Un apocalipsis pop El tercer film sobre el Dios del trueno en la mitología nórdica y germana, basado las historias de las Eddas y en el popular comic de Marvel, escrito por Eric Pearson, Craig Kyle y Christopher Yost y dirigido por el realizador neozelandés Taika Waititi (Hunt for the Wilderpeople, 2016), construye una desquiciada historia alrededor del enfrentamiento entre Thor y su hermana Hela (Cate Blanchett), que regresa de su destierro tras la muerte del padre de ambos, Odín (Anthony Hopkins). Ante este conflicto fraterno y la inminencia del Ragnarok, batalla apocalíptica que refiere al fin del mundo en la mitología nórdica, Thor busca reclutar para su heroica empresa de salvación de Asgard, hogar del panteón de las deidades nórdicas, a su hermano adoptivo, Loki (Tom Hiddleston), dios impredecible y traicionero causante de casi todos los problemas del protagonista en los films anteriores, a Hulk (Mark Ruffalo), quien se encuentra atrapado en un planeta regido por un dictador hedonista al estilo del imperio romano que se autodenomina Gran Maestro (Jeff Goldblum), y a una Valkiria (Tessa Thompson), que también se encuentra en el planeta como cazadora de gladiadores para las batallas que se organizan en el coliseo. Waititi, un director que filma con una sensibilidad que combina crudeza e inocencia similar a la del realizador norteamericano Wes Anderson, busca en todo momento imponerle al film su idiosincrasia incluyendo escenas, personajes, y hasta a sí mismo como la voz de un gladiador revolucionario pesimista a la espera de una rebelión, cual un Espartaco de historieta cómica para romper con la banalidad de un guion aburrido y predecible. La película de superhéroes o dioses de Marvel tiene una historia de fondo que indaga en la construcción oficial, en general siempre ficticia y falsa, de una épica leyenda fundadora, en este caso utilizando la complejidad del carácter de Odín en la mitología, como dios de la guerra y de la muerte pero también de la magia, la poesía, la profecía, la victoria y la caza. Así entra en colisión un origen guerrero en el que Hela era la lugarteniente de la conquista hasta que Odín decide parar con las invasiones y establecer una paz entre los nueve reinos conquistados, expulsando y encerrando a Hela fuera de Asgard, su fuente de poder. Mientras que Hela solo piensa en la dominación y la sumisión, Thor y su amigo Heimdall (Idris Elba), dios guardián de Asgard y del Bifrost, el portal arco iris que permite acceder a la tierra de los dioses, buscan proteger juntos a los habitantes del ejercito de soldados caídos en batalla y resucitados por Hela y del temible lobo Fenrir. Siguiendo al pie de la letra la ideas más reaccionarias de la industria cinematográfica, el nuevo film de la saga de Thor busca lograr una similitud nostálgica a la fórmula del film Guardianes de la Galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014) intentando repetir las claves del éxito de la saga también propiedad de Marvel, sin demasiada vergüenza, utilizando en esta oportunidad música de sintetizadores pop en medio de un mundo en el que la miseria y la opulencia se combinan como en la realidad que vivimos. Thor: Ragnarok (2017) es un film cándido, divertido por momentos, con muy buenas interpretaciones en general, en especial de una desperdiciada Cate Blanchett, que busca entretener sin demasiadas pretensiones al igual que la mayoría de los films de estas características. Paradójicamente esta cuestión no cuaja con la historia de fondo ni con los intereses del director, con lo que se genera un opus híbrido con interesantes intenciones y salidas que se diluyen en una obra banal, que se pierde en sus propias falencias, no sin aciertos momentáneos que se desvanecen rápidamente amagando salir tibiamente de la mediocridad, aunque sea por un breve instante, para desprenderse de la ideología obcecada de los superhéroes de la actualidad.
