La nueva película del realizador de La Libertad (2001) tiene a una estrella internacional de Hollywood (pero comprometida enormemente con el cine independiente) como Viggo Mortensen en su rol protagonista, pero se aleja de todo tipo de convencionalismos y mantiene el mismo ritmo (o algunos detractores, sin estar tan equivocados, dirán "falta de") y mirada cansina, a veces contemplativa y a veces meramente caprichosa. Así es el cine de Lisandro Alonso: desprejuiciado y no apto para todo público. Es cierto que la paciencia es la virtud del realizador, capaz de sostener planos mayormente estáticos por varios minutos y sin corte, y deberá serla también del espectador que quiera disfrutar de esta película. ¿Qué hace de Jauja entonces una obra distinta e interesante en la filmografía de su director? Por un lado, aún con sus múltiples silencios, posee más diálogos que toda su anterior obra sumada, y por el otro -y más importante- se ve increíblemente bien. Los paisajes fotografiados por el danés Timo Salminen son de una preciosidad atípica para el cine nacional, y sin duda forman parte de la columna vertebral de la película. La otra parte la aporta Viggo Mortensen, experto en laconismos y actuaciones apagadas pero de profundidad innegable, interpretando a un danés varado en lo que, suponemos, es algo así como una Conquista del Desierto en nuestras sangrantes tierras en algún momento repletas de pueblos originarios. Esos pueblos, aquí reducidos al peyorativo nombre de "cabezas de coco" representan una amenaza para el hombre moderno que busca aniquilarlos sin ninguna piedad, y por eso una campaña militar asoma como excusa para esta épica minimalista con ecos de Fitzcarraldo, pero con volúmen al menos 20 decibeles más bajo. La música que asoma hacia el final de la película también es obra de Mortensen y merece un reconocimiento aparte. Jauja comienza con una introducción atípicamente narrativa para el cine de Alonso, luego se vuelca al minimalismo absoluto (y es allí donde se extiende, aún si consciente de ello, realmente demasiado), aborda tramos de western, y concluye con una resolución casi surrealista, metafórica, que devuelve el interés a lo que está sucediendo en pantalla. No comprende al espectador ajeno a este tipo de películas ni busca que éste, tampoco, se integre al relato. Alonso hace un cine que divide las aguas pero que, así como le sucede a mejores realizadores del mismo estilo (Jim Jarmusch, por ejemplo) se repite y regodea demasiado en caprichos (el formato académico no aporta demasiado al relato) e injustificados tiempos muertos. Presentada como apertura oficial del 29 Festival de Mar del Plata, la película contó con la explicación en vivo de su actor principal, quien la definió como un "western existencialista argentino-danés". Posiblemente no haya mejor descripción para la película.
El cine, se sabe, está hecho mayormente en base a estereotipos y a menudo por ello caemos en un grave error: el creer que éste se basa justamente en modelos prefabricados para imitar a la vida misma. Pero, ¿qué pasa cuando la vida imita al cine y no viceversa? ¿Cómo se completa ese círculo vicioso que nos hace creer que sabremos cómo actuar frente a la presión, el horror o la aventura misma? Ésta es tan sólo una de las tantas preguntas que se hace con punzante ironía Ruben Östlund en Force Majure, y como respuesta a muchas de estas interrogantes encuentra situaciones absurdas, patéticas y tristemente reales. No hay héroes ni hay heroínas, pero todos pretenden serlo. Lo que es peor, no hay mea culpa, perdón ni mucho menos, disculpas. Lo que aquí destraba la verdadera naturaleza de un hombre que está lejos del macho cabrío hollywoodense es una enorme avalancha. El padre de familia huye en lugar de proteger a los suyos, pero no es tanto su instinto de supervivencia (inevitable e impredecible, dirán los realistas) lo que desata la ira de su mujer, sino su incapacidad posterior de reconocer su actitud. El reclamo en sí es injusto, es cierto, porque nadie sabe cómo actuaría frente a una situación de semejante envergadura, pero se vuelve irremediablemente certero cuando la respuesta al porqué es un indescifrable silencio por parte del acusado. Al personaje principal, queda claro, más que una avalancha lo que realmente le da miedo es la etiqueta de "cobarde" y el qué dirán de la gente. Force Majure es posiblemente una de las mejores películas del año y le bastan tan sólo los primeros cinco minutos para demostrarlo: detrás de una foto familiar forzada, arquetípica y patética se esconde una institución formada por conservadurismo e hipocresía, y tan sólo un hamague de accidente natural es capaz de desenmascararlo. Se equivoca la crítica en general, sin embargo, al entender que Östlund se está riendo tan sólo del supuesto rol del hombre en una sociedad machista y patriarcal: tan lamentable resulta el rol de este paterfamilias como el de la madre que se siente desprotegida y permanentemente necesita a su macho para sentirse así más segura. Hombres y mujeres, por igual, actúan aquí no en base a su naturaliza sino a lo que se espera o supone falsamente de ella. Así, Apenas quedan libres de pecado los niños, muy jóvenes para comprender el ridículo de los "adultos". El coral epílogo que cierra esta historia antiheroica merece un enorme aplauso, así como cada una de las observaciones que el director esboza en todos sus personajes.
