Ironías del Star Wars pos-Disney: la película con el trailer menos atractivo, y por varios puntos la menor expectativa (convengamos que es difícil llenar los zapatos de Harrison Ford) es, finalmente, la más sorprendente. No porque sea algo distinto (de hecho, todo lo bueno que se puede decir sobre el film no le quita lo innecesario), sino porque es una digna entrada en el mundo creado originalmente por George Lucas, y eso se debe a que reconoce cuál es su lugar en la saga, y decide tomarlo de manera lúdica. Para evitar el fracaso, si uno lo piensa bien, esto no podía ser de otra manera: Han Solo siempre fue, por lejos, el personaje más “cool”, irreverente -por ende divertido- de esa galaxia muy lejana, y es algo bueno que los realizadores modernos no hayan traicionado la esencia del personaje. Si bien la película tiene un comienzo que trastabilla y tarda en despegar, cuando lo hace se toma el entretenimiento en serio, a la vez que sin olvidar la importancia de un buen desarrollo de personajes. Han (Alden Ehrenreich) es harto conocido por el público, al igual que lo son Chewbacca y Lando, pero no sucede lo mismo con Beckett (Woody Harrelson), Qi’ra (Emilia Clarke) y el simpático androide L2 (voz de Phoebe Waller-Bridge), que afortunadamente obtienen el peso que necesitan, como para convertirse en nuevos importantes nombres del Universo Star Wars. Como era de esperarse, hay mucho de “fan service” en la historia ideada por Jonathan y Lawrence Kasdan: desde cómo se conocieron Han y Chewie en situaciones bastante adversas, hasta cómo obtuvo el protagonista su mítico Millenial Falcon, pasando por el momento exacto en que se convirtió en un forajido de la ley. Todo está ahí, y también un poco más: lo interesante llega cuando el film se convierte en una película de robos, en el momento en que Han se une a un equipo de ladrones que debe obtener un preciado material para su jefe, el tirano Dryden Vos (Paul Bettany). Cuando el atraco termina, la dirección pega otro giro, y por momentos estamos ante un western. Así, lejos de la solemnidad y “gusto a poco nuevo” que caracterizó a las más recientes entradas en la saga, Han Solo se ubica más cerca del espíritu original de los films de George Lucas: hay seres extraños que cantan (esta vez, no en una cantina sino una fiesta de gala), monstruos gigantes que aterrorizan a la tripulación del Millenial Falcon, amenazas tangibles y reales pero que no necesariamente tienen que ver con una Estrella de la Muerte, y mucha acción y despliegue visual que, por suerte, en ningún momento pierde su color ante del drama de lo ya demasiado conocido (el ejemplo más infame de ello fue el olvidable capítulo de Rogue One). Han Solo, por el contrario, sabe que no tiene mucho nuevo por contar y por ello se concentra en el entretenimiento. Ron Howard, un director que empezó a la par de George Lucas, sabe mucho acerca de cómo divertir al público en una gran producción como la que aquí le toca, y su oficio se nota. Quizás haya sido él, junto a un par de buenas decisiones del guión de los Kasdan y las correctas interpretaciones del elenco, el motivo por el cual esta historia termina funcionando.
