La familia de un científico que se perdió en otra dimensión -su objeto de estudio- recibe la visita de unas hadas que invitan a salir a buscarlo por el universo. La nueva película de Disney parte de esa propuesta para desplegar una orgía de efectos especiales apabullante. Una imaginería probablemente muy divertida para los más chicos que incluye dragones vegetales gigantes, criaturas voladoras, una Oprah Winfrey gigantesca, campos de flores que toman vida y oscuridades que se lo tragan todo. Es la oscuridad, esencia de lo malo del ser humano, el enemigo a vencer para encontrar a papi, en una aventura que no para. En el centro, mensajes en pro de todo aquello bueno que te imaginás y contra todo lo malo que también.
Semana Santa, calendario histórico para el estreno de películas con contenido religioso. Ahora con esta puesta a punto, desde el cine, de la revisión que hizo la iglesia, en un ayer nomás, de la figura de María Magdalena. El director australiano Garth Davis (Lion-Camino a casa) se propuso contar la "historia real" detrás de la controvertida MM, ni prostituta ni novia de Jesús sino una más entre los apóstoles, discípulos que seguían al mesías y lo acompañaron hasta la cruz. Según el film, fue ella, interpretada por Rooney Mara, la última que se quedó junto al líder y la primera que lo vio resucitar. Davis registra, en los mejores momentos de la película, la eterna violencia derivada del fanatismo, entre hombres que, intentando acercarse al santo milagroso -Joaquin Phoenix, intenso Jesús algo lunático-, terminan peleándose entre ellos. Y lo hace sin regodeos sangrientos innecesarios, destacando en cambio la fuerza de los vínculos con apóstoles que le compiten en intensidad creyente, como el Judas de Tahar Rahid. Tanta intensidad puede hacerse algo pesada para un relato que pretende contar la verdad detrás del viejo cuento. Seguramente, MM será más entretenida para los interesados en el tema o amantes del cine bíblico. Para los demás, ese tono solemne que recuerda en cada toma que estamos frente a algo muy importante, se siente algo excesivo.
Después de The Post, Steven Spielberg vuelve a sus propias fuentes, el gran entretenimiento popular y la ciencia ficción. La nostalgia se mantiene, si en aquella por el periodismo gráfico de antes, en esta por la iconografía ochentosa, la cultura pop y los viejos videojuegos. Pero es una nostalgia vital, apasionada y absolutamente funcional a la trama, algo así como el opuesto a la colocación de guiños vintage en Stranger Things. La adaptación del exitoso libro de Ernest Cline parece el proyecto perfecto para esta especie de auto homenaje de Spielberg, en el que aparecen los temas que le importan y la mirada con la que nos formó como espectadores así como, en su film el gurú tecnológico Halliday (Mark Rylance) convirtió a los habitantes de un tenebroso 2045 en felices usuarios de Oasis, su mundo paralelo, de realidad virtual que creó. Wade (Tye Sheridan) es el nuevo clásico héroe spielbergiano: un chico solitario y huérfano, con familia ultra disfuncional, que en Oasis se llama Parzival, viaja en el De Lorean de Volver al Futuro y lucha por ganar la carrera peligrosa que Halliday dejó como testamento. Se trata de ganar para encontrar tres llaves que a su vez llevarán hacia el huevo oculto en el sistema: quien lo obtenga será dueño de la compañía. La película va y viene entre el mundo real -menos- y el virtual -más-, en el que se dará una batalla contra la compañía rival, que quiere quedarse con Oasis, comandada por un villano bastante ridículo llamado Nolan Sorrento, el siempre estupendo Ben Mendelsohn. Son secuencias de acción y aventuras a todo ritmo, como dicen los chicos, visualmente apabullantes y siempre coherentes con una trama que se entiende clara y simple, a pesar de su alta complejidad, y por lo tanto fluye y entretiene sin fisuras durante más de dos horas. Spielberg trata cada escena con una dedicación y un cariño enormes, creando gags visuales, dotándolas de humor, adrenalina, inteligencia y sorpresa: hay que ver la secuencia en la que los personajes llegan al siniestro Overlook, el hotel de El Resplandor, o la desesperante carrera de la primera parte, en la que los obstáculos tienen el tamaño de Kong o de los dinosaurios de Parque Jurásico. Generosa, humana y emocionante, RPO reivindica el poder de la pasión por lo que se hace, el juego antes que el resultado, la realidad, por dura que sea para los niños solitarios que juegan solos con una consola, antes que el escape que puedan prometer las fascinantes tecnologías. En manos de cualquier otro, semejantes asuntos sonarían a sermón remasticado, a bajada de línea trillada. En las de Spielberg, son una fiesta.
La legendaria Agnés Varda tiene 88, el fotógrafo JR, 33. Se conocieron por casualidad, como registra este documental común, y decidieron salir a recorrer pequeños pueblos de Francia para encontrar y conocer a sus gentes. Una premisa sencilla, un proyecto artístico tan sui generis como su pareja de realizadores y un efecto mayúsculo, de transformación de las comunidades a través de cosas tan simples como pegar fotografías de sí mismos en las paredes. La intervención de Varda/JR produce momentos únicos entre un grupo de operarios de una fábrica, homenajea a la última habitante de un viejo barrio minero, emociona a los voluntarios que convierten un barrio abandonado en un picnic lúdico y colorido. Como reflexión sobre el poder de la imagen, pero sobre todo del que tiene el arte sin intermediarios, en el cara a cara, para transformar a la gente y construir memoria. Visages Villages es una de esas joyitas que no conviene perderse: divertida, sorprendente y emocionante. Lleve a los chicos.
