Extraña como ella sola, y subyugante, y cruda, es esta película casi experimental que sigue a un chico que pierde su trabajo como repositor en un supermercado, en Buenos Aires y chatea con otro de Mozambique, mientras una especie de segunda parte sigue, en largos planos secuencia, cámara en mano, a otros jóvenes, lejanos y distintos, en una selva. Inclasificable, osada, una película que captura lo instantáneo de una manera algo excéntrica pero valiosa.
Puro ADN cinematográfico del gran Aki Kaurismäki, esta película imperdible vuelve a meterse con el tema casi excluyente de la vida europea actual, la inmigración, a través de la historia de Khaled, un sirio que llega a Finlandia pidiendo asilo. El profundo humanismo del director finlandés vuelve a estar aquí en primer plano, desde su mirada a este grupo de personajes -desde los que lo ayudan a los que no lo hacen- llena de comprensión, afecto y empatía. La puesta en escena, la fotografía, los colores, hacen de cada fotograma una composición digna de colgarse en un cuadro en la pared, incluidos los intérpretes, rostros increíbles y conocidos del cine de AK que parecen haber nacido, parecen respirar estos roles. Con la particular forma de marcar actuaciones (que hace, en Kaurismäki, a la de contar una historia), en clave deadpan, con diálogos que bordean el absurdo más feliz, el drama de Khaled llega atravesado por el humor implosivo, la simpatía y la profunda compasión, que incluye a los espectadores, de cuyo lado también se pone el generoso, inteligente y genial Kaurismäki. Sino, vean el desenlace como ejemplo de su capacidad para hacer un cine lleno de amor por el otro. Cualquiera que haya disfrutado de films como El hombre sin pasado o Le Havre/El puente sabe de la poética visual de Kaurismäki, que aquí vuelve a brillar en su forma única de encontrar candidez, humanidad, inocencia en las más terribles circunstancias. Y sin que parezca forzado, ni cursi ni impostado, sino completamente orgánico y verdadero. Ahí está el genio de este director que viene del frío para seguir regalando imágenes icónicas, de esas que perduran, en films de una calidez única.
El cierre de la muy buena trilogía que relanzó la saga simia está a la altura de las circunstancias: un gran espectáculo, una aventura feroz y sombría que enfrenta a los monos comandados por Cesar con un cruel ejército humano. El director Matt Reeves redondea un film vibrante y de enorme potencia, que se toma muy en serio la gravedad de los asuntos que pone en escena: la lucha de las especies, la naturaleza sometida, el fin de la libertad. El extraordinario Andy Serkis (Cesar) vuelve a dotar a su rey de una humanidad y una inteligencia que parecen la esencia del relato. Y un estupendo Woody Harrelson encarna a un coronel ido y cruel, que ha sometido a los simios en una especie de campo de concentración nazi. El planeta de los simios, la guerra, es una película con la dureza de los films bélicos y la poética de una historia donde la muerte, la nobleza y el coraje escriben un relato de supervivencia. Son 140 minutos de alta tensión, contados con garra y ritmo que no decae hasta el emocionante desenlace. Una película con aliento clásico.
Baby (Ansel Elgort) no se saca nunca los auriculares de su Ipod. Tiene problemas auditivos y es algo así como adicto a la música. Pero eso no le impide conducir de manera extraordinaria, huyendo con el botín de los robos en los que lo contratan como chofer. La nueva película de Edgar Wright (Scott Pilgrim), es algo así como una cruza entre Rápidos y Furiosos, Tarantino, Cerdos y diamantes y el homenaje puro y duro al género de atracos. Arranca, como un motor chispeante, prometiendo excitación al ritmo de Jon Spencer Blues Explosion. El problema es que lo que sigue es más de lo mismo: una banda sonora reconocible orquestando persecuciones -a pie o sobre ruedas- sobre un argumento que se detiene , entre carrera y carrera, en las paradas del género clásico al que honra: tiene una triste historia detrás, vive con un discapacitado que depende de él, conoce chica, quiere dejar el crimen para huir con la chica. Con un joven protagonista de encanto discutible, y un grupo de delincuentes más estereotipado que gracioso -estrellas como Foxx y Hamm-, Baby Driver es un largo cilp, una película canchera, que guiña el ojo de la posmodernidad pero se queda, inevitablemente, en lo vistoso de la cáscara, vacía.
A diez años de la muerte del Negro Fontanarrosa, este homenaje del cine argentino reúne a seis directores para trasladar a imágenes seis de sus cuentos. Como en todo largo hecho de cortos, el resultado es irregular. Con puntos altos en las animaciones de sus estupendos dibujos, desopilantes en los relatos de fútbol, y menos logrados en algunos que se sienten demasiado pegados al texto. Claro que con esos textos en off, llenos de sutileza, inteligencia y esa particular capacidad del autor para capturar el habla de la calle, la película en conjunto, y más allá del homenaje oportuno, se disfruta.
