Perfeccionista como la protagonista de su última película, Darren Aronofsky parece obsesionado con las historias de gente dispuesta a dejar todo por alcanzar una meta, por más que ello a veces traiga aparejado terror, flagelo y tragedia. Así, su Randy (Mickey Rourke) de El Luchador era capaz de dejar su vida en el cuadrilátero, mientras que el Max de su opera prima, Pi, entregaba su cordura a la ciencia para indescifrar lo indescifrable, al tiempo que en otra realidad paralela, Marion (Jennifer Connelly, en Requiem para un Sueño), cedía su salud a las adicciones, mientras Tommy (Hugh Jackman) era capaz de dar lo que no tenía por comprender un poco más allá el sentido de la vida, la muerte y todo lo que va en el medio. Tercos, orgullosos, obsesivos... así son los personajes del universo Aronofsky, y es por eso que no sorprende (algunos argumentarán, inclusive, que sucede todo lo contrario y eso quizás sea indicio de que el director deba renovarse) que su Nina (Natalie Portman) actual se adscriba a dicho grupo de notables. El Cisne Negro representa para Nina el rol más complicado a interpretarse de "El Lago de los Cisnes", y a la vez, es carne también de sus más reprimidos deseos: mientras que su delicadeza e inocencia le aseguran el trono de Cisne Blanco, la oscuridad la seduce pero nunca llega del todo a contaminar la pureza de su némesis. Dicha confrontación de demonios/ángeles internos se ve acompañada de la presión ejercida por su tutor, Thomas (Vincent Cassel) y una nueva compañera de ballet dispuesta a apuñalar por la espalda en el momento menos esperado. Así, contra viento y marea, Nina se aferra a su obsesión adentrándose en un mundo jamás explorado: el de la ambición y grandeza, con naturales altibajos de orgullo y ego. Conviene no revelar mucho más acerca de un film que, si bien no presenta demasiados giros argumentales (es, de hecho, súmamente lineal en su relato), encuentra en pequeños e inesperados hallazgos sus mejores momentos, uno de ellos perpetuado por la gran Wynona Ryder. El Cisne Negro no es, ciertamente, el mejor film del prolífico Aronofsky, pero sí una entrada más en una filmografía más que interesante, que vale la pena seguir de cerca. Quienes busquen un cambio de aire en la carrera del director, serán felices de saber que sus próximos proyectos incluyen la secuela de Wolverine, y una posible continuación de la saga de Batman (que, hasta ahora, Aronofsky elaboró aunque sea para la historieta).
Al igual que cuando David Lynch entregó su "Historia Sencilla", el film más atípico de los Coen brilla por su simpleza: Temple de Acero, mitad adaptación literaria, mitad remake, es un western clásico con todos los elementos del far west exactamente dónde tienen que estar. Casi no se percibe ese humor negro típico de los célebres hermanos, ni la violencia se exalta por encima del grotesco. Todo aquí funciona a perfecto tono con lo que se está narrando, mientras que los personajes, dotados todos de una humanidad fuera de cualquier estereotipo, acompañan la historia desde su perspectiva y se dejan llevar por la aventura que los realizadores proponen. Mattie Ross (Hailee Steinfeld) lleva el relato y hace que, con tan sólo catorce años, todo gire en torno a ella. El punto de partida, como en tantos otros westerns, es ni más ni menos que una venganza. Pero, consciente de que no hay aquí justicia poética que valga (las tragedias se acercan más al cine de Ford que al de Leone, a pesar de que algunas escenas presentan una alta estilización), Mattie se ve obligada a reclutar a un alcohólico Marshall (Jeff Bridges), a quien fuentes confiables recomiendan, puesto que es posiblemente el último hombre con verdadero "temple de acero", para que le ayude en la tarea de atrapar al asesino de su padre y llevarlo a la justicia (así sea por mano propia). A la aventura se suma el Texas Ranger llamado LaBoeuf (Matt Damon, probablemente en uno de los mejores papeles de su carrera), y a partir de allí, si hubiesen rutas en lugar de tierra, podría decirse que el film de los otrora directores de Sin Lugar para los débiles"se convierte en una road movie. Los días y noches pasan, al tiempo que los personajes se pelean, se amigan, se separan y se vuelven a reencontrar, sólo para descubrir lo impensado pero lógico: no hay "villanos" ni "maldad absoluta", sino seres humanos detrás de cada crimen, y al tiempo que la demonización del enemigo se cae a pedazos, la necesidad de conseguir justicia no cesa: después de todo, a eso parece reducirse la existencia de la protagonista. Los hermanos responsables de clásicos contemporáneos como Fargo, Simplemente Sangre, Barton Fink y El Gran Lebowski encuentran en Temple de Acero la excusa perfecta para adentrarse en el imaginario inagotable del lejano Oeste (ya lo habían rozado con la antes mencionada Sin Lugar Para los Débiles), y encuentran en el género uno de los puntos más altos de su cinematografía. Quién hubiese dicho que éste sería, justamente, el menos reconocible a los ojos de autor.
