El mundo de los comics da para todo, y desde que Hollywood se enteró que, tecnología digital mediante, una historia intergaláctica con un hombre verde volando y protegiendo el Universo gracias a un anillo con poderes ya no era imposible de adaptar a la pantalla grande, la maquinaria se puso en movimiento en acaso el proyecto más ambicioso de DC Comics/Warner Bros hasta la fecha. Después de Batman, claro, cuyo principal desafío autoimpuesto fue cómo darle un tono realista. Nada más opuesto respecto a ésto último que el héroe color esperanza: con un exorbitante presupuesto de más de 200 millones de dólares (dificiles de recuperar, a juzgar por la taquilla del film en su país de origen), el Señor del Anillo que todo lo puede vuela por los aires, imagina soluciones que materializa con su poder, combate un villano de otra galaxia y, de paso, se queda con la chica de turno. Hay, sin embargo, una pequeña genialidad muy realista que derriba -¡por fin!- un tremendo mito del cine de justicieros enmascarados: cuando el hombre devenido en héroe se presenta con su antifaz frente a su chica y apela al misterio, ésta lo reconoce y le dice “¿cómo no te iba a reconocer, si hasta te vi desnudo?”. Adios para siempre al anonimato absurdo. Pero fuera de éste y algún que otro momento, no hay mayores sorpresas en Linterna Verde, pero sí, hay que reconocerlo, mucha diversión interplanetaria que, salvando las distancias, recuerda a los delirios sci-fi de Flash Gordon (no, no el otro superhéroe de rojo de la DC, sino el intergaláctico inmortalizado en la canción de Queen). La historia parte de la segunda camada de comics del temarario héroe, esa que tiene como protagonista a Hal Jordan y no al original -y olvidado- Alan Scott, y conecta al piloto de aviones con el ex-guardían del Universo Abin Sur, quien herido en batalla cede el mando al terrícola intrépido. El villano de turno es Parallax, un ente que representa el miedo en su totalidad, y para colmo encuentra un involuntario aliado en Hector, un científico que sin quererlo se ve contaminado por el poder del temor. Una sobredosis de colores saturados inunda al film del director Martin Campbell, el mismo de Goldeneye, Casino Royale y El Zorro, quien aquí parece haber perdido la pulceada contra los productores que se encargaron de tijeretear el film a gusto, mientras que el carisma de Ryan Reynolds es suficiente para rescatar al héroe de lo que pudo ser un desastre: Linterna Verde recibió lapidarias críticas alrededor del mundo y, si bien hay que reconocer que tiene sus fallas, resulta más entretenida que varias adaptaciones de historietas que se toman a sí mismas demasiado en serio.
Dicen por ahí que a Spielberg y Lucas se les ocurrió la premisa de Indiana Jones cuando ambos compartían unas vacaciones en familia en la playa y, castillitos de arena mediante, al último se le cruzó por la cabeza la idea de un arqueólo aventurero, intrépido y canchero. Sin un rumor acrecentado por el tiempo ni una anécdota simpática que cruce los caminos de dos directores, tan sólo viendo Super 8 es fácil imaginar al director, J.J. Abrahams y Steven Spielberg compartiendo una velada romántica frente al televisor, disfrutando una retrospectiva de ET, los Goonies, Encuentros Cercanos del Tercer Tipo y, para darle algo de crédito al creador de Lost, Cloverfield, ese film que produjo y obtuvo un razonable reconocimiento. Por si no quedó claro con el explícito ejercicio imaginativo esbozado anteriormente, Super 8 es mucho más que un homenaje a Spielberg: es casi un émulo -reconocido y por momentos hasta celebrado- del mismo. Todos los elementos spielbergianos se encuentran presentes, con cuidadas cucharadas -pero una desmedida sobredosis hacia el final- de sci-fi mágico, poesía intergaláctica, infancia freak y nostalgia exacerbada. En otras palabras, de haber habido nazis junto a los alienígenas, no hubiese faltado nada