Los cómplices El segundo largometraje de la realizadora chilena Marcela Said narra la relación entre una mujer de cuarenta y dos años, hija de un empresario chileno cómplice de los crímenes de la dictadura de Augusto Pinochet, y un ex coronel acusado de delitos de lesa humanidad en el país transandino. En medio de las investigaciones por los asesinatos y las desapariciones de militantes políticos durante la dictadura chilena que derrocó al gobierno democrático de Salvador Allende en una operación fraguada por los militares, las clases altas chilenas y los servicios de inteligencia norteamericanos, Mariana (Antonia Zegers) se entera de que su profesor de equitación, Juan (Alfredo Castro) está acusado de haber participado en el asesinato de varios militantes políticos durante la década del setenta. En una mezcla de investigación y juego erótico, Mariana entabla una relación amorosa con el ex coronel pero también coquetea con el fiscal que lo investiga mientras realiza un tratamiento in vitro para quedar embarazada junto a su marido argentino, Pedro (Rafael Spregelburd), que se desentiende de la situación por la que su esposa está pasando. El film narra a través de esta historia la confrontación de la generación post dictadura con el dilema de la herencia genocida pinochetista en medio de una demanda generalizada de los organismos de derechos humanos por memoria, verdad y justicia en Chile, reflejo de la lucha por las mismas consignas en Argentina. La analogía y las diferencias entre ambas dictaduras criminales y los cambios ideológicos y sociales con el presente son establecidas en el propio guión de forma sutil pero categórica en algunos diálogos importantes que deconstruyen la ideología de las clases altas en Chile. Con excelentes actuaciones Los Perros (2017) relata un drama social, amoroso y ético en el que la protagonista debe procesar la falta de arrepentimiento, la soberbia y toda la carga ideológica de los genocidas y sus cómplices con los que creció y convivió. Said crea de esta manera un texto cargado de gestos y miradas con diálogos parcos que provocan para empujar a los personajes hacía los límites de sus argumentaciones y a ese lugar de la memoria donde habita el recuerdo de las víctimas. La película de Marcela Said también se destaca por su emotiva fotografía a cargo de Georges Lechaptois, que apuntala el enfoque de confrontación intima propuesto por el guión. Los Perros indaga así sobre los cambios de una clase social que se debe enfrentar con su pasado para condenarlo, exorcizarlo o defenderlo, y la directora pone estas fuerzas en juego para exponer las alternativas y el contexto en el que la lucha por el respeto de los derechos humanos y la búsqueda de la memoria, la verdad y la justicia discurren en Chile.
La dignidad ultrajada Un Minuto de Gloria (Slava, 2016), el tercer largometraje de ficción de los realizadores búlgaros Kristina Grozeva y Petar Valchanov responsables del film La Lección (Urok, 2014) es un relato sobre la corrupción estatal y social en el país eslavo y está basada en hechos ocurridos recientemente que los directores buscaron retratar desde un ángulo social y humano. Ambos films, La Lección y Un Minuto de Gloria son parte de una trilogía sobre el trabajo, las condiciones sociales, la corrupción social y la deshumanización, pero principalmente la dignidad, concepto clave que articula toda la cinematografía de los realizadores, sin el cual es imposible realizar cualquier tipo de análisis sobre el film. En medio de acusaciones de corrupción en el Ministerio de Transporte por parte de un periodista un trabajador del ferrocarril Tsanko Petrov (Stefan Denolyubov) encuentra en medio de las vías millones de levas (la moneda búlgara) desparramadas mientras realiza su recorrido diario. Al informar a las autoridades sobre el hallazgo sus compañeros lo critican por no quedarse con el dinero y el cuestionado ministerio utiliza el suceso para encumbrar a Petrov como un trabajador honesto, un ejemplo para la sociedad y hasta en un héroe de la República. En medio de la algarabía y la mala organización de la premiación el ministro ignora las denuncias de Petrov contra la corrupción extendida en el ámbito ferroviario y la jefa de relaciones públicas, Julia Staikova (Margita Gosheva), una acelerada mujer que piensa en el éxito todo el tiempo y está en un tratamiento in vitro para quedar embarazada, se lleva el reloj Gloria que el padre del trabajador le había regalado, una reliquia familiar con una inscripción del padre dedicada al hijo, para que le regalen un reloj digital nuevo. Esta acción es el punto central que desencadena todo el entramado de desinterés de los responsables del ministerio para con los trabajadores y con su dignidad y corona todo el destrato al que Tsanko es sometido por las autoridades que lo manipulan para sus intereses políticos. El film de Kristina Grozeva y Petar Valchanov es una crítica insoslayable sobre la política en la actualidad, interesada tan solo en la opinión pública y en la medición de encuestas, completamente alejada de la realidad de la ciudadanía a la que pretende representar. Al igual que en el opus anterior la acción se vuelve cada vez más acuciante y desesperante en el contraste entre la solicitud del trabajador y los intereses y la mentalidad de Staikova. En lugar de plantear solo una discusión acerca de la dicotomía entre corrupción y honestidad el opus compone una radiografía de la degradación social en la que los personajes se ven envueltos que se manifiesta en el desinterés por el trabajo, el escamoteo constante ante la desidia y la complicidad estatal y burocrática, y la tensión cada vez más apremiante en la vida moderna entre la vida personal y el mundo del trabajo. A través de severos primeros planos la cuestión de la dignidad se instala en la película envolviendo cada situación en un desarrollo imperioso sobre el drama que los personajes padecen. Un Minuto de Gloria mantiene así un tono tan severo como atrapante en un film de carácter marcadamente social en el que las contradicciones estallan próvidamente en los márgenes del capital remarcando los problemas de un país quebrado espiritualmente por la garra inmoral del neoliberalismo.
