No hay nada malo en la cursilería si la historia lo vale. Richard Curtis lo sabe, y a la hora de presentar documentos para sostenerlo, tiene credenciales de sobra: el hombre se desempeñó como guionista en pequeños clásicos de la talla de Cuatro Bodas y un Funeral, Notting Hill y El Diario de Bridget Jones, y desde la dirección mostró sus dotes como narrador en el querible film de estructura multiprotagonista Realmente Amor (Love Actually). Su nueva película, Una Cuestión de Tiempo, lo encuentra en su momento más emotivo y tierno, lo cual es muchísimo decir, y vuelve por sobres los temas del amor que le obsesionan tanto: la búsqueda de la felicidad y el compartir la vida con una persona como meta máxima. Sin embargo, algo resalta a esta película por sobre las demás de su filmografía: por primera vez introduce el elemento fantástico, a través de teorías y prácticas de viajes en el tiempo, que no vale la pena detenerse a analizar para comprobar su inverosimilitud, porque no es tampoco esa la idea. Basta con saber, como le explica su padre, que "no puede retroceder en el tiempo para asesinar a Hitler porque, al no haberlo conocido, no tiene ese recuerdo como para estar allí". El personaje principal, hijo heredero de esta notable virtud que se manifiesta únicamente en esta familia en aquellos integrantes con cromosoma Y, decide entonces apostar al amor. La primera opción, el dinero, parece una mala idea, ya que ganar la lotería conociendo los resultados suena interesante, pero cualquiera que haya visto cómo le fue a Biff Tannen en Volver al Futuro II sabe que el plan puede fallar. Y, por si lo olvidamos a esta altura, esta es una película de Richard Curtis, de modo que la bondad y la inocencia serán ingredientes esenciales de éste cocktail embadurnado con miel y dulce de leche. Las "travesuras" temporales servirán entonces para que el protagonista, Tim (Domhnall Gleeson, hijo del gran Brendan), consiga conquistar al amor de su vida, aprendiendo de los errores en cada "Toma 2" disponible gracias a su increíble talento. No obstante, no tardará demasiado éste, por fortuna, en darse cuenta que lo importante es "vivir cada día como si fuese el último" y para eso no hace falta viajar en el tiempo, y si bien la moraleja fácil vuelve a surgir al finalizar la película, al menos ya resulta obvia desde el primer momento, y la narración evita abordar ese camino simplista. Ahí radica justamente el encanto de Una Cuestión de Tiempo: Curtis conoce los clichés y no los evita, pero sí sabe utilizarlos bien. Gleeson resulta una figura impecable para el rol de príncipe azul (pelirrojo, en verdad), mientras que Bill Nighy como su padre, habitual colaborador del director, esboza una performance tan encantadora que termina robándose la película con un epílogo emotivo impecable. Mención aparte merece Rachel MacAdams, más hermosa que nunca, a esta altura acostumbrada al género comedia-romántica, quien inclusive contaba ya con experiencia en el rubro viaje-temporal luego de The Time Traveller's Wife (Más Allá del Tiempo).
La estructura es conocida (aunque no por ello menos atípica) y, como en tantos otros casos, resulta un arma de doble filo: primer mitad de la película en un tono, segunda mitad en otro completamente distinto. Hitchcock hizo gala de sus dotes de maestro del suspenso y lo inesperado al matar a su aparente protagonista en la mitad de la película durante su gran Psicósis, y el mundo entero aplaudió su hazaña. Muchísimo tiempo después, Robert Rodríguez, lejos (lejísimo) del pulso del Maestro pegó un giro de 180 grados al convertir una historia de robos en formato road movie en una de vampiros sangrientos con absurdas dósis de gore. No se puede decir que aplaudió todo el mundo, pero igual se le festejó la hazaña, muy divertida aunque vacía de contenido, y dos secuelas mediocres arruinaron la originalidad. Ahora Alex de la Iglesia incursiona en este formato split-script y el resultado es un tanto más ambiguo: la primera mitad es gran hallazgo (visual, narrativo, estilístico y de montaje), y la segunda es un derrape total hacia las convenciones más básicas del género (sustituir vampiros por brujas y todo dicho) y chistes fáciles que bordean la misoginia. ¿La defensa? Sí, las mujeres son malas pero los hombres son unos idiotas. Alex de la Iglesia dice ser un misántropo y eso explica mucho, claro, aunque otros misántropos (hermanos Coen, por