El mitad uruguayo-mitad argentino Adrián Biniez ganó el Oso de Plata en Berlín con su ópera prima, la estupenda Gigante. Su tercer largo, después de El 5 de Talleres, que dejaba Montevideo por Remedios de Escalada, vuelve a la geografía uruguaya, con acento en sus playas y sus generosas aguas de distintos colores: más gris en la ciudad, más azulada hacia el Este. Las Olas es una de esas películas que se cuentan en una línea, una idea (muy) original: un tipo entra y sale del mar, y emerge cada vez en un lugar y un momento distinto de algo que parece su vida. En malla de distintos estilos, según las épocas, Alfonso (Alfonso Tort), parece por momentos asistir impávido a su pasado, preguntando a su ex (Julieta Zylberberg) porqué lo dejó, pero sólo como para saber. O sometido, como niño, al capricho de una adulta sensual. La decisión de que el mismo actor ocupe roles de lo que parecen menores de edad es discutible, pero le suma extrañamiento a una propuesta que viaja, como Alfonso, entre distintas aguas. Las de un humor absurdo y deadpan, un fantástico bajado a tierra, para una comedia asordinada, de locura calma, muy uruguaya. Como viñetas separadas por las sucesivas inmersiones del protagonista, las escenas van construyendo un relato de piezas que se niegan a armarse en rompecabezas. También Las Olas resiste clasificaciones a mano, y ahí encuentra una de sus fortalezas.
El universo femenino explorado a través de una noche, en la que un grupo de chicas viaja a un recital de rock. La ópera prima de Jimena Blanco es intimista, con la cámara muy cerca de los rostros, la piel, los detalles (objetos, pulseras, sonidos) de esas mujeres que también son niñas, por momentos expuestas a los peligros de la intemperie: la ciudad nocturna, los hombres, los excesos. El contrapunto entre su lenguaje y referencias (juegos, canciones, diminutivos) casi infantiles y ese mundo rotundamente adulto, en el que suena fuerte el punk rock, es una constante acaso demasiado subrayada, aún con su buen correlato visual, en el que las protagonistas parten de un entorno soleado y contenido para arriesgarse hacia uno oscuro. En conjunto, la mirada sensible de la directora sobre sus actrices logra un fresco potente y delicado.
El ultra independiente Campusano vuelve con su realismo indómito en una película que tiene su ADN. El escenario, un centro de menores problemáticos en Bariloche, o mejor dicho en las afueras de la ciudad turística, donde nada remite ni por asomo a las postales de vacaciones. Un contexto miserable en el que un asistente social, metalero de pelo largo, al que llaman Murciélago, intenta contener como puede a los chicos marginados. La apuesta es fuerte, sin medias tintas, aunque cuesta entrar en ella con los actores no profesionales recitando sus líneas de diálogo con mayor o menor nivel de apatía. Una lástima, porque como en buena parte de su cine, el prolífico Campusano encuentra buenas historias y muy buenos personajes de la vida real, de esos que no encajan en la comodidad mainstream tranquilizadora de conciencias. Su Murciélago, por ejemplo, se resiste a cualquier santificación. Este es un héroe del trabajo social con una vida bastante pecadora y desordenada, por momentos cercana al patetismo, que sin embargo le pone el pecho al no futuro diseñado por la violencia, la pobreza y las drogas, ese azote.
Pocos asuntos tan melancólicos, y fascinantes, como el de los pueblos que desaparecen. Pero de Mariano Miró, en La Pampa argentina, no queda nada, ni ruinas ni casas abandonadas, casi ni el recuerdo. Este documental, de la pampeana Franca González, nace a partir de un descubrimiento fortuito, el de los chicos de una escuela rural que vieron algo brillar en la llanura. Ahí, en medio de la nada, empezaron a emerger cientos de fragmentos de lo que fueron casas y comercios para unos 500 habitantes. Miró, las huellas del olvido, es una especie de crónica arqueológica, que va reconstruyendo con lo poco que queda la historia de ese lugar, dejando para el final la gran pregunta, ¿porqué se fueron?, ¿qué fue lo que pasó? La directora acompaña y pregunta. Elige, discutiblemente, usar el off de los testimonios, cuando los pocos que aparecen frente a cámara aportan una enorme riqueza -hay que ver al descendiente de una familia pobladora, hoy veterano, saltando alambrados y subiendo al caballo a pelo mientras evoca historias-. Pero aún así, el recorrido al que invita el documental, por mapas y documentos, por fotografías y un puñado de historias tristes, en la fotogenia increíble del territorio que fundó la literatura argentina, tan distinto del actual, es fascinante. Sin bajar línea, porque no hace falta y el material no lo merece, Miró va creciendo como relato y símbolo, si se quiere, de cómo a la historia también se la puede tragar, literalmente, la tierra.