¿Sueñan los androides con distopías cibernéticas? ¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas? (Do Androids Dream of Electric Sheep?, 1968) es una de las novelas más influyentes del escritor estadounidense y precursora del subgénero ciberpunk. Es en esta novela, más que en ninguna otra del autor, donde las cuestiones éticas, la cibernética y las contradicciones entre la vida humana y la vida artificial se dan encuentro en una obra maravillosa donde la decadencia humana contrasta con el espíritu de supervivencia de los replicantes. El universo literario distópico de Philip K. Dick exacerba constantemente en sus relatos las contradicciones de la Guerra Fría y la revolución cibernética desencadenada a través de las obras de Norbert Wiener, Warren McCulloch, Arturo Rosenblueth, W. Ross Ashby, William Grey Walter y Alan Turing, todos precursores y visionarios de los avances tecnológicos desde la Guerra Fría en adelante. La ciencia ficción se combinó con el género policial para hacerse eco de las fantasías, los temores y las esperanzas de generaciones atravesadas por las cuestiones definidas por la matriz técnica de la época y sus derivaciones socio y psicológicas. Dentro de este género, Dick cultivó una visión política post bélica desde un estilo enmarañado y dialógico donde la imaginación y los conflictos se entrelazan en conspiraciones corporativas y gubernamentales donde la precariedad y la ilegalidad son la regla en un mundo con desigualdades cada vez más acuciantes. La adaptación de Ridley Scott (Alien, 1979) fue el primer intento de adaptar esta original novela al cine de la mano del guionista Hampton Fancher (The Minus Men, 1999), quien debió ceder a último momento a manos de David Webb Peoples (Twelve Monkeys, 1995) los postreros detalles por presión de la productora y el director en un clima enrarecido por las demoras en la finalización del rodaje. Así, la muerte del prolífico Dick, no sin antes bendecir el film, los problemas en el rodaje, el fracaso del estreno, la belleza estética, la perfección de la grandiosa música de Vangelis, las actuaciones de un elenco extraordinario y una maravillosa trama de carácter existencialista convirtieron a Blade Runner poco a poco en una película de culto para los amantes de la ciencia ficción. De la mano del realizador canadiense Dennis Villeneuve (Arrival, 2016), uno de los directores que mejor combinan una visión artesanal con un diseño industrial en la actualidad, y con un guión en colaboración de Hampton Fancher y Michael Green (Alien: Covenant, 2017), la historia del policía cazador de replicantes regresa en una secuela que busca potenciar el film anterior al sumarle pequeños detalles de la novela a un futuro tan desolador como premonitorio gracias a las posibilidades de la tecnología al servicio del arte. La secuela de Villeneuve mantiene la multiculturalidad de la ciudad de Los Angeles en el futuro, la preeminencia de los rasgos de la cultura oriental que también estaban presente en la novela, los efectos radioactivos de la tragedia post bélica presentes en la obra de Dick y la obsesión por la distinción entre la vida y la creación artificial en una reflexión profunda sobre la deshumanización, la condición degradante del trabajo esclavo y su necesidad por parte de las corporaciones para la acumulación del capital. En Blade Runner 2049 (2017) la acción se sitúa en el año en cuestión, treinta años después de la huida del detective Rick Deckard (Harrison Ford) junto a su compañera replicante, Rachael (Sean Young), en un mundo donde la naturaleza parece completamente muerta debido a una catástrofe denominada el “gran apagón” que cubrió al planeta en tinieblas durante unos días. En este nuevo mundo el detective K (Ryan Gosling) busca en las granjas artificiales a un grupo de replicantes Nexus 8 rebeldes de la desaparecida Corporación Tyrell, adquirida tras la muerte de su fundador por Niander Wallace (Jared Leto) para continuar con la producción de androides más dóciles para el mercado de esclavos de las colonias que mantienen a los habitantes del planeta Tierra. En su investigación descubre una anomalía imposible, un milagro tecnológico que la corporación de Wallace desea pero la Teniente Joshi (Robin Wright) busca ocultar y eliminar. Siguiendo el carácter del policial negro de la película de Scott en detrimento de la alegoría sociológica y metafísica de la novela de Dick, el opus de Villeneuve recrea un mundo post apocalíptico en el que las personas son desechos que componen un entramado perverso de un enfrentamiento entre humanos despojados y replicantes perseguidos. La música de Benjamin Wallfisch (It, 2017) y Hans Zimmer (The Dark Night, 2008), no solo sigue los lineamientos armónicos de los sintetizadores de Vangelis en lugar de las orquestaciones usuales de Zimmer sino que recupera los leitmotivs de la banda sonora original del compositor griego para agregarle pasajes industriales