citar ejemplos contemporáneos) también se han expresado mejor, más parejo, y hasta sin necesidad de aclararlo. Las Brujas... comienza con la historia de José (enorme trabajo de Hugo Silva) y Tony (Mario Casas) que, junto con una banda de criminales encubiertos gracias a disfraces que van desde Bob Esponja hasta hombres invisibles callejeros, deciden asaltar una joyería. Lo hacen, y cuando todo parece ir bien, algo en el plan falla y se ven obligados a escapar en taxi de la policía. El ritmo vertiginoso manejado con notable gracia por parte del director de La Comunidad y 800 Balas, entre otras, no sólo merece un aplauso sino que, cuarenta minutos después en la trama de la película, hacen que el espectador se pregunte porqué las cosas no podían seguir así. Para ser justos, hasta el momento en que aparecen gradualmente las primeras brujas (destacable Carmen Maura, entre ellas), el clima de terror de pueblo fantasma resulta también súmamente interesante. Para ser bien específico, si uno se encargase de diseccionar la nueva película de Alex de la Iglesia, se podría decir que el problema aparece a tres cuartos de finalizado el film o, sencillamente, en la mitad del desarrollo del segundo y posterior tercer acto. O, una forma más sencilla de explicar todo lo que termina aquí fallando, es diciendo que el director no ha podido superar otras historias inconclusas como Crimen Ferpecto o Los Crímenes de Oxford. Un mal síntoma que parece no poder sacarse de encima el realizador de cada vez más lejanas joyitas como El Día de la Bestia o Muertos de Risa (notable excepción la incomprendida, mea culpa inclusive a cargo de quien escribe estas líneas, Balada Triste de Trompeta).
Ron Howard no es ningún novato incursionando en el subgénero cinematográfico dedicado al automovilismo: allá por los 70s se montó al vehículo de un tal George Lucas (previa mudanza al Planeta Tatooine) actuando en American Graffiti, y protagonizó para Roger Corman dos bólidos clase-B destinados al culto: Eat My Dust (de Charles B. Griffith) y Grand Theft Auto, que también se encargó de dirigir. La vuelta detrás del volante era tan sólo una inevitable cuestión de tiempo. Pero lo cierto es que Rush, esta historia basada en la vida real de los campeones mundiales de Fórmula 1 Nikki Lauda y James Hunt, está mucho más cerca de la célebre Frost/Nixon del mismo director y guionista, que de aquellos años locos de la era Corman o inclusive -y afortunadamente- de los pecados pomposos de Cinderella Man y Una Mente Brillante. Puede que la delicada línea entre realidad-ficción se borronee al máximo por momentos, pero el espíritu de Rush no sólo respeta la esencia de dos increíbles personajes reales sino que además representa con asombrosa exactitud un período específico del Siglo XX, emulando desde el cine su textura, contexto y, sin caer excesivamente en la nostalgia, hasta retrata el descontrol de un mundo que casi desconocía en el deporte controles tan básicos como el anti-doping, y hacía caso omiso a advertencias y situaciones de riesgo extremo. Conviene no revelar demasiado acerca de esta increíble historia de glorias y miserias, puesto que el espectador distraido o sencillamente ajeno al mundo del automovilismo puede no conocer la historia detrás del film (advertencia: un sólo resultado de google imágenes es capaz de arruinar la sorpresa). Sin contar demasiado, entonces, puede decirse no sólo que Rush es uno de los mejores estrenos del año sino que además es toda una lección de cinematografía aplicada: al excelente trabajo del director de fotografía Anthony Dod Mantle y la majestuosa música de Hans Zimmer se suma el virtuosismo de Howard, impecable en cada plano de los autos en acción y soberbio en el adecuado uso de las cámaras lentas. Párrafo aparte merecen las actuaciones de un Chris Hemsworth aún más carismático que en Thor, y especialmente la de Daniel Brühl (Good Bye Lenin, Bastardos Sin Gloria). Tan espectacular visualmente es Rush que la única comparación válida en cuanto a su esplendor se remonta al año 1966, cuando John Frankenheimer realizó su clásico Grand Prix (basta con ver los títulos iniciales en youtube del gran Saul Bass para comprender el paralelismo). Y hoy, decir que un film actual parece pertener a una década infinitas veces mejor a la actual en cuanto a lo cinematográfico, no sólo es un enorme elogio sino un más que justificado motivo para un aplauso.