Una secuencia que recuerda al “Let Forever Be” de Chemical Brothers, la “Kato Visión”, un par de ingeniosos split screen y el uso de cámaras estratégicamente ubicadas para darle dinamismo al plano, son todo lo que queda del sello autoral de Michel Gondry. Aún así, El Avispón Verde es, por más que sencilla y vacía en contenido, la película más alocadamente entretenida en la carrera del francés, otrora realizador de clásicos como Eterno Resplandor de una Mente Sin Recuerdos y Be Kind, Rewind. Y es que este avispón verde no le pertenece, ya que ese crédito se lo lleva Seth Rogen. La catarata de gags (algunos ciertamente mejores que otros) y delirios constantes recuerdan su estilo de comedia (hasta el amigo James Franco tiene un divertido cameo), y por momentos sorprende no encontrar la firma de Judd Apatow detrás del guión. ¿Cuánto queda entonces del avispón que conocemos -o creíamos conocer- todos? Poco o mucho, según como se vea (no olvidemos que el absurdo estuvo siempre allí presente), pero de un modo u otro, por demás exagerado conforme a los tiempos hollywoodenses que corren. En esencia, el Avispón original sigue ahí: Britt Reid, un millonario excéntrico con tiempo de sobra, descubre que puede serle útil a la sociedad como un enmascarado vengador anónimo que hace justicia por mano propia, siempre de la mano del multifacético Kato (capaz de demoler a patadas a su adversario y al mismo tiempo hacer el mejor café del mundo). Como la situación amerita un villano de la talla de estos dos paladines de la justicia, ahí es donde entra en escena Chudnofsky (Christoph Waltz, en una suerte de versión paródica de su Crel. Hans Landa) y sus secuaces, dueños de la mayor red de narcotráfico de Los Angeles. Lo que queda del film son disparos, explosiones,chistes, artes marciales, una Cameron Díaz en esporádicas intervensiones estilo Femme Fatale, más explosiones y más chistes. Un cocktail ciertamente eficaz y efimero, pero que dejará satisfecho al espectador que busque solamente eso: diversión garantizada que no se toma -por suerte- demasiado en serio.
Consciente de que los films que describen algún tipo de tecnología -más aún si es de índole informática-, suelen pasar rápidamente al olvido, el director David Fincher, respaldado por un sólido guión del cotizado Aaron Sorkin, concentra su relato en qué pasaba por la cabeza de los creadores de facebook, y no cómo el cyber-invento cambió al mundo posmoderno occidental. La decisión, por fortuna, resulta un hallazgo, y la dupla Fincher/Sorkin parte así de la base del libro "The Accidental Billonaires: The Founding of Facebook" de Ben Mezrich. La historia, "apenas dramatizada", de acuerdo a los responsables del film (y para horror de Mark Zuckerberg, el creador de dicha red social), se concentra en los orígenes universitarios del proyecto devenido en emprendimiento multimillonario, y acusa sin condenar al autor intelectual de la idea, entre lo más suave, de haber robado el concepto a otros compañeritos de Harvard, y por otro lado más grave, de ser un misántropo nerd resentido, que creó un imperio para inicialmente vengarse así de su ex novia. Sentada la base del conflicto, Zuckerberg (interpretado, suponemos que con gran observación, por el ascendente Jesse Eisenberg) expone su inseguridad y resentimiento al demostrarle a su novia cuánto necesita el reconocimiento de los demás. Casi sin quererlo, en el climax de su soberbia verborragia, le explica básicamente que él, con su futuro exitoso, "podría hacerle conocer gente que de otro modo jamás conocería". La chica, como era de esperarse, se despide de él para siempre. Zuckerberg queda solo, y no tardará en descubrir que el único amigo que tiene es Eduardo Severin (Andrew Garfield, la pronto nueva cara de Spider-Man). Ese mismo al cual, avanzada la película, descubriremos que ha traicionado, en hechos oscuros que lo sacan fuera del eje millonario de la empresa. Así, el film comienza a revelar su estructura de