que siguen la acción en una gran proeza sonora. La fotografía del inglés Roger Deakins (No Country for Old Men, 2007) busca en cada toma construir un fotograma único, exquisito y hasta devastador a través de los efectos visuales, que se destacan por su realismo y perfección. La mezcla de sonido, el vestuario y la labor de todo el departamento artístico vuelve a ser uno de los grandes protagonistas de Blade Runner gracias a la construcción de un mundo capitalista y corporativo donde la miseria se ha expandido y arraigado. Las actuaciones de todo el elenco remarcan la pérdida de las emociones y la parsimonia de un mundo cada vez más frío y degradado donde la moral y la ética tienen poco lugar en un contexto signado por la supervivencia. La nostalgia de los guiños al film original es, a diferencia de la mayoría del cine melancólico actual, el punto de partida hacia la exploración de un futuro dramático y desértico en el que las interpretaciones minimalistas y circunspectas crean un clima desesperanzado y afligido. El personaje de Gosling tiene su contracara en Luv (Sylvia Hoeks) una replicante que trabaja para Wallace. Mientras que K desarrolla en su psiquis todo el drama existencial que se debate entre el orden y el caos y la vida y la muerte, que marca el camino hacia el desarrollo de una conciencia, Luv ansía asir el poder junto a su creador y jugar con la vida y la muerte para manipular y controlar derrotando a sus enemigos sin piedad. Tanto Blade Runner como su secuela son la mejor adaptación posible de una novela imposible de adecuar al cine por el carácter mismo de la narrativa alucinatoria de Philip K. Dick, que oscila entre la psicología analítica del suizo Carl Jung, la paranoia surrealista y las conspiraciones ucrónicas, pero también es a su vez una secuela perfecta de uno de los mejores films de ciencia ficción. La delicadeza de cada escena se combina así con una trama policial tan imprevista como original bañada por la cálida brisa musical de una composición tan solemne como conmovedora que resalta el carácter existencialista de una película inolvidable y estremecedora que marca nuevos horizontes para el género.
La poesía y la vida Desde su primer largometraje, Pi (1998), el realizador norteamericano Darren Aronofsky (Black Swan, 2010) ha demostrado una capacidad para sorprender a los espectadores desde distintos puntos de vista a través de la dirección, la mezcla de sonido y la utilización de la cámara, por nombrar algunas características que definen los rasgos destacables de una filmografía maravillosa definida por su visión poética y oscura de la naturaleza humana. En ¡Madre! (Mother!, 2017) Aronofsky retoma el carácter teológico de su tercer largometraje, La Fuente de la Vida (The Fountain, 2006) un film sobre un científico que busca curar de cáncer a su esposa enferma, para ir un paso más allá en una reelaboración bíblica con diferentes aproximaciones que permiten establecer distintos puntos de análisis a partir del eje conceptual que se profundice. En una casa en medio de un bosque un matrimonio convive solitariamente hasta que la llegada de un fanático (Ed Harris) de la obra poética del hombre (Javier Bardem) busca consuelo en su hogar ante la inminencia de la muerte a pesar de la oposición de la mujer (Jennifer Lawrence). El acontecimiento parece presagiar terribles sucesos por venir y desencadena una vertiginosa serie de eventos que terminan en la perdida absoluta de privacidad e intimidad. A simple vista el guión parece una alegoría sobre el génesis bíblico a través de la historia de Adán y Eva, sus hijos Caín y Abel para recorrer aceleradamente el antiguo testamento hasta llegar al nacimiento y la muerte del hijo de Dios con la introducción de la figura materna, desterrada de la mitología monoteísta occidental. Este cambio coloca a Dios como un creador poeta, imagen común en el arte, que crea el mundo y la vida y le da un propósito a la misma pero propone a la madre como el hogar, la naturaleza, que reconstruye desde las cenizas para dar cobijo e inspiración al creador en su proceso creativo. La imagen de la madre como dadora y garante de la vida es una imagen poderosa, presente en las religiones politeístas y panteístas, previas anteriores a la imposición del cristianismo como religión oficial del Imperio Romano, que busca aquí crear una contradicción al interior de las religiones monoteístas actuales desde un punto de vista filosófico y teológico. Así el film hace alusión por ejemplo al mito del eterno retorno, a los símbolos de la madre como la naturaleza, al dios poeta creador, al hombre como lobo del hombre, al apocalipsis como destrucción, entre algunas de las menciones que Aronofsky propone en su compleja obra. Por otro lado, desde un punto de vista de las relaciones humanas, ¡Madre! presenta un relato sobre el abuso de parte de un hombre del amor incondicional y la entrega de una mujer que busca formas de