del director homenajeado. Hay que reconocer, sin embargo, que la trama plantea una historia no original pero sí atractiva, aunque termina prometiendo más en su primer hora de metraje que lo que parece entregar: unos niños bastante atípicos deciden hacer una película de zombies, para intentar ganar un concurso indie y pasar luego a hacer más películas. El título del film, obviamente, refiere al formato elegido, que ancla al film en los años elegidos para presentar la película: los finales de la década del 70. A este disparador se suma, sin embargo, el conflicto que irrumpe los planes de los protagonistas: un tren descarrila tras una explosión y, tras notar que se trató de una suerte de atentado, los niños comienzan a sospechar que algo no estaba bien con la carga de un vagón. Manejado con un suspenso obligatorio para toda película de monstruos (al mejor estilo Tiburón, sabemos que el peligro está ahí pero no podemos del todo verlo), Super 8 avanza hacia un climax demasiado convencional y meloso, que no arruina pero sí edulcora demasiado un plato que, en su primer mitad, parecía apostar a un cine que hace rato había dejado de verse: ése que, simpático y de buen corazón, dibuja una sonrisa en la cara del espectador sin caer en lugares comunes o moralinas por demás básicas. Un objetivo cumplido a medias, para una película que pudo haber sido mucho más.
Y así comenzó todo: el profesor Charles Xavier alguna vez fue joven (hasta tuvo pelo), ambicioso y visionario, y sus colegas fueron antes grandes amigos y enemigos, traiciones y desamores mediante. Mystique, la azulada femme fatale que cautivó con su peculiar color de piel en tiempos pre-Avatar, alguna vez sirvió a otro amo, y éste otro amo y Lord a la vez no siempre estuvo de la vereda de enfrente. Todo tiempo pasado fue mejor, en fin, y gracias a ello X-Men: Primera Generación se sostiene por sí sola, permitiendo olvidar -afortunadamente- que los hechos ocurridos en una precuela naturalmente anteceden a los posteriores en los siguientes capítulos de la saga, inclusive aquellos que menos cierran (la tercera parte y Wolverine: Origins, concretamente). Bryan Singer no dirige, pero sí produce y escribe buena parte de la historia, y la diferencia con Brett Ratner se nota. Aquí detrás de cámara se encuentra Matthew Vaughn, esa joven promesa responsable de Kick-Ass y Stardust, y el reparto actoral se renueva por completo: James McAvoy es el joven Xavier, Michael Fassbender interpreta a Magneto (que crecerá hasta convertirse en Ian McKellen), y la sufrida muchacha que se ocupaba de su decadente familia en la nominada al Oscar Winter Bone, Jennifer Lawrence, encarna a la seductora Mystique, a pesar de todo, un personaje infinitas veces menos acomplejado que el anterior. Pero como sabido es que la talla del héroe se mide en cuanto a la calidad del villano, y en este caso particular la talla de por sí debería ser XL, puesto que los héroes son varios, el mérito de que la necesaria amenaza antagonista se sostenga recae en la labor de Kevin Bacon, quien demuestra una vez más ser todo un experto en el tema. La historia comienza con un flashback (uno ya conocido por quienes recuerden la primera parte de la saga), y se adelanta luego a tiempos igualmente pretéritos: el contexto bajo el cual X-Men: Primera Generación se desenvuelve, tiene como telón de fondo la Guerra Fría, y lejos de resultar anecdótico los conflictos de las potencias nucleares juegan un importante rol en la trama. Con ingenio, un inteligente guión y personajes correctamente delineados, esta primera generación se diferencia gratamente de la última que se vio allá por el año 2006, y aunque no sorprende demasiado recupera sí un aire fresco que la franquicia andaba necesitando. Habiendo costado 160 millones de dólares, queda entonces una sóla pregunta flotando: ¿cómo pueden los productores confundir Villa Gesell con Bariloche?