Ni excesivamente sádica (lo es, pero no más ni menos que la primera parte) ni demasiado revulsiva (pese a un lamentable pasaje de humor de inodoro mal ejecutado que no causa gracia sino que simplemente asquea), Kick Ass 2 es, siguiendo al pie de la letra la fórmula de las secuelas, lo mismo pero con más explosiones, más personajes y más villanos. Y siendo que la primera parte no se trataba de una gran película, esta segunda es, por lógica, también más mediocre. La película de Jeff Wadlow retoma donde dejó aquella de Mathew Vaughn (quien aquí se limita a su rol de productor), continuando la historia de Mindy/Hit-Girl (Cloë Grace Moretz) y Dave/Kick-Ass (Aaron Taylor-Johnson) tiempo después de la masacre de la cual fueron partícipes en la anterior historia. También en paralelo, claro, está Chris/The Motherfucker (Christopher Mintz-Plasse), el villano que promete venganza al finalizar la primera historia y que retoma desde donde dejó con su plan para vengar a su padre. Para lograrlo, decide armar una legión de "super villanos" como contracara de los amigos de la paz -que increíblemente la predican con excesiva violencia-, sólo que esta vez sus "fechorías" parecen escalar a niveles inauditos, y van desde decapitar a una persona hasta violar a la novia del protagonista. Es esta escena la que causó gran revuelo tras su estreno en Estados Unidos y, nobleza obliga, si bien es fuerte por lo que implica (aberrante, de hecho, que se tome una violación con "humor"), hay que reconocer que al menos el director decidió dejar la acción en off y no tener en cuenta las ganas de incluir la escena en su totalidad, como sí quería insistentemente hacerlo el creador del comic, Mark Millar. Éste y otros momentos de extrema violencia son los que llevaron a Jim Carrey, quien interpreta al Crel. Stripes and Stars, a dar un paso al costado a la hora de promocionar la película, alegando un cambio de opinión respecto a cómo Hollywood utiliza la violencia en el cine. Si exageró o no con esta decisión es tema de una discusión en la cual no vale la pena ni entrar, pero lo irónico es que su rol es acaso el más interesante y elaborado de toda la película.
Al igual que Wakolda, otro film (en ese caso, nacional) que se exhibe en paralelo en la cartelera actual, Hannah Arendt lidia con la tragedia del Holocausto y el nazismo, aunque no desde el cine de género (no hay aquí suspenso ni convenciones propias del terror, más allá de la monstruosidad del episodio histórico del cual parte el argumento), sino desde lo casi documental, biográfico, al retratar cómo fueron los años vividos por la gran pensadora Hannah Arendt tras presenciar el juicio a Adolf Eichmann y escribir su posterior y famoso ensayo sobre la banalidad del mal. En torno a esta obra gira pues la película, que con una gran habilidad para transitar temas tan incómodos como el libro de la célebre autora, reapasa uno de los episodios más oscuros de la historia de la humanidad, con la suficiente inteligencia y autocrítica necesaria para no caer en la obviedad y lo políticamente correcto, esbozando las mismas preguntas incómodas que acosaron a Arendt tras publicar su controvertido texto en el New York Times. Margarethe Von Trotta dirige con envidiable pulso didáctico, resumiendo apenas las bases de lo que según su personaje real consiste en la “banalidad del mal”, haciendo énfasis en la vida intelectual tanto como emocional de su protagonista. Barbara Sukowa va más allá de la mera imitación y se convierte en Arendt, al tiempo que Axel Milberg se luce como su fiel compañero, Heinrich. Mención aparte merece el pasaje a través de diversos flashbacks que recuerdan los tiempos en que, tras la inocencia de la juventud y futuro desencanto de la madurez, Hannah conoce íntimamente a su mentor, Martin Heidegger, y descubre cuánto puede cambiar (o derrumbarse) un ser humano al tomar decisiones equívocadas.
