Quizás algún día Hollywood se digne en estrenar una película en donde un viejo misátropo y gruñón atraviese el último tramo de su vida conociendo nuevas personas, viviendo nuevas experiencias y.... siguiendo siendo un viejo misántropo gruñón. Pero ese día no ha llegado, y en su lugar sí lo ha hecho la ¿nueva? incursión en este casi sub-género de la comedia dramática, denominada St. Vincent. La fórmula harto conocida del aparentemente mal tipo devenido en santo (de ahí la ironía poco sutil del título original de la película) está gastada, es cierto, pero el director Theodore Melfi al menos aquí cuenta con un excelente as bajo la manga: Bill Murray, ese monumento al dramatismo agridulce. Su parco carisma es el catalizador de una serie de situaciones que, aunque por momentos trilladas, funcionan únicamente gracias a su enorme presencia. La premisa básica de Melfi (quien dice haberse inspirado en un pariente propio) parte de un lugar común que, lamentablemente, no abandona: un hombre mayor, cansado de la vida, recibe la ingrata compañía de unos nuevos vecinos, encarnados en una madre divorciada (Melissa McCarthy en un rol atípico para su carrera) y su hijo Oliver (Jaeden Lieberher). Las vueltas de la vida (y un par de vueltas de tuerca cantadas) harán que estos tres personajes deban convivir y que el primer, acaso el depresivo protagonista de la película, no sólo termine aceptándolos sino apadrinando y educando informalmente al niño. Melfi apuesta a los golpes bajos y no se priva de moralejas, pero encuentra en su elenco un gran aliado que sacan a flote un guión que hace agua por todos lados. A la gran labor de Murray y McCathry se suman la de Naomi Watts como una prostituta rusa y Chris O'Dowd como un Cura que incide en la educación del niño y el mensaje católico de la película. Pese a los clichés -y únicamente dejando un poco el cinismo de lado- la película logra conectar emocionalmente con el espectador y, aunque no alcance para sacarla del olvido, al menos sirve para disfrutar un producto digno, aún cuando pomposo y meramente pasatista.
Francotirador, la última película de esa leyenda viva que es Clint Eastwood, es una película capaz de generar admiración y rechazo. Admiración, por lo impecable de su narración (clásica, pero de ritmo constante que jamás decae a lo largo de más de dos horas de metraje) y factura técnica, y rechazo por su temática inevitablemente chauvinista, sumado a una postura (no tan) neutra respecto a la guerra. Es, sin embargo, aún cuando se la quiere juzgar desde un lugar que nada tiene que ver con lo artístico sino más bien lo político, inobjetable en un aspecto: está basada en la vida de una persona real y todas las situaciones, suponemos, también lo son puesto que parten de una biografía. Chris Kyle (notable trabajo de Bradley Cooper), el Navy Seal coronado como el “francotirador más letal de la historia de los Estados Unidos de América”, carga casi con la totalidad de la narración de la película y su vida es tan interesante -así como éticamente cuestionable- que, aún con una duración de 134 minutos de película, uno no puede evitar pensar que aún hay más detrás de la historia oficial. El punto de partida del film describe un momento clave en la vida del protagonista, donde debe tomar la primer gran decisión de su carrera profesional como sniper: asesinar o dejar vivir a un “niño del Islam” que carga con un explosivo a punto de detonar. Un flashback nos retrotrae a la infancia del protagonista, donde aprende una lección que, lejos de justificar su existencia, al menos busca explicarla: a modo de consejo paternal, el pequeño futuro “defensor de la patria” comprende que el mundo está dividido entre ovejas (inocentes), lobos (depredadores) y perros pastores (guardianes de la ¿paz?). Una lección útil que, sin embargo, funciona únicamente si no es minuciosamente cuestionada. American Sniper (tal su título original, que no deja dudas acerca del espíritu patriota de la película) es un regreso en forma de Eastwood y marca su cuarta biopic en menos de cinco años. Una maratón que comenzó con Invictus, flaqueó con J. Edgar, fue injustamente menospreciada con Jersey Boys y ahora parece redimirse completamente con Francotirador. Nada mal para un realizador que ya hace rato supo convertirse en un monumento vivo de los valores (tanto los mejores como los peores) del estandarte de vida norteamericano.
