La directora Mariana Arruti (Trelew) construye con El Padre un rompecabezas doloroso. Esta es la búsqueda de su padre, muerto a principios de los setenta, a quien la realizadora apenas conoció pero de cuya desaparición -mejor dicho, de los motivos reales de su muerte- duda. El Padre es un documental raro, que echa mano de la ficcionalización y se apoya en testimonios de formato periodístico: gente hablando a cámara. El suyo es, obviamente, un diario personal, ahora abierto a quien quiera compartirlo. No es una experiencia placentera, claro.
Biopic sobre el genio matemático indio Srinivasa Ramanujan que a principios del siglo pasado dejó a su familia para llevar sus fórmulas a Cambridge, tiene a Dev Patel -en el mismo registro conocido por Slumdog Millonaire, Newsroom y Hotel Marigold- como protagonista. En Cambridge -escenario real-, Ramanujan tendrá un tutor, el profesor Hardy (Jeremy Irons) y atravesará distintas dificultades, siempre pegado al desarrollo febril de sus fórmulas de revolucionarias particiones de números. Con una producción prolija y un tono serio, solemne y edulcorado, esta nueva historia basada en hechos reales sobre un genio matemático (a la Imitation Game, sobre Alan Turing), se desarrolla en una serie de escenas llenas de parlamentos importantes que sus buenos actores entregan lo mejor que saben. Otro film biográfico en el que el respeto le gana al vuelo y el encorsetamiento a la creatividad.
Nuevo y bienvenido ejemplo de cine de género argentino. En este caso, una comedia negra que mezcla zombies, aquelarres y vampirismo en una parábola de reivindicación feminista. O algo así. La película de Fabián Forte -codirector de Socios por Accidente 1 y 2 junto a Nicanor Loreti- cuenta la historia de Ángel (Diego Gentile) un director de publicidad infiel y mujeriego que utiliza su poder como productor para conseguir chicas y tiene todos los vicios del ganador tramposo y prepotente. La película empieza con la voz en off de Ángel desde el más allá. En el largo y falso flashback conocerá a una serie de mujeres bellas y peligrosas, en plan diosas celtas, una cofradía que se dedica a esclavizar a los machistas como él, una vez muertos en vida. Con menos minutos, El muerto podría haber contenido mejor la sustancia, el largo chiste de humor negro la emparenta con tantos ejemplos del cine estadounidense o de acá (desde La muerte le sienta bien a Plaga Zombie). Divertida, desparpajada y alegre, El muerto tiene momentos hilarantes, aunque cierto estiramiento innecesario, sobre todo en las escenas dedicadas al matrimonio de Ángel, dispersan la eficacia. Ya se sabe, los chistes dependen del timing con que se provoca el suspenso y se remata. De quién y, sobre todo, de cómo se cuentan.
El gran bailarín argentino Julio Bocca ceba mate desde el termo en una oficina de paredes descascaradas. No es el hombre de malla que volaba con Don Quijote, sino el director del ballet del Sodre, en Uruguay. Un universo con rutinas que incluyen maravillosos ensayos, conflictos gremiales, orquestas que se niegan a tocar y funcionarios públicos que ejecutan una burocracia gris. Avant muestra ese cotidiano, rico y curioso, en el que lo artístico debe negociar, día a día, con los más terrenales y pueriles de los problemas. Curiosamente, esa mirada del backstage, de bambalinas, en la que los bailarines son trabajadores que se esfuerzan y se preocupan por el cuerpo y el paso del tiempo, no echa por tierra la belleza del ballet, sino todo lo contrario. Con un trabajo de encuadres que saca provecho de los lugares, como la bella sala Adela Reta de Montevideo, y una observación sutil de gestos, movimientos y gentes, Avant es un muy buen documental sobre Bocca pero también más: una mirada aguda sobre la creación artística sin adornos.
Nueva y divertidísima adaptación de Jane Austen, lejos de cualquier encorsetamiento y solemnidad, esta película basada en una novela de juventud y poco conocida de la autora, Lady Susan, es una de las sorpresas del año. Con la irreverencia necesaria para trabajar con semejante soltura, el director Whit Stillman sigue a la viuda Susan Vernon (Kate Beckinsale, genial) en el incansable armado de pequeñas conspiraciones para casarse, ella o su pobre hija, con algún tonto adinerado. Vernon tiene su reputación, su apelllido y sus contactos, pero también pesan sobre ellas sospechas de amoríos nonsanctos y, principalmente, está sin un centavo. Junto a su amiga americana (Chloe Sevigny), Susan urde tramas para hacerse invitar y seducir, o para colocar a la joven Frederika, cuando casualmente se acuerda de ella. Stillman hace de su maquiavélica protagonista un encanto malicioso digno de verse en cada escena, pero también conmovedor: Stillman transmite un gran cariño por sus criaturas, incluída esta villana maravillosa. Y los que están de un lado y de otro de sus planes, engañados o desengañados, tienen, hasta en los papeles más chicos, momentos de brillo y humanidad. Con gran sentido del humor, la película llega lejos en su mirada de las cuestiones sociales de la época austeniana y el lugar de lo femenino en ellas.