No se sabe bien cómo ni cuándo exactamente Liam Neeson pasó a convertirse en el atípico nuevo héroe de acción (se sospecha que buena parte de la culpa es de Luc Besson, al producir Taken allá por el año 2008), pero lo cierto es que el otrora protagonista de dramas como Los Miserables (1998, Bille August) y La Lista de Schindler (1993, Steven Spielberg) es hoy sinónimo de disparos, explosiones y venganzas. También, claro, es sinónimo de sobriedad y excelentes actuaciones, lo cual le juega a favor en la comparación frente a otras estrellas del género. Caminando entre tumbas es otro vehículo difícilmente imaginado para otra figura del cine, pero difiere de la última parte de la filmografía del actor en varios puntos. En primer lugar, está basado en el bestseller homónimo de Lawrence Block, y en segundo lugar se trata, en rigor, no de una historia de acción sino más bien de un thriller detectivesco con estructura clásica. Esto último, tan común quizás ya treinta años atrás, es hoy un bienvenido regreso a las fuentes de un género capaz de entregar excelentes historias y momentos cinematográficos. El clasicismo al cual apunta este film de Scott Frank no es una anacronía sino una sabia decisión en términos de estética y narrativa. Que la historia sea lineal implica una mayor concentración por parte del espectador, mal acostumbrado a idas y vueltas con flashbacks en el tiempo que, por lo general, sobreexplican todo. No es que Caminando entre tumbas posea justamente un argumento demasiado complejo, y ahí radica lo inteligente de la decisión del director: Liam Neeson encarna a un detective retirado de la Fuerza Policial, hoy independiente, que actúa bajo sus propios códigos, tomando sólo aquellos casos que considera relevantes. Uno de estos casos golpea su puerta (o, mejor dicho, lo busca entre copas y bares) cuando una mujer aparece asesinada, en lo que parecería ser un caso de venganza mezclado con narcotráfico. El crimen parece esconder algo más, y allí entrará en acción la labor del protagonista por desentremarlo. El personaje de Matt Scudder viene de la literatura como un ser atormentado por su pasado, y así lo interpreta hábilmente Neeson en un rol que le queda cómodo pero, afortunadamente, no parece fastidiarle. Caminando... no presenta situaciones demasiado originales ni arriesgadas, pero las que esboza lo hace desde la corrección y profesionalismo de un producto sencillo, poco arriesgado, pero muy profesional y prolijo desde donde se lo mire. No hay exageraciones, no hay absurdos hollywoodenses, y no hay promesas de una secuela tampoco, y a veces eso es más que suficiente para acercarse a una película sin mayores pretensiones que la de convertirse en un producto digno, aunque por cierto para nada inolvidable.