Las mil y un caras de Johnny Depp empiezan a parecerse cada vez más entre sí, pero afortunamente Mortdecai, dirigida por David Koepp (quien ya había trabajado con el actor en La Ventana Secreta) viene a cambiar un poco las cosas. Un poco. Aquí el intérprete de los roles excéntricos de Hollywood se aleja del Jack Sparrow que parece haber devorado su carrera desde el año 2002 en adelante, y se calza los refinados zapatos de un ladrón de arte que se ve envuelto en una intriga internacional. El punto de partida es un misterioso asesinato que esconde aristas políticas: una restauradora aparece muerta cuando se descubre que detrás de un Goya inédito se esconde un número de cuenta bancaria, que podría ser la puerta hacia una fortuna incalculable. Lejos de hacerlo por amor al arte, quien roba la pintura sabe de éste secreto y trama un malévolo plan que podría terminar con el mismísimo Imperio Británico -tal como lo conocemos. Será entonces responsabilidad de Charles Mortdecai, nuestro protagonista, devolver la pintura al Ejército de la Reina para que la Seguridad Nacional vuelva a dormir en paz. El absurdo detrás de la premisa se manifiesta desde la primer escena en la película, cuando una estafa le sale mal al protagonista y conocemos su verdadero rostro, que es el de un hombre que viste como un dandy pero actúa como un malandra cualquiera. Eso sí, lo hace sin afeitarse jamás su recientemente estrenado bigote, pese a las arcadas de su pareja, y de hecho los chistes respecto al bello facial abundan y por momentos da la sensación que Koepp no sabe muy bien qué hacer con ellos. La comicidad sin duda apunta a los niveles del Inspector Clouseau de Peter Sellers, pero lamentablemente apenas si llega a los de la reinterpretación de Steve Martin. Hay, sin embargo, motivos de sobra para entretenerse con esta película: a la renovada labor de Depp se suman las divertidas interpretaciones de Paul Bettany como Jock, un fiel protector del protagonista, Ewan McGregor como el Inspector Martland, y la sensual Gwyneth Paltrow como el interés romántico, que por fortuna sí tiene química con su contraparte, a diferencia de lo sucedido con Angelina Jolie en El Turista. La imponente fotografía de Florian Hoffmeister y un cuidado diseño de producción, tienen a Depp saltando y corriendo a lo largo de toda Europa, lo que otorga al film un ritmo constante y por momentos logra sacarlo de la elementalidad de su humor y argumento. Mortdecai no es el vehículo de regreso al estrellato que algunos esperaban para el actor de clásicos modernos como El Joven Manos de Tijeras y Ed Wood (ambas de Tim Burton), pero al menos aquí no hay más piratas en la costa y eso ya es un paso adelante.