aproximarse al corazón del talentoso hombre que ama y admira, pero también narra la locura y la destrucción que acechan detrás del fanatismo, la envidia, la soberbia y todos los males que la creación y la vida son capaces de desatar. Ya sea desde este punto de vista o desde una perspectiva histórica, teológica o filosófica Aronofsky pone de manifiesto la bajeza humana y los límites del amor en todo su esplendor en un opus desesperanzador hasta el sinsentido y la enajenación. Desde lo formal el director de Réquiem para un Sueño (Requiem for a Dream, 2000) crea una obra innovadora influida de la cinematografía desenfrenada de Pier Paolo Pasolini (Il Decameron, 1971) y la sutileza surrealista de Luis Buñuel (El Fantasma de la Libertad, 1974) que destaca por su mezcla de sonido que busca descolocar al espectador y ponerlo en el lugar de la madre que sufre y debe medicarse para soportar el peso del hogar que sostiene sola. La fotografía a cargo de Matthew Libatique (Noah, 2014) marca los primeros planos con un carácter desgarrador y vehemente resaltando las extraordinarias actuaciones de un elenco estupendo compuesto por una Jennifer Lawrence realmente desoladora y asfixiante, un Javier Bardem completamente templado, un Ed Harris trastornado y una Michelle Pfeiffer punzante. ¡Madre! profundiza así la provocación teológica de La Fuente de la Vida para llevarla hasta los límites de lo artísticamente tolerable por la industria cinematográfica actual y ciertamente mucho más allá de lo teológicamente tolerable por los fanáticos y dogmáticos de distinta índole, ahondando en los padecimientos de una madre naturaleza abusada sin la cual la vida no sería posible en una película tan ambiciosa como extraordinaria. Pero el film también es una crítica sobre las contradicciones de la vida, el amor no correspondido, la adoración y el abuso marcando de esta manera la verdadera función transformadora y provocadora del arte como medio para proponer nuevos horizontes y destruir los escenarios dispuestos para entretener inocuamente sin cuestionar las visiones del mundo impuestas desde el olimpo del capital.
El cazador en la nieve El segundo largometraje del multifacético guionista, actor y director Taylor Sheridan, quien se destacó por los guiones escritos para Sicario (2015), el film de Dennis Villeneuve, y para Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016), de David MacKenzie, es un thriller sobre la investigación de un asesinato en la región montañosa de Wyoming, en una reserva de nativos norteamericanos. Cory Lambert (Jeremy Renner) es un veterano rastreador del departamento de protección silvestre que protege a los animales de las fieras y que aún sufre por la muerte de su hija adolescente tres años atrás cuando accidentalmente encuentra el cadáver de Natalie (Kelsey Asbille), la mejor amiga de su hija, tirado en la nieve mientras busca a una manada de pumas que causan estragos en la zona. Jane Brenner (Elizabeth Olsen), una agente del FBI, es enviada a analizar la escena del crimen y decide comenzar una investigación junto a Lambert y el jefe de la policía tribal, Ben (Graham Greene), para descubrir qué es lo que pasó lo antes posible en medio de un embrollo burocrático. En medio de las montañas nevadas, Sheridan construye un extraordinario film de suspenso en el que la violencia raya el terror en escenas que aturden y sorprenden al espectador en una investigación atípica que es también una persecución que conduce hacia un análisis de la naturaleza del ser humano y su capacidad de supervivencia en situaciones extremas. Viento Salvaje (Wind River, 2017) combina escenas de reflexión y contemplación con estallidos inesperados y una tensión perfecta que mantiene en vilo para crear un clima de violencia potencial con una sutileza y un realismo poco frecuente que ya estaba manifiesto en los guiones anteriores del realizador norteamericano. A la extraordinaria fotografía de Ben Richardson (Beasts of the Southern Wild, 2012), que se destaca por sus tomas panorámicas de la crudeza estremecedora de las montañas nevadas y la violencia que sacude la tierra congelada, se le suma las piezas musicales compuestas por Nick Cave y Warren Ellis que agudizan la indagación abismal sobre el corazón humano de parte del film de Sheridan. El guión del opus, la dirección y las actuaciones de todo el maravilloso elenco, llevado a situaciones extremas, crea una obra sobre la idiosincrasia de los que sobreviven a pesar de todo y los que con parsimonia y tesón mantienen las comunidades vivas en medio de los climas hostiles. Rodeados del silencio y la nieve que todo lo sepulta, los personajes se enfrentan a sus propios miedos y a la pérdida de las culturas nativas para descubrir así el velo de las formaciones simbólicas emergentes y los saberes tamizados por el paso del tiempo y la fusión de naturalezas, como resultado de la vida como persistencia y voluntad de supervivencia.