La saga de Piratas del Caribe sufre, casi más que ninguna otra, un terrible efecto fotocopia: ya la segunda presentaba desmejoras, la tercera no presentaba color alguno, y esta cuarta parte apenas si puede verse. Con un cambio de capitán notorio (abandona la nave Gore Verbinski, toma el comando Rob Marshall), lo último -único- que Piratas... ofrecía, es decir, surrealismo mainstream, personajes coloridos y cataratas de efectos especiales, parece haberse desvanecido en el aire: probablemente nadie extrañará a Keira Knightley y Orlando Bloom, pero sí criaturas marinas extrañas como el Capitán Davy Jones, o esa suerte de Kraken que devoraba a Sparrow en anteriores aventuras, que parecen ya demasiado lejanas. Lo que queda por contar es una historia que para colmo parece repetida de la segunda entrega: la búsqueda de un elemento poderoso que devuelve la juventud a quien lo posea y pronuncie las palabras correctas. En la nueva carrera vuelven, claro está, Jack Sparrow (Depp, más medido, o quizás cansado, que en las anteriores partes), Barbossa (una vez más, opacado por Johnny), el segundón Gibbs (Kevin McNally) y Keith Richards (unos pocos segundos), apenas un souvenir de anteriores batallas. Entre las nuevas caras piratas se encuentran Penélope Cruz, cuyo terrible inglés parece más una forzada negación para con el idioma, que sin duda repercute en lo limitado de su interpretación, e Ian McShane, por lejos lo mejor de la película. Rob Marshall, el otrora director de Chicago y Memorias de una Geisha, continúa así su curriculum de películas sumamente olvidables y prescindibles, sólo que en este caso lejos, lejísimo, de un premio de la Academia. Lo demás es lo de siempre: barcos, naufragios, espadas y suciedad a lo Hollywood: gente que no se baña, pero sí tiene tiempo para maquillarse. Ah, y sirenas, que constituyen la mejor escena del film en una batalla insólita, que tristemente termina antes de lo deseado. Queda una incógnita que probablemente nunca encontrará respuesta: ¿cuáles serán las aguas misteriosas del título?
Fantasmas, apariciones del pasado, criaturas míticas, hombres y mujeres, todos pueden convivir bajo el mismo techo de un quincho. Eso parece afirmar Apichatpong Weerasethakul, quien dirige El Hombre... con notable poesía y despreocupación por los tiempos narrativos esencialmente muertos. AKMariano Torres. El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (Tío Boonme) Alemania / España / Inglaterra / Tailandia. 2010. Dirección y guión: Apichatpong Weerasethakul. Foto Sayombhu Mukdeeprom, Yukontorn Mingmongkon, Charin Pengpanic. Montaje Lee Chatametikool. Con Thanapat Saisaymar, Jenjira Pongpas, Sakda Kaewbuadee, Natthakarn Aphaiwonk. Toda la cobertura del Bafici 2011 aquí Ésto, a pesar de ciertamente prolongarse a veces demasiado, no degrada en ningún momento la película gracias a una bellísima fotografía, y un retrato espectral de dichas criaturas (sombras de la noche en lo oscuro del bosque) capaz de helarle los huelos al más valiante. Y el mérito es que, aunque sí de corte fantástico, no puede -ni debe- hablarse aquí de terror. Sólo de tradiciones, mitología y metáforas que pueden resultar súmamente atractivas para quienes se dejen atrapar por el mundo de este hombre con increíble memoria que va más allá de lo lógico o, por el contrario, tan difíciles de comprender como de deletrear el apellido del director para un espectador una cultura distinta.
