Almodóvar regresa al universo femenino de sus mejores films, pero con uno que está muy lejos de aquellos. Melodrama intimista, Julieta es la historia de una mujer interpretada por dos buenas actrices: en el pasado por Adriana Ugarte y en el presente por Emma Suárez. Hay una tragedia y un trauma que marca la relación entre una madre y una hija. Hay referencias a Hitchcock, artificialidad, diálogos imposibles. Y nada hay de la frescura del Almodóvar under de los ochenta, así como poco o nada queda de esa España, que tan bien supo mirar el manchego, en esta poseuropeizada de hoy. Como si este Almodóvar, que ya no es Pedro ni en los títulos, tuviera poco o nada para decir. En su lugar, la olvidable Julieta exhibe una ampulosidad, un extravío narrativo, unos encuadres vacuos, y una pereza la convierten en una experiencia árida, difícil de atravesar; a veces cercana al ridículo. Está basada en tres relatos de la Nobel Alice Munro, pero parece durar como un novelón de dos mil, interminables páginas.
Era tan difícil atreverse a una segunda parte del clásico Buscando a Nemo que Pixar se tomó trece años. La expectativa era máxima con esta especie de secuela que en realidad es un spin off, pues toma a un personaje secundario, la adorable y olvidadiza Dory, y lo transforma en protagonista. Ahora es Dory la que busca, pues recordó que tiene unos padres, y eso dispara la aventura en la que la acompañarán una serie de personajes nuevos, mientras Nemo y su padre la buscan a ella. Dory, ya saben, es un personaje riquísimo, una poética y conmovedora caja de sorpresas cuya vida es de por sí una aventura, entre el inconsciente y los recuerdos, las lagunas y las revelaciones. Buscando a Dory es una declaración de amor por la aventura, en varios sentidos capaces de emocionar profundamente. Sensible y divertida, de un nivel artístico y una belleza apabullantes, vuelve a demostrar, por si había algunas dudas después de la neurocientífica IntensaMente, que la mejor factoría de animación del mundo es capaz de hablar de cuestiones complejas también a un público infantil. Y de regresar con gloria, una década después, a uno de sus territorios más sagrados. Te vas a reír y vas a llorar de la manera más genuina.
Arriesgada y audaz, una rara apuesta del cine argentino por la comedia negra y el terror sangriento. Un pueblo perdido donde la vida pecaminosa baila al compás de la guitarra criolla. Una matriarca de temer, -impresionante Marilú Marini-, y sus dos hijos, la joven prostituta y el leñador retrasado, un inspirado Luis Ziembrowksi. Con una fotografía impecable, de tonos ocres, y un arte preciso aunque austero, el director y actor Valentín Javier Diment arma un combo absolutamente excesivo en su sordidez. Habrá inusitadas dosis de sexo salvaje, violencia, magia negra, violaciones y un generoso festival gore. Un paseo por un micromundo salvaje, hecho con convicción y oscurísima gracia.
Otro traslado de una obra de teatro al cine francés en la línea de Le Prenóm y otros ejemplos con gente que habla mientras bebe buen vino. Tres amigos de toda la vida, burgueses de muy buen pasar, se encuentran en el magnífico piso de uno de ellos para jugar a las cartas. Uno llega tarde y, desencajado, dice que acaba de matar a su mujer. Lo que sigue es una hora y media de diálogos sobreactuados, como si los buenos intérpretes estuvieran en un escenario y no frente a una cámara. El director y guionista Richard Berry, asistido por el autor de la obra Eric Assous, hace gala de una desidia absoluta por intentar resolver todo aquello que hace del teatro filmado una chatura sólo comparable con el teatro filmado. Tampoco ayuda el contenido, apuntalado por las consabidas confesiones que llegarán, decisiones inverosímiles, toques de humor payasesco y revelaciones que se ven venir de lejos. Más que fallida, innecesaria.