Un retrato sobre la prostitución La realizadora Anahí Berneri regresa al igual que en su obra anterior, Aire Libre (2014), también escrita en colaboración con Javier Van de Couter (Mía, 2011), al costumbrismo cinematográfico a través de una historia cruda y descarnada sobre una prostituta que intenta sobrevivir junto a su hijo viviendo tan solo el presente sin poder mirar ni un segundo hacía el futuro. Alanis (Sofia Gala Castiglione) es una prostituta que ofrece sus servicios sexuales junto a una compañera varios años mayor en un departamento. Debido a una denuncia de los vecinos del edificio el departamento es clausurado para ejercer la cualquier tipo de profesión en parte debido al vacío legal respecto del reconocimiento de la prostitución como labor y también por no contar con las características que exige la ley para que un departamento sea considerado apto para ejercer una profesión. Además su amiga, Gisela (Dana Basso), es demorada por la policía porque ya tenía antecedentes de trata de personas. Alanis recurre con su hijo pequeño, Dante, a lo de su tía Andrea (Silvina Sabater), que vive junto a su pareja en un pequeño cuarto detrás de su modesto negocio de ropa frente a Plaza Miserere. Al intentar ayudar a su amiga, conseguir dinero para alquilar una pieza y cuidar a su hijo, Alanis emprende un viaje por las contradicciones legales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, los entramados jurídicos y la sordidez de la prostitución nocturna con sus zonas liberadas, los manejos territoriales ilegales por parte de dominicanas traídas al país engañadas para ejercer la prostitución como parte de redes de trata y, por supuesto, los infaltables enfermos que recorren las calles buscando sexo pago. El film se apoya en una gran actuación y el esfuerzo corporal de Sofia Gala Castigione, que despliega una gran interpretación intima como madre, mujer y prostituta junto a su propio hijo, Dante della Paolera, y en el buen desempeño de las actuaciones secundarias, construyendo personajes reales y desesperados que viven en un mundo miserable y marginal. A pesar de las buenas interpretaciones de todo el elenco y de una buena dirección, Alanis (2017) no puede escapar a su carácter redundante, retratando una realidad trabajada hasta el hartazgo por la literatura y el cine con diversos resultados y matices. Al centrarse en la denuncia de una situación, el film pierde el hilo de la trama y no logra construir un relato, simplemente agrega un granito más a un debate tan ríspido como indispensable que la sociedad argentina no quiere abordar. Salvando esta cuestión, la película genera la empatía que pretende y desarrolla su narración coherentemente sin traumar pero tampoco sin destacarse. Alanis es así un interesante documento de valor sobre la cuestión social que trabaja pero no una obra que transfigura su entorno y desentraña la realidad para superar las contradicciones que la misma plantea a través de las posibilidades trasformadoras del arte.
