«Top Gun: Maverick» (2022) fue considerada por muchos la película que «salvó» al cine. ¿A qué se debe esta afirmación tan categórica y esperanzadora por un lado y derrotista por el otro? Probablemente a la crisis creativa imperante en el cine hollywoodense/mainstream actual que pone sus ojos en pocas producciones anuales de gran presupuesto, principalmente estos films de superhéroes que vienen copando la taquilla hace más de 10 años. Mucho hemos dicho al respecto sobre la problemática en la escasa oferta y en el abuso de estas producciones, al igual que de las miles de precuelas, reboots, remakes y otras fórmulas basadas en producciones existentes. Asimismo, la pandemia puso en jaque al cine tanto como lugar físico al que las personas asisten a ver películas, por los enormes costos que requiere una sala y también a la industria para recuperar el dinero invertido en los films que producen anualmente. El streaming fue un refugio de la gente durante ese periodo y parece ser un ámbito que llegó para quedarse por más que ver una película en tu casa nunca vaya a ser lo mismo que verla proyectada en la oscuridad de una sala con pantalla grande. La película de Tom Cruise justamente volvió a reivindicar el cine clásico y la experiencia cinematográfica, mediante un relato bien narrado y cierto espíritu artesanal en la construcción de las escenas de acción. Si bien estamos ante una secuela de una película de 1986, se notaba el esfuerzo puesto en lo que se nos presentaba en lugar de la cada vez más común treta marketinera para cortar entradas. Actualmente el cine de acción se basa principalmente en escenas grandilocuentes, un trabajo de montaje exacerbado y fragmentario que presta más a la confusión que al lucimiento de las coreografías en las escenas de pelea o persecución y guiones esquemáticos que son una mera excusa para explotar el espectáculo vacío, cargado de explosiones y CGI mal implementado. «John Wick 4», otra secuela de un producto establecido, parece continuar no solo con el legado de la saga sino con el camino marcado por «Top Gun: Maverick» en esta patriada de «salvar» al cine. Obviamente, sigo poniendo entre comillas el asunto porque siguen faltando producciones de presupuesto medio y la visibilización de otro tipo de cinematografías (tanto en el ámbito hollywoodense, como en el marco internacional y en el nacional). No obstante, lo que construye la nueva propuesta de Chad Stahelski es otro paso en la resurrección del cine de entretenimiento masivo. «John Wick» (2014) era un pulcro y entretenido relato sobre un asesino retirado (el estoico Keanu Reeves) que volvía a su vida antigua para vengarse de los mafiosos que mataron a su perro. Dirigían Stahelski y David Leitch, dos personas provenientes del mundo de los dobles de riesgo y las coreografías que construyeron una carrera sólida pudiendo trasladar su visión y su conocimiento técnico a la perspectiva más panorámica del director. «John Wick: Capitulo 2» (2017) y «John Wick 3: Parabellum» (2019) ya dirigidas por Stahelski en solitario subían la apuesta y decidían profundizar en una mitología sugerida en la primera entrega, pero realmente abordada en las secuelas, revelando detalles a cuentagotas sobre el Hotel Continental, la sociedad de asesinos a sueldo, los códigos que manejaban y varias capas que le agregan cierta distinción a la película. Al mismo tiempo, en lo que respecta al conflicto del protagonista, este se va simplificando de relato a relato, pero sin caer en la obviedad del resto de las películas de acción genéricas actuales y buscando siempre un ángulo para revitalizar el género o darle un valor agregado que no tienen las demás producciones. Esta cuarta entrega, nos presenta a un John Wick un tanto agotado, que busca algún tipo de solución para dejar de ser perseguido por «The High Table». Tras matar a un regente sin demasiadas respuestas ante su peligrosa situación, Wick buscará la ayuda de viejos colegas y en el medio conocerá a nuevos adversarios, entre ellos El Marqués (Bill Skarsgård), una de las autoridades más importantes dentro del sindicato criminal. Stahelski vuelve a redoblar la apuesta haciendo que la trama sea lo más elemental (en el buen sentido) posible para el lucimiento de su maravilloso elenco, la puesta en escena, un impecable diseño de producción, así como también las habituales y cada vez más complejas y vistosas coreografías que nos tiene preparados, así como también la forma en que son filmadas. Parecen obvias varias cuestiones que señalo, pero el background de Stahelski como coordinador de dobles de riesgo favorece la artesanalidad de su puesta de cámara y la forma en que esta se mueve en set poniendo la técnica al servicio de la narración y buscando que la originalidad no pase por un montaje desmedido. La duración de los planos