flashbacks, a medida que, interrumpidos los mismos por escenas de la actualidad jurídica que retiene a Zuckerberg en un estudio de abogados donde se debate "quién se queda con qué" del negocio, la triste personalidad del personaje comienza a mostrar diversos matices. No hay maldad innata en Zuckerberg, pero sí una soberbia que no sabe cuándo detenerse. Esa soberbia lo lleva a ser una verdadera mente brillante de la programación, pero apenas un discapacitado para las relaciones sociales (valga la ironía). Red Social cuenta "el lado oscuro de facebook", como lo han anunciado varios críticos, pero también se detiene, aunque siempre a través de sus personajes principales, en patrones recurrentes del ser humano: su codicia, ambición (no siempre monetaria), la venganza y la soledad en la sociedad posmoderna de la web 2.0. Fincher es un realizador hábil que, no obstante, después de Benjamin Button, parece haberse obsesionado con la idea de obtener una estatuilla de oro: si uno presta atención a los diálogos e intepretación, puede encontrar fácilmente los reconocibles "oscar clips" que utilizará la academia para nominar al film en diversos rubros. Esto no supone un pecado per se, pero torna demasiado pretenciosa una trama que busca ser "el ciudadano Kane del nuevo siglo", y reemplaza el trineo Rosebud por notebooks y reuniones de hackeo. Así, la película fascinará a muchos (especialmente a aquellos que sean partícipes de esta comunidad global en eterna expansión), y distraerá quizás a aquellos que, sin restarle importancia al fenómeno, encontrarán aquí apenas otra historia más de amor y desamor capitalista, con ecos de Los Piratas de Sillicon Valley, y personajes detestables con los cuales resulta muy dificil de empatizar. Al fin y al cabo, por más que en varios aspectos Red Social sea una propuesta más que interesante (el film entero se sostiene en base a sus diálogos), todo se reduce al botón de "me gusta/no me gusta", conforme a los tiempos virtuales que corren.
Epica en el ring Nadie recordará el film original de Duelo de Titanes como un clásico obligatorio, pero sí recibirán siempre una especial mención los efectos del gran Ray Harryhausen, maestro del stop-motion que deleitó a todos con su Hiedra de las mil Cabezas, entre otras criaturas y deidades. Pues bien, si esta actualización del film de 1981 pretende ser un homenaje, si bien asombra con algunos efectos digitales (el engendro infernal llamado Kraken), defrauda por completo con otros, como el de la mencionada Hiedra que, sin duda, en épocas del maestro Ray pudo ver tiempos mejores... Y si esta Clash of the Titans es una continuación, un "borrón y cuenta nueva", o una re-interpretación de la historia original, se queda corta, presentando muy pocas novedades y haciendo apenas uso (y abuso) del 3D que invade la pantalla como el gimmick del nuevo milenio. Sam Worthington, todavía en plan Jake Sully de Avatar, interpreta a Perseus, un semi-Dios (o hijo bastardo de Zeus, para hacerla fácil), que un buen día se rebela contra su padre y decide liderar una cruzada contra los Dioses. Estos, ni lerdos ni perezosos, ávidos de infundar temor en los humanos para así recopilar plegarias, dan rienda suelta a toda su furia, y lo que resta es lo inevitable: decenas de batallas épicas, monstruos -marinos, terrestres, aéreos-, espadas, serpientes, escudos y alguna que otra decapitación bien merecida. La cantidad de engendros extravagantes que desfilan por la pantalla es inversamente proporcional a las ideas del relato, donde los dioses son casi una parodia de sí mismos (Liam Neeson como Zeus, en pose de Caballero del Zodíaco, Ralph Phiennes como el hermanito malo Hades) y el guión, funcional a la tecnología, olvida las bondades de la caracterización y parece contentarse en repetir reiteradas veces, a través de su protagonista, el único leit-motive de la película "no lucharemos como Dioses, sino como hombres". Demasiado poco para tanto alboroto místico.
