A esta altura es válido decir que Steven Spielberg hace tiempo ya que está filmando para los libros de historia (Lincoln, Puente de Espías) y con The Post continúa esa misma búsqueda que lo lleva a una relectura del pasado. Aquí la historia se concentra en el primero de los leaks de la era Nixon que cambió el curso (y puesta en valor) del periodismo en los Estados Unidos: los Pentagon Papers, esos que revelaron los escandalosos verdaderos motivos detrás de la Guerra de Vietnam. Pero como la historia ya fue varias veces contada (inclusive un pequeño guiño coquetea con la idea de que The Post parece una precuela de Todos los hombres del Presidente), Spielberg hábilmente se aleja de lo meramente anecdótico, y concentra también su mirada en la figura femenina detrás del Washington Post, Kay Graham (Meryl Streep, una vez más nominada al Oscar), quien debe luchar contra otros fantasmas de la época como los prejuicios y el machismo que imperan en su profesión, así como en tantas otras. No alcanza con ser dueña de un importante periódico porque, aparentemente, algunos de sus colegas le hacen entender que además tendría que ser hombre. A tono con los tiempos que corren, y haciéndose eco de injusticias que aún continúan relagando a la mujer a un segundo plano, The Post se beneficia de esta temática, aún cuando queda corta y no consigue evitar caer en lugares comunes, que se manifiestan principalmente en esos monólogos didácticos que resaltan el valor de la prensa y los ideales americanos. Su pariente más cercana es, en ese sentido, la reciente ganadora del Oscar, Spotlight, otra película esperanzadora para quienes gustan creer que el periodismo nos salvará a todos. Idealización romántica aparte, The Post es un film entretenido, didáctico y con excelentes actuaciones que la elevan por sobre otros exponentes del género.
En las afueras de Ebbing, Missouri, tres anuncios en blanco descansan sobre una carretera abandonada que ya casi nadie toma. Están en oferta porque nadie los ve, y parecen una oportunidad para decir algo. O, mejor aún: para gritarlo. Así lo ve, al menos, Mildred (Frances McDormand, en su mejor papel desde Fargo), una madre que perdió a su hija unos meses atrás, cuando ésta fue raptada y violada, mientras moría asesinada por un misterioso ser que se dio a la fuga. Y, claro, un ser que jamás fue capturado. El llamado de atención de los afiches que renta la protagonista está dirigido al jefe de la policía, Willoughby (Woody Harrelson), que no por ineptitud ni corrupción sino mera falta de recursos y pistas, no ha podido dar con un culpable. De hecho, y mal que le pese al cuerpo policial entero, ni siquiera hay sospechosos. Se entiende que el llanto de Mildred es humano, pero también lo es la impotencia del bien intencionado jefe. Ni siquiera el racista suboficial Dixon (una vez más, impecable Sam Rockwell) parece ser del todo malo, sino torpe y bruto. Es más, nadie es “malo o bueno” realmente, y aquí brilla la genialidad del guión de Martin McDonagh, el mismo que ya venía de realizar dos excelentes comedias negras de similar temática con En Brujas y Siete Psicópatas: no hay héroes, no hay villanos, sólo hay personas. Errores, debilidades, prejuicios y hasta a veces bien intencionada ignorancia. Es por eso que McDonagh por momentos estremece con escenas que derraman lagrimas, y al instante descomprime con absurdos que estallan en carcajadas. Sus guiones no se parecen a Hollywood, sino a esas cosas que a menudo pasan en la vida, y no tienen final feliz ni triste. Comienzan, terminan, y en el medio toman caminos impensados. Tres avisos para un crimen es, posiblemente, la mejor película del 2017, y no son pocos ya quienes lo vienen anunciando (actualmente, goza de un 92% de aprobación en el sitio web de críticas Rotten Tomatoes). Es un film de arranques emocionales, golpes rudos y sensibles a la vez, que lastima (con sangre) y emociona (con llanto). Es mucho más de lo que nos viene dando el cine desde hace rato.
