Tras los pasos de su célebre El Arca Rusa, Aksandr Sokurov retorna a su formato documental que ya a esta altura podríamos catalogar de "cine-museo", pero en lugar de centrar su particular mirada en el Hermitage de San Petersburgo ahora lo hace en el Louvre de París. Ya sin un eterno plano secuencias, Sokurov se pone al servicio de su obra apareciendo entre los relatos que conforman su ensayo, preguntándose si vale, en algún punto, más una obra de arte que una vida humana y su contexto histórico-político. Para ello fragmenta el documental en distintas partes, que comprenden temporalmente momentos como la ocupación alemana nazi en la Segunda Guerra Mundial (y el destino que le otorgaron al imponente museo en cuestión), y otros un tanto más ambiguos que depositan su protagonismo en el mismísimo Napoleón Bonaparte, que aporta también su visión de la historia. Como si esto fuese poco, una desorientada Libertad que por momentos ya no parece estar guiando al Pueblo asoma su nariz, repitiendo apenas su gastado liberte egalite fraternite, que a menudo, ante la repitición (pero no por casualidad) hasta parece perder su sentido. Sokurov reflexiona acerca del paso del tiempo, el arte (fundamentalmente, pictórico), los retratos, la pasión del artista y, por supuesto, la historia europea de los últimos tres siglos. En toda esta historia, en todo este continente, conviven así Hitler y Napoleón, Marianne (figura de la Libertad), soldados, generales y artistas. Porque la cultura abarca todo eso y también más, y al final lo que la termina uniendo o fragmentando es, sí, el arte.
Mucho podrá leerse acerca de cómo ésta, la tercera entrega de la nueva línea temporal de la saga de X-Men (es más complicado decirlo que entenderlo, realmente), es la película más floja de dichos superhéroes. Las argumentaciones responden al casting (cuestionable en cuanto a varios "no tan nuevos" personajes como Jean Grey, cierto), la dirección, el exceso de efectos visuales y, especialmente, el desarticulado guión que abarca más de lo que puede controlar. Todos esos argumentos son válidos y -nobleza obliga- es difícil contradecirlos. Sí, grandes actores como Michael Fassbender (Magneto) parecen desaprovechados frente a una línea argumental que los ubica casi como meros accesorios de un villano estereotipado (el también desperdiciado Oscar Isaac), y los efectos visuales, orientados fundamentalmente al desgastador 3D de los anteojitos que no parecen terminar de morir, no están a la altura de otras producciones contemporáneas. Todo eso es cierto pero, aún así, el sentido de aventura, acción y una cierta inocencia que le escapa al tono lúgubre que últimamente abunda en este tipo de producciones, hacen de X-Men: Apocalipsis un film enormemente placentero. Bryan Singer y sus guionistas, Simon Kinger y Michael Dougherty, apuestan a la renovación de la saga principalmente a través de la incorporación de un nuevo villano: Apocalypse, un ser cuasi-todopoderoso que cuenta con el atractivo de ser el primer mutante, despierta envuelto en una tormenta de ira al descubrir que los humanos son quienes hoy dominan el planeta, y no los "seres superiores" como él y sus discípulos. Sin demasiado desarrollo (hay que reconocer que una mejor caracterización no sólo era posible sino muy necesaria), esta semi-deidad se dedica a reclutar a sus "jinetes" del Armagedón y se pone como objetivo no diezmar sino sencillamente erradicar al planeta de su peor plaga: los hombres. Pese a sus no pocos desaciertos, X-Men Apocalypse funciona en el sentido más estrictamente lúdico (ahí está el festejado personaje de Quicksilver haciendo sus gracias para demostrarlo) de la palabra "aventura", y por ello se convierte un capítulo desparejo pero también bienvenido para una saga que pedía a gritos un poco de renovación.
Ni secuela ni precuela o spinoff, Avenida 10 Cloverfield es más bien una suerte de "continuación espiritual" de su anterior película casi homónima. Y eso es, realmente, algo bueno. Sucede que el found footage, ya en uso (y abuso) para su momento, hoy se encuentra por demás gastado. Consciente de ello quizás, el director debutante Dan Trachtenberg concentra su mirada en una narración clásica, llena de suspenso con recursos limitados (pero muy nobles), y un ritmo heredero del mejor Hitchcock. Conviene no revelar demasiado acerca de la trama, pero se puede mencionar, cuando menos, que todo sucede casi excluyentemente en un ambiente cerrado, pequeño, donde una joven se ve obligada a vivir junto a dos hombres aislados del mundo. Uno de ellos, el más joven, quizás algo engañado por el otro al igual que ella, y el otro, el mayor y más robusto (un aterrador John Goodman), por motus propio y convicción de una serie de ideas entre paranoicas y absurdas. Los giros que la trama encuentra en situaciones de extrema tensión abundan en suspenso, y la protagonista, Mary Elizabeth Winstead, lejos del rol de "damisela en apuros" crece hasta límites insospechados, escapándole al mote de "víctima" para convertirse en heroína. Avenida Cloverfield es una grata sorpresa en un mar de tanques hollywoodenses que ya parecían haber olvidado como sorprender.