El nazismo, guste o no a quiénes buscan mirar hacia otro lado cuando se menciona cierto capítulo del pasado argentino, tiene parte de su historia (el epílogo o anteúltimo acto, quizás) en la Argentina, cuando decenas de jerarcas, soldados y ministros varios huyeron hacia la Patagonia en busca de una nueva identidad y vida oculta. La huella que dejaron allí fue sutil, buscando pasar desapercibida, pero algunos, como Adolf Eichmann, fueron descubiertos y, secuestro del Mossad de por medio, llevados a la justicia. No es el caso de Josef Mengele. La historia de Mengele agrega a la tragedia y aberración científica un capítulo indignante adicional, que es el de la incertidumbre: tras un breve paso por el sur de nuestro País, se sabe que huyó hacia Brasil, donde la versión oficial indica que años después murió ahogado. Nunca se supo (y jamás se sabrá, posiblemente) cuánta hay de cierto en esta afirmación. De esta incertidumbre parte Lucía Puenzo, con una historia por demás superior a las que venía realizando: no sólo es mejor que sus dos anteriores películas, XXY y El Niño Pez, sino que es, con mérito propio, una buena película, por más que peque de algunos problemas de ritmo. La narrativa se focaliza a través de los ojos de Lilith (Florencia Bado) una niña con un problema de crecimiento que sus padres no ignoran pero asumen no tiene solución. Al menos ese parece ser el caso, hasta que un amable inmigrante alemán entra en escena buscando trabar amistad con la familia, aunque escondiendo algún que otro secreto siniestro. El resto de la trama, si bien es predecible, mantiene el suspenso y el desgarro de la deshumanización médica cuando elige jugar con el cuerpo humano. Wakolda no será recordada como una pieza fundamental de ese casi subgénero cinematográfico que es el del nazimo y sus consecuencias, ni mucho menos pasará a la historia como un clásico del cine nacional de esta década, sin embargo es un más que digno exponente del cine de industria que parece estar resurgiendo, y como tal merece ser vista en la pantalla grande.
A riesgo de quedar encasillado en las bondades de un espléndido género como lo es el suspenso, Ricardo Darín vuelve a ponerse en la piel de un hombre desesperado frente a una situación que le sobrepasa. Concepto básico delthriller: hombre común (ese mismo que tanto le fascinaba a Hitchcock) que sin quererlo se ve enredado en medio de una trama macabra y debe superar una suerte de obstáculos para recobrar la normalidad de su vida, vuelta de tuerca mediante que revela un villano en la persona menos pensada. Es en este sentido, justamente, donde Séptimo cumple a rajatabla la estructura del género: en el primer acto Darín pierde a sus hijos bajando por la escalera de su edificio (pese a que la madre de los mismos le suplica que bajen por ascensor todos juntos y no se separen), en el segundo los busca frenéticamente hasta ir descubriendo pistas que conllevarán posteriormente a la tan deseada resolución, y en el tercero desmaraña la compleja trama con una conclusión donde casi nadie es quien parecía. El formato, está probado, funciona, y un buen ritmo mantiene atento al espectador. Sin embargo, falta algo: todo es tan clásico que Séptimo realmente parece una entretenida película de suspenso… de hace cincuenta años. El “plan macabro” detrás de la desaparición de los niños tiene demasiados agujeros como para funcionar y, casi como a consciencia de ello, la película avanza rápidamente para tapar este detalle, y la suma de casualidades funcionalmente narrativas entorpecen la tensión y distraen del argumento, que progresivamente se distancia de la realidad. Séptimo es, sin duda, un divertido exponente del cine semi-nacional (en esencia Argentina, en práctica Madre Patria financiera con elenco y director propio), aunque está lejos de lo más interesante de la filmografía Darín.