Contando en su curriculum con dos de las mejores comedias de los años 90s (Tonto y Retonto y Loco por Mary), los hermanos Farrelly, a costa de su humor de inodoro, se ganaron el título de reyes del humor de mal gusto, aunque a menudo inteligente y, por sobre todo, ácido. Así desfilaron por su filmografía pequeñas joyitas como Kingpin (con Woody Harrelson en uno de los mejores papeles de toda su carrera), otros divertidos pero irregulares asaltos al buen gusto (Irene y yo y mi otro yo, Inseparablemente Juntos) y esporádicas explosiones melosas (Amor Ciego, Fever Pitch). Hasta en la animación supieron darse el gusto los hermanitos (Osmosis Jones) y luego, a partir de ahí, todo fue barranca abajo: a la ya devaluada fórmula de los chistes gruesos se sumaron guiones mediocres, y el resultado fueron las dos películas más decepcionantes de su otrora interesante carrera: La Mujer de mis Pesadillas (The Heartbreak Kid) y ahora ésta, Pase Libre (Hall Pass), acaso el punto más bajo que pudieron alcanzar. La sencilla historia gira en torno a dos cuarentones babosos, Owen Wilson y Jason Sudekis, que devoran con su mirada culos y tetas de todo tamaño y tipo por igual, y no reparan en que quizás, del otro lado de la cama estén sus esposas preguntándose si algún día esta actitud adolescente va a terminar. La posible y ridícula respuesta llega de boca de una amiga en común, con una solución tan absurda como improbable que es, por supuesto, el disparador de la película: una segundad oportunidad, con etiqueta de "pase libre", para que los hombres recuperen su supuesta hombría y puedan saciar, aunque sea por una semana, su apetito de machos cabríos que sus mujeres en teoría les supieron quitar. Lo obvio sucede, como no podía ser de otra manera, cuando los leones descubran que parecen más bien gatitos con uñas desafiladas, y las mujeres, por su parte, consigan más éxito del cual siquiera hubiesen podido imaginar. Entre chistes de pedos y vulgaridades varias, esta vez con mal timing para la comedia, el guión se deshace en escenas olvidables y banales que se vuelven redundantes a medida que se acumulan sin hacer avanzar el relato hacia ninguna parte. Una de dos: o los Farrelly se quedaron sin ideas, o estuvieron viendo demasiadas repeticiones de los Midachi en Crónica TV. Esperemos que sea lo segundo, puesto que con un buen zapping se pasa y, quién dice, en una de esas en otro canal están dando alguna de las primeras películas de Kevin Smith, otro colega del palo que con el tiempo parece haber perdido el rumbo.
¿Charles quién? Los bigotes setentistas bronsonianos son cosa del pasado, los mecánicos mercenarios tuvieron que adaptarse o morir, y sin duda no era esto lo que iba a elegir el pelado adrenalínico del momento, Jason Statham. A decir verdad, hace rato ya que el inglés que saltó a la fama de la mano de Guy Rithie en Snatch se ganó su nombre y apellido enlistado en los mejores héroes de acción de los últimos tiempos, y esta remake del film homónimo de 1972 hace justicia a dichos honores. Por eso Simon West, el otrora director de Con-Air, todo un conocedor del género, sabe que para ser respetuoso con un clásico no hay mejor manera que distanciarse, y poner todas las armas sobre la mesa. La premisa, no obstante, se mantiene relativamente fiel a la original: Arthur Bishop (Statham) es un asesino a sueldo que conoce su oficio y está más que al tanto de los gajes del mismo. Uno de ellos es la soledad, otro la inevitable reclusión social, y un tercero la necesidad de no apegarse a sentimentalismos que compliquen las cosas. Éste último, como no podía ser de otra manera, será el disparador de la película: resulta complicado a veces hacer borrón y cuenta nueva, sobre todo cuando las bases del contrato huelen a engaño. Los dos primeros, sin embargo, quedan relegados a lo anecdóticos y hacen apenas eco del conflicto existencial (al estilo Charles Bronson, claro) que abundaba en la película original. Statham cumple una vez más con su rol de imbatible (de hecho, este es un punto en el cual difiere un poco de aquel Mecánico de 1972) y carga sobre sus hombros un film que dificilmente resaltaría por sobre los demás de no ser por él. Todo un logro que hace rato es celebrado por los amantes de este a menudo menospreciado género.