Ni bien la primera parte de Deadpool se convirtió en un inesperado éxito, la noticia se esparció por las redes y, claro, no fue ninguna sorpresa: su secuela ya se encontraba en pre-producción, con buena parte del mismo equipo creativo detrás de cámara. Pero muy pronto las cosas comenzaron a cambiar, cuando Tim Miller, director de la original, decidió abandonar su puesto debido a “diferencias creativas” con su estrella, Ryan Reynolds, y junto a él se enfilaron otros miembros claves del éxito de la primera parte (fundamentalmente, el compositor Junkie XL, que adornó el film con su música). Aunque esto suele ser un claro indicador a la hora de predecir una catástrofe, felizmente Deadpool 2 es, al igual que su anterior película, una clara excepción a la regla. Aún después de otras buenas películas de superhéroes como Logan (curiosamente, del mismo estudio), el mercenario de malos modales se sigue sintiendo como una bocanada de aire fresco entre tanto suuperhéroe marca Disney. En definitiva, el personaje de historietas que encontró su mejor rostro en Ryan Reynolds (la segunda vez que lo intentó, claro), baila al compás de la misma música taquillera, pero sus pasos le deben más al absurdo kitsch de Flashdance que a las coreografías sanitizadas de High School Musical. Secuela directa de su original, el film del nuevo realizador David Leitch (co-director de John Wick) retoma inmediatamente donde la primera parte dejó: Deadpool continúa su trabajo de justiciero, regresa a su hogar, besa a su esposa y hablan de ampliar la familia. Pero las cosas no salen del todo bien, y una banda de criminales se cobra venganza asesinando a la pobre Vanessa. La banda sonora le da “play” al momento dramático, y por un instante (sólo por un instante), parece que la película va a tomar ese camino. El del superhéroe abatido, que debe reencontrarse y redefinir su rol en la vida. Y aunque el guión utiliza esa estructura narrativa clásica y predecible, esto es Deadpool al fin y al cabo, y cada cliché es consciente de su status: los chistes que rompen la cuarta pared están a lo orden del día, y cada vez que algo predecible sucede, es el mismo personaje quien lo critica por nosotros. Deadpool 2 es un notable triunfo como secuela, porque no defrauda a los fans de la original, a la vez que utiliza responsablemente su carga de “segunda parte” como para ampliar su propio universo, pero sin caer en sobreestilizaciones o explosiones de efectos especiales innecesarios. Si bien se nota el mayor presupuesto, éste nunca se mete entre el guión y la diversión que están transmitiendo sus protagonistas. Completan el reparto las mismas caras de la original (Morena Baccarin como Vanessa, Brianna Hildebrand como Negasonic), pero destaca por sobre los demás Josh Brolin como Cable, segundo villano del mundo Marvel interpretado por el actor de No Country for Old Men en menos de un año.
El momento llegó, y hay que hacer un balance. Todo finalmente, ¿concluye? ¿comienza a concluir? en esta última entrega, donde las sorpresas se suceden una tras otra (tranquilos: aquí no habrá spoiler que arruine la experiencia de verla en cine) y el saldo final empaqueta diez años de esfuerzo por juntar a los superhéroes más carismáticos del universo. Y a esta altura, no es secreto que decir “Universo” es lo más adecuado, puesto que Marvel no escatimó en nada a la hora de reunir a sus propiedades intelectuales más atractivas, y traspasarlas a la pantalla grande, para realmente desde ahí “romper todo”: la taquilla, la crítica (los films gozan un promedio de no menos de 80% en Rotten Tomatoes, si englobamos todo) y las ganas de seguir disfrutando de una historia conjunta que no para de crecer. Avengers: Inifnity War difícilmente defraude a alguien, y esto se debe a algo que no suele ser bueno, que es ir “a lo seguro”, pero que aquí sostiene un mundo entero a cuestas y no permite que en ningún momento el mismo se caiga a pedazos. Toma, de todos modos, una decisión acertada y más “desafiante”, cuando elige hacer de Thanos (Josh Brolin, felizmente visible en su actuación a través de las extensas capas de CGI y maquillaje), prácticamente el verdadero protagonista. Sería bueno verificar si no es acaso quien tiene más tiempo en pantalla de esta historia, aún siendo desde su rol de villano. Los directores lo dotan de un arco dramático bien desarrollado, nutrido de motivaciones de una ética cuestionable pero coherente, y por ello más aterradora. Hay que mencionar que Inifnity War funciona gracias al trabajo en equipo de múltiples directores, ya que si bien los hermanos Russo son quienes ponen la firma, algunos de los artífices detrás de otros personajes (James Gunn y sus Guardianes de la Galaxia, Taika Waititi y su Hulk post-Ragnarok) colaboran con el guión y se aseguran de que sus personajes no se pierdan en un maremoto de superhéroes. No vale la pena resumir aquí el argumento, puesto que a esta altura es por demás conocido, así que nos limitaremos a decir que Thanos busca conseguir las gemas del Inifnito (esas que vimos desparramadas por las otras películas), y para evitarlo los Avengers se unen a los Guardianes de la Galaxia, entrecruzando por primera vez dos Universos hasta ahora relativamente distantes. La tarea titánica de llevar adelante una narración en extremo multiprotagonista le cae a Anthony y Joe Russo (los mismos de Captain America: Winter Soldier y Civil War), y sorprendentemente el film funciona. “Sorprendentemente”, sí, porque había una enorme posibilidad de que esto fuera apenas una reunión de consorcio más (vale recordar La Era de Ultrón como ejemplo de ello). Pero si bien Avengers: Infinity War tiene sus muchas irregularidades (era casi imposible que no las tuviese) y algunos clichés cuestionables, el saldo es más que positivo y se convierte en una de las películas más épicas de los últimos tiempos. Lejos está de ser la última de la saga, por la cual naturalmente sabremos más de estos personajes en un futuro posiblemente muy cercano.