No se sabe muy bien qué tiene que ver Alexander Payne (Nebraska, Election, Entre Copas y Las Confesiones del Sr. Schmidt, entre otras joyitas del cine independiente americano), ni a quién se le ocurrió después de tantos años otorgarle el presupuesto necesario para un delirio de tamaña magnitud, pero sí se saben con certeza dos cosas: una, que el género se beneficia de una mirada completamente fresca, por momentos ridícula, pero siempre original, y dos que ésta vez extrañamente no es sólo la audiencia quien quedó fuera del chiste, sino que fueron mayormente los críticos quienes no entendieron. Downsizing (tal su nombre original) es una sátira sobre el fin de los tiempos, planteada desde una problemática real: el daño del hombre a la naturaleza y su inevitable extinción. Pero también es un cuestionamiento a las actitudes omnipotentes del humano, a su cultura, hipocresía y el modo que se comporta en sociedad. Es por eso que ofrece múltiples posibles lecturas, dos que fundamentalmente se resumen en lo siguiente: por un lado, ¿qué pasa si el perecimiento de la raza humana es a esta altura inevitable?, y por el otro, ¿qué importa?. Matt Damon encarna a Paul Zafranek, el prototipo de “hombre común y corriente” que no consigue jamás un logro en la vida, como sea siquiera que pronuncien bien su apellido. Está casado y “parece” feliz, quiere mudarse a un lugar mejor pero la realidad económica lo supera, y lleva una vida decente aunque carente de emociones fuertes. Es el hombre “mediocre” por definición, que un día tiene la oportunidad de dar un giro a su vida, o por lo menos de comenzar de nuevo alterando visiblemente su status: hace años se ha descubierto el “downsizing” humano, que consiste en la capacidad de reducir a una persona a un octavo de su tamaño. ¿Cuál es el beneficio? Ayudar al planeta, porque menos tamaño equivale a menor contaminación, emisión de gases y reducción de huella ecológica. ¿Cuál es el beneficio que realmente importa? Simple: todo es más barato, y los ahorros de una vida que a tamaño completo no sirven para nada, en modelo miniatura compran una mansión, varios autos, un jardín y permiten vivir “de arriba”. Naturalmente, la segunda parte es la que interesa a la mayor parte de la gente porque, seamos sinceros, el hombre parece ser egoísta por naturaleza. Pero Paul, contrariamente a todo lo mencionado anteriormente, no es cualquier hombre, o al menos en el fondo quisiera no serlo. Y por eso todo lo que sucede a partir del experimento se convierte en una aventura enredada, absurda y que poco a poco va perdiendo el hilo y derivando en lugares completamente inesperados (esto, que suele ser algo atractivo, es lo que evidentemente molestó a muchos de los más críticos con las decisiones de Payne). En roles secundarios aportan su gracia Cristoph Waltz como Dusan Mirkovic, el vecino hedonista y bon vivant que se deshace en fiestas, y Udo Kier, su fiel colega. Queda relegada y, es cierto, un tanto desperdiciada, una Kristen Wiig que hace su aparición apenas en el primer acto de la película. Downsizing, pese a algunas irregularidades y cambios bruscos de tono, es una película completamente atípica, visualmente atrapante y con una premisa absurda que permite evadirse de la realidad y, como todo buen exponente del sci-fi, parte de la maravillosa pregunta “¿y qué pasaría si….?”