Un hombre recibe una llamada que le informa que ya está participando por importantes premios si acepta una serie de desafíos que, de ser superados, podrían reportarle grandes ganancias. Sin dudarlo demasiado el hombre acepta, y se encuentra -cuando ya es demasiado tarde- con que hay una letra chica, que en éste caso puede resultar no sólo abusiva sino sencillamente mortal. Tal es el punto de partida de la nueva película de Daniel Stamm (A Necessary Death), que en un principio no parece diferir demasiado de otras propuestas de terror-lúdico como la saga de El Juego del Miedo. La exacerbada violencia y pasión por el gore tampoco prometen un camino distinto, y sin embargo justo cuando la trama se encamina hacia lo predecible, se dejan entrever algunos aspectos que elevan a 13 Pecados por sobre sus colegas contemporáneas del terror: en primer lugar, “el hombre”, que deviene casi excluyente protagonista, no es cualquier persona sino el impecable Mark Webber (Scott Pilgrim vs los ex de la chica de sus sueños), y por otro lado quien dirige tampoco es apenas un aficionado del género, sino el otrora realizador de una de las mejores películas demoníacas de los últimos tiempos, El último exorcismo. Revelar más acerca de la trama de 13 pecados sería arruinar la gracia de la película y conviene, de hecho, acercarse a la misma sin haber siquiera visto un avance, ya que las vueltas de tuerca están a la orden del día y, aunque algunas se ven venir, funcionan como necesarios cambios bruscos de tono que reflejan el descenso hacia los infiernos del protagonista, así como también tienen mucho que decir acerca de la degradación gradual de la psiquis del mismo. Sin demasiadas -por suerte- pretensiones analíticas de la condición humana y lo que un pobre diablo es capaz de hacer por dinero, 13 Pecados se toma con un humor negrísimo la extrema necesidad y ambición material y, aunque concluye con una moraleja y redención algo decepcionante, juega con la idea del “hasta dónde podrías llegar” sin olvidar jamás el aspecto más absurdo y grotesco del planteo. Es, en resumen, un Quién quiere ser millonario? descarnado y con litros de sangre, que debería satisfacer a los amantes del género. Aquellos ávidos de sutileza, por otro lado, harían bien en evitar esta satírica y sangrienta película.
El mundo está lleno de sociópatas, eso no es novedad alguna, así como no lo es el hecho de las historias de los mismos resultan, por algún motivo, siempre inquietantes. Muchos de ellos se ocultan bajo el mundo empresarial, donde no sólo logran pasar desapercibidos sino que además hasta obtienen elogios, premios, adulaciones varias y, si tienen un mínimo de carisma, hasta quizás alguna tapa de revista Forbes o similar. Estos fríos y distantes seres se desenvuelven con notable soltura por la vida hasta que, claro, a veces las cosas fallan y su socipatía deriva en psicopatía, y eso termina en crimen. Tal es el caso de John Du Pont, heredero de una fortuna, ornitólogo, filántropo y entrenador de lucha (según su curriculum), y también cocainómano, perturbado y antisocial cuasi-depresivo (según sus patologías y vicios). Foxcatcher, dirigida por Bennett Miller (Capote), es la historia de la unión de este hombre con dos hermanos deportistas, y sus recelos, resentimientos y miserias varias. Unidos por la ambición de ganar interminables medallas de oro, estos tres personajes se mezclan entre sí y pronto se adentran en el lado más oscuro de lo que, en un principio, parece apenas una actividad recreativa. Miller comprime en dos horas una historia real que se desenvolvió en prácticamente una década, y por momentos ese poder de síntesis le juega en contra: las elipsis -sobre todo hacia el último tramo de la película- son varias, y no siempre se perciben como transiciones orgánicas. La sensación que deja Foxcatcher es la de una historia que requería un mayor analisis, lo cual no necesariamente quiere decir una mayor duración: en sus 135 minutos por momentos cae en la redundancia a la vez que omite situaciones del caso real y otras perspectivas que quizás hubiese sido interesante observar. El mayor mérito de Miller, sin embargo, se encuentra en la estilización del relato (es notable la fotografía fría, casi monocromática, de Greig Fraser) y las sorprendentes interpretaciones de sus tres protagonistas, Mark Ruffalo, Channing Tatum y sobre todo Steve Carell, en un rol atípico para su habitual registro. Foxcatcher es un drama con algo de thriller psicológico que pudo haber indagado más en la oscura historia real que le precede, pero que resulta igualmente apasionante por su tratamiento acerca de temas tan difíciles -y fácilmente caricaturizables- como la socipatía y otros desórdenes mentales.
