Una mujer se recupera de un accidente que la dejó clínicamente muerta por unos minutos. En silla de ruedas, sin poder moverse ni comunicarse, empieza a convencerse de que la visita un fantasma de largas y filosas uñas. Terror hospitalario made in Irlanda, pero más que nada otra de fantasmas que no tienen paz. Sin sorpresas y con unos cuantos sustos a reglamento.
Un grupo de amigos de toda la vida lleva décadas jugando a la mancha, y cada vez que toca, no hay asunto importante que se interponga en su carrera para atrapar al otro. Basada en una historia real, por absurdo que parezca, esta comedia con elenco de estrellas y premisa banal es bastante más emocionante de lo que se puede parecer, en su reivindicación de la inmadurez, sí, pero sobre todo de la amistad y su bienvenida falta de explicaciones.
La frontera entre México y Estados unidos es el territorio de esta secuela, de nuevo escrita por Taylor Sheridan. El italiano Stefano Sollima (de la serie Gomorra) reemplazó a Denis Villeneuve como director. Sin Emily Blunt, reencuentra al militar de métodos poco ortodoxos Matt Graver (Josh Brolin) con el ex abogado killer Alejandro (Benicio del Toro). Una trama de violencia que cruza el tráfico de personas con los carteles, infiltrados por el gobierno estadounidense para provocar una guerra interna, a partir del secuestro de la hija adolescente de uno de sus líderes. Y una trama que funciona mejor en algunas partes que en otras, armada con personajes sin escrúpulos, con la injusticia social como marco teórico y la guerra sucia como única realidad. La violencia no da respiro, ni siquiera en una escena en una escuela de niñas, y tampoco queda mucho espacio para la emoción genuina. Lo más interesante está, probablemente, en su logrado clima de western fronterizo, que parece tan del gusto del talentoso Sheridan (Hell or high water, Wind River) mirado ya sin esa estilización onírica del film anterior.
Son cuatro amigas, mayores de 65, que tomaron la idea de compartir lecturas mensuales. Se turnan para elegir el libro, y una de ellas trae 50 Sombras de Grey. Como no queda otra que leerlo, la vergüenza y el rechazo que provoca la lectura pública del porno para mamás dan paso a un renovado interés por el sexo. Es que estas señoras, que se ven fantásticas y realizadas, están bastante cortas de compañía masculina. Y los encuentros y reencuentros con algunos señores servirán como campo de entrenamiento, digamos, para poner en práctica las ideas que dispara la novela hot. Sí, el planteo de Book Club/Cuando ellas quieren, es bastante tonto. Pero el asunto funciona, como ya se adivina en el muy divertido trailer, gracias a dos elementos fundamentales: las cuatro protagonistas, que parecen hacer un poco de sí mismas, y un guión generoso en diálogos y situaciones realmente cómicas y divertidas. Fonda es una rica empresaria empoderada, Candice Bergen una jueza que vive con su gato, Diane Keaton una viuda con dos hijas adultas que empiezan a tratarla como a una anciana, mientras Mary Steenburgen, chef, imagina la posibilidad de resucitar la pasión perdida con el hombre de su vida. Cuando las amigas se ríen, imaginando un documental de Werner Herzog sobre lo que le pasa a una vagina inactiva por 18 años, uno se ríe con ellas. Claro que hay unas cuantas resoluciones ramplonas, groseras, innecesarias para un material cuya gracia se desprende sola, desde el trabajo de sus intérpretes y algunos muy buenos chistes. Además, a través del humor, la película mira de frente, y sin pudores, al tema tabú de la vida sexual de la gente grande, lo que no es asunto menor.
Martina -Antonella Costa- es una mujer libre. En la primera escena de Dry Martina canta, en un club, y cantando se escapa, micrófono en mano, hasta meterse en un taxi y huir sin explicaciones. Sabremos que la mujer tuvo un momento de éxito, plasmado y pósters y camisetas de fans, pero ahora transita, con indolencia, entre la cama de hospital donde su padre está en coma, la búsqueda de su gata perdida y un apetito sexual que le despierta un joven chileno, talentoso en la cama. ntre Buenos Aires y Chile, Martina irrumpe en la vida de distintos personajes sin pedir permiso, como impulsada por su deseo sin filtros, y aunque esos personajes incluyan a una posible hermana y a un posible padre biológico. Pura intención de irreverencia, capaz de de meterse con asuntos supuestamente duros con el mismo desparpajo con el se ríe -el personaje- del sexo de mala calidad, Dry Martina es una película curiosa y desprejuiciada. Se la puede acusar de snobismo, pero se anima a ser distinta. Y aunque cueste empatizar, involucrarse a fondo con sus personajes, termina hasta por transmitir una emoción sutil.