Metegol es posiblemente la película argentina más esperada del año, y el justificativo ante tanta expectativa generada reside en algunos factores que trascienden lo cinematográfico y rayan en lo técnico, lo anecdótico y lo meramente curioso: es una película que cuenta con una larga lista de créditos (más de 300, algo atípico para el cine nacional), es la película argentina más cara de la historia (cerca de 20 millones de dólares), no busca medirse con colegas nacionales sino que más bien apunta a competir con un Pixar o Dreamworks y es, al fin y al cabo, el film posterior al Oscar del célebre director Juan José Campanella. Tras el análisis de este rejunte de datos de color y algunos más bien técnicos/profesionales, el resultado es aún más curioso que lo pretendido por sus autores: Metegol es un éxito indiscutible en sus virtudes visuales, ya que aunque dista lógicamente del nivel de detalle de producciones de mayor escala, en la comparación general no sale para nada mal parada, pero sin embargo no lo es tanto en la teóricamente menos complicada que es el aspecto narrativo, principalmente en cuanto a guión y montaje. Mientras que pese a algunos problemas de animación con personajes secundarios y de fondo (lo que en un film con actores de carne y hueso sería considerado como “extras”), una falta de pulido general a ciertos escenarios de fondos, algún que otro ruido con partículas (especialmente, explosiones, humo y fuego) y falencias con ciertos riggings de personajes, la animación es virtuosa y de una fluidez jamás alcanzada en una producción fuera de los Estados Unidos o Japón, el guión por su parte sí cae en una sobredosis de lugares comunes, algunos chistes que suenan obligados y por ende, obvios, y situaciones estiradas que revelan demasiado el hecho de que el film está inspirado en un cuento corto (cuyo autor es el recordado Roberto Fontanarrosa) y no una novela con mayores conflictos y desarrollos de personaje. Metegol, por momentos, da la sensación que funcionaría mejor como apenas un mediometraje, y prueba de ello es el clímax donde no se alcanza la emotividad prometida en la primera parte de la película, y los personajes a quienes refiere el título de la película pasan a tener apenas un rol decorativo y secundario, con una intervención injustificada en el final para el desarrollo de la historia. El mayor pecado de la narración, no obstante, es uno intrínseco: el protagonista, Amadeo, no aprueba el videojuego de futbol solitario al cual juega obsesionado su hijo en unatablet muy tecnológica, y en contraposición a este pasatiempo lúdico expone su historia presentándole anécdotas de un metegol, un juego físico y por ende más “real”, que en su infancia lo mantuvo entretenido y…también solitario. El error es narrativo, no conceptual: el metegol involucra necesariamente dos a cuatro seres humanos interactuando cara a cara, pero Campanella omite este detalle y rara vez presenta al bueno de Amadeo justamente como un ser social (se cuenta en anécdotas que éste ha jugado contra mucha gente del barrio, pero se lo presenta en cambio como un marginado casi total). La diferencia entre el modo de juego infantil entre padre e hijo reside entonces únicamente en el tipo de mecánica/tecnología empleada en cada caso. Por otro lado y en menor medida, el otro problema narrativo se basa en que Metegol por momentos parece una remake de Luna de Avellaneda, posiblemente la más convencional y peor película del realizador de El Secreto de sus Ojos. Campanella ha demostrado con creces ser un excelente profesional cinematográfico, pero llamarle “autor” al día de hoy parece un poco exagerado, y Metegol no hace más que confirmarlo. Dicho esto vale aclarar que, afortunadamente, gracias a sus enormes logros visuales y el esfuerzo decisivo del trabajo de voces (principalmente las del equipo entero de jugadores de plomo que cuenta en su equipo con la gran labor de Pablo Rago, Fabián Gianolla, Miguel Ángel Rodríguez y el Coco Silly, entre otros), Metegol es una buena película que merece ser vista no sólo por quienes disfrutan del cine de animación en general, sino por todo aquel que además crea que sí, es posible encarar una producción de este tamaño fuera de Hollywood y salir airoso en el intento. Eso sólo cumple con la expectativa generada y convierte, definitivamente, al film en la película nacional del año. El otro gran logro de Campanella es devolverle a la tristemente escasa animación argentina su lugar en el mundo. Después de todo, además de la birome, el colectivo y el bypass, también los argentinos contamos con el honor de haber realizado el primer largometraje animado de la historia del cine (El Apóstol, de Quirino Cristiani). Hoy, casi cine de años después, tenemos uno que no tiene mucho que envidiarle a quienes apostaron más fuertemente al formato (¡no género!) en otras latitudes, quizás y con suerte, a partir de ahora tan no tan lejanas.