es más larga y estos también son más abiertos para poder tener un claro entendimiento del espacio escénico y de las posiciones de los personajes, por eso no es de extrañar que Stahelski tome como inspiración a películas de acción de John Woo, al spaghetti western de Sergio Leone y de Akira Kurosawa así como también de los musicales clásicos, que el propio Chad dijo que suele utilizar en lo que respecta a la acción en sí (no es de extrañar y lo de los tamaños de plano y la escasa fragmentación funciona de la misma manera en dicho género). «John Wick 4» además de yuxtaponer influencias logrando algo tan único y distintivo, le rinde pleitesía a «The Warriors» (1979) de Walter Hill, especialmente en los últimos 45 minutos donde se dan las mejores secuencias de acción de los últimos años. Todo esto tampoco hubiese sido posible sin Dan Laustsen («La Forma del Agua», «La Cumbre Escarlata») en la dirección de fotografía que viene colaborando con Stahelski desde la segunda entrega y que le imprime una impronta visual apabullante con una paleta de colores inspirada en el animé y el manga por momentos, y con posiciones de cámara originales que embellecen la película. En esa última hora el relato trasciende y se convierte en algo más, algo que puede encontrarse a mitad de camino entre todas las influencias mencionadas y también en los videojuegos con un punto de vista entre autoconsciente y testigo. Punto aparte merecen Hiroyuki Sanada como el amigo que busca ocultar a John Wick de sus perseguidores, Shamier Anderson como el rastreador que le sigue los pasos a nuestro héroe y el sublime sicario ciego, Caine, interpretado por el maravilloso Donnie Yen. Esta película es el testimonio incuestionable de que todavía se puede hacer contenido de entretenimiento de calidad sin caer en los lugares comunes del género ni en la comodidad de las secuelas que repiten las mismas fórmulas que sus antecesoras. «John Wick 4» es un festín de sangre, balas y combates de artes marciales de alto vuelo. Un ballet de violencia brutal sumamente efectivo que agiganta la leyenda del personaje interpretado por Reeves y nuevamente muestran a Stahelski como uno de los directores que mejor abordan la acción. ¿Salvó al cine? Probablemente no, pero sí nos dio una experiencia maravillosa.
Luego de que el conocido y tierno personaje de Winnie The Pooh pase a ser de dominio público, al director británico Rhys Frake-Waterfield se le ocurrió llevar a las creaciones infantiles de A.A Milne al terreno del terror. ¿El resultado? Un pobre ejercicio oportunista sin demasiada creatividad. Cuando se anunció que se estaba haciendo un film de bajo presupuesto en clave de slasher, donde Winnie The Pooh se convertía en un oso asesino, parecía haber cierto potencial para algo realmente interesante si se llevaba a cabo de buena manera. El problema es que el largometraje titulado «Winnie the Pooh: Blood and Honey» solamente busca de manera apresurada hacerse con la galería de personajes conocidos y llevarlos al género pero sin demasiada novedad. El largometraje inicio a con un prólogo animado donde se nos relata cómo al crecer y partir hacia la universidad, el joven Christopher Robin (Nikolai Leon) se ve obligado a dejar a Pooh, Piglet, Igor y los demás en la soledad del bosque de los cien acres. Allí, los animales comienzan a tener problemas para conseguir comida y valerse por si mismos, lo que los lleva a convertirse en despiadados asesinos que odian a los seres humanos. Un día Christopher Robin decide volver al lugar pero las cosas ya no son tan felices como antes. La única creatividad que se puede vislumbrar en el relato pasa por las diversas formas en que Pooh y Piglet asesinan a los jóvenes que se ven en el relato, con un derrotero tan sanguinolento como efectivo en lo que respecta a los efectos prácticos (algo que ya habíamos visto en «Terrifier», film con el cual podría emparentarse por su bajo presupuesto e igual éxito en la taquilla norteamericana). No obstante, el gran problema de la película radica en su esquemático guion que parece acumular varias secuencias de asesinato sin demasiada inventiva, apoyándose en un grupo de personajes que no logran generar interés. Las subtramas de algunos personajes (por ejemplo la de María) son sugeridas pero no terminan de desarrollarse lo suficiente como para darles mayor dimensión. Incluso en lo que respecta a lo estrictamente técnico tenemos algunos problemas de continuidad y de montaje, que entorpecen la experiencia. «Winnie the Pooh: Miel y sangre» es una película que pese a partir de una premisa que se veía como atractiva y original, termina siendo fallida por su convencionalidad, su torpeza técnica y narrativa, asi como también debido a un elenco algo incómodo con sus desdibujados personajes. Una oportunidad desaprovechada.