Como en el caso de Star Wars, son bienvenidos los cuidadísimos relanzamientos de las saga galáctica de la Enterprise. Ultra conscientes de que juegan con un material tan querido, los realizadores, atentos a los detallas, trabajan, y se nota, desde el entusiasmo -artístico y comercial- por contar las aventuras del Capitán Kirk, Spock y los demás integrantes de esta nueva generación de tripulantes. Esta tercera entrega, dirigida por el experto en acción Justin Lin (Rápidos y Furiosos) después de las buenas y hasta muy buenas dos primeras, vuelve a apoyarse en el cariSma de sus personajes y la relación que los une. Compañerismo, complicidad y un optimismo que está en el histórico corazón trekkie, abierto a la exploración de lo nuevo y lo desconocido. Pero como se dice en una de las primeras escenas, hasta esa aventura puede volverse rutinaria y aburrida. Y cuando más de uno está pensando en cambiar de trabajo y preparando secretamente el discurso de despedida de sus amigos, aparece el villano de turno, Krall, que en un primer encuentro hace polvo, casi literalmente, la Enterprise. Lo que sigue son casi dos horas de escapes, peleas, explosiones y luchas por la supervivencia y por derrotar al malvado y su ejército de trolls. Un desarrollo que termina por desgastar el interés y podría haberse condensado en menos minutos. Importa mucho más lo que les pasa a los personajes, diversos y de gran corazón. En la balanza entre aventura bombástica y comedia, la segunda gana, con chistes que funcionan y el carisma de sus actores: el estupendo Zachary Quinto, el lindo Chris Pine, el británico (también guionista) Simon Pegg y un tembloroso Anton Yelchin, fallecido hace pocos meses, con acento ruso.
Los novelones melodramáticos nunca pasan de moda. Basta chequear las listas de best sellers. La luz entre los océanos tiene grandes atractivos visuales para enmarcar su historia. Un hombre, sobreviviente al combate de guerra, acepta un puesto como cuidador de un faro remoto y se instala en una isla rocosa, en medio del océano. Tom, interpretado por un parco Michael Fassbender, es un tipo melancólico y callado que enamora a la joven, y jovial Isabel, hija de sus patrones (Alicia Vikander). Ya casados, suceden días de felicidad compartida en la isla, pero ella pierde dos embarazos y cae en una depresión. Su fuerte deseo maternal cambiará los destinos de los enamorados, sobre todo después de una decisión que toman frente a la llegada de un bote a la deriva donde llora... un bebé. Durante más de dos horas, el director Derek Gianfrance desarrolla este drama que vira de romántico a melodrama a secas, con el protagonista sufriendo entre dos mujeres trastornadas por la cuestión maternal y un dilema ético que ocupa el centro de la historia. Lo curioso de la película es que, en su sucesión de situaciones lacrimógenas y su lustroso capricho, no termina de generar emociones genuinas en el que mira. Acaso la química entre Fassbender y Vikander -que son pareja en la vida real- funcione de manera extraña. Pero los actores tienen la culpa de la falta de sangre que aqueja a este melodrama a la antigua. Es quizá el esfuerzo por la prolijidad el que se llevó toda la energía.
Después de filmar la remake del clásico Evil Dead, el uruguayo Fede Alvarez, con producción de Sam Raimi logra una pequeña obra maestra con No Respires, la película de género que lleva dos semanas en el número uno de la taquilla de Estados Unidos, hito que, para un director sudamericano, tiene un sólo precedente en los últimos tiempos con Mamá, de Andy Muschietti. Esta es la película de un cinéfilo y una declaración de amor a la artesanía cinematográfica. Cada plano transpira ganas, ideas, potencia, aún los que menos funcionen en términos de estricta verosimilitud. El planteo brilla por su simpleza: unos chicos que roban casas entran a la equivocada, la de un veterano de guerra que vive solo y está ciego. A partir de esa premisa, Álvarez y su equipo ponen a funcionar un mecanismo que, a pura creatividad, inventiva y aprovechamiento de todas las posibilidades que ofrece la edición y la puesta al servicio de la trama -luz versus oscuridad, generación (o América), presente y pasada, exterior e interior- te deja sin aliento tal y como los protagonistas, si quieren evitar que el peligroso enemigo los registre. El uso y aprovechamiento de las locaciones es de una enorme inteligencia y creatividad. Estamos en Detroit, escenario de la crisis económica. Y en un barrio abandonado donde los yuyos se apropiaron de lo que alguna vez fueron jardines. A Álvarez le bastan dos escenas de back, sobre la vida y el entorno de su protagonista, para que la rubia Rocky nos importe y hasta nos conmueva. A través de ella, y como por la rendija de alguna de las ventanas de la casa en la que transcurre la mayor parte de la película, No Respires pinta un país que nada tiene de american dream y en el que los sobrevivientes de sus guerras sangrientas son tratados como héroe,s hagan lo que hagan y sean como sean. No Respires, como Green Room, 10 Cloverfield Lane y hasta Room, ejemplos recientes del género encierro, hace de sus casas microuniversos lleno de recovecos y secretos que se irán develando frente a nuestros ojos, aquí a un ritmo frenético. Conductos, sótanos, armarios, puertas, zócalos adquieren en No Respires tremenda potencia dramática. Un paisaje del interior que es también el de una mente, la del dueño de casa. Sin bajar un cambio hasta el final, No Respires tiene también un juego de ambiguedad conceptual en el que el villano es una víctima y la heroína una ladrona. Pero la lectura política es clara: ambos son producto de una sociedad desigual, violenta e injusta. Como en grandes películas del género, tiene mucho para decir aunque no pierde jamás el hilo y la convicción del desesperado cuento visual que se está contando. Una gran película.
