La magnífica Kubo es toda una rareza. Una película "miyazakiana", y "kurosawana", hecha en Estados Unidos con gran trabajo de voces de grandes estrellas -Charlize Theron, Matthew McConaughey, Ralph Fiennes-. Y una película de animación, súper imaginativa, pero fuerte y compleja, no necesariamente para niños. O, en todo caso, para niños grandes (sale con calificación para mayores de 13). Dirigida por Travis Knight -animador en Boxtrolls-, cuenta la historia de un niño que debe encontrar una armadura mágica para librarse de los espíritus malignos de su familia. Hay una aventura central, trepidante y sorprendente, pero Kubo no le teme a la complejidad de su trama y menos de sus temas. La muerte, y la de los seres queridos, y adónde van y qué pasa con los que ya no están y qué dejan en nosotros. Con un niño al que le falta un ojo como protagonista, un pequeño héroe cuentacuentos, que rasga su guitarra y transforma papeles de colores en pequeñas o grandes maravillas animadas. La belleza de Kubo también llega lejos, y cuando salimos del cine, muy distintos a como entramos, sabemos que la emoción proviene tanto del contenido como de la bellísima forma. Incluidos los magníficos títulos finales, con Regina Spektor cantando a los Beatles.
Crónica de una mujer triste, la elegante nueva película de Ariel Rotter, filmada en blanco y negro, se ubica en unos años sesenta y en el interior de una casa donde alguien ya no está. Allí vive Luisa (Érica Rivas), con sus dos pequeñas hijas, una empleada con cama y la presencia cercana de su madre, después de la muerte de su marido. Desde la primera o segunda escena, a la extraordinaria Rivas (sin duda, una de las más grandes actrices argentina de este tiempo) le basta un gesto, y de espaldas a la cámara, para transmitir la hondura de su dolor. Abre un armario lleno de ropa de hombre, toma una camisa y la huele, profundamente, como si tocara una herida que a la vez es una caricia. Pero una mujer joven con hijas pequeñas debe rehacer su vida, y Luisa permite que un cortejante la invite a salir. Ernesto, enamorado, va demasiado rápido. Pero si la vida tiene que continuar, él la representa. Y el estupendo Marcelo Subiotto llena a Ernesto de calidez, ternura y humor, aunque el tipo sea un poco pesado. Una gran película, hecha con respeto y corazón, con una actriz sensible, intensa y vibrante que no vale la pena perderse.
Colorida, y efervescente, con un elenco variopinto encabezado por el clan Spinetta-Mutti, la nueva película de Santiago Giralt es una suerte de screwball comedy, en la que los personajes hablan todo el tiempo mientras entran y salen de escena y sucede de todo a la vez. Hay enredos, juegos y ternura, desde la voz en off del bellísimo Angelo, que cuenta la fiesta de casamiento de su papá con su novio, mientras su mamá a punto de parir no sabe si su actual pareja es en verdad el padre de la criatura y sufre "antojo de vicio: quiero fumar, quiero tomar". Hay también una actriz diva difícil interpretada por Luisa Kuliok, y Moria Casán convocando a tomar un drink a todo el mundo cuando las cosas se ponen complicadas. Desprejuiciada, con guiños al Almodóvar under y grandes dosis de buen humor, un estreno oportuna y cabalmente primaveral.
Atractivo thriller en torno de un juego online en apariencia inofensivo al que se suma Vee Demonico, sin imaginar que se meterá en una competencia con un extraño y la verdad o consecuencia, más que lúdica se pondrá bastante siniestra. Entretenida y menor.
Un grupo de adolescentes, de camino a Coachella, decide pasar un par de días por Los Ángeles para recorrer el tour del terror, desde la casa donde asesinaron a Sharon Tate y otros sitios donde hubo crímenes rituales, a los más oscuros tugurios de los adoradores del demonio. Entre el escepticismo y la sucesión de hostilidades en una ciudad que les es ajena, terminan involucrándose con um rito que tiene poco de juego. Con Sarah Hayland, la adolescente de Modern Family, una película divertida y menor, que cruza con inteligencia el superado espíritu juvenil con el turismo morboso y algunos sustos.
El director Gustavo Fontán traslada a imágenes el libro de Saer sobre una pareja que vive en una isla, donde atraviesa el duelo por la muerte de un hijo. Él cree que ya es tiempo de dejar el luto, pero ella se siente incapaz de acompañarlo a la fiesta vecina. Es año nuevo. El marido irá solo, llevando unos limones, y allí se encontrará con otros personajes. Un personaje en movimiento y otro que no quiere moverse. La anécdota es mínima. Pero la capacidad de Fontán para llenarla de imágenes en las que la naturaleza, sus barros y humedades, sus sonidos y luces, abraza a los que viven en ella -o vuelven, o se quieren ir "a la ciudad"-, gente de pocas palabras y mirada profunda, hace de El Limonero Real una película de gran potencia poética, que puede poner en escena la ausencia, nada menos, sin apelar a ornamentos visuales ni parrafadas que expliquen lo que se entiende con la claridad de un cielo despejado.