La batalla épica por transformar un libro en tres películas terminó, pero detrás de ella quedó un sinuoso camino de grandes momentos y otros un tanto olvidables. La saga, en retrospectiva, es cierto que resultó despareja: esta tercera parte concluye en un tono similar al de la primera, de manera desbordada y un poco atolondroda en su estructura, que incluye más de cuarenta minutos de peleas ininterrumpidas. Pero, hay que ser sinceros: no hay un minuto de tedio en esta saga, y la profesionalidad y amor por el más mínimo detalle de producción de Peter Jackson hacen de la misma un lujo que, lamentablemente, parece no podremos volver a apreciar. El sabor que queda no es amargo sino agridulce, y eso no es poco mérito. Retomando la inconclusa historia del temible dragón Smaug, La Batalla... comienza exactamente donde La Desolación de Smaug dejó: con la destrucción de un pueblo envuelto en llamas y llantos desesperados por parte de sus indefensos habitantes. Aquí se presenta quizás el mayor problema de esta conclusión: en ningún momento, ni siquiera en el pico de la batalla final, la película vuelve a deslumbrar tanto como con ese antagonista escupe-fuego. Si el mejor recuerdo en materia de efectos especiales de la trilogía original fue Gollum, sin duda haciendo un balance en retrospectiva, en esta saga lo fue Smaug. La batalla del título es asombrosa, sí, aunque no aporta nada nuevo (salvo la refinada definición del 48 cuadros por segundo) pero siendo que ésta es una trilogía que no sorprende sino que reincide, no es necesariamente algo malo. Jackson se despide de sus personajes de manera épica y atando cabos de manera cómoda y sin demasiadas vueltas como para recordar que la historia sigue después de El Hobbit... y para eso sólo hace falta volver a la videoteca y revivir los anteriores capítulos, que permanecerán siempre ahí, en el podio de lo mejor del cine de aventuras de todos los tiempos.
La Entrega no es sólo un excelente film noir de corte más bien clásico, sino que funciona, además, como perfecto epílogo de la carrera de James Gandolfini. Aquí su interpretación, lejos de su Tony Soprano pero cerca del mundillo que éste habitaba, aporta a la historia una cuota de melancolía que se superpone al clima frío y gris de una Brooklyn suburbana, desgastada y comandada por diversas mafias. La que empuja el argumento, en éste caso, es la mafia chechena que opera de una curiosa pero efectiva manera: para retirar su dinero sucio, dispone de un puñado de bares, cuyos dueños aceptan bajo presión ser "los receptores de la entrega" de la noche, hasta que uno de los cobradores pase a retirarlo. Un plan simple, es cierto, con la única falencia de la codicia a la cual queda expuesta al confiar un motín a terceros. Cuando el "Primo Marv" (Gandolfini) decide que ya es hora de sacar él parte de la tajada, una silenciosa guerra entre bandas se desata. El plan no sale, como era de esperarse, como lo planeado y su primo Bob, quien atiende la barra del bar, se ve inevitablemente involucrado, luchando por sobrevivir entre fuego cruzado. Michael R. Röskam, quien venía de dirigir la interesante Bullhead (2011) conoce los códigos del género y por eso comprende que la información al espectador conviene entregársela de a pedazos, nunca toda junta. Esta decisión implica vueltas de tuerca bien llevadas adelante (es decir, no meramente efectistas), que desentramarán la personalidad de un personaje ambiguo desde lo moral pero súmamente complejo como para simplemente estigmatizarlo. La Entrega concluye como una descarnada lección de supervivencia urbana en donde no hay héroes ni villanos sino a veces, simplemente, personas sobreviviendo que no buscan -pero igual encuentran- problemas. Toda una descripción de lo que es vivir en una gran ciudad.
