De acuerdo a la RAE, una anomalía es un “cambio o desviación respecto de lo que es normal, regular, natural o previsible.“ De acuerdo a Michael, el personaje principal de esta película, una voz diferente y hermosa como la de Lisa, en algún punto también lo es, y por eso ella se convierte en una “Anomalisa”. Ahora bien, de acuerdo al diccionario inglés-japonés que ésta atípica joven consulta, la palabra también parece remitir a la cultura nipona, donde el significado varía hacia “Diosa de los Cielos”. ¿Qué es entonces una “Anomalisa”? Conociendo a Charlie Kauffman (director de Sinécdoque Nueva York y guionista de clásicos modernos como ¿Quieres Ser John Malkovich? y El Ladrón de Orquídeas), posiblemente sea todo ésto, inclusive más aún o la nada absoluta. Es en estas ambigüedades y desórdenes donde transita la película, con tintes más filosóficos que cinematográficos y, se sabe, la filosofia no busca responder preguntas sino abrirlas. La sinopsis de esta historia, basada en un radioteatro del propio autor, puede en apariencia resumirse en apenas unas líneas aunque, claro, sabemos que detrás hay mucho más: un hombre deprimido y agobiado por la rutina se hospeda en un hotel a donde lo esperan para brindar una conferencia, y allí conoce a la mencionada chica del título que lo saca de la monotonía. Un par de detalles, sin embargo, separan esta historia de cualquier fábula romántica: todos los personajes, a excepción de estos dos principales, tienen la misma voz masculina, como si fuesen parte de un “todo”, y la frontera entre lo real y lo onírico se diluye por momentos, como para confundir más las nociones de lo que es real y lo que no ante el espectador. Kauffman sabe entonces que la definición de realidad supone un problema filosófico que ha sido motivo de debate a lo largo de la historia de la humanidad, y desdibuja cuidadosamente los límites entre ésta y la fantasía, sumergiéndonos en un mundo extraño en donde no sabemos verdaderamente qué es lo que está pasando a nuestro alrededor. Pero a Kauffman claramente le interesa también la psicología, la eterna complejidad que supone la sexualidad y nuestra relación con ésta, las obsesiones, el Yo, el Otro y esa infinidad de términos que buscan explicar lo que a simple vista parece (y se puede argumentar que, en algún punto, lo es) inexplicable. Ahí reside, justamente, el ¿inconcluso? desenlace de la película. Si se lo quiere abordar por el camino de Lacant y entender que la realidad es un fenómeno en el cual se apoyan nuestras fantasías, ahí está la muñeca japonesa para sostener la hipótesis, anclada en lo sexual. Si se quiere cuestionar todo como una mera percepción que varía dependiendo de quién se mire delante del espejo, ahí está esa quijada que parece desprenderse del resto del cuerpo. Y si se quiere indagar un poco más en las oscuras pistas que Kauffman deja sutilmente desparramadas por el camino, ahí está el nombre del hotel, Frégoli, que puede revelar unos cuantos misterios.