La manada de los perdedores Al igual que la mayoría de las adaptaciones de los libros de Stephen King, los films basados en su obra dicen más sobre las limitaciones y los manías de la industria cultural en la actualidad que sobre los textos del maestro del terror en sí. A su vez, la aceptación de la obra del escritor norteamericano por un público masivo impulsa rápidamente a la industria a emprender la adaptación de sus trabajos, y en este caso, a realizar una nueva versión de la película de 1990 basada en la novela homónima editada en 1986. Para la nueva versión del clásico de King participaron tres guionistas, Chase Palmer, Cary Fukunaga y Gary Dauberman, que realizaron una buena labor con la intención de despegarse de la película anterior escrita por Lawrence D. Cohen (Carrie, 1976) y dirigida por Tommy Lee Wallace (The Twilight Zone, 1985- 1986), pero con una clara búsqueda de una atmósfera retro de los años 80 del siglo XX que remita a la época del texto original. El resultado, plasmado por el director argentino Andy Muschietti (Mamá, 2013), es un film que retoma el clima nostálgico aunque poco realista de la década mencionada con una gran similitud a la primera temporada de la reciente serie de Ross y Matt Duffer, Stranger Things (2016). En una pequeña ciudad de Maine un monstruoso payaso que habita en las alcantarillas, Pennywise (Bill Skarsgård), acosa a los niños con sus peores pesadillas para alimentarse de su miedo y su carne durante un año de cada 27. Un grupo de amigos intenta ayudar a Bill, un niño cuyo hermano ha desaparecido, a buscarlo y así descubren que el payaso que los acosa es real y está relacionado con las desapariciones de varios niños. La narración se centra en el terror que el payaso genera y causa para alimentarse pero no pierde de vista la construcción de los personajes, creando personalidades muy específicas para cada uno de los protagonistas y una historia particular que los une como perdedores, o más bien los únicos inteligentes, en un pueblo que parece enajenado por la locura y una necesidad de negación. Los abusos de los efectos de sonido que caracterizan al cine de terror actual son moderados pero se los utiliza innecesariamente en varias escenas que podrían haber tenido una construcción más psicológica con un mejor resultado. Las interpretaciones de todo el elenco son muy buenas, representando la infancia y el mal que la corrompe en una ciudad pequeña donde la malignidad acecha en forma de payaso y los padres parecen unos dementes entregados a la negación, la violencia, la lascivia incestuosa, la hipocondría contagiosa y un estado de locura general, paranoia y perversión que se transmite de generación en generación desde la fundación del pueblo. Además de la incesante catarata de bandas, películas y recuerdos varios de época hay referencias sobre al fin de la infancia y el paso a la adolescencia, el inocente descubrimiento de la sexualidad y el amor y la perdida de la ingenuidad en un contexto metafórico en el que los padres son aún peores que el payaso maligno y los niños deben escapar de peligros múltiples que amenazan su desarrollo humano e intelectual. It (2017) es una manifestación de las arbitrariedades de las modas cinematográficas que no se quieren alejar demasiado de lo que el mercado dictamina como rentable sin reflexionar sobre la necesidad de la experimentación para buscar la novedad que genere los saltos cualitativos que transforman a los géneros, enriqueciéndolos. A pesar de esto el opus funciona en su recurso melancólico de época creando una narración aterradora y utilizando con criterio los recursos para construir una historia sólida que usa el relato de King y la adaptación anterior para buscar su propia identidad con el fin de crear el mismo fenómeno que el libro y la película causaron en la generación juvenil de los años 80 y 90 del siglo pasado. El film de Muschietti no logra plasmar toda la naturaleza fantástica y terrorífica de una novela genial pero, bajo el tamiz de la visión actual del mundo y del pasado, se acerca bastante a la esencia que King le imprimió a su excepcional obra.
Todo arreglado Al igual que en su opus anterior, Refugiado (2014), los guionistas Diego Lerman (La Mirada Invisible, 2010) y María Meira (Tan de Repente, 2002) indagan en esta oportunidad en una situación social candente de la Argentina, la adopción ilegal de niños. Malena (Bárbara Lennie) es una doctora que ansía ser madre y tras parir a un hijo que nace muerto decide adoptar un niño. Para evitar la espera la mujer decide seguir un camino jurídicamente heterodoxo y se contacta con un colega, el doctor Costas (Daniel Aráoz), que ejerce la medicina en un hospital pediátrico de una pequeña ciudad de Misiones y participa de una red ilegal de venta de niños aún no nacidos en la que está involucrada prácticamente casi toda la ciudad. Costas convence a la vulnerable mujer de viajar a Misiones para buscar al niño a punto de nacer como si le hiciera un favor pero una vez allí la situación de irá complicando cada vez más en una trama siniestra. Una Especie de Familia (2017), el quinto largometraje de Diego Lerman, expone los procedimientos de la red de tráfico con gran meticulosidad, dando cuenta de la manipulación psicológica que cada agente del entramado ejerce sobre las víctimas. La violencia de la situación que la protagonista vive se multiplica con cada escena para ahogarlo con la ansiedad de los argumentos infaustos, las manipulaciones y el desasosiego que Malena siente, dando cuenta de la crueldad del asunto y la aquiescencia de unas prácticas aceptadas por una comunidad que solo piensa en sobrevivir, donde la ética es tan solo un significante vació carente de significado. Las interpretaciones de todo el elenco son extraordinarias, destacándose principalmente la actuación protagónica de Bárbara Lennie en su rol de madre desesperada que ve todos sus anhelos manoseados por una mafia inescrupulosa en la que cada elemento justifica como quiere su perverso accionar. Daniel Araoz y Claudio Tolcachir realizan una gran labor apoyando cada uno en su rol el vehemente trabajo de Lennie. La fotografía del polaco Wojciech Staron (El Premio, 2011) se destaca por los juegos de luces y las contraposiciones entre planos abiertos y cerrados que buscan exponer la angustia de los personajes, la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran, la miseria en la que viven y los contubernios ilegales e inmorales que se despliegan rapaces ante ellos a través de imágenes de gran calidad artística. Una Especie de Familia combina así la sensibilidad social con un sentido estético preciosista que trabaja cada imagen con el fin de denotar sentimientos e impresiones para asemejarlos a lienzos que se contraponen con la realidad para crear conciencia social y denunciar una cuestión cardinal desde las posibilidades del dispositivo cinematográfico. Lerman crea así otra gran historia en la que seres atribulados por su contexto se abren camino como pueden, equivocándose, dejándose llevar por sus sentimientos, sufriendo, amando, acercándose y alejándose en un movimiento de sístole y diástole en el que las emociones y la razón se debaten para crear una dialéctica sobre nuestro devenir.