El videojuego clásico de Rampage (así como todas sus subsiguientes secuelas, a lo largo de diversas plataformas) partía de un principio muy básico: la destrucción es divertida, los monstruos también, así que la combinación de ambos no puede fallar. El juego no fallaba, pero aunque una cierta cuota de nostalgia lo eleva hoy por encima de otros títulos, lo cierto es que tampoco era demasiado bueno. Se trataba, al fin y al cabo, de avanzar en una dirección extremadamente lineal y, sí, romper cosas. Es ese mismo principio en el que se basa la película de Rampage, y el resultado es, desde ya, el mismo: diversión esporádica entre explosiones, devastaciones varias y algún que otro simpático chiste, pero decididamente no mucho más que eso. En verdad, si la película de Brad Peyton (que venía de dirigir la igualmente caótica La Falla de San Andreas) funciona relativamente, el mérito es total de Dwayne “The Rock” Johnson, a esta altura (quizás sólo junto con Hugh Jackman) la figura más carismática de Hollywood. Johnson es una de esas estrellas a lo “Rey Midas de la taquilla”, dueño de una simpatía extrema que hace más tolerable cualquier producto que, en la piel de actores menos entregados al entretenimiento, podría resultar un absoluto bodrio. Si Rampage no lo es, no es por sus efectos especiales o sentido del asombro ante un lobo, un cocodrilo y un gorila gigante, es porque el actor de la reciente remake de Jumanji es consciente de su papel y se divierte con el mismo. No hay mucho que decir del argumento, que apenas explica vagamente cómo un experimento fallido terminó mutando especies y agigantándolas hasta proporciones ridículas, para rápidamente dar lugar a edificios pulverizándose ante la batalla de seres infernales. Se sabe que la excusa es lo de menos en este tipo de películas, y eso estaría “bien”, de no ser porque por momentos Pyton cede ante la tentación de hacer un film “en serio” y es ahí cuando pierde en su apuesta: los personajes son demasiado unidimensionales (tiene en verdad más desarrollo George, el Gorila, que el protagonista) y los villanos de turno resultan irritantes, no por su maldad injustificada sino por la falta de coherencia y acumulación de lugares comunes. Rampage, en última instancia, entretiene y por lo menos no es el desastre que pudo haber sido.