La nueva película de Mariano Cohn y Gastón Duprat (El hombre de al lado) es una ácida y negra comedia sobre el retorno de un escritor (Oscar Martínez) a su pueblo natal, a cinco años de haber recibido el premio Nobel de Literatura. Dividida en capítulos, la película dedica su primera parte a la observación de la vida pueblerina de Salas, en las antípodas de la sofisticación y cosmopolitismo de Daniel Mantovani, el ciudadano ilustre e hijo pródigo. Todo en Salas es de mal gusto, de una modestia ridícula, pacato, chato y estúpido. Una mirada que lejos de cualquier calidez o afecto, parece derivar del desprecio con el que el autor evocó ese lugar desde las páginas de sus libros. Sólo en los ojos emocionados de Mantovani aparece, por algún instante, algún trazo de sentimiento genuino. El guión acumula situaciones de gran incomodidad para su protagonista. El padre de un chico minusválido que le pide miles de dólares para comprarle una silla, la señora que le pregunta porqué no escribe cosas lindas, el paseo en camión de bomberos junto a la reina de la belleza. En la incomodidad, claro, hay tensión, y esa tensión va creciendo, a medida que el pueblo que al principio lo recibe como un prócer se va volviendo cada vez más hostil. Son buenas las observaciones de la vida pública de una celebridad, verdadero imán que atrae a todo tipo de locos, garroneros y pesados. Cualquiera que haya estado cerca de alguna estrella de las artes sabe cuántos aspirantes a escritores, estudiantes de letras o fanáticos perturbados se dedican a la persecución de su presa como si les perteneciera. Pero el Ciudadano Ilustre tampoco destila cariño por su personaje central, un tipo brillante pero solitario y amargado. Hacia la mitad, la película toma un giro y el pueblo le muestra los dientes al laureado visitante. Sin embargo, son algo gruesos los trazos con los que se pinta el cambio de humor, hasta la violencia, de los enemigos de Mantovani -un patotero que lo acusa de insultar a Salas desde su obra y Antonio (Dady Brieva), el siniestro amigo de la infancia que se casó con su antigua novia, Irene (Andrea Frigerio). Demasiado violentos y brutales, principalmente el de Brieva, un compendio de lo desagradable y amoral que además tiene su momento Midachi. Como si tuvieran que engranar en la maquinaria de que nadie es profeta en su tierra. Las envidias, los celos y el resentimiento por el éxito ajeno no admiten sutilezas en esta película que algunos vieron como metáfora de lo peor de la argentinidad y otros, como una mirada muy argentina de vernos a nosotros mismos.
El Woody Allen de este año remite, felizmente, al de antes. El de los ochenta y noventa. El de la magnífica Días de Radio. El anterior a algunas películas con aire de encargo o piloto automático de los últimos tiempos, que no estuvieron a la altura de su leyenda. Café Society es una película amable, liviana en apariencia, diáfana y si se quiere menor. Al menos si se las compara con sus obras maestras. Allen sobrevuela a su triángulo de personajes en una historia de amor. Otra vez con Jesse Eisenberg como protagonista, el actor que parece reconocer la deuda del Allen actor, con sus manías, neurosis y physique du rol. Él es Bobby, que llega a la LA de la era de oro del cine para buscarse una vida, amparado por su tío, un poderoso agente de la industria (Steve Carell). Allí se enamora de la asistente del tío (Kristen Stewart), ignorando que ella tiene ya una relación. Entre grandes mansiones, glamour y martinis secos, Allen relata, con su voz en off, las desventuras de Bobby y las de su familia judía del Bronx. La segunda parte de Cafe Society sucede en territorio alleniano, la ciudad de Nueva York, donde aparecen otros personajes, como el de la estupenda Blake Lively. Con una bella fotografía del prestigioso Vittorio Storaro, Cafe Society se ve con el placer que el mejor Woody Allen puede compartir y transmitir. Y si la mirada nostálgica puede resultar un poco empalagosa, hay un humor que funciona y una potente melancolía romántica. La de los amores perdidos o imposibles, la de esos que se sueñan con la certeza de que no sucederán en esta vida.