“Las que hoy son empolvadas garbanceras, pararán en deformes calaveras”. Así rezaba la Calavera Catrina, la más icónica creación de José Guadalupe Posada, posiblemente el dibujante de caricaturas, litografías e impresiones mexicanas más conocido, cuyo nombre se terminó viendo al lado de otros grandes como Diego Rivera, David Alfredo Siqueiros y Frida Kahlo. Coco, la nueva película de los estudios Pixar rinde tributo al Día de los Muertos mexicano (de hecho, sucede a lo largo de toda la jornada) y por ende, inevitablemente, a las miles de Catrinas que se pasean por la ciudad luciendo su esqueleto. Sin embargo, pese a que la muerte está presente de principio a fin en esta película de Lee Unkrich (el mismo de Toy Story 3, y co-director de Buscando a Nemo), no se trata de una animación oscura para niños, al mejor estilo Tim Burton. En cambio, es una película con el espíritu de la muerte según como la entienden los mexicanos: alegre, festiva y conmemorativa. El argumento se basa, directamente, en las creencias de una cultura rica y colorida, que sostiene que los muertos no lo están tanto y nos acompañan desde el más allá, siempre y cuando los recordemos y llevemos ofrendas. De alguna manera, son quienes nos siguen guiando desde el otro lado, y cruzan el puente de la vida/muerte una vez al año para encontrarse con nosotros e iluminarnos desde el recuerdo. Coco parte de esta premisa, que utiliza como excusa para contar la historia del pequeño Miguel (Anthony Gonzalez), un chico empecinado en convertirse en el mejor guitarrista cantautor folklórico mexicano, que debe afrontar un enorme desafío para llegar a ello: su familia no le permite acercarse a un instrumento, ni mucho menos escuchar o disfrutar de la música. Sucede que una tragedia familiar se remonta a tiempos de la tatarabuela, hija de un fallecido “gran cantante” que se fue a conquistar el mundo de la canción y nunca regresó, abandonando así a su familia. La historia de desarraigo musical pesa en la familia de generación en generación, y ha mutado en un legado que Miguel busca evitar: la fabricación y venta de zapatos. Pero no todo está perdido para el niño, ya que una descabellada teoría surge, luego de un imprevisto: ¿y si el gran Ernesto de la Cruz, el cantante e intérprete mexicano más grande de todos los tiempos, es en verdad su tatarabuelo que nunca regresó y nadie lo sabe? Unkrich se vale de imágenes de un preciosismo increíble a la hora de esbozar el mundo de los muertos, y hace despliegue de una de las animaciones más perfectas de Pixar hasta la fecha. Todo resplandece y los paisajes de la Tierra de Muertos son imponentes y verdaderamente mágicos, con una atención al detalle obsesiva. Hay, sin embargo, un problema “menor” que ,si analizamos la película en profundidad, emerge y contradice el primer párrafo de este texto, que arrancó con una cita. Las empolvadas garbanceras aquí siguen siendo la clase social alta, que conviven no tan armoniosamente con la clase media y baja, aún en el más allá. Hay una fila para migraciones, derecho de admisión y hasta una suerte de “villa miseria” donde las calaveras olvidadas terminan muriendo. Y son, casualmente, las más pobres. Para Posadas después de la muerte, las clases sociales no importaban porque todos vamos a parar al mismo lugar. Para Disney/Pixar sí, y más vale tener pasaporte al día. BONUS TRACK: Aunque Coco es mayormente una fiel interpretación de la festividad mexicana, la anterior El Libro de la Vida (The Book of Life) de Jorge R. Gutiérrez y producida por Guillermo del Toro es una fábula que se siente aún más mexicana, y precisa en la descripción de esta Fiesta.
La fábrica Woody Allen alterna entre comedia y drama (o su peculiar híbrido de ambos) y sigue sin detenerse a ración de un estreno por año. El de 2017, que le toca a este 2018 en pañales, es La Rueda de la Maravilla, que tiene más puntos en común con la reciente y multipremiada Blue Jasmine que con Match Point, como algunos críticos han señalado. Las similitudes, no obstante, radican en el género y la temática, y no tanto en la calidad del film, lamentablemente. Pero conviene aclarar algo: aunque La Rueda de la Maravilla no es ninguna gran obra allenesca como sí lo fueron algunas esporádicas excelentes películas de los últimos años de su carrera, sí es una entrada más que decente en una filmografía que no para de agigantarse. El elenco aporta mucho para llegar a este resultado (más allá de Kate WInslet y Jim Belushi, brilla especialmente Justin Timberlake), y la imponente fotografía de Vittorio Storaro completa un relato que se siente teatral, pero sin dudas se beneficia de ello. Allen narra aquí la desdichada vida de una mujer viviendo un matrimonio ensamblado (su marido es también un padre soltero que hace años no ve a su hija, mientras ella tiene un niño con tendencias piromaníacas), que parece haber quedado detenida en el pasado. Alguna vez actriz, esta mujer llamada Ginny (WInslet) añora tiempos mejores, y no termina de aceptar su presente: asegura, siempre que puede, que ella no es una simple camarera, sino que apenas está interpretando ese papel. El conflicto entra en juego cuando un mal día aparece Carolina (Juno Temple), la hija distanciada de su actual marido (Belushi), que escapando de la mafia busca refugio en el último lugar donde cree que los maleantes podrían buscarla: el techo de su padre. Para complicar las cosas, conocemos también la versión de los hechos a través de Mickey (Timberlake), un guardavidas que se enamora del patetismo de Ginny, y encuentra románticas las tragedias y penurias de los protagonistas. Es, se entiende, un aspirante a escritor, y voz y ojos de Woody Allen mismo. Ambientada con un preciosista cuidado por el detalle en los años 50s a las orillas de Coney Island, La Rueda de la Maravilla es posiblemente un capítulo menor en el gran libro de películas de Woody Allen, pero aún así presenta todas las características que hacen a sus films tan disfrutables: excelentes actuaciones, diálogos inteligentes y crudos, y un desenlace que no se interesa por las convenciones del happy ending de Hollywood ni pretende una gran revelación con vuelta de tuerca.