A Gonzalo Tamayo se lo ve algo perdido. No termina de conectar con sus estudios, aunque ya es un chico grande, va algo desaliñado, entre amores con una prima, las clases al vecinito del edificio, la relación con su madre. Pero en su decisión de apostatar, de ser borrado de los registros de la iglesia católica donde fue bautizado y tomó la comunión, se lo ve completamente seguro. Su pequeña cruzada particular es a la vez absurda y totalmente razonable. De manera algo cándida pero implacable, Gonzalo argumenta frente a jerarcas de sotana porqué quiere dejar de formar parte de la institución. Por qué no cree. El director uruguayo Federico Veiroj hace con este asunto una comedia austera pero atractiva, atravesada por un humor latente, que no intelectualiza ni cae en la tentación de sumar largas parrafadas filosóficas sobre Dios o no Dios. Con inteligencia, Veiroj y su equipo, apuestan por mostrar, por seguir a su personaje decidido a no dejarse convencer de que lo suyo no vale la pena. Tampoco lo juzgan. Si estamos ante un diletante, un sobreadaptado o un rebelde sin causa queda a criterio del espectador. Y así, desde su detalle, El Apóstata se mete con la relación de los individuos con las instituciones, o la imposibilidad para salir de ellas. Nada menos.
Fábula de mascota transformada en padre, o más bien viceversa, con mensaje. De eso se trata la película dirigida por Barry Sonnenfeld -Hombre de Negro, La Familia Adams- sobre un poderoso hombre de negocios -Kevin Spacey- egoísta y descuidado con sus afectos. Por un accidente queda en coma y se reencarna en el extraño gato, vendido por un extraño señor, que ha comprado su hija. La niña rica con tristeza terminará por entender, a fuerza de innumerables gags del animal humanizado, que el gato es papá y tiene algo que decirle. Para los chicos, y para los supuestos padres culposos, seguramente había maneras más divertidas de mostrarles que el dinero no hace la felicidad que un gato animado borracho de whisky golpeándose contra los muebles. Una comedia desganada, que habla de ternura y emoción sin rozarlas y entretiene apenas.
Un musculado Leo Sbaraglia es El Tigre, un boxeador cercano al retiro. Padre cariñoso y feliz marido de una bella italiana, lleva un pasar doméstico acomodado, tranquilo. Pero cuando ve, al pasar, a una joven boxeadora en el gimnasio donde entrena, se lanza inmediatamente a perseguirla e inicia con ella una relación de sexo apasionado tan irrefrenable y brutal (son boxeadores) como los puñetazos que debe dar en el ring para defenderse de sus -más jóvenes, más motivados- contrincantes. Todo sucede de inmediato, con poca progresión dramática, como con prisas. Sangre en la boca tiene una puesta técnicamente impecable, con una fotografía que saca provecho de la coreografía corporal del box. Pero la pulsión romántico-erótica de los personajes, así como la naturaleza de los personajes mismos, se ve tan forzada y poco sustentable que cuesta creer y menos empatizar con lo que está pasando. El boxeador veterano que se resiste a colgar los guantes es una figura siempre interesante, en su poética de la derrota. Pero transformarlo en héroe del erotismo hubiera requerido, acaso, una resolución menos apurada.
Basada en un reportaje sobre dos veinteañeros que se meten casi jugando en el negocio de la venta internacional de armas, la nueva película del talentoso Todd Phillips (el de la saga ¿Qué pasó ayer?) es una comedia negra sobre un asunto serio del que no nos reímos. Un filo que parece requerir de gran atención, pues War Dogs, su título original, es menos libre y creativa de lo que podría haber sido dadas las credenciales del director en la comedia más pura. Sin embargo, el atractivo de esta historia de estructura clásica, el american dream alcanzado y perdido, no decae en ninguno de los minutos de sus casi dos horas. Hay un humor bastante estallado, una tensión lograda, una crítica fuerte a la política de negocios de guerra de los Estados Unidos y un gran personaje central a cargo de Jonah Hill. Una película valiosa en su búsqueda y en su tremenda incorrección política, en la que gana la sensación de riesgo asumido, aún a pesar de sus convencionalismos.