Con tres películas calcadas, que pueden verse a la vez, imposible evitar las comparaciones. Entre la chilena (la original, en Netflix), la española, dirigida por Santiago Segura, y la argentina, ópera prima de Martino Zaidelis, se puede armar un juego de las siete diferencias. Sin filtro, Sin Rodeos (que acá se llamó Sin Filtros,¡qué lío!) y la local Re Loca son versiones de una misma historia, que parece encajar tan bien en el clima de época, la del empoderamiento de una mujer al borde de los cuarenta y de una crisis nerviosa. Aquí es Pilar (Natalia Oreiro) que vuelve a la comedia después de Gilda, en un papel que le queda perfecto. Pilar trabaja en una agencia de publicidad, donde le imponen una competidora de veinte años menos, "con más seguidores en Instagram que neuronas", como dice Maribel Verdú, su alter ego en la versión española. Pilar soporta la convivencia con un artista incapaz de ocuparse de nada más que de sí mismo y sus pésimas pinturas (Fernán Mirás). También con su hijo adolescente, que filma porno en su habitación, mientras sus vecinos viven de fiesta y no la dejan dormir, los conductores la insultan cuando va al volante, su única amiga es incapaz de escucharla, su ex (Diego Torres) está por casarse con una mandona que lo humilla, y otras lindezas. El encuentro fortuito con una especie de sanador (Hugo Arana) le cambiará la vida, convirtiéndola en la más segura de sí misma, la que dice todo lo que se le viene a la cabeza -sin filtros- y manda al diablo, uno por uno, a todos los que se lo hicieron pasar mal. A Re Loca le sienta bien la argentinidad, el arte de la puteada en boca de una Oreiro graciosa, bien acompañada por sus compañeros de elenco. Aunque el chiste, una vez instalado, no haga más que repetirse, sin la ayuda de ideas que lo saquen de un esquema previsible.
Si la primera del hombre hormiga fue una verdadera fiesta de gracia, humor y originalidad, esta secuela de dos horas ratifica sus credenciales. Liviandad, corazón, humor y un espíritu vintage, que mira a los viejos films de ciencia ficción molecular, en plan Viaje Fantástico, desde la imaginería del cómic de superhéroes. Con pulsera y arresto domiciliario, Scott Lang (Paul Rudd) recibe la visita de Hope Van Dyne (Evangeline Lilly), la hija del Dr. Hank Pym (Michael Douglas). Lo necesitan para recuperar, treinta años después, a su madre (Michelle Pfeiffer), atomizada sin boleto de regreso. Otra vez con la dirección de Peyton Reed, y apoyada en el carisma irresistible del héroe/antihéroe Rudd y la simpática Lilly, la película aprovecha las infinitas posibilidades de una aventura que va y viene de la miniatura, con ritmo y timing de comedia generosa, para todo público, pensada para pasarlo bien. Pueden acumularse, en dos horas, los chistes y la acción de manera algo abrumadora, y puede dejar más sensación de prescindible que la primera parte, pero su humor autoconsciente -su inteligencia- mantiene la gracia intacta.
Paula es una porteña bastante hosca que está en la nevada Ushuaia, trabajando en todo lo que pueda para ahorrar dinero. Con la misma campera, una mochila en la espalda, camina urgida entre la nieve, necesitada. Algo más se irá sabiendo sobre ella a medida que avanza el relato, primer y muy sólido largo de Sebastián Schjaer, que maneja la información con la astucia de un narrador consumado, así como toma de costado, cerca pero con prudencia, con cierto misterio, a su protagonista. Hay asuntos centrales sobre la vida de esta mujer que se conocen bien avanzada la historia, mientras el espectador la descubre y resignifican lo visto. En un lugar que no es suyo, las relaciones laborales se esbozan como amistades, y las rutinas, como guía de un tour para esquiadores y turistas, abren la puerta al deseo. Nada es complaciente en La Omisión, como se intuye frente a las acciones y decisiones de esta chica, a veces desconcertantes y recortadas de los lazos afectivos que la rodean. El de La Omisión es un cine muy emparentado con el de los Dardenne (Rosetta, El niño), primera referencia que viene a la cabeza, con personajes comunes seguidos en un registro que parece documental por entornos duros. Acá es la precariedad, el frío, la humedad constante el paisaje que acompaña a un personaje acaso desafiante, como la que elige estar sola, aferrarse a sus espacios de libertad o probar el camino que dictan sus ganas en lugar del deber ser, aunque duela.
Con puntos en común con la francesa Intocable, que tuvo su versión argentina, esta película italiana es un relato emotivo, pero lleno de sutilezas, de la relación entre un adolescente bastante bruto y el poeta, con mal de Alzheimer, al que debe cuidar por cuarenta euros la noche. Pero la riqueza del choque entre dos mundos es sólo el punto de partida para un estudio de personajes que es también de la naturaleza de la camaradería masculina, sin edades ni fronteras intelectuales. Quizá por eso Amigos por la vida emociona en sus escenas más felices, mientras se permite poner atención en esos detalles que describen el universo de chicos como el protagonista, pequeños delincuentes a primera vista. Entretenida, humana y emocionante.
Comedia negra y entretenida, que por momentos remite al universo de personajes de Elmore Leonard o a los films de los hermanos Coen, Gringo tiene en su protagonista, David Oyelowo, al que solemos ver en roles dramáticos, su mejor aliado. Él es Harold, empleado de una gran empresa farmacéutica, con cuentas en rojo y angustiado por quedarse sin trabajo, que viaja a México con sus jefes para una reunión que esconde algo turbio. Un falso secuestro acelera la acción, aunque la película parece quedarse a media máquina demasiado pronto, con personajes cuyo rol no se entiende demasiado, otros que se desdibujan y un filo que deja de ser filoso.
Al francés Bruno Dumont le interesan los temas religiosos, como demuestra su filmografía, con títulos notables como Fuera de Satán o Hadewich. Sin embargo, a diferencia de aquellas, este experimental acercamiento, musical, a la vida de Juana de Arco desde su tierna y cantada infancia, apuesta a una rústica pero ambiciosa traslación de historia, mito y éxtasis místico. Pero también a una provocación que desorienta hasta la impaciencia, incapaz de convencernos de que la cosa va realmente en serio.