La sorpresa de la secuela de Jumanji no es tanto que “no moleste”, sino que es sencillamente buena. Con la inteligente decisión de alejarse de la original, aunque manteniendo sí su espíritu y algún que otro homenaje a la primera parte, Bienvenidos a la selva destaca por un guión inteligente (para este tipo de películas ATP) que hace gala de sus efectos especiales, sin olvidar el desarrollo de sus personajes. Es casi una readaptación de la anterior entrega, de hace más de veinte años, pero para un público nuevo ávido de aventuras. El comienzo de este film de Jake Kasdan (Bad Teacher, Sex Tape) ya anticipa el nuevo giro que tomará el clásico juego Jumanji, cuando éste se convierte mágicamente en un videojuego, como escuchando la queja del joven que lo recibe y se pregunta “¿quién disfruta de un juego de mesa hoy en día?”. El año de partida es 1996, el mismo año en el que supimos por última vez de las andanzas de Alan Parrish (Robin Williams), que recibe un simpático guiño a la mitad de la historia. Luego de capturar a su primer rehén, el juego permanece adormecido hasta encontrar el resto de sus jugadores veinte años más tarde, y ahora sí, estamos en el 2018 en medio de una aventura semi-retro con ironías varias sobre la vida digital-virtual. Cuando cuatro alumnos de un colegio secundario (que, por supuesto, no podrían ser más distintos entre sí) se ven obligados a permanecer juntos en “detención” por diversos motivos, el juego se muestra ante ellos con la promesa de terminar este temporario aburrimiento. Claro que los jóvenes ignoran que Jumanji es mucho más que una manera lúdica de perder el tiempo: tras ser obligados a elegir un avatar, los estudiantes son succionados por el juego y ahí comienza la verdadera película. Jumanji 2: Bienvenidos a la Selva utiliza una vieja fórmula multi-protagonista donde cada uno de los personajes tiene casi la misma importancia, y debe colaborar con el otro para seguir avanzando. La estructura de los videojuegos le ayuda a progresar de una manera dinámica, y el humor se potencia en situaciones absurdas y encuentra su mejor cara en la personalidad de Dwayne Johnson, a esta altura un verdadero maestro de la comedia física. Esta secuela probablemente no competirá con la primera parte (porque tampoco se lo plantea), pero sí sacará una sonrisa a los nostálgicos que se quedaron con ganas de más en su momento (niños en aquel entonces, adultos hoy), y al público nuevo que simplemente busca pasar un buen rato.