En la misma línea de humor zarpado de la primera, pero con menos eficacia humorística, esta segunda parte encuentra a la familia feliz de Seth Rogen y Rose Byrne a punto de vender la casa cuando un grupo de alocadas adolescentes decide alquilar la de al lado. Ellas quieren armar su fraternidad, fuera de las restricciones sexistas que imponen ciertas reglas universitarias. Así se replica la situación de la primera parte pero esta vez con un grupo de niñas fumonas que hacen fiestas en bikini, por supuesto muy ruidosas. Pero si el argumento es excusa para el humor, los guionistas no logran elevarse más allá de la repetición de situaciones y chistes que vuelven una y otra vez, sin merecerlo. Todo se ve forzado: el mal gusto insistente para que quede claro que es una comedia loca, las bajadas de línea sobre la igualdad de género, el matrimonio igualitario y lo que significa ser buenos padres, el rol mecánico de los personajes secundarios. Incluso el divertido núcleo de la saga -poner a un matrimonio joven frente al espejo de que ya no lo son más- está aquí tan sobreexplicado que ni los realizadores parecen muy convencidos de sus imágenes (ni de la memoria de los espectadores). El corazón de la película se limita a la presencia de sus buenos comediantes y algunas secuencias físicas con el imperfecto Rogen y el musculoso Zac Efron, los mejores personajes. Ahí sí regala algunas risas esta secuela poco inspirada.
Bagnoli es un barrio emblemático y popular de Nápoles, con la geografía marcada por lo que supo ser un polo industrial. Y esta película lo recorre, desde sus grandes espacios, muchos venidos a menos, a sus callecitas, bares, rincones y dormitorios particulares. El director, Antonio Capuano, atrapa el pulso de ese lugar, al que mira con gran cariño, a través de las historias de un grupo de personajes más o menos ligados entre sí. Una suerte de vagabundo voluntario e impredecible, un hombre mayor que descubre sus memorias y otro más joven. Una propuesta original para mostrar una sociedad, pintar una aldea y, a la vez, retratar la intimidad de unos tipos singulares, aunque lo formal a veces desconcierte. Por supuesto, hay un espacio para el prócer napolitano, Diego Armando Maradona.
Comedia romántica chileno-argentina, liviana y simpática, que apela a todos los clichés del género de manera consciente y humorística. Es la historia del desencuentro de una pareja compuesta por Alma, una chica con trastorno bipolar y Fernando. Con una puesta que por momentos remite a Almodóvar, cae en algunas resoluciones pueriles pero mantiene una comicidad sorprendente. También es graciosa la mirada chilena a la ciudad de Buenos Aires, vista como un lugar peligroso lleno de neuróticos malhablados.
La versión italiana de Le Prenom es una lograda puesta en escena de la crisis familiar que se desata a partir del nombre que piensan ponerle a un niño por venir. Ya conocés la historia, que se desarrolla a lo largo de una cena en la que los trapos sucios y los secretos mejor guardados estallan entre copas de vino y reclamos familiares. Con gracia y astucia, la directora Francesca Archibugi suma referencias al pasado de los protagonistas y para ilustrar el presente y aprovecha el aporte de sus actores, Valeria Golino y Alessandro Gassman, hijo de Vittorio.
Una sofisticada modista vuelve al pueblo de mala muerte del que se fue expulsada, en la infancia, después de una pelea en la que murió un chico. Vuelve con ganas de vengarse de todos los que la maltrataron y se encuentra con una madre al borde de la locura y otros personajes, malos, buenos y raros. La australiana Jocelyn Moorhouse, directora y guionista, arma con esta base una película tan desconcertante que nos pone en la pista de una comedia negra para virar al drama y el golpe bajo, y luego al grotesco y al melodrama. Una sucesión de cambios de tono tan drástica como contraproducente, para un relato que se resiente, al punto que perdemos interés por lo que les pasa a estos personajes, aún cuando sus actores -Kate Winslet, Hugo Weaving, Judy Davis-, le ponen la mayor de las ondas.
Ningún pibe nace chorro, sostiene este documental que se mete con el tema de los menores inimputables que cometen delitos y son recurrentemente marginados y castigados por un sistema injusto, tan incapaz de ofrecerles una posibilidad de futuro como de reinsertarlos a la sociedad de la que los expele. Para eso da voz a defensores públicos, profesores y hasta poetas, como Vicente Zito Lema con su desgarrante, aunque algo excesivo -en tiempo y en tono- Ángel del Espanto. Pero sobre todo a algunos protagonistas de la lucha diaria por sobrevivir, evitar que sus hijos roben o caigan en el paco. Esos que a veces cortan calles, que saben o intuyen que tienen derechos, que no quieren planes sino respuestas o, a veces, menos violencia y hasta algo de justicia. Andrea Testa no busca objetividades, pero vaya si las encuentra. Brilla especialmente la participación breve pero increíble de Damián Quilici, un talento del standup conurbanero que, en dos intervenciones, casi se roba la película.