Entre las muchas exageraciones y mentiras que orbitan alrededor del mundo del cine (muchas, es cierto, infladas por la prensa y el marketing) hay una que dice que Cristopher Nolan es uno de los mejores directores del momento. Hay, después de todo, al menos buena parte de su filmografía como para sostenerlo: Memento (2000), la remake de Noches Blancas (2002) y El Caballero de la Noche (2008) son claros ejemplos de ello. Pero también hay otra parte de su obra que, si bien no parece contradecirlo del todo, sí presenta serias dudas acerca de esa afirmación: la tercera parte de la saga de Batman fue un producto bastante flojo, con inconsistencias de guión y desarrollos penosos, y una interesante pelicula como El Origen (Inception) presentó indiscutida espectacularidad y belleza cinematográfica, pero no resistió demasiado bien el paso de tiempo, así como las mil parodias y analisis que terminaron por demostrar que su pretendida intelectualidad le quedaba realmente grande. Interstellar, la película más anunciada del año, lamentablemente continúa esta línea de grandilocuencias injustificadas y profundiza los problemas que sitúan al realizador más cerca de un M. Night Shyamalan que de un Andrei Tarkovsky. La premisa -revelada con lujo de detalle desde el trailer- tiene a Matthew McConaughey como un granjero que supo volar para la NASA y un buen día, años después de una hecatombe mundial provocada por la escasez de alimentos, se ve moralmente obligado a volver a dar una mano en una misión secreta que, indefectiblemente, lo alejará de su familia. La esperanza de la humanidad dependerá de dicha misión pero, claro, las cosas no serán lo que parecen a medida que sucesivas vueltas de tuerca irán revelando la verdadera naturaleza de la misma. Es justamente en éste último punto en donde comienzan los problemas: pese a contar con un metraje que supera las dos horas cuarenta, Nolan olvida fragmentos importantes de caracterización necesarios para empatizar con sus personajes, y se concentra en giros inesperados que no tienen impacto porque, justamente, es difícil darle importancia a lo desconocido. Así, en un abrupto cambio de tono, una científica se debate entre la racionalidad y el amor escogiendo el último (¡¿?!), por una pasión desenfrenada que siente por un personaje anónimo cuya existencia era desconocida hasta hace unos segundos de lo enunciado. Hay contradicciones, incongruencias, promesas quebradas y múltiples idas y vueltas que llevan a ningún lado, junto con apariciones estelares sorpresa que no aportan más que curiosidad e inmediatamente después, olvido. Interstellar es una película con reminiscencias a Kubrick (2001: Odisea al Espacio), Terrence Malick (El Árbol de la Vida o su filmografía entera, acaso), Robert Zemeckis (Contacto) Tarkovsky (Solaris) y Spielberg (Encuentros Cercanos, Inteligencia Artificial). En comparación a todas ellas palidece tristemente y, lo que es peor, tampoco logra siquiera empatar al mejor -y más cercano- exponente sci-fi de los últimos tiempos, Gravedad (Alfonso Cuarón). Hay críticos cinematográficos que elaboraron una interesante comparación al mencionar que el presupuesto del film, cercano a los US$165 millones, podría ser capaz de financiar decenas de miles de películas como la ópera prima del director, The Following. Quizás sería una buena idea que Nolan empiece a considerarlo.
El cine de Santiago Segura se caracteriza por una serie de gestos, gags y temáticas (a veces escatológicas, a veces simplemente absurdas) que encontraron en millares de fanáticos un público fiel, incondicional y prácticamente dispuesto a aceptar cualquier cosa, con tal de volver a ver a su querido personaje en pantalla. Ante esto, Segura -hay que reconocerlo- tiene una actitud digna del mejor profesional del medio: no sólo se esfuerza por satisfacer la sed de sus seguidores, sino también se involucra hasta el último detalle para garantizar un producto al menos técnicamente irreprochable. Es decir, Segura sabe que para lograr que un chiste funcione hay que tomárselo en serio, y gracias a ello la saga de Torrente puede tener algún que otro altibajo pero jamás peca de estar mal contada. Torrente V: Operación Eurovegas no es la excepción y el aumento de presupuesto para la producción se nota no sólo en la inclusión de una estrella de Hollywood como Alec Baldwin en el relato, sino en el impactante despliegue de efectos, persecuciones y escenas varias de acción. El argumento no resulta demasiado original -ésta no es una saga que pueda jactarse de tener esa cualidad- pero no importa: basta con saber que Torrente está de vuelta, recién salido de prisión, más listo que nunca para generar -accidentalmente- el caos, y con el peligroso agregado de ya no ser "el brazo tonto" de la ley, sino ahora estar completamente fuera de ella. Un robo a modo "La Gran Estafa" y un paraíso del juego de azar completan el cocktail. La estructura se repite y es cierto que, si bien no falta nada (están las pajillas, el humor negro, los insultos, la estupidez y los divertidos cameos de estrellas internacionales como Sabina, Imanol Arias y Ricardo Darín, entre otros), se nota el paso del tiempo en una fórmula que, si bien aún entretiene, comienza a resultar ya un poco gastada. Difícilmente a algún fanático le importe esto, y seguramente no pasará demasiado tiempo hasta que nos encontremos con un Torrente 6 nuevamente en la sala cinematográfica.