En Panem, la sociedad que alguna vez parece haber sido Estados Unidos se encuentra ahora reducida y dividida en 12 distritos cada uno más pobre que el siguiente. Como demostración de poder, el gobierno celebra cada año un torneo televisado en el que los participantes compiten hasta que solo uno de los 24 queda con vida, alzándose como el único vencedor. Un primer acto de más de una hora (un poco desproporcionado contemplando que el metraje dura unos largos 142 minutos) sirve para contextualizar al espectador en este futuro distópico en el cual la clase gobernante tiene un particular mal gusto a la hora de elegir su vestimenta (invitándonos a sugerir que solo su moda sería suficiente motivo para una profunda incitación al alzamiento popular) y se dedican a elegir al azar a dos jóvenes para representar a sus respectivos distritos en "Los juegos del hambre". Curioso resulta que los personajes están tan mal construidos que difícilmente logremos empatizar con muchos de ellos. La joven y bonita Jennifer Lawrence (ese talento que a los 19 años ya había recibido una merecida nominación al Oscar por su enorme papel en Winter's bone) tiene la ventaja de ponerse en la piel de Katniss Everdeen, quien a diferencia de los demás cuenta con motivaciones y el suficiente contexto como para que su personaje sea creíble y afable. El resto son tan vacíos (interpretativa y constructivamente) que ni siquiera despiertan odio o simpatía, al punto de que a pesar del peso que sus personajes pueden tener en la historia, se sienten como que están de relleno y para acompañar. Existe sin embargo un personaje menos que secundario que sin quererlo se convierte en quien más y mejor responde a la lógica de la película. Se trata de una señorita pelirroja que prácticamente sin reproducir ninguna línea de dialogo, cada vez que se la muestra se encuentra corriendo de un lado a otro, escapando sin atacar a nadie y sencillamente intentando sobrevivir. Lo irónico es que aun sin recibir importancia en el relato y sin contar con una caracterización determinada, resulta ser la que más claro tiene su rol en la película. Otro factor que demuestra cuán simple es a nivel argumental y conceptual la historia es el hecho de que los personajes pueden diferenciarse muy fácilmente en las (aquí) para nada relativistas categorías de "malos" y "buenos". Los malos pese a querer sobrevivir son muy fácilmente identificables como malos por oposición a la buena, que al fin y al cabo busca lo mismo que ellos: seguir existiendo. Inclusive como crítica social, de haber sido lo suficientemente fiel al libro, Hunger Games peca de tibia. No vamos a recriminarle que haya tomado prestadas ideas ("tomado prestadas" como eufemismo de robado, o -como dice un amigo- "wachiturreado") desde Huxley, pasando por Orwell hasta Takami (responsable de la novela luego hecha película Battle Royale), sino que simplemente como idea o argumento general parezca una excusa para encubrir una historia capaz de seducir al mismo público adolescente de Crepúsculo, que nutriéndose de este producto se jactará falsamente de consumir otro presuntamente más intelectualoide. El problema es que los realizadores se preocuparon en enfatizar sobre el contexto en que sucederán los juegos solo lo suficiente como para justificar las posteriores escenas de supervivencia. En un sentido muy mediocre y efectista su pensamiento es correcto ya que logran seducir a la mayoría del público, pero subvalorando su capacidad intelectual. Si pensamos en dos películas tanque pochoclerísimas y recientes como Inception y The Dark Knight, resultaría injusto no esperar de un talentoso director como Gary Ross (responsable también de Pleasentville) un producto como llaman los americanos "Blockbuster with brains", o sea una película pochoclera con cerebro.
El Sargento Boyle inspecciona un accidente automovilístico con calma. No busca sobrevivientes sino causas, motivos. Los encuentra: alcohol y drogas. Procede a probar un poco de lo que será futura evidencia,y una cara de felicidad inunda la pantalla. Regresa a su trabajo, investiga un crimen sin prestar demasiada atención, vuelve a su hogar, se levanta, vuelve al trabajo, asiste a una conferencia del FBI y explica su teoría de que sólo los negros y mexicanos son narcotraficantes, y por ende la imagen que muestra a unos drug dealers blancos debe ser errónea. No es racista, simplemente es irlandés. El Guardia, de John Michael MacDonagh (el hermano de Martin, director de Escondidos en Brujas) apela a un humor seco, negro y muy ácido, pero sin jamás olvidar que el espectador debe empatizar con el protagonista para que el film no caiga en lo meramente burdo, y para conseguir tal objetivo, es evidente que Brendan Gleeson significó un gran aporte a la obra de MacDonagh. La inocente maldad del policía de dudosos valores que éste compone, funciona a la perfección en contraposición a la sobriedad que el gran Don Cheadle brinda a su por demás serio agente del FBI. El conflicto que desatan unos narcotraficantes de proporciones exageradas es apenas una excusa para presentar unos “villanos” de turno que se debaten la existencia misma citando textos de Nietzsche, al tiempo que no dudan en matar a sangre a fría. Absurdo, sí, porque desde arriba se nos enseñó que los malos son malos y eso es todo lo que tenemos que saber de ellos, pero coherente y real a la vez, porque no hay manual alguno que diga que un criminal no puede/debe disfrutar de algunas cosas de la vida, como lo es la filosofía nihilista. En este mundo de personajes coloridos y paisajes desaturados, el guardia atípico en cuestión forma parte de la fauna, y está dispuesto a defenderla de manera impensada justamente cuando todos los demás fallan. Un (anti)héroe con todas las letras, de esos capaces de llevar a cuestas toda una pequeña gran película.