La historia real de P. T. Barnum es sin duda material cinematográfico: no sólo inventó el “gran espectáculo” circense tal como hoy lo conocemos, sino que directamente creó el concepto entero del “show business”. Donde quiera que estuviera el asombro, el morbo, la grandilocuencia y el impacto, ahí estaba Barnum, que no se reía de las rarezas y anomalías de la vida sino que, por el contrario, las resaltaba. O, quizás sería mejor decir “explotaba”, aunque ese es material para otra biografía porque El Gran Showman no es tanto una biopic sino un musical inspirado en hechos reales, y existe una enorme diferencia. Los responsables detrás de las canciones de LaLaLand y el director Michael Gracey apuestan aquí a un estilo más cerca del Moulin Rouge de Baz Luhrmann que del musical clásico, y aunque por momentos la saturación de efectos especiales y maquillaje agobian, el resultado es sumamente entretenido y llevadero, aún si predecible y sobreproducido. La historia nos cuenta la epopeya de Barnum, un niño pobre que desde muy pequeño sabe que hará cualquier cosa por conseguir sus sueños, y de hecho se abre camino a ellos de manera muy temprana y en apenas veinte minutos de comenzada la película (el poder de síntesis de Gracey es tal que por momentos cuesta interiorizarse en el drama detrás de la historia, que queda relegado a un segundo plano). Barnum crece, se casa con la mujer de su vida, tiene dos maravillosas hijas pero aún no ha conseguido “despegar”: le falta concretar su sueño, que se convertirá en uno estrictamente relacionado al show, la ilusión (en el más amplio sentido de la palabra) y el entretenimiento. Así, casi por accidente, decide abrir un museo al mejor estilo Ripley’s Believe it or not, con rarezas como animales embalsamados y artefactos de otras épocas. Lamentablemente el emprendimiento fracasa, y es ahí cuando una de sus hijas le da una excelente idea: el museo está lleno de “cosas muertas”, y lo que haría falta es más vida. A Barnum (o Hugh Jackman, quien interpreta y se funde con notable simpatía en el personaje) se le iluminan los ojos, y el resto es historia: se abre el circo de freaks más grande el planeta, y nadie quiere perderse los bizarros shows del hombre que se hizo desde abajo hasta llegar a la cima del mundo del entretenimiento. El Gran Showman es un musical ligero, entretenido y que probablemente no merecerá tantos premios como LaLaLand (aunque ya ganó, sí, mejor canción en los Globos de Oro por “This is me”) pero tampoco parece proponérselo. Es un film para toda la familia, ciertamente no apto para cínicos, que de todos modos casi ni deberían acercarse a este género. Completan el elenco un encantador Zac Efron y Michelle Williams como la esposa de Barnum.
Cuando allá por el año 2001 Victor Salva dio a conocer su oda al terror Clase B de monstruos llamada Jeepers Creepers, su historia de terror con modesto presupuesto se convirtió en un impensado éxito. No era una obra maestra, pero mientras algunos argumentaban un “me gustó la primera parte nomás” y otros se aventuraban a decir que era el mejor film de criaturas endemoniadas de los últimos tiempos, la realidad es que su éxito comercial y artístico radicaba en otro lado: su actitud frente al terror. Entiéndase lo siguiente: tras la resaca del postmodernismo cinematográfico que se reía y autoparodiaba al máximo, y en especial en este género tras opus como Scream, de repente un film puro y sin cinismo a la hora de provocar sustos parecía completamente original. No lo era, pero sí era al menos una bocanada de aire fresco. Dos años más tarde apareció la secuela, y aunque el efecto ya no era el mismo, al menos regalaba algunos grandes momentos, como ese comienzo entre maizales y espantapajaros. Catorce años después llega una demorada tercera parte, y ya nada de lo que convirtió a la original en un clásico muy menor del género está ahí: el terror es inexistente, el suspenso es nulo, la amenaza del Creeper se reduce a escenas mal filmadas y otras que ya vimos, los efectos digitales atrasan veinte años (no es exagerado decirlo), y contrario a sus anteriores capítulos, prácticamente todo el film sucede a plena luz del día, lo cual hace que se note más el mal maquillaje. ¿Qué queda de todo entonces? Una historia que avanza apenas un poco más sobre los orígenes del Creeper, y que vuelve a aterrorizar a un grupo de jóvenes y adultos que merodean por los pueblos norteamericanos, adormecidos al costado de la ruta. La promesa de una cuarta parte queda abierta, y lejos de desearle la muerte (porque lo cierto es que todavía se puede retomar la saga), esperamos que eso implique un cambio de dirección.