Puede que John Krasinski sea un nombre conocido por la comedia (fundamentalmente, por su participación en The Office como Jim Halpert), pero a partir de ahora conviene tenerlo en cuenta también para el género de terror: Su film, A Quiet Place, no sólo lo ubica como un sólido narrador del género, sino también como un maestro del suspenso, hábil manipulador de espantos y climas lúgubres. Un lugar en Silencio no sólo es una buena película de género, sino que es además todo un experimento (y por ende, desafío para su realizador) en cuanto al aspecto sonoro: como lo indica el título, sus protagonistas deben sobrevivir frente a una amenaza monstruosa con total sigilio, y por ende no tienen permitido siquiera un suspiro que delate su posición. Sucede que las bestias que acechan todo lo que se mueve son completamente ciegas, pero con un agudizado sentido auditivo. Resumido: oyen, aparecen y destrozan a su presa. La presa, por supuesto, es la raza humana entera, y no hay mucho para hacer contra estos seres que no parecen tener debilidad alguna. Ante esa adversidad se encuentra una familia que de algún modo ha sobrevivido a esta suerte de apocalipsis monstruoso, compuesta por un padre de familia (el propio Krasinski) que aún no supera la pérdida de un hijo, pero no por ello deja de luchar para proteger al resto de su familia, que se compone de su eposa embarazada (impecable Emily Blunt) y sus otros dos hijos (la hija, para colmo, sorda y por ello enajenada y peligrosa para un mundo salvaje como el que han heredado). Un lugar en silencio no llega a ser la sorpresa que el año pasado supuso Get Out (Jordan Peele), pero sí es otra clara muestra de que el terror independiente atravieza uno de sus mejores momentos en décadas, y eso es siempre algo digno de celebrar.
Ironías de los premios Oscar: de todas las (grandes) películas nominadas, la más potente y memorable no sólo casi no recibió distinción alguna (obtuvo el premio en reconocimiento del diseño de Producción de Vestuario) sino que obtuvo incluso menor prensa que el resto de las nominadas. La injusticia para con el enorme film de Paul Thomas Anderson adquiere un vuelco adicional de ironía en la Argentina, donde incluso se estrenó dos semanas después de la entrega de premios. Hace unos años sucedía algo similar con otro gran film independiente, Nebraska (Alexander Payne), que hasta corrió riesgo de no estrenarse en salas pese a su nominación a mejor película. El Hilo Fantasma es el último opus del director de clásicos modernos como Petróleo Sangriento, Magnolia, Boogie Nights y Embriagado de Amor, y llega con un notable cambio de dirección respecto a sus dos anteriores películas (The Master e Inherent Vice). No es arriesgado decir que, aunque coquetea con lo siniestro y por momentos resulta hasta perturbadora, El Hilo Fantasma es su film más lineal. En esencia, se trata de un drama situado en una cronología imprecisa (sabemos que han ocurrido las dos Guerras Mundiales, pero no queda en claro el año exacto que los protagonistas están viviendo), que narra la tortuosa vida de Reynolds Woodcock (Daniel Day Lewis en su posible último papel), un diseñador de vestidos conocido por su exigencia y excentricidades, pero también por su excelencia y buen ojo. Sus clientas lo aman pero él, claro, no parece del todo amarlas del otro lado, pero para ser francos no es ésto algo personal: es más justo decir que no ama a nadie, salvo quizás al vago recuerdo de su difunta madre. Su hermana y socia(Lesley Manville) lo sabe, y por eso es quien, con los pies en la tierra, lleva por detrás el negocio. Ocasionalmente es, también, quien se deshace de las asistentes “musas inspiradoras” de Reynolds, cuando éstas ya han comenzado a ser un fastidio. Todo cambia cuando aparece Alma (Vicky Krieps), quien rápidamente enamora con su torpeza al megalómano Reynolds, y comienza a dar vuelta ese hogar-fábrica de vestidos que necesita descontracturarse un poco. Si suena a comedia romántica, vale recordar que lo mismo sucedió en su momento cuando el director dirigió a Adam Sandler en Punch-Drunk Love (Embriagado de Amor), y ya sabemos que con Anderson hasta lo más sencillo esconde algo muy complejo. Ese “algo” son las emociones de una relación romántica tortuosa y descarnada, cuya tensión desborda en situaciones netamente hitchcockeanas, a la vez herederas visualmente del preciosismo visual de Kubrick. Y sin embargo, es injusto hablar de influencias y homenajes a esta altura, porque P. T. Anderson ya hace rato es un nombre por sí mismo, a la altura de los maestros de los que aprendió su oficio. El Hilo Fantasma no está a la altura quizás de Petróleo Sangriento (¿qué película de este Siglo acaso lo está?), pero no cabe dudas que será analizada en un futuro no tan lejano como una obra maestra del cine moderno.