El viejo lobo sigue en carrera Al Filo de la Oscuridad parece ser, además del título ficticio elegido para narrar las tragedias del protagonista de la película, una perfecta descripción de la vida personal, delante y detrás de cámaras, de su estrella, Mel Gibson. Cuando allá por el año 2004 el otrora héroe acción de las divertidas Arma Mortal emprendió un camino casi decidido a la dirección de épicas realizaciones financiadas de su propio bolsillo, no faltaron quienes pronosticaron un indicio de locura. Dos años después, ya con un éxito inaudito de taquilla para su hiperviolenta interpretación de la Biblia en La Pasión de Cristo, el actor devenido director redobló la apuesta con la impecable Apocalipto, y ya no quedaban dudas: aquel hombre carismático de ojos azules había cedido lugar ante las excentricidades de todo un autor, controversial y subestimado, con el don de lo impensado siempre bajo el brazo. Otros dos años después, ya lejos de las cámaras y entrando en terreno personal, el destino volvió a patear el tablero cuando, tras una noche de borrachera, un arresto mediático y declaraciones antisemitas, lo convirtieron en el nuevo enemigo favorito de la doble moral americana: Mel, el descarriado. Y tanto fue así que la figura de clásicos modernos como la trilogía Mad Max, después de más de 25 años, comenzó su divorcio y cambió abruptamente de vida, algo no muy bien visto por su defendida institución católica. Ahora, después de tantos cambios, y con arrugas que marcan el paso del tiempo pero conservan un espíritu salvaje intacto, el hombre ha vuelto a su profesión: la actuación. Y el resultado, afortunadamente, es más bienvenido que nunca. Y es que si hay algo que mantiene a flote Al filo de la Oscuridad es la incomparable presencia de Gibson, con todos sus gestos conocidos desde la época de El Rescate (film que, temáticamente, se sitúa bastante cerca de ésta nueva película), a la vez que la siempre correcta dirección de Martin Campbell (Golden Eye, Casino Royale, y la serie original en la cual Al Filo... está basada) mantiene al espectador en vilo, sediento de acción y adrenalina como su protagonista, que desata el infierno como venganza entre quienes asesinaron a su hija. Cabe una mención especial para la breve, pero decisiva, participación del gran Ray Winston en, quizás, el personaje más interesante de la película.
Volvieron los Coen de la gente ¿Qué hacer después de un Oscar? Esta es la pregunta que acecha a quienes, tras ganar una estatuilla dorada de la Academia, se plantean qué será de su futuro ahora que ya nada será lo mismo, y las expectativas generales de la audiencia son cada vez más alta. Los Coen parecen tener la respuesta: aceptar la eventualidad de las cosas con simpleza, tal cual reza el prólogo de su nuevo film, Un Hombre Serio. Si bien con la divertida pero innecesaria Quémese después de leerse, los realizadores de joyas como Fargo y Barton Fink ya habían dado un paso al costado de la oscura complejidad de un film tan celebrado como Sin lugar para los débiles, con Un hombre serio vuelven a transitar el sendero de la comedia negra, ciertamente con mayor puntería que en su anterior obra. Hay algo, sin embargo, que se repite, pero sin quitarle frescura alguna a la película: muchos de los pasajes más cínicos del film recuerdan la irreverencia de El Gran Lebowsky, a la vez que la temática tan específica inmersa en el mundo del judaísmo puede ocasionar perplejidad ante una narración ensimismada que, al igual que ¿Dónde estás, hermano?, podría dejar afuera a una buena parte de los espectadores. Con una escena inicial tan misterosia como hipnótica, donde un matrimonio judío ortodoxo se pregunta si se han encontrado con un verdadero dibbuk (espíritu que deambula tomando el cuerpo de un difunto), Un Hombre Serio traslada la acción a la década del ´60, centrando su argumento en la atribulada vida de Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg), un hombre al cual todo parece derrumbársele de repente sin que éste pueda comprender porqué esto sucede, mientras que el "Somebody to love" de los Jefferson Airplane suena en las radios e infecta de surrealismo la cotidianeidad de la vida. El gran acierto de los Coen es haber realizado un film que constantemente lidia con estereotipos cercanos, sin caer en la chabacanería o lo meramente trillado. Larry no es un hombre serio, es cierto, pero tampoco es un inútil perdedor de película, y hasta la denominación "antihéroe" parece quedarle grande. Es, al igual que todos, un hombre más que, de vez en cuando en la vida, siente ahogo y frustración ante la impotencia de no poder evitar una serie de eventos desafortunados, al tiempo que nadie parece escucharle y su Dios parece haberle dado la espalda. Así, los Coen desde detrás de cámara se divierten y regodean en su eterno cinismo que a veces -como en su anterior película- limita con la total y absoluta misantropía, y parecen con ironía preguntarse si acaso no seremos todos, en el fondo, "hombres serios" como el Larry Gopnik a quien remite el título.