James Franco saluda a Mar del Plata desde la pantalla grande, en un video grabado exclusivamente para el festival. Lo hace con una sonrisa genuina y contagiosa, a sabiendas de que está presentando una película que no sólo es una de las mejores comedias de los últimos años, sino también una celebración increíble de la amistad. Es, además, el mejor film que ha dirigido y protagonizado. Los títulos comienzan y, como para reforzar esta idea, una serie de celebridades de Hollywood explican, en escasos segundos, el porqué del éxito detrás de uno de los films más torpemente concebidos de la historia del cine. La película dentro de la película es The Room, y ésta es la inaudita historia del realizador detrás de ella, Tommy Wiseau, un ser tan enigmático como entrañable que irrumpió en la pantalla grande envuelto en un absurdo de un tamaño equiparable sólo al de su ambición. Sucede que Tommy tiene el ímpetu, la fuerza, la obstinación y el impresionante empuje de los mejores realizadores cinematográficos que han existido. Lo único que no tiene es su talento. Pero no importa, porque tiene una meta y la producción como para alcanzarla (su chequera eterna no parece jamás encontrar un límite), aún si no puede lograrlo desde el lugar que quisiera. La verdadera historia del Ed Wood contemporáneo es apasionante por donde se la mire: Wiseau es un ser extraño que hasta dice ser un vampiro, pierde el hilo de las conversaciones (ni hablemos de la posibilidad de recordar alguna de sus propias líneas de diálogo) y no parece importarle la opinión de nadie que le diga que su obra es un desastre. Nadie entiende, sólo su visión es la que vale. Los demás son traidores y no comprenden su arte. Dicho desde ese costado, Tommy es un ser despreciable. Y en verdad podría serlo, de no ser por el hecho de que su fuerte personalidad no viene desde la maldad sino desde la mirada pero no malintencionada de la mirada de un niño, que se queja de sus limitaciones y quiere jugar con los adultos. The Disaster Artist es una historia tan fascinante como la del personaje real que retrata, y que parte del libro homónimo de Greg Sestero, eterno compañero de aventuras de Wiseau. Una historia de mejores amigos que resulta tan improbable como dulce.
Probablemente, cuando allá por el año 1973 el ya retirado Bobby Riggs propuso ganarle un partido a la mejor tenista del momento, Billie Jean King, éste no se imaginaría que lo que él veía como una apuesta (que derivó en circo) terminará convirtiéndose en un partido emblema para el feminismo. Sucede que Riggs (gran trabajo de Steve Carrell) se promocionó a sí mismo como un “cerdo machista” desafiando a la campeona femenina (la siempre impecable Emma Stone), en un momento en donde las mujeres estaban reclamando un mejor salario en el deporte. En verdad, lo que estaban pidiendo era una equiparación. Después de todo, ¿a misma cantidad de venta de entradas, por qué debían conformarse con menor ganancia? Claro que si bien el feminismo estaba en pleno auge, estos eran los años 70s y la batalla recién estaba comenzando. Así lo entiende King, que comprende que para dar un duro revés a la situación era necesario un salto de fe, que podía ser al vacío. Separándose de la Asociación de Tenis de la época, King formó su propio campeonato en representación de todas las deportistas femeninas que compartían su reclamo. No tardaría en convertirse en una amenaza para una industria del deporte liderada mayormente por hombres. Este es el eje central de La Batalla de los Sexos, y cuando se concentra en el mismo (intercalado por los toques de humor y calidez que le otorga el personaje de Carrell) es donde la misma brilla. Lamentablemente, cuando los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris (Pequeña Miss Sunshine) apuestan a la baja de línea y lo políticamente correcto, muy a tono de los tiempos que corren, la película pierde fuerza. Queda deslucido así un romance que se estira demasiado (amén de que se toma muchas licencias respecto a la historia real, sólo para erigir una bandera) y por momentos atenta contra el ritmo de la película. Pese a la torpeza de mirar al pasado con la óptica del presente, La Batalla de los Sexos es un film sumamente entretenido que gracias a sus intérpretes se eleva por encima de muchos estrenos del saliente 2017.