La carrera de David Cronenberg tomó un giro imprevisto (otro más) en los últimos años, cuando el director, manteniendo el núcleo de los temas que siempre le obsesionaron, viró su pasión por el horror y la violencia hacia un aspecto más psicólogico, contenido y de corte un tanto más “artístico”. Un Método Peligroso fue el primer punto de giro, donde a través de las historias reales de Freud y Jung el realizador acaso resumió prácticamente su filmografía entera (o la expicó). Cosmópolis, su siguiente film con Robert Pattison, fue un paso más allá: sin salir de una limusina como casi escenario excluyente, el realizador de Festín Desnudo y Scanners presentó un personaje alienado, poderoso y desagradable, al borde del abismo financiero, apostando a negocios virtuales desde su smartphone. El tono, en este caso, limitaba con el cine más vanguardista al cual Hollywood le tiene fobia. Polvo de Estrellas, en algún punto, parece una continuación de esta faceta del autor. Aquí la limusina no le corresponde a los yuppies sino las celebridades, e inclusive como notable ironía, quien antes la utilizaba como medio de transporte excluyente ahora la conduce como método de subsistencia económico: Pattison, aunque en un rol secundario, vuelve a demostrar que está ya lejos, muy lejos, de su otrora pasado como vampiro sensual posmoderno. El paseo comienza con lujo y termina en lujuria (asesinato, suicidio e incesto de por medio), pero así parece ser todo en la verdadera Ciudad del Pecado, Los Angeles. No hay un solo personaje en Polvo de Estrellas que genere al menos un mínimo de empatía, y eso imprime en la película una cierta distancia y frialdad que, inevitablemente, se resiente y por momentos abruma. Julianne Moore interpreta a una actriz en plena crisis de mediana edad, obsesionada por obtener un papel a toda costa. Es éste rol el que le brindó a Moore un premio a mejor actriz en el Festival De Cannes, enormemente justificado por la que es, posiblemente, la mejor actuación -y más atípica- de su extensa carrera. Acompañan el relato coral una familia disfuncional constituida por un pre-adolescente monstruoso (una suerte de Justin Bieber descontrolado), un padre hipócrita y desinteresado por el resto de su familia (John Cusack) y una madre-manager que sabe muy bien cómo capitalizar a su hijo (Olivia Williams). Éstos dos últimos guardan un oscuro secreto que, cuando parece que el argumento no puede retorcerse más, traspasa nuevamente la línea de la decencia. Moral, escrúpulos y honestidad no son palabras poco escuchadas en este sub-mundo enfermizo: son simplemente palabras inexistentes. Cronenberg esboza así, junto al guionista Robert Wagner, su rechazo para con esta cultura de la lujuria, banalidad y lo tristemente efímero, pero no lo hace desde lo aleccionador sino desde un simple muestrario de las bajezas más deplorables del ser humano. Su “mapa para conocer las estrellas” (tal el título original) se parece a la más lograda (y un tanto más surrealista) El Día de la Langosta (The Day of the Locust, Joe Schlesinger), aunque con menos emoción y vida. Un retrato de la frivolidad absoluta contado desde la frialdad misma.