John Michael McDonagh es uno de los realizadores contemporáneos más importantes, y sin embargo y de manera harto injusta, carga con la cruz artística de ser "el hermano de". Su misma sangre en cuestión es Martin McDonagh, realizador de Escondidos en Brujas (2008) y Siete Psicópatas (2012), también uno de los más reconocidos dramaturgos de la actualidad. No obstante, John, ante una pelea fraternal tendría con qué competirle: su anterior película, El Guardia (2011) rápidamente se convirtió en un film de culto y es, francamente, uno de los mejores exponentes del cine independiente de los últimos tiempos, y ésta, su segunda obra como director y guionista, es la confirmación de un evidente talento. Claro que dicha disputa entre hermanos afortunadamente no existe, y tan buena es la relación entre ellos que se producen films entre sí, comparten actores principales (Brendan Gleeson), pero no se pisan ni reparten la autoría de ellos. Eso es una excelente noticia para el cine: imaginen si los Coen dirigiesen por separado, cuánto más feliz sería el mundo, ya que probablemente tendría el doble de películas con ellos detrás de cámara. Aunque no sucede aún en América, el milagro ya ocurre en el Reino Unido, y tiene de apellido McDonagh. Calvary no es una continuación de El Guardia, pese a tener al mismo actor como protagonista, ni mucho menos comparte tono y forma con los films del hermano del director. Es un drama con todas las letras, con apenas algún que otro toque de humor negro esporádico que no distrae de su línea argumental central. Aquí se relata el infierno en la Tierra para un sacerdote noble, de esos que aún saben poner la otra mejilla cuando se los agrede y, aunque no ignora los problemas actuales de la Iglesia como Institución y los reconoce como tal, comprende que dar el ejemplo es lo mejor que pude hacerse ante la adversidad. Cuando el rechazo es casi unánime en un pueblo enajenado por el vicio y los malos hábitos, sin predicar desde la ceguera y aún luchando contra el menosprecio, el Padre James da la cara y ayuda, escucha y aconseja, sin jamás intentar convencer al prójimo a través de una doctrina lapidaria. Habla desde el amor y la compasión natural, no desde los Diez Mandamientos rígidos. La película comienza con una amenaza anónima envuelta en el misterio de una oscura confesión, de un ser traumado de por vida que jura venganza, y que sostiene que "no tiene sentido matar a un cura malvado porque eso es obvio", pero sí lo tiene matar a uno que es realmente bueno, porque eso sí es un verdadero crimen. La amenaza, para colmo, trae consigo una cuenta regresiva: el Padre contará con algunos días de gracia como para armar las maletas y huir o, por el contrario, afrontar su inevitable destino. Es esta una interesante variante de A La Hora Señalada con un Frank Miller que no está llegando sino que, para peor, ya está ahí en el Pueblo. Calvary (Calvario) es una película ácida, densa en su dramatismo (no podía ser de otra manera), que se toma muy en serio un conflicto latente en el seno mismo de una Institución que busca lavar su imagen de pasados (y también aún, presentes) pecados, pero que afortunadamente no juzga ni señala con el dedo héroes ni villanos. Ahí reside su grandeza: no cae en la idiotez soberbia del ateísmo barato (no el real, sino el de los jóvenes irrespetuosos nomás) aunque sepamos, en el fondo, que el realizador no pertenece justamente al Opus Dei, ni pretende tampoco evangelizar a nadie. Detrás de esta historia hay humanos, ni buenos ni malos, que cargan responsabilidades desiguales y sobrellevan su angustia como pueden. No por mandato, no por culpa ni pecado original, sino porque la vida sigue (hasta que uno mismo o la naturaleza lo permita) y a eso no hay vuelta ni explicación que darle, sea terrenal o celestial.