Puede que Steve Jobs no haya sido el hombre que cambió el futuro, pero sí, sin lugar a dudas, fue el que supo venderlo. Y para ello lo empaquetó en su mejor envoltorio minimalista, empleó decenas de conceptos “cool” y se adueñó (reconocidamente) de la palabra “diseño”, al menos en cuanto a lo que tecnología informática se refiere. Deificar al más hábil (y megalómano) de los empresarios del rubro es sencillamente demasiado, y de eso ya se encargaron interminables y tristes homenajes (entre ellos, el de la fallida Jobs, interpretada por Ashton Kutcher). Por eso Aaron Sorkin, codiciado guionista evidentemente apasionado por estos enormes pero imperfectos personajes, baja a Tierra a uno de los nombres más importantes del Siglo XX y comienzos del XXI. Para ello cuenta con un arsenal de anécdotas que parten al relato en tres actos, en un guión episódico que representa momentos clave de la vida del creador de la Mac. El primero de estos capítulos corresponde al lanzamiento de Macintosh en 1984, en el momento en que la compañía de Jobs suponía un desafío ante la supremacía de la PC. Es en éste tramo en donde aparecen los primeros rasgos tan particulares que definieron la compleja personalidad de Steve Jobs: su hija digital, la Mac, recibe más atención y manutención que su hija biológica, a quien en un principio éste ni siquiera se digna en reconocer. Su ex pareja, Chrisann Brennan (Katherine Waterston), entre reclamos y llantos, esboza el lado oscuro del “genio” de la computación, aunque su propia figura es posteriormente cuestionada en un guión que deja en claro que no hay héroes ni villanos en la vida real, sino apenas humanos. El segundo episodio rememora los días de la Next, segunda compañía que Jobs funda tras ser echado de su propia empresa por John Sculley (Jeff Daniels), quien acaso fuere una suerte de figura paterna en sus comienzos, y también retoma anteriores conflictos aún latentes como el de la paternidad no reconocida, a la vez que avanza sobre las idas y venidas de su amistad con Steve Wozniak, el verdadero cerebro y co-autor de la Macintosh tal como la conocemos. El tramo final avanza varios casilleros y presenta la iMac allá por 1998, ese inesperado y descomunal éxito que volvió a poner a Mac en el centro de atención, y terminó definiendo el lineamiento conluyente de la empresa: diseño, mucho diseño, interfax amigable y, claro, abultado sobreprecio. Dirigida por Danny Boyle (28 Días Después, 128 horas, Trainspotting), Steve Jobs es una biopic que le escapa a los convencionalismos del género y concentra su mirada en lo humano del personaje, desmitificando al mismo a través de su cotidianidad. Su dirección aporta el enorme dinamismo que el guión de Sorkin pide desde el texto. El trío de talentos se completa con Michael Fassbender en el rol protagónico, que no se asemeja físicamente al verdadero Steve Jobs pero sí logra capturar su enigmática esencia.
Vaya uno a saber si realmente fue una ballena desquiciada la que hundió al mítico Essex (el dato es concreto y, de acuerdo a los testimonios de la nave comandada por el Capitán Pollard, certero, aunque puede que exagerado), pero lo fáctico del asunto no tiene demasiada importancia: más allá de la hipérbole, el incidente supo generar un clásico literario como “Moby Dick” de Herman Melville. Ron Howard, el irregular gran director de clásicos modernos como Apollo 13 y Rush, así como de piezas olvidables como El Código Da Vinci y Ángeles y Demonios, sabe que detrás de la leyenda de la ballena vengadora hay una gran historia, y que a su modo la de Melville también lo fue. Asi, se desarrolla un juego de inspiración por partida triple: el accidente del navío inspiró un libro que a la vez ahora inspiró una película. En El Corazón Del Mar es narrada por Tom Nickerson, uno de los pocos sobrevivientes del Essex (interpretado por el siempre correcto Brendan Gleeson), que rememora con lujo de detalle los catastróficos hechos que hundieron al barco, a medida que un joven Melville (Ben Whishaw) toma notas para su futura novela. La preocupación del corroído Nickerson pasa por no querer asomarse demasiado al pasado, que le revuelve el estómago a medida que los recuerdos traen memorias que su psiquis preferiría olvidar. sta fragmentación de la narrativa cinematográfica tradicional, que parte de un presente que se interconecta con largos flashbacks (la acción principal, aquella que tiene como protagonista a la ballena, transcurre en el pasado de la película) no siempre funciona, pero otorga merecidos momentos de descanso cuando el espectador siente ya que la acción terminará inundando la historia. Howard, hábil capitán de escenas épicas, sabe por suerte cuándo dar un respiro y simplemente contemplar el mar junto con la audiencia. Es allí justamente donde el film mejor navega, a medida que también despliega su espectacularidad visual y se impone como una de las mejores interpretaciones del mito de la leyenda de Moby Dick.