La cultura mexicana, según Hollywood, a menudo se limita a un par de mariachis, comida picante, alguna que otra calavera y mucho, pero mucho, tequila. Bigotes falsos y sombreros raros XL adornan a estos simpáticos personajes, a no ser que lo que se esté contando no sea una comedia de estereotipos sino un drama, y ahí, sí, se quitan algunos colores (pero no el moreno) y se agregan escobas y trapos. El Libro de la Vida es una película de animación que versa sobre las costumbres mexicanas pero con una ventaja respecto a la fidelidad para con esta cultura: está realizada, al menos desde los roles creativos (guión, dirección y producción ejecutiva) por talentosos mexicanos de pura cepa, como el animador Jorge R. Gutierrez (creador de El Tigre: Las Aventuras de Manny Rivera) y el ya legendario Guillermo Del Toro, aquí como productor. Y ahí es donde felizmente se siente una enorme diferencia. Conviene tener en cuenta que la película busca, principalmente, acercar al mundo las costumbres célebres de los mexicanos, en especial aquella que rinde culto a los difuntos y sucede cada primer y segundo día de Noviembre: “El Día de los Muertos”. Es cierto que la obra entera es un anuncio que invita turísticamente a “conocer México”, pero es uno tan ecantador y sincero que, lejos de una larga y tediosa publicidad, realmente da ganas de tomarse el primer avión a la parte hispana que también queda en Norteamérica. La historia es contada a través de una misteriosa guía de museo que se ve ante la difícil tarea de entretener a un grupo de niños revoltosos. A modo de cuento fanástico y basándose en anécdotas que borran la delgada línea existente entre la tierra de los vivos y los muertos, la trama va desenredando un sinfin de colores vívidos a través de un trío de protagonistas muy simpáticos que luchan por amor, honor y orgullo. Manolo (Diego Luna) y Joaquín (Channing Tatum) se disputan el amor de María (Zoe Zaldana) y lo hacen siempre a través de sus raíces, uno desde lo combativo y el otro desde lo artístico. Manolo es un torero con un corazón demasiado grade como para matar a un animal y que por eso expresa sus sentimientos a través de su floreada guitarra, mientras que Joaquín es un general corpulento que defiende al Pueblo de bandidos y anhela también el corazón de la misma mujer. María es la dama en disputa, pero pensarla como un trofeo sería un error: el guión de Gutiérrez es también un alegato en contra del machismo y las tradiciones arcaicas. Mientras tanto, a través de un recurso lúdico, quienes ofician de narradores omniscientes son ni más ni menos que la Catrina (emblema de la cultura mexicana) y Xibalba, su contraparte. Desde lo estétitico y lo narrativo, El Libro de la Vida es una de las películas más hermosas de animación jamás realizadas, y también aquella que mejor representa el espíritu de esta celebración y cultura hispana. Todo un logro para una pantalla que, cuando viene empacada con decenas de stickers importados, suele arrojar deformaciones al sintetizar una cultura en un envase for export. El único triste desacierto en esta producción es la música (original, de Gustavo Santaolalla y no original, de un sinfin de artistas reversionados), que parece no ponerse de acuerdo con las intenciones del resto de la película, y se basa en covers poco felices y forzados de canciones célebres de rock que poco tienen que ver con un hermoso país que, para colmo, también es poseedor de una hermosa música. Afortunadamente, es apenas éste único aspecto en el cual El Libro de la Vida falla, pero todos los demás aciertos hacen que sea éste uno de los films animados más logrados de los últimos años.
Hay quienes hablan de una suerte de renacimiento en esta última étapa de la obra de Woody Allen pero hay otros que lo acusan, cuando menos, apenas de insípida redundancia. El sello inconfundible del autor puede no deparar demasiadas sorpresas a esta altura del partido, es cierto, pero al menos asegura innegables momentos de buen cine. Algunos más pasatistas que otros, algunos más intelectuales y hasta oscuros, pero jamás pudo reprochársele al autor de dormirse en los laureles: con el increíble récord de “una película por año” que ostenta hace casi cinco décadas, el director de Manhattan y Annie Hall, entre otras joyas del séptimo arte, ha sabido moverse entre géneros, adaptarse a problemáticas tanto clásicas como modernas (que, al fin y al cabo, son también en el fondo siempre iguales) y a lo sumo ha cambiado cinismo por nihilismo. Esto último se hace presente en buena parte de su obra en los últimos diez años y se consolida firmemente en Magia a la Luz de la Luna, su nueva película. Sin embargo, y a diferencia de la notable Blue Jasmine, el tono no