Criatura celestial Vaya uno a saber qué le habrá pasado a Peter Jackson por la mente al realizar su nuevo film, tras la megalomana visión de la trilogía de El Señor de los Anillos y la remake de King Kong, cuando decidió cruzar géneros tan incompatibles como opuestos y disímiles en tono y forma. Y es que, Desde mi cielo, en efecto, parece no una sino dos o tres películas que, sumadas, no se sabe si forman un todo o si, por el contrario, en el fondo se tratan de una nada absoluta. Si una parte (la mejor y realmente excelente) trata sobre el dolor de una familia por continuar la vida luego de la muerte de una hija, la otra (decididamente peor) se empecina en endulzar el argumento narrativa y visualmente, al punto de que por momentos uno no sabe si esos pomposos efectos digitales pertenecen una cinta del más fastuoso Hollywood o acaso a los de un video de una fiesta de 15 de alto presupuesto. ¿Cómo conviven estas contradicciones en los 135 minutos de duración? La respuesta es, lamentablemente, simple: no lo hacen. La tragedia omnipresente, por más que edulcorada en secuencias cuasi oníricas, podría prescindir completamente de una paralela narratividad mediocre, y ésta última parte podría quedar relegada a un segundo plano donde no molestaría demasiado, o comerse al resto del film para emparentarse con la igualmente triste (en el mal sentido de la palabra) Más allá de los Sueños, aquella con un Robin Williams descendiendo junto a la audiencia al más profundo de los infiernos. En el medio, dicho sea de paso, unos pasajes con ecos de un "Chiquititas" de Cris Morena, terminan de embarrar un film que, contado de otra manera -o, simplemente, contado de una sóla manera y no dos o tres- pudo haber sido mucho más interesante. Para mal de males, el mensaje incierto que deja en el aire una sensación de angustia ocasionada por una filosofía que parece querer decir "las cosas simplemente pasan y así hay que dejar que sucedan", ni siquiera consigue redención en un atisbo de "justicia divina", cuando el monstruo de la película (el asesino-pedófilo, por supuesto) encuentra un desenlace a tono con un gag de Tonto y Retonto. Desde mi Cielo es, así, un film definitivamente agridulce, equivocado en todas sus proporciones.
B Hubo un tiempo en que los vampiros dominaron el cine: desde la expresionista Nosferatu hasta las adaptaciones más oficiales de las novelas de Bram Stoker, pasando por los primeros films con el recordado Bela Lugosi para la Universal, hasta los híbridos cuasi deformes de la productora británica Hammer y otros derivados. Llegado el año 2000, con el inminente nuevo siglo, todo cambió: los colmillos afilados siguieron mostrándose pero, cuando de menos, de manera "posmoderna". Así los no-muertos supieron caminar a la luz del día y algunos hasta aprendieron a matar a sus pares para proteger a los humanos (Blade y sus secuelas), aprendieron a hacer amiguitos desde la infancia (la increíble Let The Right One In), e inclusive se enamoraron adolescentemente con muchachas pálidas y bonitas (la triste saga de Crepúsculo). Ahora, Daybreakers, parece mezclar los elementos posmodernos que caracterizaron a las antes mencionadas, agregando algunas ideas originales y una que otra vuelta de tuerca más que bienvenida al género. Hay en Daybreakers, de todos modos, un merecido respeto a las reglas básicas del vampirismo: las estacas son letales al corazón de los monstruos, la sangre permanece irresistible para los colmillos, y la luz resulta fulminante ante la más mínima exposición. En un mundo habitado por vampiros, donde los pocos humanos que quedan corren serios peligros de extinción, Edward (Ethan Hawke) se rehusa a ser partícipe de un sistema endemoniado que cultiva humanos para sustraerles la sangre. Pero su jefe, Charles (Sam Neill), por otro lado, está convencido de que la solución de "hallar un sustito" a la sangre sería sólo momentánea: siempre habrá quienes noten la diferencia y en pose gourmet soliciten "la cosa real". Y como Charles es quien toma las decisiones de su compañía succionadora de sangre, todo parece indicar que, mientras queden humanos, éste recurso será explotado al máximo. Cualquier paralelismo metafórico con la situación actual del petróleo no es casualidad. Cómo hará Edward para "cambiar el sistema" es el atractivo principal del film, que incluye una sorprendente participación del gran Willem Dafoe como un ex-vampiro que parece haber encontrado una misteriosa cura a la "enfermedad". A pesar de que el uso y abuso de la cámara lenta opaca un tanto los resultados generales del film (la estética cool puede tornarse molesta al rayar en lo innecesario), Daybreakers es un grato respiro entre tanto vampiro adolescente e inofensivo, y contribuye con buenas dosis de hemoglobina al cine gore que tango gusta a los fans del género.