La nueva adaptación de El Libro de la Selva, ese clásico que marcó lo mejor de la obra de Rudyard Kipling (su otra novela indispensable fue El Hombre Que Quiso Ser Rey), se mantiene fiel al espíritu de su predecesora animada, manteniendo incluso sus recordados pasajes musicales. El sentido de la aventura no sólo se mantiene intacto sino que se potencia gracias a una sorprendente factura técnica: el hiperrealismo de los efectos especiales intensifica la imponente belleza de la naturaleza (aún si artificial, en su mayor parte) y resulta así impactante ver a los animales rugir para luego esgrimir profundos diálogos, con una naturalidad que por momentos se torna realmente cautivante. Dicho realismo contrasta, sin embargo, con los momentos musicales que aunque mantienen su encanto intacto, chocan con lo sombrío y adulto de otras escenas. Sucede que al ver un oso bellísimamente rendereado (sí, tan bueno como aquel de El Renacido), uno tiende a pensar más en El Oso de Jean-Jacques Annaud que en Winnie Pooh. La historia de Mowgli, el niño-cachorro criado por una manada de lobos y protegido por un sabio puma (Ben Kingsley), no luce anacrónica en absoluto sino que, por el contrario e irónicamente gracias a su ritmo clásico y sencillo, devuelve al género de aventuras una frescura que Hollywood parecía haber perdido. No hay aquí sobresaltos ni variaciones o adaptaciones del mensaje del original para con nuevos públicos: la película de Jon Favreau (Iron Man) se mantiene fiel al espíritu del libro de Kipling, actualizando apenas su aspecto visual y sentido del espectáculo. Habrá que ver si la futura re-adaptación pautada para el 2018 dirigida por Andy Serkis (¡¿para qué?!) corre la misma suerte.
No es bueno anunciar con bombos y platillos la llegada de una nueva película que promete “algo distinto” en el cine de género, porque inevitablemente después la orquesta no termina siendo tan virtuosa, y el sonido del cambio se convierte en ruido. Con menos metáforas sonoras: el “¿ésto era nomás?” se encuentra a la vuelta de la esquina y la jugada resulta así muy riesgosa. Buenas películas de nobles intenciones como The Babadook han corrido ésta suerte: resultaron buenas, nada más. Otras que irrumpieron pero un poco desde el silencio, como Te Sigue (It Follows), lograron más. El caso de The Witch es un extraño fenómeno que combina las cartacterísticas de ambas: por un lado, viene anunciada en festivales desde hace casi un año como “el mejor exponente de terror de los últimos tiempos”, y por el otro lo hace desde un presupuesto modesto, casi invisible, a escala reducida y nutriéndose apenas de excelentes actuaciones y climas. El resultado es, también, interesante: si bien es difícil imaginarla como un clásico ineludible del género para futuras generaciones, se ubica a la vez fácilmente entre lo mejor del cine de horror de los últimos años. La Bruja no parte de sobresaltos ni escenas demasiado impresionantes, sino que lo hace desde una linealidad que mantiene a lo largo de toda la película y que crece hasta un impactante clímax. El relato se concentra en la historia de una familia viviendo en la Nueva Inglaterra del Siglo XVII, en donde la superstición religiosa está a la orden del día, y lo siniestro o trágico se resuelve con la etiqueta de “brujería”. Tras ser expulsados de una parca comunidad, William y su familia se ven obligados a vivir en las afueras del bosque, donde la oscuridad reina y los animales adquieren dotes por demás tenebrosos. La rutina campestre se interrumpe a diario con malos augurios, que culmina en la desaparición del más reciente miembro de la familia: un bebé de apenas unos meses que se desvanece casi frente a los ojos de su hermana. Lo que sigue es una visión total del horror en uno de los pasajes más perturbadores de toda la película: una bruja dispone de la criatura para hacer de las suyas y deja caer así la desgracia sobre esta familia. Robert Eggers dirige ésta, su primera película, con envidiable pulso y no acelera los tiempos ni pierde el equilibrio al interconectar drama con terror, haciendo uso de prolongados silencios y tiempos muertos que nunca aburren, sino que por el contrario potencian el suspenso. Puede que La Bruja no tenga el mismo impacto que otros grandes exponentes del terror independiente más reciente, pero sin duda se encuentra bien arriba en el podio de lo más interesante del género de terror contemporáneo.