es el de un drama sino el de la más feliz de sus recientes comedias: el mejor antecedente de esta etapa es Medianoche en París, y eso es decididamente algo bueno. La película parte de un truco de magia realizado por un gran ilusionista, Wei Ling Soo -o Stanley, para los amigos- maravillosamente encarnado por el notable Colin Firth. Sabemos que es el mejor en lo suyo porque es el único que, cuando deja el escenario, se dedica a desenmascarar a quienes aseguran que la magia realmente existe, y venden sus prestidigitaciones y visiones al mejor postor. Y es entre esos seres para él despreciables donde aparece en la riviera francesa una peculiar médium que hasta su más respetado colega -y único amigo- asegura imposible de desenmascarar. El desafío y la lucha por demostrar que detrás de todo no hay absolutamente nada, llevan al protagonista al encuentro de esta misteriosa “visionaria”, interpretada con dulzura y delicadeza por Emma Stone, quien terminará abriéndole los ojos a misterios que éste catalagoba de imposibles. El simbolismo es claro y se hace sentir fuertemente durante toda la película: Stanley vive de la ilusión pero carece totalmente de ella. Es un hombre que descree de todo tipo de cuento de hadas, llámese truco, fábula o religión, y es por eso que las citas a Nietzsche abundan en boca de de este irónico personaje que, sin embargo, está a punto de aprender una lección aún cuando todas sus teorías parecen correctas. En una vuelta de tuerca que conviene no revelar -aún si no es de lo más sorpresiva- lo interesante no es el recurso narrativo sino la lectura que por detrás de ello implica: Stanley pasa, sin darse cuenta, de la máxima nietszcheana que indica eso de que “Dios ha muerto” a la contradicción de Unamuno que proclama que “hasta un ateo necesita a Dios para negarlo”. Posiblemente un análisis filosófico sea demasiado para una comedia liviana que tan sólo busca entretener, pero el material allenesco está ahí, intacto, quizás repetitivo para algunos pero ciertamente deleitable para otros. Magia a la Luz de la Luna no formará parte de lo mejor de la filmografía del realizador de Hannah y Sus Hermanas, pero sí permanecerá para siempre dentro de lo más disfrutable del epílogo de su carrera.
Perdida (Gone Girl) es cada uno de los adjetivos que a menudo se le adjudican al cine de David Fincher: obsesivo, vistoso, detallista pero, lamentablemente, también frío y frívolo. La belleza que despliega visualmente el director de Pecados Capitales y Red Social es innegable pero esa obsesión por el detalle penosamente queda ahí, en lo estético-técnico y no se traduce en lo narrativo. Fincher es un autor, no caben dudas al respecto, pero uno que a menudo parece concentrar más su tiempo en qué lente otorga un mejor plano al hecho de si la enorme sucesión de planos, en su conjunto, además está contando una gran historia. Es en este sentido que Gone Girl, que parte del bestseller de Gillian Flynn (que oficia también de guionista adaptando su propia historia), en donde el film se parece más al Fincher lúdico y absurdo de The Game que el descriptivo y cerebral de Zodiac. No es algo malo necesariamente ello, pero ciertamente tampoco es una buena base equiparable a lo mejor de su carrera. El problema puede que sea la fuente: un bestseller que no se molesta por desmentir el calificativo peyorativo y prejuicioso que a menudo se confiere a éste término, pero a la vez la responsabilidad cae en el director a la hora de juzgar si una escena funciona o no de la manera en que quizás lo hacía en cierta cantidad de páginas. Los mejores realizadores lo entienden: el Tiburón de Spielberg (no el de Peter Benchley) necesita volar en pedazos y no morir harponeado, y El Resplandor de Kubrick (no el de Stephen King) necesita un destino completamente diferente para sus personajes. Y quizás sea éste el mejor director a comparar con la obra de Fincher: el más obsesivo y detallista de todos los tiempos, que al día de hoy aún le lleva una enorme ventaja: comprendía cómo también el más minúsculo detalle tenía que funcionar junto con la historia y no para la historia. Allí falla el guión de Gillian: fuerza a sus personajes a actuar de tal forma para que la historia avance, y luego los contradice por el mismo preciso motivo. Sirve prestar atención a una escena clave donde el protagonista descubre un hecho clave incriminatorio, pero luego lo deja exactamente ahí como a consciencia de que en las siguientes escenas probablemente los antagonistas requieran de su presencia. La estupidez de dejar expuesta esta pista se contradice con la inteligencia de ocultar otras para preservar su inocencia. Perdida (Gone Girl) es cada uno de los adjetivos que a menudo se le adjudican