Hace poco menos de dos semanas, quien escribe esta nota resaltó la triste mala influencia de los videojuegos en una obra supuestamente cinematográfica (Batalla Final: Los Angeles). Pues bien, existe aparentemente un escalón aún más bajo en la industria hollywoodense actual: Sucker Punch es, como mucho, un mero reel audiovisual de efectos especiales, conocidos en la jerga como VFX. Si alguno auguraba un excelente futuro para el director que con apenas cuatro películas (entre ellas, 300 y Watchmen), comenzaba a hacerse de un nombre, puede parar de contar: Zack Snyder no es que perdió el rumbo, sino que construyó uno sumamente superfluo y redundante, que lo lleva a repetir inclusive escenas calcadas de sus últimas películas. Así, sin el féretro del Comediante de Watchmen, el cementerio tiene su plano cenital en cámara lenta, y las escenas trágicas aparecen montadas al son de una canción pop mainstream pero también de culto. De hecho, si Snyder no utiliza nuevamente 99 Red Balloons de Nena para ciertos momentos de Sucker Punch, puede que se deba únicamente a una cuestión de problemas de derechos. Todo es conocido, vacío y pomposo: las adolescentes conflictuadas capaces de imaginar una guerra ridícula (pero sin que se les corra el maquillaje) parecen una versión de High School Musical con armas, mientras que los fondos virtuales amenazan con una invasión de espartanos que nunca llega. No importa: en su lugar hay zombies, nazis, orcos, dragones, zeppelins, robots y golems. Quizás la combinación le hubiesen faltado extraterrestres y gorilas con armas nucleares, pero no obstante uno puede aventurarse a decir que con tal repertorio de personajes ya es suficiente. No conviene contar demasiado del film, puesto que resulta más sencillo visualizar el trailer en cualquier web de videos. Todo está ahí, y entra resumido en escasos tres minutos. El resto: caramelos y dulces para la vista. ¿Y ese aspecto ridículamente “sexy” que pretende tener la película con pequeñas ninfas en minifalda? Sí, está ahí y, parafraseando –a riesgo de resultar autoreferenciales- a un habitual colaborador de ZonaFreak, Juan Pablo Bondi, alegrará únicamente a “aquellos adolescentes que aún piensan que el sexo es un rumor”.
Poco y nada queda de los gloriosos años 50s para el sci-fi, cuando en esa época los extraterrestres invadían por miles de razones (algunos, para castigarnos por negligencia, como el caso de Klatu en El Día que Paralizaron la Tierra, otros por colonización por años premeditada, como La Guerra de Los Mundos), al menos tenían pretextos para hacerlo o, en el peor de los casos, un muy elaborado plan.Por supuesto que tampoco mucho queda del Hollywood de esa época en la megaindustria actual: mientras que ante la falta de efectos especiales, antes se premiaba la originalidad, hoy día parece que la sobredosis de los mismos no hace más que castigar a la figura del guionista. En la era del CGI (computer generated image), todo es posible, salvo quizás la concepción de una buena historia. Pero, ¿qué se le puede pedir a un film que ya en su trailer adelanta el 90% de su contenido (es decir, tiros, explosiones, cámara en mano y navecitas)? Se le podría pedir, al menos, un respiro entre tanta redundancia belicista. Describir el argumento de Batalla: Los Angeles resulta una tarea tan dificil como imaginar a un guionista detrás de este engendro. Podríamos suponer, no obstante, y para continuar con la idea de que quizás hubo realmente un escritor detrás, que el tratamiento guionado podría resumirse de esta manera: “ESCENA 1 – EXTERIOR – GUERRA CON LOS ALIENS (REPITE HASTA EL FINAL)”. Para condimentar un poco este producto vencido (las escenas de invasión ya se vieron, y mejor, en films como Día de la Independencia, una verdadera obra maestra en comparación), se encuentra en el rol principal el actor Aaron Eckart, quien tristemente no puede hacer demasiado con su papel de Sargento heroico, puesto que frases como “¡no hay promesas en la guerra!” y “¡estos hombre están dispuestos a ir al infierno y más allá por usted, teniente!”, resultan harto conocidas, casi al punto de caer accidentalmente en la autoparodia. Llega un