Lo primero que vale remarcar, con algo de indignación pero a la vez alegría, es que el título “Los hijos del diablo” no remite a absolutamente nada de lo que sucede en la película y es apenas un capricho de los traductores de afiches cinematográficos. ¿Por qué es ésto una buena noticia? Porque si bien la forzada reinterpretación apuntaba a vender The Hallow como un simple exponente más del género, por fortuna no lo es tanto. Lo segundo que hay que resaltar es que ésta no es una fábula de Hollywood, sino una procedente del Reino Unido, que en los últimos años ha tenido una explosión de cine independiente de género más que interesante (Dog Soldiers es un claro antecedente, así como El Decenso y Kill List, y si nos remitimos específicamente a Irlanda, véanse El Guardia y especialmente Calvario de John Michael McDonagh). La acción transcurre en un alejado pueblo rodeado de bosques con tétricos árboles, donde de acuerdo al folclore local habitan los “consagrados” o “santificados” (tal sería la traducción literal de “hallow”), que se resisten a ser desalojados cuando, ante una crisis económica, Irlanda decide “exportar” parte de su vasta vegetación. Mala idea, porque sabido es que el ecologismo se está poniendo cada vez más agresivo (con justificada razón, no se ofenda nadie). Es en este contexto que un humilde trabajador que descree (cuándo no) de estos cuentos de hadas, ignora múltiples advertencias y se adentra en el temido bosque, poniendo en riesgo a su familia, especialmente a su bebé recién nacida. Diversos mitos y leyendas irlandesas dicen presente (desde vegetaciones monstruosas hasta criaturas envueltas en lodo y “niños sustitutos”), a medida que el horror escala hasta un mórbido clímax que no le teme al terror más visceral y gore, sin caer en el mal gusto o lo gratuito. The Hallow rinde homenaje a Lovecraft y al cine del primer Sam Raimi (el de la trilogía de Evil Dead), y sale airoso en su modesto relato de horror gótico, que no pretende más que asustar un buen rato y, felizmente, lo consigue.
La Navidad es paz, amor, religión, familia unida y buenos deseos. También es consumismo exacerbado, gaseosas con osos polares, comida y colores complementarios que quedan muy bonitos (rojo + verde, concretamente). Krampus: El Terror de la Navidad, partiendo de una vieja leyenda nórdica (que, se sabe, viene inclusive antes de Papá Noel, o “Santa Claus” para los países angloparlantes) propone que también puede ser horror, sangre, demonios y monstruosidades varias. Todo sin abandonar en ningún momento, por supuesto, las tradiciones occidentales que de repente chocan con la mitología más oscura y lejana, al menos para nosotros. Quien dirige esta pequeña pero contundente muestra de género fantástico y humor es Michael Dougherty, responsable de uno de los últimos grandes films de culto del género como Trick Or Treat, esa pequeña joya que entrecruzaba historias bajo el contexto de Halloween. Las festividades le sientan bien a Dougherty claramente, porque aquí repite la fórmula con similar éxito: sin caer del todo en un cinismo que sería fácil, ni en demasiados clichés propios de éste tipo de películas, el realizador construye un relato que no llega a ser del todo escalofriante pero sí incluye algunos pasajes realmente memorables (la escena que sucede en un altillo merece una mención aparte). A juzgar por los primeros cuarenta y cinco minutos de película, podríamos asegurar que Krampus se trata en verdad de una comedia negra y no un film de terror. Pero los otros cuarenta y cinco minutos restantes, si bien no deshacen el aspecto lúdico de la primera parte, se vuelcan hacia el terreno netamente fantástico, y así lo que pudo ser un cuento de hadas con moraleja se termina convirtiendo en una fábula macabra para adultos. Una mezcla de humor y sangre más que bienvenida, que por momentos recuerda a las mejores épocas del gran Joe Dante.