El contexto es Hollywood es su edad dorada y gloriosa repleta de clásicos inolvidables que se producían con la misma facilidad que hoy se filman películas tanque vacías de contenido. Estamos hablando de la época en que Hitchcock, Billy Wilder, Mankiewicz y Elia Kazan eran pochocleros. En énfasis estaba puesto en la narración y todo comenzaba con un buen guión. Ahí los guionistas tenían un rol fundamental en la génesis de una película a la cual inclusive concurrían al estudio a asistir a los actores y directores con sus tareas. Dalton Trumbo fue una bandera de esa generación hasta que comenzó la caza de brujas. Trumbo está representado como un atípico héroe americano al mejor estilo de Gary Cooper en Solo ante el peligro (casualmente escrita también por guionistas pertenecientes a las listas negras). En plena época de ferviente persecución al sentimiento antiamericano, Trumbo, confeso comunista, no resigna su ideología ni tampoco sus intenciones de abandonar la industria. Pese a que la opinión pública, la prensa y hasta algunos de sus amigos lo condenan, el personaje aquí interpretado por Bryan Cranston de manera sublime se las rebusca para seguir escribiendo bajo seudónimos y hasta conseguir que estos alter egos suyos ganen dos premios Oscar. El estudio que realiza Jay Roach sobre la vida de Trumbo es una dignificación de su carrera como guionista y una reivindicación de la libertad que se le negó por culpa de un gobierno opresor empecinado en hacer su guerra fría en territorio propio. Pero también es un retrato de las contradicciones de un sujeto que predica ideas socialistas desde la comodidad de un asalariado de Hollywood. Este erudito demuestra una presunta superioridad moral para con algunos de sus colegas con quienes su comportamiento arrogante y soberbio lo distanciará por siempre. Incluso se maneja la dualidad de sus principios e ideas políticas por sobre el bienestar de su familia. Y es que Dalton Trumbo era la suma de todo eso propulsado por la anómala situación de una temible caza de brujas que acentuó la arbitrariedad de la justicia sobre una sociedad uncida en temor y confusión.
La fórmula es clásica y harto conocida: un perdedor simpático que es siempre el último de la fila se pone un objetivo inalcanzable y, contra todo pronóstico, no descansa hasta conseguirlo (o al menos acercarse bastante a ello). La legitimación del “si querés, podés” propia de manual de autoayuda viene a través de la leyenda que reza “inspirada en hechos reales” (conviene aquí resaltar la diferencia entre éste término y el “basado en...”), y roza otro film en común -también “inspirado en...”- que es Jamaica Bajo Cero (Cool Runnings). Aquí, en el frío gélido de los países nórdicos europeos y americanos, que poco tienen que ver con el gris neutral londinense de donde viene, un joven sin mucho talento se propone convertirse en el primer atleta saltador de esquí británico de los últimos cincuenta años. Una hazaña que, demás está decir, resulta difícil de concretar no sólo por las limitaciones físicas de su protagonista (tiene problemas en las rodillas), sino porque además éste decide iniciarse en el deporte a los 22 años, cuando lo más habitual es hacerlo a los seis. Eddie The Eagle (tal es su nombre original que refiere al apodo que se ganó el hombre) es una feel-good-movie (película para “sentirse bien”) que cae en todos los clichés del género pero lo hace con una gracia y simpatía tal que permite pasar mejor situaciones obvias y de naturaleza excesivamente optimista. Hay una inocencia exagerada que por momentos bordea la sobredosis de esperanza. Todo está edulcorado hasta empalagar, pero es gracias a la siempre imponente presencia de Hugh Jackman que el film de Dexter Fletcher toma vuelo. Su personaje, que también parte de otro cliché (el del “entrenador reacio”), transpira carisma y se convierte en lo más interesante de la película. Taron Egerton, el otrora superagente de Kingsman, compone un Michael Edwards heroico aunque demasiado exagerado que limita con la autoparodia. Volando Alto no es ninguna proeza del deporte cinematográfico, pero entretiene y emociona a fuerza de golpes efectistas que, por lo menos, cumplen su sencillo propósito.