Sorpresas te da la vida, y ni hablar el cine. Quién iba a decir que el inglés Christopher Nolan, director de la llamada trilogía oscura de Batman, de Memento o Inception iba a hacer, después de esa cosa llamada Interestelar, una película como Dunkerque. Basada en un dramático operativo de rescate de soldados varados en la playa de esa localidad francesa durante la Segunda Guerra Mundial, una película bélica que se siente casi ajena a algunos de los vicios que hicieron de Nolan uno de los directores exitosos del maisntream más insufribles: estructuras narrativas complicadísimas, con saltos temporales, calculadas como mapas hacia una supuesta profundidad filosófica antes que al servicio de un relato. Largas parrafadas explicativas -sino, no se entiende nada- para films de casi tres horas, pretensiones autorales caprichosas con voluntad trascendental que a veces bordean, o directamente caen, en el ridículo. En Dunkerque, que dura “apenas” 110 minutos, todo eso parece haber sido reemplazado por una apuesta por el poder de las imágenes, en un film con pocos diálogos, que apenas abre y cierra con información y referencias históricas para sumergirnos en su relato, la peripecia de los soldados tratando de volver a casa. El resultado es un artefacto audiovisual de una potencia tremenda. El sonido de las balas, las bombas sobre la arena o el agua salada, en constante a flor de piel, la musicalización -quizá demasiado presente-, reforzando la carga dramática. Hasta la estructura del relato en paralelo, entre lo que sucede en el suelo, el mar y el aire, con distintas duraciones en cada uno -una semana, un día, una hora- que puede recibirse como otro capricho nolaniano, se entiende acá, y permite que el asunto fluya, con idas y vueltas entre lo que pasa en un lugar y otro hasta una confluencia inevitablemente emocionante. Son las historias de los soldados jóvenes intentando volver a casa, de los dos pilotos ingleses que sobrevuelan la playa y de la familia que viaja, en su velero, a intentar rescatarlos, siguiendo el llamado del gobierno a la ayuda de la población civil. Dunkerque transmite la energía de locura de esos chicos, casi adolescentes, sacados por el miedo, el hambre, el frío, la desesperación por salir de ahí. Relato de hombres jóvenes, protagonistas excluyentes de la guerra en directo, aquí soldados británicos cercados por las bombas alemanas, un enemigo que no se ve pero se siente, interpretados por un grupo de actores desconocidos entre los que se incluye al ex One Direction Harry Styles, en un estupendo debut cinematográfico. Junto a ellos, Mark Rylance, Tom Hardy y un muy buen Kenneth Branagh. Arena, mar y cielo atravesados por las bombas y en el medio, una serie de personajes sólidos y bien dibujados, sin necesidad de parrafadas ni largas escenas, cuyas vidas nos importan.Tan eficaz es la inmersión en su desventura, un verdadero catálogo de situaciones límite -la guerra, en fin- que cierto tono patriótico hacia el final, con los británicos explicándole al francés lo que es la guerra y el famoso discurso de Churchill abrazando a los maltrechos protagonistas, se siente casi funcional a la hazaña que se cuenta. Es una hazaña paradójica porque, como dice uno de los protagonistas, apenas consiste en sobrevivir.
El rock argentino está hecho de músicos formidables compositores de grandes éxitos. Pero también de una vieja escuela en la que el talento abunda, a pesar de no haber sido tocada por la varita mágica del suceso. El director Sergio Costantino construye, desde el afecto y la admiración, un documental que recupera la voz y el sonido de seis figuras que lo definen: Claudia Puyó, Gustavo El Vasco Bazterrica, Ica Novo, Tito Losavio, el funkero Willy Crook y Cuino Scornik, acompañados por otros tan fundamentales para la crónica del rock nacional como el periodista, y músico, Claudio Kleiman. En blanco y negro y con el aporte de una animación que aporta unidad y frescura, El club de los 50 es una película que disfrutarán los interesados en el asunto, pero que también pone en primer plano asuntos que suman a un debate cultural más amplio: el devenir de una industria, el rol de las discográficas, las dificultades para difundir y hasta para vivir de lo que hacen algunos artistas que colaboraron o estuvieron muy cerca de bandas y músicos masivos y populares.
El rumano Cristi Puiu es uno de los nombres fuertes del notable cine que llega, con frecuencia igual de notable, a las salas argentinas. Y Sieranevada, sin dudas, es un ejercicio de cine fuera de lo ordinario: dura casi tres horas, sucede casi enteramente en el ambiente cerrado de una reunión familiar, con puertas que abren y cierran a largas conversaciones que exponen encuentros, tensiones y descencuentros a partir de la muerte de un padre, el triste motivo que los reúne. Y a días de los atentados de Charlie Hebdo en París. Los cinéfilos no podrán menos que admirar la manera en que, con largos planos secuencia sobre un elenco de actores fantásticos, Puiu se mete, y nos mete, en sobremesas, charlas de cocina, gritos y susurros de las distintas generaciones familiares. Se habla de política, se discute de religión, se lloran asuntos de la intimidad. Ese es el cuerpo de este film indiscutiblemente virtuoso, pero cuya propuesta, y duración, exigen paciencia.
Cine de terror ruso con una premisa más que interesante: la maldición nacida de la tradición de pintar los ojos de los muertos para la foto, como forma de honrarlos y preservar su alma. Cuando el antepasado de la familia protagonista, en tiempos antiguos, vio morir a su novia el día del casamiento y se negó a aceptar semejante destino, dejó a sus descendientes la carga de alimentar al fantasma hambriento de, sí, adivinó, novias vírgenes. Así llega a la casa sombría, en tiempos de hoy, la joven protagonista con su pareja, un muchacho ambiguo que pronto desaparece, dejandola con un grupo de familiares más bien extraño. La idea del sino causado por las fotos mortuorias promete, pero lamentablemente La Novia la aprovecha poco, apenas como disparador para otro ejercicio trillado de terror. La realización y el bajo presupuesto suman a los resultados discretos. De todas formas, si sos fan del género y en tanto film menor, se deja ver.