Después de la lacrimógena Un monstruo viene a verme, el catalán Juan Antonio Bayona (Lo Imposible, El Orfanato) se hace cargo del nuevo capítulo de la franquicia que relanza el universo dinosaurio de Spielberg/Crichton, Jurassic World. Y lo hace con una película previsiblemente libre de spoilers, en cuanto se sabe lo que ofrecerá. Aún sin información extra, Fallen Kingdom se percibe como eslabón entre la primera, Jurassic World, y la que vendrá. Capacitado narrador y amante del cine de acción, con un presupuesto enorme en impecables FX, Bayona ofrece un concierto -muy sobre orquestado- de secuencias de aventuras, entre el homenaje a la saga, a Spielberg, y algunas ideas propias. Abre con una secuencia impactante, lluviosa y nocturna, que revela la existencia de unos gigantescos monstruos marinos. Buena antesala para el regreso de la tía Claire -Bryce Dallas Howards-, que después del desastre del parque temático se empeña ahora en salvar a la especie de la extinción final, una decisión política. Parece que su proyecto en defensa de la vida animal tiene las de perder, cuando la convoca un millonario que le ofrece la posibilidad de rescatarlos. Una empresa arriesgada, que requiere de Owen -Chris Pratt-, el hombre que susurra a los dinosaurios.
Hablada en árabe, con un protagonista de estampa gardeliana, el coronel Noredin, y la presencia abrumadora de la caótica capital egipcia, Crimen en el Cairo es un policial negro que inscribe su trama en el levantamiento social de 2011, la Primavera Árabe. Un contexto político agitado, en un paisaje urbano que se cae a pedazos, donde una cantante es asesinada en el hotel Hilton. Hay una testigo, la mucama sudanesa, y un sospechoso, poderoso miembro del parlamento. A través del solitario Noredin, un viudo que fuma porro para dormir y trabaja en la comisaría dirigida por su tío, Crimen en el Cairo cruza los tópicos y el estilo del policial clásico con una pintura social en la que los migrantes africanos subsisten como pueden, la corrupción y la tortura policial no se esconde y el poder tiene impunidad absoluta. Como en las novelas clásicas del género, el héroe no saldrá ileso en su intento de justicia, y su melancolía se imprime en todo el asunto. Una historia oscura y cautivante, en la que los perdedores parecen los únicos que no tienen nada que ocultar.
Moda, marketing o tendencia, da la casualidad de que Sin Filtros, remake española de una película chilena que puede verse en Netflix, se estrene aquí pocos días antes de Re Loca, con Natalia Oreiro, su versión argentina. ¿Tan irresistible es la historia de la cuarentona al borde del colapso que toma una pócima y se convierte en la más empoderada de las mujeres? Con la dirección de Santiago Segura, que se reserva el papel del gurú, esta versión saca provecho de la frescura y el atractivo de Maribel Verdú, que soporta la convivencia con un pedante artista argentino -Rafael Spregelburd- que vive de ella, la competencia con una instagramer contratada como estrella por su jefe miserable, veinte años menor, y el multitasking que termina por provocarle un panic attack. Un catálogo de situaciones bastante obvias que subrayan, sin sutilezas, lo que queda claro desde un principio y resulta previsible desde la otra mitad: cuando la protagonista trague el líquido mágico, capaz de borrar su represión de un plumazo, y se dedique a mandar al diablo a todo el mundo. Además de Verdú, son los chispazos de irreverencia que uno podía esperar del creador de Torrente -escasos- lo que salva a Sin Filtros de lo llanamente exasperante: desde la gastada contra la petulancia argentina que encarna con brillo Spregelburd y sus divertidos secundarios, la gran Candela Peña o Enrique San Francisco y, por supuesto, la invitada musical de postre, Alaska.
El director italiano Paolo Genovese firmó un gran éxito, Perfectos Desconocidos, que tuvo su remake española a cargo de Alex de la Iglesia y ahora su puesta teatral porteña, dirigida por Guillermo Francella. Su nueva película, que Genovese vino a presentar a la Argentina, parte también de una especie de juego, un planteo ingenioso que se desarrolla en un único escenario, un bar llamado The Place, que es el título original del film. Allí parece estar siempre, en una mesa del fondo, un personaje misterioso de mirada triste (Valerio Mastandrea) al que acuden, regularmente, una serie de personajes. Van a pedirle favores, pedidos de vida o muerte, a cambio de lo que él disponga, luego de consultar un cuaderno gastado en el que anota lo que escucha como un analista. Dios o diablo, el hombre parece investigar, como la película, hasta dónde son capaces de llegar estas personas, desesperadas por muy distintas circunstancias. Una película de actores y diálogos, tan teatral, y un poco exasperante, como Perfectos Desconocidos, cuya trama se desarrollaba en un departamento durante una cena entre amigos. No será para cualquiera, pero seguramente, dadas las credenciales del director, atraerá a muchos.
Un grupo de amigos, ingleses, organiza vacaciones conjuntas cuando un asalto violento, a un supermercado, termina con el asesinato de uno de ellos. Meses después, los restantes atraviesan las montañas suecas, con sus carpas y mochilas, con el duelo por el desaparecido a cuestas. La introducción de El Ritual, primer largo del guionista David Bruckner, tiene impacto, atractivo y crea un clima interesante, con ese grupo de varones tan solos en un paisaje, y bajo un cielo amenazante. La confianza y la camaradería parecen un escudo contra las inclemencias, tormentas, accidentes e incomodidades de la aventura. Todo esto los lleva a desviar el rumbo y llegar a una cabaña en medio del bosque, abandonada y rodeada por señales de lo siniestro: símbolos inscritos en los árboles, un animal degollado colgando de las alturas y, en la casa, lo que uno de ellos describe como brujería. A partir de ahí, El Ritual alterna pesadillas individuales o conjuntas con las transformaciones que se obran en los personajes desde su acercamiento al mal, con un ritmo que se acelera en detrimento del clima, enhebrando sustos no demasiado imaginativos.