El director Jonas Carpignano -Mediterrána- mete su cámara en el pequeño universo de la familia Amato. Un clan gitano que vive en una zona marginal de Calabria, esa Italia del sur que muchas veces muestra tejidos sociales paupérrimos, tercermundistas. En verdad, su cámara se posa en el rostro o la espalda del joven Pío, un preadolescente que admira a su hermano mayor y da sus primeros pasos en el robo. En la Ciambra los niños fuman y beben alcohol, las familias, afectuosas en su brutalidad, se comunican a los gritos, y los códigos se desdibujan, lejos de cualquier contención institucional, sin escuelas ni trabajos. Hay que ver cómo, sin un argumento de principio-desarrollo-fin, Carpignano hace con su película un relato vivo, tenso, urgente. Y visualmente tan atractivo que uno no puede despegarse de las idas y vueltas de este chico y lo que lo rodea, a pesar de la aspereza de sus secuencias a oscuras, con confusos primeros planos, como sombras, y palabras susurradas en distintos dialectos y acentos. Entre el documental y la ficción -o la ficcionalización de la vida cotidiana de una familia real, haciendo de algo parecido a sí misma-, la película es una clara heredera del neorrealismo y el cine social italiano, producida por un Martin Scorsese que se enamoró del material. Un relato vibrante y profundamente conmovedor.
Eva es bajista y está por cumplir 38 años. En una noche, se encuentra separada de su pareja y entra en crisis con el reloj biológico y la presión de ser madre. Con desenfado, frescura y tono “zarpado”, esta comedia argentina encuentra no pocas situaciones graciosas en el camino de Eva hacia el cumplimiento de su deseo, apuntalado por otros personajes que saben aprovechar su momento. Mora Recalde no es Amy Schumer, pero su antiheroína tiene gracia.
Dos hermanos muy distintos descubren, durante el casamiento de su madre, que son hijos de Terry Bradshaw, su ídolo. Y hacia allá van, a conocer a papá. Pero el pasado, y la memoria de su madre, no son exactamente precisos. Una comedia con el lápiz no demasiado afilado para el humor, aliado del disparate, que se salva por el carisma de sus actores, en especial el trabajo del atribulado Ed Helms.
Una monja vuelve a casa tras la muerte de su madre. Allí se reencontrará con su hermana casi opuesta: con aspecto de roquera, un grupo de amigos desagradable y la carga de un padre que quedó en shock. No es para menos: el hombre está postrado en una habitación rodeada por los tenebrosos cuadros que la madre pintaba... con sangre. Nuestra monja, por su parte, ve esas figuras por todas partes, y se le aparecen en sueños. La cosa se pone tenebrosa al punto de develar ritos satánicos que nacen antes del nacimiento, y vienen de lejos, posesiones, portadores de luz, oscuridad y bastante gore. Delirante terror hecho en Argentina.
En tiempos de relanzamientos, porqué no resetear la saga nacida del video juego, ahora con la ascendente Alicia Vikander en lugar de Angelina Jolie. Una aventura bastante deudora de su fuente original, hay que decir, lo que explica que algunas secuencias de acción parezcan más circuitos de obstáculos para pasar a otra pantalla que narración cinematográfica en desarrollo. Es lástima, porque ese ritmo compulsivo, que reitera situaciones (otra vez en el agua a punto de ahogarse, de nuevo colgando de un precipicio), juega en contra del entretenimiento, y una película de acción con heroína joven en busca de su padre desaparecido en una isla maldita, debía por lo menos divertir. Es que Lara es heredera de un imperio que lleva su apellido, nena de un papá que partió, al perder a su esposa, en busca una legendaria diosa del mal japonesa. Porqué no.
Tras la muerte de su padre, tres hermanos deben hacerse cargo de la producción de vinos de su finca en Borgoña. Pero además, deben reencontrarse, casi volver a conocerse, después de que el mayor, Jean, regrese de un largo paréntesis por el mundo. Entre viñedos amenaza con ser uno de esos films pintoresquistas, que se regodean en sus paisajes de verdes infinitos, musicalizados para la ocasiòn. Sin embargo, lo más potente es lo que pasa entre cuatro paredes, con esos tres personajes que se crecen a medida que los conocemos y se conocen entre sí. Y mientras llevan a cabo el proceso de vendimia, que por cierto es un placer observar. Gente que sabe mucho de vinos pero desde la cuna, como por naturaleza, campesinos, antisnob pero refinados, de nariz sutil, enfrentados a lo que se les viene con la orfandad: deudas por pagar y la decisión de vender o seguir con la empresa familiar. El director Klapisch mantiene la distancia emotiva en el punto clave para equilibrar su drama familiar con el interés por el metier de los protagonistas. Y sí, dan unas ganas terribles de tomar un buen vino.