Siendo que la comparación es prácticamente inevitable, conviene no darle demasiadas vueltas al asunto y entrar de lleno en la contienda: ¿es mejor Secretos de una obsesión que El Secreto de sus ojos? Claramente no (vale aclarar que quien escribe no es un fanático tampoco del original) pero eso no es sorpresa alguna: el avance de esta versión anunciaba ya desde el vamos más que una remake una mera trasposición idiomática. Y es que la visión de Billy Ray (codiciado guionista responsable de Capitán Phillips y Los Juegos del Hambre) descansa en lo que se asimila apenas a un doblaje, pero hecho por el bot más rudimentario de “google translator”. Hay momentos en los cuales uno se pregunta si, en el proceso de adaptar situaciones del guión original a la versión 2015, habrán entendido los responsables siquiera de qué se trataba inicialmente la película. Lo esencial está todo ahí, y realmente los cambios son nimiedades que, sin embargo, juegan en contra. No existe el personaje de Guillermo Francella (o, mejor dicho, aquí se ha desdoblado en otros dos), no hay plano secuencia en cancha de fútbol pero sí toma aérea en cancha de baseball, no hay dictadura y triple A sino terrorismo y Seguridad Nacional, y un largo etcétera que apenas funciona lúdicamente para aquellos que gusten de jugar al “encuentre las siete diferencias”. Pero, vale insistir, el argumento es el mismo y las variaciones mueren en detalles. Ray (un deslucido Chiwetel Ejiofor en el rol anteriormente interpretado por Ricardo Darín) s un agente del FBI al cual le toca la dura tarea de investigar el asesinato de la hija de una compañera (Julia Roberts). Bajo el mando de Claire (Nicole Kidman, en el ex-papel de Soledad Villamil), se calza al hombro una obsesión que, tras doce años de insomnio, le arroja un par de endebles pistas que piden a gritos reabrir el caso. La investigación vuelve a tomar su sinuoso camino, y entre flashbacks y montajes quebrados, la trama se desenvuelve con los típicos artilugios del más elemental de los policiales negros: traiciones, secretos ocultos y un misterio que, claro, en parte ya se sabe cómo termina. En un segundo plano, aunque no del todo perdido, queda el trunco romance de los protagonistas. No hay así grandes sorpresas, y las variaciones (final incluido) llegan tarde y de manera caprichosa. Secretos de una obsesión no es una película mala, apenas una olvidable. Y, desde la razón de su existencia (aparentemente, la eliminación de los subtítulos para los países de habla inglesa), también es una obra completamente innecesaria.
Una agente del FBI lidera una operación en Phoenix, Arizona, que culmina en un descubrimiento macabro: los caminos del narcotráfico no sólo están pavimentados de cadáveres, sino también edificados y decorados en base a éstos. La lección parece obvia y, sin embargo, no deja por ello de ser impactante: pronto la protagonista descubrirá que cada vez que cree estar aportando algo a una causa, apenas está arañando la superficie. Vemos los refugios, las cuevas y los túneles donde se esconde lo perverso, pero no vemos de qué están hechos. La dirección postal donde reside el diablo apunta a México, por el sólo hecho de que hace no tanto tiempo el hogar de Medellín se cayó (o lo cayeron) a pedazos, una vez que los cimientos ya crujían demasiado. La idealización y una cierta inocencia (quizás algo exagerada para el rol que ocupa el personaje, es cierto) llevan a la protagonista a adentrarse en la boca del lobo, acompañando campañas de “limpieza” más profundas. ¿Pero quiénes son esas personas que la acompañan a ella? ¿Más colegas del FBI? ¿La DEA? ¿La CIA? ¿Servicios de inteligencia y contra-inteligencia? Poco importa cuando, de un lado y el otro, los métodos no parecen tan distintos, mientras los profesores se vuelven alumnos y viceversa. La droga aparece representada en una mansión construida por corruptos arquitectos, alguna vez instruidos por los mismos que hoy planean su demolición. Sicario es la más reciente fábula desgarradora de Denis Villeneuve, un director empecinado en mostrarnos el mundo tal cual es, al