzaron por remozar el clásico de terror gore -y siempre un poco cómico- con inteligencia y, digamos, atmósfera contemporánea. Una familia disfuncional, compuesta por una madre joven y su hijo con problemas auditivos, intenta adaptarse a una nueva vida después de una mudanza difícil. Ella trabaja en unos grandes almacenes que venden el muñeco Buddi. Las ventas son furor pero también hay reclamos y devoluciones por los que vienen fallados. Y, piensa ella, para mitigar un poco la soledad del niño sin amigos (Andy, como el protagonista humano de Toy Story), qué mejor que llevarle al nene (Andy, como el protagonista humano de Toy Story, de la que funciona como una especie de reverso), uno de esos, antes de que termine en la basura. Aunque Andy ya está un poco grande para jugar con muñecos, rápidamente se engancha con la app que permite "manejarlo". Y pronto también descubre que el juguete, que habla con la voz de Mark Hamill, bueno, hace lo que quiere. En principio el muñeco, cuyo aspecto inspira todo menos ternura, se toma tan en serio la amistad con Andy que atacará al gato que lo araña e irá detrás del antipático novio de la madre. Como brazo ejecutor de los deseos del niño, aunque capaz de todo. Hay un generoso uso del gore en las escenas violentas, cada vez más frecuentes, con el pequeño protagonista cada vez más desesperado. Y si el tono de comedia sangrienta se mantiene, el camino criminal del juguete maldito se desluce a medida que avanza y las ideas, más que sumarse, se repiten. El muñeco diabólico es entretenida, eficaz. Aunque lo que pone en juego podría haber merecido un desarrollo más creativo.
Cuando una palabra se repite mucho, vuela, se vuelve extraña. Y cuando se reúne, en una película, un sinfín de situaciones cotidianas de estudiantes universitarios, el resultado adquiere, también, un efecto muy particular. Es que la situación de dar examen, así mirada, puede resultar pavorosa y desopilante. La idea de Eloísa Solaas en esta su ópera prima, ganadora a la mejor dirección en la Competencia Argentina del Bafici 21, fue esa: poner una cámara a registrar estudiantes que preparan o dan examen. Esos orales cara a cara en los que el solo hecho de discursear, frente a un profesor atento, nos deja en blanco, temblorosos. Esas tardes de estudio, en casa o en la facultad, en la que intentamos incorporar, interpretar, textos o ideas complejos. O memorizar el programa hasta la extenuación. Son estudiantes de derecho, de arquitectura, de ciencias físicas, de diseño de imagen y sonido, de sociología, filosofía o piano. Con sus respectivos, pacientes docentes. Y algunas tomas áulicas. Con cariño y cuidado (por la puesta, los diálogos, el sonido), Las facultades no echa en falta ni necesita accesorios, voces en off ni información adicional. Como un fresco, una cámara espía que se mete en las conversaciones más curiosas de la vida social. Las de los estudiantes de las distintas carreras.
Tercera película del realizador Gaspar Scheuer (El desierto negro, Samurai), Delfín es una historia chica con un padre y un hijo en el centro. Son muy pobres, y viven en una casucha lejos de todo, a algunos kilómetros de Junín, provincia de Buenos Aires. El padre trabaja como albañil y Delfín, que tiene once años, también trabaja en una panadería y va a la escuela, sueña con probarse en la orquesta: es el único en el pueblo que toca el corno francés. La música está muy presente en esta película cuidada, por momentos preciosista en su fotografía, siempre interesante, en la búsqueda (y encuentro) de una fotogenia. Suena Schubert sobre imágenes de la pobreza que comparten, un pan con nuez, unas ranas fritas que les parecen un manjar y que a Delfín, en el colegio, le gana el mote de "comesapos". Pero no se asusten: Scheuer no camina por la senda del miserabilismo, aunque los espectadores observemos su vulnerabilidad tensos, rogando porque las cosas les salgan mejor, o al menos no les vaya peor. Sobre un plot clásico, de aventura-clímax-epílogo, Delfín se erige como una narración entretenida y emocionante, sin necesidad de cargar las tintas. Que debería encontrar el público que merece, si no saliera apenas a dos salas en la capital. Es además, en gran medida, mérito de sus estupendos actores, principales y secundarios, bajo la dirección de casting de la talentosa María Laura Berch. Cristian Salguero (La Patota, Un gallo para Esculapio) está perfecto como ese padre que hace lo que puede, y acaso puede poco. Y el joven Valentino Catania es una revelación total: fresco, bello y expresivo. Para un personaje que, desde la mirada infantil de sus ojazos oscuros, curtida por las carencias y la dureza de la vida, sueña.
Mitad film de estudiantina, mitad de superhéroes, la nueva Spider-man con Tom Holland aparece como un remanso lúdico y divertido después de los universos y héroes cruzados que tuvieron su clímax en Avengers: Endgame. Con una primera parte dedicada a los chicos de viaje por Europa plagada de buenos momentos, apuntes graciosos sobre el choque de culturas y secundarios (compañeros y profesores) que se ganan su cuota de protagonismo. Pero ya en la primera escala, Venecia, un monstruo tipo tsunami le deja claro a Peter Parker que el traje de hombre araña no puede quedar olvidado en la valija. El muchacho (se insiste en este relanzamiento en que tiene 16 años, habrá que creerlo, aunque Holland tiene casi diez años más) quiere vivir una vida normal. Y está enamorado de una compañera (Zendaya). Al punto que se permite no atender los llamados de Nick Fury (Samuel L. Jackson), aunque se trate de mensajes urgentes para salvar al mundo. Pero las cosas no son lo que parecen, y esa primera mitad del relato toma un giro con la aparición del villano, un resentido que usa la tecnología para crear ilusiones de poder y caos. Es lástima que, en esa escalada de efectos y acción, la comedia de estudiantes pase a segundo plano, en pos de algo que, bueno, ya vimos. Y que con idas y vueltas (por Praga, Berlín y Londres) dura demasiado. Pero, como heredero elegido por Tony Stark, el adolescente Spiderman/Parker es un gran superhéroe a su pesar. Y está claro que la gente de Marvel tiene planes para largo, con una cantidad de personajes, historias y recursos más que suficiente. Como prueba, acordate de quedarte en la sala porque no hay una, sino dos sustanciosas escenas bonus.