Posiblemente no sea la mejor película para que un adolescente "zafe" de su examen de historia egipcia, aunque el sólo hecho de que Dioses de Egipto no sea la abominación cinematográfica que prometían los trailers, ya de por sí constituye una grata sorpresa. No alcanza, claro, pero al menos ayuda a pasar mejor los exagerados 127 minutos que dura el film. Con algo de nostalgia, Alex Proyas imprime aquí un espíritu peplum, heredero de clásicos de aventuras en sandalias como la saga entera de Hércules, y algo de la psicodelia sci-fi intergalática de Barbarella y Flash Gordon. El pastiche implica tanto absurdo que, contra todo pronóstico, de a ratos entretiene. Los Dioses no se parecen mucho a lo que nos lo pintan los jeroglíficos que estudiamos en el colegio, sino más bien a piezas ornamentales pertenecientes al capó de un Rolls Royce. Se diferencian de los humanos en que son un tanto más grandes que éstos últimos, y a la vez en sus venas en lugar de sangre corre oro (cómo una rebelión humana no busca desangrarlos constantemente es uno de esos misterios que jamás serán resueltos). El débil argumento implica una traición familiar (Seth, Dios del Caos, le quita el trono y los ojos a Horus, heredero natural del mismo) y un par de intereses románticos que desaceleran merecidamente la vertiginosa aventura. Pese a los 140 millones de dólares invertidos en la producción de la película, los efectos especiales y diálogos asombran por su precariedad, y el diseño de vestuario/arte está más cerca de un sobreproducido bar mitzvah que de una épica de Hollywood. Pero no importa, o al menos no demasiado, porque ya nadie se toma en serio a Gerard Butler y aparentemente a Alex Proyas (otrora realizador de El Cuervo y Dark City) le molesta mucho su talento, y por eso se entrega a éste tipo de subproductos. Su pericia como director, sin embargo, impide que el film sea la monstruosidad que prometía, así que si quiere fracasar del todo, evidentemente deberá seguir intentándolo.
El último grito de la moda llega una vez más en clave de parodia, pero es un grito de agonía y no uno de carcajada. Para que se entienda claro: los chistes en Zoolander 2 no son meramente malos sino que por poco lastiman. Resulta increíble que sea el mismo equipo detrás de la original (encabezado, una vez más, por Stiller en actuación, guión y dirección), que sin ser una excelente película supo volverse un pequeño film de culto con el correr de los años. Intercalada con una sobredosis de "cameos" de estrellas de todo tipo (pop, rock, fashion o puramente trash), esta segunda parte tiene al descerebrado protagonista corriendo por las calles de Roma, en una trama que burla sin mucha gracia cualquier film genérico de James Bond. Acompaña como fiel ladero el bueno de Hansel (Owen Wilson), y el rol de villano vuelve a caer en las manos de Will Ferrel como Mugatu. Los chistes se repiten y parecen destinados al olvido: lejos quedaron esas escenas hilarantes como la de la estación de servicio, o aquella que involucraba una mac y una divertida referencia a 2001: Odisea al Espacio. Acá todo es poco sutil, simple y chato: la premisa parte de la base de que Derek y Hansel son cosa del pasado, y uno como espectador desearía que esto fuera cierto. El hijo pródigo perdido del protagonista es el catalizador de una trama de venganza, revancha y redención que, aunque consciente de su absurdo, resulta extremadamente mediocre. Zoolander 2 no es mucho más que eso: chistes de doble sentido fáciles de digerir, caricaturas con poca gracia y una crítica blanda a la moda, tan superficial como lo que la película intenta parodiar sin éxito.
Por una de esas ironías de la vida, el día en que se estrenó Spotlight (En Primera Plana) en la Argentina, la Iglesia Católica resolvió que "no está obligada a denunciar los abusos a menores" (fuente La Nación). El delicado tema hoy es cierto que indigna aunque ya no sorprende, pero no siempre estuvo sobre el tapete en los medios. Durante mucho tiempo la pederastía vinculada a las instituciones religiosas fue un tema tabú, algo de lo que no se hablaba (y se puede discutir que respecto a otros ámbitos e inclusive religiones, aún hoy sucede, ya que da la sensación que ésto sólo ocurre en el seno del catolicismo y no es para nada así). ubieron múltiples casos a nivel mundial que espantaron a los inocentes, pero pocas veces era posible vincularlos entre sí, y por ello éstos se apagaban sutilmente como "hechos aislados". Todo eso cambió cuando en el 2001 el Boston Globe, a través de su rama independiente llamada "Spotlight", publicó una serie de investigaciones que demostraron lo contrario. El impacto mediático fue inmediato, y lo que en un principio parecía una serie de hechos desafortunados terminó desentramando una EN PRIMERA PLANA * * * * // 12 de Febrero de 2016 // txt: Mariano Torres Negri suerte de red de pedofilia. Sobre este oscuro tema versa el film de Tom McCarthy, pero lo hace no desde lo escabroso de un thriller perturbador, sino más bien desde el costado periodístico que retrata la odisea de estos profesionales de los medios, que osaron asomar sus narices a donde muchos no querían que lo hicieran. El equipo de redactores, liderado por Robby (Michael Keaton) que incluye al siempre correcto Mark Ruffalo y Rachel McAdams como periodistas gráficos, se desenvuelve en el caso cual detective tras las pistas, y es en este punto en donde Spotlight recuerda al clásico Todos los hombres del Presidente (Alan J. Pakula). McCarthy sale airoso de una trama que podría haber sido demasiado densa y desgastante, y sin embargo, aludiendo a su título original, en lugar de sumirse en la oscuridad del asunto sólo pretende echar luz sobre ella.