Las apariencias engañan: Primicia Mortal (Nightcrawler, en su idioma original, que sería algo así como un "trepador nocturno" y tiene más sentido que su traducción hispana) no es tanto una denuncia sobre la voracidad y falta de ética de los medios, como lo es más bien el retrato de un sociópata, que utiliza su misantropía para crecer a pasos agigantados en una industra que no parece apta para seres humanos decentes. Dan Gilroy, guionista de parte de la saga de Jason Bourne, es consciente de que no puede esencialmente volver a contar Network (1976, Sidney Lumet) y por eso concentra su mirada en un personaje oscuro, repulsivo, con el cual es súmamente difícil de empatizar. El milagro de que ello no genere un desinterés en el espectador se debe a la enorme actuación del cada vez más sólido Jake Gyllenhaal. Su personaje, Lou Bloom, es un inescrupuloso ladrón de poca monta que se gana la vida embaucando a otros, estafando y robando pertenencias para luego venderlas al mejor postor. Un arrastrado que, sin embargo, sabemos que apunta más alto. Desde la primer escena Gilroy introduce al personaje con una situación clave: tras venderle mercancía robada al dirigente de una obra en construcción, Lou le pide trabajo a quien acaba de negociarle un buen precio. La respuesta es contundente: "¿por qué habría de contratar a un ladrón?". La desazón del protagonista no durará demasiado: pronto, gracias al azar, descubrirá que existe una industria en eterna ebullición que no sólo contrata sino que directamente se nutre de todo tipo de criminales. Con una improvisada cámara en mano y mucha osadía para registrar las más aberrantes escenas de crimen, el ladrón de medio pelo se convierte en un desaforado camarógrafo cazarecompensas, y su primer premio no tarda demasiado en llegar cuando conocer a una ejecutiva sedienta de sangre, sinónimo de rating. Está claro que Lou apenas está comenzando y con su habilidad para moverse con soltura en los negocios turbios como ventaja, no tardará demasiado en crecer hasta límites insospechados. Nightcrawler es una película poderosa comandada por un enorme Gyllenhaal que, si bien no cuenta nada nuevo (sí, los medios son malvados) lo hace desde el ángulo de un misántropo que parece haber encontrado su lugar en el mundo. Allí radica su inteligencia, en un producto con amplio desarrollo de personajes. Algo a lo cual Hollywood no nos tiene últimamente muy acostumbrados.
Hace casi treinta y seis años Australia parió uno de los thrillers de horror sobrenatural más bizarros de todos los tiempos: Patrick, cuyo tagline en español rezaba "una experiencia alucinante". Y realmente lo era, al menos de un agudo sentido del absurdo: la historia de un psicópata que seguía matando desde el estado vegetativo de un coma clínico a través de su telekinesis era, cuando menos, novedosa, aún si fuese por todas las razones equivocadas. En su momento, hubo gente que rió, gente que se asustó (cuesta creerlo, pero debe haber habido) y con el tiempo hubo aún mucha más gente que olvidó lo que había visto en la pantalla grande. El VHS, primero, y muchos años después el documental Not Quite Hollywood le otorgaron al film de Richard Franklin el honor de convertirse en auténtica "película de culto". Traducido para quien entiende del tema, esto no conlleva adjetivos como "buena" o "mala, sino que, por el contrario, muchas veces es capaz de ubicar a un film más allá del bien y del mal. La historia simpática de Patrick pudo haber terminado ahí pero, un mal día, alguien tuvo la genial idea de resucitar al muerto...mejor dicho, al asesino "en coma". El resultado de esa mala idea es una película de mismo título, argumento y momentos absurdos, sólo que esta vez bastante menos graciosos. Aún para la clase B y el exploitation, cuando se notan demasiado "los hilos" que hacen bailar al títere (o la intención del mismo), lo que se supone chistoso se convierte en netamente estúpido, y en el estado cinematográfico actual donde no hay excusa para los malos efectos especiales (ahí estuvo Fede Álvarez hace ya cuatro años para demostrarlo con su corto Panic Attack!), un mal recorte de pantalla verde croma no hace reir sino llorar. Y Patrick es un llanto innecesario que se hubiese podido evitar.