El regreso de un gigante Doce años tuvieron que pasar hasta que el autocoronado (justificadamente) “rey del mundo” del cine volviese a hacer de las suyas, para demostrar no sólo que el rey no ha muerto, sino que difícilmente será olvidado. Después del mega éxito de Titanic, ¿qué más podía ofrecerle James Cameron al noveno arte? Ya había marcado un antes y un después en materia de efectos especiales, producción artística y marketing multitarget, al tiempo que, sin descuidar el guión (por más que sencillo), había conseguido emocionar a todo tipo de espectadores por distintos motivos, y todo eso concentrado en una sola película. Si el realizador de joyas como Terminator, su primera secuela, y El Abismo quería volver detrás de cámaras, le esperaba un enorme desafío: satisfacer la enorme expectativa naturalmente generada. Y lo logró. O al menos, puede a lo sumo decirse que estuvo muy, muy cerca. Quienes conozcan la historia de Pocahontas sabrán ya cómo comienza y concluye el film de Cameron: un conquistador en apariencia ignorante (aquí, un ex marine lisiado) será enviado con una misión belicista al nuevo mundo (el planeta Pandora), para enamorarse de una nativa y cambiarse de bando a tiempo y evitar el caos, fruto de la codicia humana. Hasta aquí, una fábula de película, con algún que otro tinte ecologista que por momentos hace pensar que Al Gore ofició de segundo guionista en la cinta. Pero hay mucho más que simplemente eso. Avatar no será un clásico del cine, pero sí un hito. Y es que es, salvando las distancias, el equivalente casi exacto a Titanic en esta prácticamente conclusa época. Las similitudes encontradas no son caprichosas: hay una majestuosidad visual nunca antes vista, hay una historia muy sencilla (se ha dicho jocosamente que el film es "Danza con Lobos Extraterrestres”), hay una prolongación importante del film para nada innecesaria (casi tres horas de duración que no se sienten como tales) y hay, también, moraleja simplona pero efectiva, personajes básicos pero reales, y un sinfín de momentos de pura poesía visual, desconocidos, hasta ahora, por el ojo común humano. Faltaría un galán de la talla de Leo di Caprio, claro, pero en su reemplazo podríamos argumentar que allí está el gimmick 3D para llenar el vacío - y más butacas-. La necesidad ridícula de parte de la prensa, trabajando codo a codo con el marketing oficial de 20th Century Fox, de afirmar que “Avatar es una revolución para el Séptimo Arte”, se torna un tanto absurda al analizar el film y encontrarle sus falencias (que, como toda gran obra de arte), pero es justo reconocer no solo que no estamos ante cualquier película, sino ante una que, si bien no logra estar a la altura de todas sus pretensiones, aporta tanto a la historia del cine como lo hizo en su momento aquel transatlántico irrompible que no pudo evitar hundirse. No es poco, sobre todo cuando pocas megaproducciones de Hollywood hoy logran mantenerse a flote. Bonus Track - Cuesta creer que absolutamente nada del Planeta Pandora existe en la realidad y que todo se trata de un cuidado CGI (Computer Generated Images). -Sí, vale la pena verla en 3D y se nota que así Avatar estuvo pensada. - Para el momento en que se redactó este artículo, Avatar ya se ubicaba como la cuarta película más taquillera de la historia alrededor del mundo, y se estima que en menos de una semana estará apenas detrás de Titanic (también de James Cameron), film que también puede ser destronado de acuerdo a los analistas de Hollywood.