menos según su visión pesimista: de apariencia hermosa en su exterior, de corteza hipócrita y horrible en su epicentro. Luego de las excelentes Incendies, La Sospecha (Prisoners) y Enemy (El Hombre Duplicado), su tono puede que no sorprenda pero no por ello acaso no inquieta. No hay “buenos”, no hay “malos”, no hay “redenciones”, “finales felices” o “tristes” sino simplemente humanos, haciendo lo mejor que saben hacer: perpetuarse e intercambiar poderes, en una lucha a veces librada detrás de una moral altamente ambigua. Y sí, como podemos ver, todos tienen familia y no por eso deberíamos sentir empatía o desagrado por ellos. Sin héroes ni villanos, las cosas a veces se tornan un tanto más complejas. Es ésta misma moral ambigua la que pone al frente de una guerra a un herido perro de caza como Alejandro (impecable Benicio del Toro), que empatiza, sangra y siente, pero no flaquea a la hora de tomar decisiones difíciles. Tiene en claro algo: no hay bandos y la guerra está perdida. Ése, irónicamente, es el único motivo por el cual vale la pena seguir luchando. Del otro lado está Matt Graver (Josh Brolin), líder cuestionable que actúa distendido pero inquebrantable, presenciando escenas descarnadas que, como todo, después de un rato en la vida se vuelven rutina y apenas otro día en la oficina. Y nuestra protagonista, claro, que poco a poco va aprendiendo que nada es lo que parece, y que no existen bondades sino tan sólo “lo que es malo” y “lo que puede ser peor”. La doble moral no se desata sólo en el campo de batalla, o será que éste acaso no se limita al terreno de las historias de malvados y héroes. La pelea comprende apenas dos figuras: productores felices de un lado, y consumidores ciegos del otro, que manejan la misma doble moral de quienes (a veces) critican. Nada más, nada menos. Villeneuve esboza con notable pulso una desesperanzada teoría de caos eterno, y sin tomar partido ni ponerse (demasiado) pretencioso, concluye el film de manera lógica e impactante. Se rumorean ya candidaturas tempranas al Oscar, muchas de ellas justificadas, y posibles secuelas. El absurdo loop que implica el tema del film, en eterno y triste crecimiento, podría alimentar cientos de miles de adaptaciones y, como sabe el director y los guionistas de esta película, jamás quedaría viejo.
Sexo, terror y adolescentes escapándole a la muerte. Sí, son todos los ingredientes de un típico slasher, y sin embargo It Follows es muchísimo más que eso, y apenas si comparte sutilmente la temática de dicho género. El director David Robert Michell, no obstante, conoce las reglas del juego y es por eso que sabe exactamente cuándo torcerlas: si la muerte acecha, no lo hace detrás de una máscara con un cuchillo, sino desde un lugar algo más conceptual: cambiando de cara y reencarnando inesperadamente en los seres menos pensados. Para entender mejor: It Follows es un film independiente que hace uso de sus libertades, al no estar atado a un enorme presupuesto, y explota sus virtudes minimalistas desde un terror más psicológico que gore. Así, sigue la crisis de una joven que tras tener releaciones sexuales con su pareja, descubre que ahora sin querer es parte de una carrera contra la muerte. Sucede que hay una suerte de “virus fantasmagórico” (la metáfora, de todos modos, va más allá de lo obvio) que persigue a quienes se lo van pasando a través del sexo, y el único modo de sobrevivir es... pasárselo a otra persona más. Queda difusa así la delgada línea de la moralina que uno podría sospechar de ésta trama: ¿el director está diciendo que el sexo casual es malo y peligroso? Si es así, ¿por qué sugiere que para zafar de ese destino mortal, hay que tener más sexo de ese tipo para seguir adelante? No hay que darle muchas vueltas al asunto: lo cierto es que Mitchell maneja con indudable maestría el suspenso (algunos pasajes recuerdan al mejor John Carpenter de Halloween, con esa amenaza que camina, no corre) y lo hace con un pulso que muchos contemporáneos del terror envidiarían. Sin duda es ésta una de las más gratas sorpresas cinematográficas del año.