El duelo El primer largometraje de la realizadora argentina Natalia Garagiola indaga en la angustia del pasaje de la adolescencia a la vida adulta de un joven que acaba de perder a su madre después de una larga agonía debido a una enfermedad oncológica. Tras ser expulsado del colegio debido a una pelea con un compañero durante una práctica de Rugby en un colegio de elite, Nahuel (Lautaro Bettoni) migra de Buenos Aires a la Patagonia para vivir con su padre biológico, Ernesto (Germán Palacios), un guía de caza del Sur de la Argentina a quien no ve desde hace ya más de diez años y que se ha vuelto a casar formando una nueva familia alejado de él. La hostilidad de Nahuel como respuesta emocional a su sufrimiento crece y se sedimenta en la crudeza del invierno patagónico a la par de la severidad de su padre, que intenta erigir canales de comunicación para canalizar la agresión de su hijo a través de la caza con el fin de sacarlo de su pesadumbre. En el sur el joven conoce a un grupo adolescente y se adentra en sus costumbres y su diversión, que incluye las expresiones contestatarias juveniles del Hip Hop, el grafiti y el skate. En este contexto Nahuel encontrará las claves de su sufrimiento y conocerá frente a frente la diferencia entre la vida y la muerte y sus significados transcendentales. Con un estilo sobrio y rebelde Temporada de Caza (2017) indaga en las costumbres juveniles con gran soltura, excelentes actuaciones, un guión maravilloso sobre las relaciones entre padres e hijos y la necesidad de los procesos de luto. El trabajo de fotografía de Fernando Lockett (Pinamar, 2016) es parsimonioso, plasmando el contraste entre las tribulaciones del hombre y la calma de una naturaleza inclemente. Las actuaciones dan cuenta de la atmósfera de circunspección y mesura pero también de la violencia contenida que se manifiestan en el film. El paisaje congelado y el ritmo sosegado del sur se contrapone con la aceleración adolescente del protagonista generando una sensación de contrapunto entre la vida en la capital y el gélido sur, entre padres e hijos y entre las diferencias de carácter de la ciudad y el campo. Tanto el devenir psicológico del luto como los procesos de asimilación son analizados con gran maestría por un guión detallista que trabaja a partir de situaciones ocurridas en el pasado en un descubriendo y un aprendizaje que cada personaje realiza sobre sí mismo, sobre el mundo en que vive y sobre su relación filial. El film demanda de esta forma grandes esfuerzos actorales de parte de Germán Palacios y Lautaro Bettoni demostrando el excelente trabajo de dirección por parte de Natalia Garagiola. Temporada de Caza es un film de actuaciones maravillosas y escenas que logran construir un equilibrio entre la impetuosidad y la sensatez para marcar el paso de la adolescencia a la madurez pero es también una obra sobre las historias familiares, el sufrimiento de padres e hijos y la necesidad de aprender a convivir. En cada circunstancia y en cada fotograma, la Patagonia es dimensionada en todo su esplendor pero también en toda su hostilidad, planteándole al protagonista una vida distinta, con más enjundia, pero más ardua y afanosa. La ópera prima de Garagiola es de esta manera un film que se adentra en la psicología de los adolescentes, su cultura, sus procesos de aprendizaje y adaptación para combinarlo y contraponerlo con los rituales de caza y las cuestiones sociales y ecológicas que preocupan y viven los pobladores de la Patagonia en su lucha por preservar los recursos naturales de su hábitat. Así, la minuciosa mirada cinematográfica de la realizadora demuestra su afán por narrar una historia tan rigurosa como fascinante, creando un mundo tan distante como adyacente que se hace carne en la formación y consolidación de la idiosincrasia actual de los argentinos.