momento que hubiese sido más sincero de parte de los realizadores simplemente reemplazar las líneas de diálogos por sonidos guturales u onomatopeyas. Al menos dejaría bien claro el target al cual apunta la película. ¿Y los alienígenas/enemigos? Bien, gracias. Cada tanto se muestran visibles, y cuando lo hacen despiertan más dudas que amenazas: ¿son robots? ¿híbridos? ¿cómo es eso de “armas incorporadas al cuerpo”? ¿no les dificulta la cotidianidad (asumiendo que no pelean las 24hs, claro)? ¿Cómo se las ingenian para comer o diseñar las máquinas que utilizan? ¿Tienen algún otro plan aparte de la destrucción frontal, o su comandante apenas se limitó en decirles “duro y a los bifes”? Todas esas preguntas resultan infinitas veces más divertidas que los 117 minutos de Batalla: Los Angeles, a medida que este subproducto de la industria armamentist... perdón, cinematográfica, se hunde en secuencias que parecen salidas de cualquiera de los últimos videojuegos de la saga Call Of Duty (o de todos ellos al mismo tiempo). Esas secuencias que se inician automáticamente antes de comenzar a jugar, y que hacen que uno presione start para saltear la pantalla y dejar atrás el video. Lástima que dicho botón no pueda encontrarse en las butacas de las salas durante la proyección de Batalla LA.
La factoría Pixar siempre fue la principal fábrica de animación tridimensional, tanto por sus habilidades digitales como por su inteligencia a la hora de caracterizar a sus personajes, sin subestimar al espectador. Así, la empresa de Steve Jobs ejerció su indiscutido liderazgo en un balance perfecto de calidad visual y narrativa. Hasta ahora. Rango, del director Gore Verbinski, es otra muestra de cómo un film animado puede ser para niños y a la vez para adultos, sin caer en excesivas referencias a la cultura popular; los personajes no bailan al ritmo de una canción posmoderna con guiños adultos, sino que viven su mundo como si se tratase de una película de Sergio Leone. Sí, hay homenajes (quizás el punto en contra del film es que a veces resultan demasiados), pero dificilmente un pasaje que remite al clásico A la Hora Señalada (High Noon, Fred Zinemann) u otro que recuerda a Los Siete Magníficos (The Magnificent Seven, John Sturges) pueda ser catalogado de cultura popular. He allí donde radica el principal atractivo de Rango, que lamentablemente deleitará a algunos pero aburrirá a muchos otros de igual manera: las citas son demasiado cinéfilas (mirando siempre al Oeste, y otro poco al film noir, gracias a una historia sospechosamente parecida al Chinatown de Polanski), y tanta búsqueda de complicidad western en otras identidades del género, termina por momentos en una pérdida de la propia. La historia, no obstante, es entretenida y se ve apoyada por un despliegue magistral de animación CGI: una lagartija tristemente solitaria ve alterada su existencia cuando un buen día descubre que la pecera en la que vive domesticada ya no está ahí, y debe enfrentarse a la vida que siempre imaginó. Si esta vida viene acompañada de un pueblo anclado en el tiempo, habitado por animales cowboys (¿o cowpets?), qué mejor para este héroe que siempre sonó con ser protagonista de su propia película. El film así describe sutilmente la soledad del personaje y la importancia de ser libre (sin caer en moralejas demasiado fáciles), así como de ejercer y defender los derechos propios. El agregado del recurso natural escaseando agrega un bienvenido contexto sociopolítico, que dificilmente entenderán los chicos pero disfrutarán los grandes (al menos, los que tratan de cerrar bien la canilla). La película del otrora director de Piratas del Caribe, y La Llamada, es un detallado manual del género, pero también es un film para niños, por momentos muy oscuro, por momentos muy cálido, que se extiende no tanto como un film del mencionado Leone, pero sí un poco más de lo necesario. Mientras tanto tiembla Pixar, gracias a que otros estudios que parecen haber madurado, con resultados cada vez mejores, buscan ubicarse si no por encima, al menos al costado de los padres de Toy Story, en donde, irónicamente, quien abrió el camino fue otro pequeño gran cowboy.