Guillermo del Toro es uno de esos autores que alcanzaron un sello autoral de tal notoriedad, que ya sea narrando las desgracias de la Guerra Civil Española (El Laberinto del Fauno), una historia de fantasmas (El Espinazo del Diablo), una adaptación de comics (Blade II, Hellboy) o una película de robots gigantes (Pacific Rim), su impronta siempre resalta. Es un autor al cual no se le puede reprochar demasiado tampoco, porque ya sea desde el indie o el mainstream, siempre aporta su especial mirada. Sus personajes suelen ser figuras marginadas, melancólicas o, en términos más “cool” como su cine, freaks o outsiders. El geek que reemplazó a Tim Burton cuando éste comenzó a caer justamente en desgracia es un gigante amable de gran corazón que, sin embargo, no le teme a estallidos gore ni a mostrar la violencia a la cual puede rebajarse el ser humano. En su nuevo opus, La Forma del Agua, Guillermo del Toro ancla sus obsesiones por tiempos pasados y oscuros que remiten a problemas actuales que siguen sucediendo, como la discriminación y la falta de compasión ante hechos aberrantes. La protagonista aquí es Elisa, una joven sordomuda que trabaja en facilidades ultrasecretas del Gobierno de los Estados Unidos que, en plena Guerra Fría con la Unión Soviética, esconde más de un secreto de manera subterránea. El último agregado a esta Unidad de Investigación parece ser un monstruo sacado directamente de las profundidades de la Laguna Negra que, por supuesto, no es tan bestial como parece ya que, claro, la verdadera monstruosidad anida en el corazón del hombre. Una historia de amor improbable inunda la pantalla desde un lugar completamente desprejuiciado que, si dejamos el cinismo de lado (que es justamente lo que del Toro propone) resulta indudablemente romántica.
El ciervo es un animal preciado, puro, inocente, emblema de un ser cuasi-divino. Y hay algo de divinidad en la película de Yorgos Lanthimos, que a veces de manera más sutil y en momentos con un trazo decididamente grueso, coquetea con la idea del bien y del mal, y una retribución que queda reservada a los Dioses, y aquí se manifiesta de manera surrealista en la piel de un adolescente con claros problemas psicológicos. Sí, todo es una metáfora, envuelta en simbología por momentos inteligente y por momentos completamente caprichosa. Lo mismo sucede con algunas decisiones estéticas, pero más que nada narrativas, del director de celebrados recientes films como Dogtooth y The Lobster (también con Colin Farrell). Y es que, al igual que en su anterior obra, Lanthimos apela en El Sacrificio del Ciervo Sagrado a una apuesta fría y artificial, que promediando ya la mitad de la película aburre. Los personajes, y principalmente el de Farrell, esbozan sus diálogos como leyendo el guión en voz alta y sin emociones, lo cual no es un error, por supuesto, sino una decisión metafórica e intencionalmente artificial, que termina agotando su recurso rápidamente. Mientras la historia avanza hacia momentos que podrían ser (quieren ser) verdaderamente perturbadores, éstos se pierden en un capricho que impone una distancia al espectador, incapaz de empatizar con tanta superficialidad. El punto de partida, sin embargo, es por demaás atractivo y siniestro: un cirujano que siente culpa por no haber podido salvar a un paciente, entabla una extraña amistad con el hijo del mismo y termina viéndose envuelto en una trama macabra que lo llevará a tomar una decisión cruenta y absurda, que conviene no adelantar para no arruinar la sorpresa de la película. Así, El sacrificio del Ciervo Sagrado es, de algún modo, el Sophie’s Choice de los surrealistas. Aún siendo un film que vale la pena ver por su apuesta arriesgada al delirio y lo netamente morboso, El Sacrificio del Ciervo Sagrado comete un pecado que, aunque en parte le juega a favor y permite descomprimir un poco tanta pomposidad, termina impidiendo que lo que es una buena película crezca hacia una gran película: es muy estúpida para ser tan inteligente, y demasiado inteligente para ser así de estúpida. Pero ahí radica, quizás, la marca del autor que, sin el condimento absurdo, terminaría sino siendo apenas una burda imitación de Haneke.