Sin contar la producción clase-B de Roger Corman de 1994, éste es el tercer intento de crear un “blockbuster” por parte de Hollywood, y lamentablemente es también uno más fallido. Lo que es peor es que el fracaso es tan sonoro, que da ganas que “la tercera sea le vencida” al menos para que Fox deje de intentar revitalizar este constante intento de franquicia. El director Josh Trank, que venía de la sobrevalorada “Chronicle”, se pone detrás de cámara con una solemnidad y tono que entiende por “oscuro” lo más literal de la palabra: escenas poco iluminadas y colores desaturados. Pero los personajes, lejos de la historieta que les dio vida, más que profundos y repletos de dilemas parecen más bien aburridos y desganados. La historia es un nuevo reboot en forma de “origen de los héroes”, pero no tiene demasiado que contar que el espectador ya no sepa, y para colmo lo hace con notable sopor y pretendida grandeza. No es el problema que a “Los cuatro fantásticos” le falte humor (que a Marvel/Disney le funcione no quiere decir que sea la única fórmula permitida), pero sí lo es que le falte diversión. Los cuatro del título se convierten en lo esperado casi para el tercer acto de la película, padeciendo los vaivenes de una estructura narrativa que se detiene primero en un pasado común (la amistad entre el pequeño Reed y Ben en el colegio primario), luego salta hacia un presente intermedio que dura más de lo necesario, y posteriormente avanza a “un año después”, donde la verdadera acción parece comenzar a desarrollarse. “Parece” porque es recién ahí donde surge el villano, el Dr. Doom, en otra pálida adaptación de un personaje que poco tiene que ver con aquel en el cual está inspirado. Josh Trank, ante la apabullante mala prensa recibida, ya salió a argumentar que “el corte que no le dejaron hacer los estudios” es mucho mejor y que éste sí le hubiese fascinado a la crítica. Excusas vanas que, sin embargo, no comprenden el tedio de lo que sí quedó en la versión oficial de la película.
Los tiempos en que la marca Pixar era sinónimo de calidad e innovación parecían cada vez más lejanos (la productora venía basando sus mayores éxitos en secuelas y precuelas tardías, y además presentando una alarmente tendencia hacia el costado más Disney), y por suerte para devolvernos la fe ahí llegó Intensamente. Curiosamente, lo más valioso -como en las buenas épocas- no llega desde la animación sino desde el guión mismo: una clase de psicología básica para niños, que comprenderán y disfrutarán también los adultos. Desde el comienzo, sabemos que estamos ante una película diferente, ya cuando se nos plantea que los protagonistas de esta historia no son humanos ni animales o juguetes, sino emociones. Es decir, conceptos abstractos guiando a los que normalmente serían los protagonistas, y aquí quedan relegados a un segundo plano. Estamos entonces en terreno fértil para la más variada creatividad: desde amigos imaginarios al borde del olvido, hasta “sectores” del cerebro (en una genial metáfora a través de “tierras”, como lo es un parque de diversiones para los momentos felizmente absurdos, y la “tierra de los padres” para los recuerdos sobre la familia) y decenas de chistes sutiles y muy precisos sobre la mente humana (algunos de ellos, lamentablemente, se pierden en el doblaje al español). Lo interesante de la historia no es tan ver qué hacen estas emociones en la cabeza de una niña de once años, sino cómo interactúan entre sí: cuando una emoción (llámese “Alegría”) toma control del cerebro, las otras ceden su lugar y es ésta entonces quién domina por sobre las demás. Sin embargo, gracias a que la mente humana no permanece siempre tan sencillamente ordenada, los conflictos aparecen cuando las emociones se mezclan, y lo que antes le pertenecía a una (digamos, el recuerdo de una tarde de la infancia) se desliza hacia el territorio de otra. “Alegría” parece ser -cuándo no- la más afectada, y junto con “Tristeza” es desplazada hacia territorios más confusos y lejanos, por una ingeniosa situación que no conviene revelar. Que para volver al lugar del cerebro que les corresponde deban apurarse para no perder un tren es uno de los tantos chistes sutiles que merecen ser rescatados. Intensamente se sitúa sencillamente entre lo mejor de Pixar, tras una apenas correcta Monsters University y la fallida Brave. Si éste es el camino que elegió retomar la productora, habrá que celebrarlo. Esperemos, nomás, que no vuelvan a perder el tren de pensamiento.