al cine de David Fincher: obsesivo, vistoso, detallista pero, lamentablemente, también frío y frívolo. La belleza que despliega visualmente el director de Pecados Capitales y Red Social es innegable pero esa obsesión por el detalle penosamente queda ahí, en lo estético-técnico y no se traduce en lo narrativo. Fincher es un autor, no caben dudas al respecto, pero uno que a menudo parece concentrar más su tiempo en qué lente otorga un mejor plano al hecho de si la enorme sucesión de planos, en su conjunto, además está contando una gran historia. Es en este sentido que Gone Girl, que parte del bestseller de Gillian Flynn (que oficia también de guionista adaptando su propia historia), en donde el film se parece más al Fincher lúdico y absurdo de The Game que el descriptivo y cerebral de Zodiac. No es algo malo necesariamente ello, pero ciertamente tampoco es una buena base equiparable a lo mejor de su carrera. El problema puede que sea la fuente: un bestseller que no se molesta por desmentir el calificativo peyorativo y prejuicioso que a menudo se confiere a éste término, pero a la vez la responsabilidad cae en el director a la hora de juzgar si una escena funciona o no de la manera en que quizás lo hacía en cierta cantidad de páginas. Los mejores realizadores lo entienden: el Tiburón de Spielberg (no el de Peter Benchley) necesita volar en pedazos y no morir harponeado, y El Resplandor de Kubrick (no el de Stephen King) necesita un destino completamente diferente para sus personajes. Y quizás sea éste el mejor director a comparar con la obra de Fincher: el más obsesivo y detallista de todos los tiempos, que al día de hoy aún le lleva una enorme ventaja: comprendía cómo también el más minúsculo detalle tenía que funcionar junto con la historia y no para la historia. PERDIDA * * 1/2 // 2 de Octubre de 2014 // txt: Mariano Torres Negri Allí falla el guión de Gillian: fuerza a sus personajes a actuar de tal forma para que la historia avance, y luego los contradice por el mismo preciso motivo. Sirve prestar atención a una escena clave donde el protagonista descubre un hecho clave incriminatorio, pero luego lo deja exactamente ahí como a consciencia de que en las siguientes escenas probablemente los antagonistas requieran de su presencia. La estupidez de dejar expuesta esta pista se contradice con la inteligencia de ocultar otras para preservar su inocencia. Hasta aquí llegará esta reseña con detalles de la película: revelar demasiado del argumento es injusto para una trama que se regodea (casi basa en) las muchas vueltas de tuerca, y por ello basta con mencionar únicamente lo que permite conocer el trailer acerca de la misma: una mujer casada desaparece de la vida de su marido dejando atrás un halo de misterio que, poco a poco, revela que nada es realmente lo que parece. Las idas y venidas, pistas falsas y giros en 360° podrían confundir hasta a la versión más rebuscada de M. Night Shyamalan, pero la influencia obvia es Vértigo y casi cualquier título de Hitchcock, aunque el resultado se parece más a Atracción Fatal y Bajos Instintos o cualquier sobrevalorado y kitsch thriller erótico de los 80s/principio de los 90s. Resaltan, sí, las interpretaciones de Affleck y en especial de Rosamund Pike, que encarna el rol de gélida femme fatale -contradictorio, sí, pero es a lo sumo una falla del guión o director de casting-, que resulta valuable gracias a la convicción que aporta a su personaje. Un rumor de nominación para los venideros premios Oscar parece, no obstante, una exagerada y ridícula estrategia de marketing. En manos de cualquier otro director, la historia de Gone Girl sería tan sólo un culebrón de las tres de la tarde. En manos de Fincher, es un culebrón de esa misma franja horaria, sólo que se ve muy pero muy bien.
En el Tornado no es simplemente una película mediocre más, sino que sencillamente apunta a redefinir cinematograficamente la noción de lo estúpido. Su mayor virtud son efectos especiales decentes y un excelente diseño sonoro. En ese sentido, funciona como un reel de poco más de noventa minutos (hay que reconocerle, al menos, la escasa duración) de efectos digitales de la industria actual, y probablemente quienes se acerquen a buscar eso, y nada más que eso, saldrán satisfechos de la sala. El resto de los mortales padecerán un absurdo de una escasez dramática apabullante, que ni vale la pena detenerse a mencionar por lo vacío de su argumento. Cuando una película hace que otra, de similar temática y también mediocre, parezca en comparación a ésta El Ciudadano (Citizen Kane, Orson Welles), sabemos de antemano que algo tiene que haber fallado. Twister, así, en la comparación inevitable, se eleva a niveles insospechados.