Con Black Panther los Estudios Disney/Marvel vuelven a hacer lo que mejor les sale: contar una historia de orígenes, desde cero, y con suficiente backstory para que se entienda de manera simple y eficaz, qué hace una de las más recientes adiciones de personajes en el Universo Avengers. La fórmula está por demás comprobado que funciona, y es en ese sentido que, naturalmente, Black Panther no defrauda, aunque tampoco sorprende. Atravezada por folklore africano e imágenes tribales, la película de Ryan Coogler (Creed) se apoya fundamentalmente en las actuaciones y el desarrollo de personajes. Es más, no resulta exagerado decir que, hasta la última parte de la película, Black Panther es posiblemente el film de Marvel con menos acción hasta la fecha. Esto no es necesariamente algo malo, todo lo contrario, pero sí puede chocar con algunos fanáticos de los otros films de la interminable saga de superhéroes, más adeptos al bombardeo audiovisual constante. El argumento nos sitúa inmediatamente luego de los eventos ocurridos en Captain America: Civil War, donde el Príncipe T’Chala (Chadwick Boseman) había tenido una pequeña participación, tras la cual debe regresar a su pueblo, Wakanda, para asumir el trono que heredó de su recientemente asesinado padre. No tardarán demasiado en aparecer los antagonistas, que van desde otras tribus que buscan disputarse el territorio ¿wakandense? hasta un malvado villano que tiene mucho que ver con un pasado oscuro para el príncipe. Entre los varios hallazgos del film de Coogler se encuentra principalmente el de contar una historia de manera independiente, que aunque sucede en el mismo marco de los otros films, no tiene la necesidad obligatoria de incluir cameos (más allá del de Stan Lee, que debe remitir a un contrato) de otros personajes, ni anclar el eje principal en una amenaza más grande que se verá en un futuro cercano, que con Marvel nunca termina de llegar. Black Panther no es, sin embargo, ni remotamente el mejor film de los Estudios Disney (como lo viene inflando la prensa cinematográfica), pero sí es un capítulo entretenido que incorpora un personaje otrora ignorado.
Nadie puede negar el terror y el atractivo que genera un tiburón blanco en la pantalla grande, y mucho menos puede hacerlo la taquilla: ya sea en producciones clase B (de esas capaces de mezclarlo con pulpos, pirañas o hasta otorgarles dos o más cabezas) o films de alto presupuesto como The Shallows (2016) y la inminente Meg (2019), los escualos devoran las entradas del espectador y siempre vuelven por más. A 47 Metros busca colarse entre estos últimos films, pero lo hace ya con una enorme desventaja: si bien lleva varios años producida (aunque no estrenada), se vio obligada a retrasar su salida como consecuencia del éxito y mayor presencia de otros films de similar temática. Esto da dos posibles lecturas: o bien los productores optaron por dejar que se “calmen las aguas” para acaparar un mayor público con abstinencia de tiburones, o bien sabían que tenían una mano perdedora contra éxitos de taquilla y crítica como el film de Jaume Collet-Serra. El punto de partida es tan simple que duele: dos hermanas de vacaciones, una intrépida, la otra tímida, descansan en una playa paradisíaca en México y todo marcha bien, hasta que una de ellas (la protagonista, por supuesto) se quiebra y le confiesa a la otra que su novio la dejó. Y está mal por eso. Llora. No sabe qué hacer. Y, claro, lo más lógico es embarcarse a la aventura, nadando con tiburones. Buena terapia de choque. Si bien A 47 Metros no presenta novedad alguna para este cuasi-sub-género del terror, al menos hay que reconocerle que los peces de diente afilado se ven bien, y provocan algún que otro sobresalto, fruto de una buena dosis de suspenso y FX. Abunda la sangre, y la corta duración ayuda a que se trate de un entretenimiento efímero. No alcanza, pero es algo.