La comedia romántica es un género que en los últimos años fue bastante en declive. No solo porque en la primera década de los 2000 gozó de una popularidad inmensa que pudo haber llevado a una especie de agotamiento sino también debido a un cambio en la concepción de las relaciones sexo-afectivas, que fueron cambiando con el correr de los años, al igual que la idea del amor, la cual fue evolucionando y se fue complejizando conforme al avance de la sociedad moderna. Algunas producciones pudieron capitalizar y explorar nuevas temáticas dentro del género como la divertida e interesante «Bros» (2022) de Nicholas Stoller, que no solo explora cómo es salir con alguien en la actualidad por medio de las aplicaciones de citas y ese tipo de cuestiones, sino que además se centra en una pareja homosexual y el contexto que los rodea. Todo desde una aproximación bastante realista y plagado de encanto y humor. Asimismo, cada tanto surgen algunas películas como «Maybe I Do» («Quizás para Siempre» en nuestro país) que parecen intentar rememorar a las comedias románticas de antaño, pero cayendo en los mismos lugares comunes, obviedades e incluso en ciertas concepciones del amor bastante anticuadas. Probablemente el peor de los errores de este film es que ni siquiera tiene demasiado espacio para la comedia o incluso el romance parece escasear en sus 94 minutos de duración. El largometraje dirigido por Michael Jacobs, basado en una obra de teatro escrita por él mismo que plantea un escenario donde dos jóvenes, Michelle (Emma Roberts) y Allen (Luke Bracey) han llegado a un punto en su relación en el que están viendo los pasos a seguir. Allen parece cómodo con lo que tienen, pero Michelle quiere casarse y llevar la relación «al próximo nivel». Mientras tanto sus padres (Diane Keaton, Susan Sarandon, Richard Gere y William H. Macy) parecen desencantados con sus matrimonios y llevan mensajes complejos a la pareja sobre el futuro. Finalmente, ambos deciden que sus padres se conozcan en una cena familiar. Lo que no saben es que los padres ya se conocen bastante bien, lo que lleva a algunas opiniones muy distintas sobre el valor del amor. La película además de resultar obvia y trillada como dijimos al principio, se apoya en una premisa que es bastante inverosímil y poco plausible. Además, se nota su origen teatral y la poca inspirada puesta en escena hace que nos sintamos ante una obra de teatro filmada. Por otro lado, si bien Sarandon, Gere, Macy y Keaton son intérpretes de renombre y con el suficiente talento como para dar algunos intercambios entretenidos, el guion no ayuda a que los mismos se luzcan. Las situaciones que se dan carecen de inteligencia o suspicacia para hacer que el espectador se sorprenda con los resultados o al menos se ría (de hecho, prácticamente no se explota el potencial de la ridiculez que antepone la premisa). «Quizás para Siempre» es una película fuera de época (en el mal sentido) que no logra encontrar un rumbo y somete a su talentoso elenco a una serie de escenas sin gracia ni sagacidad. Una oportunidad desaprovechada y un paso atrás en lo que respecta al género.
El boxeo siempre tuvo un vínculo fuerte con el ámbito cinematográfico. De hecho, es uno de los espectáculos preferidos para ser abordados dentro del ámbito de los dramas deportivos. En este particular subgénero, quizás la película (luego convertida en saga) más famosa sea «Rocky» (1976) dirigida John G. Avildsen y protagonizada por Sylvester Stallone. Además de ser la película que catapultó a Stallone al estrellato, el relato sirvió de base para confirmar/reestablecer ciertas reglas básicas del subgénero y moldear las secuencias de entrenamiento que hoy por hoy damos como algo tan corriente como específico de este tipo de films. Tal fue el éxito del relato original que dio origen a una saga compuesta por 6 entregas y un spin-off en 2015 titulado «Creed», que seguiría la historia del hijo de Apollo Creed (Carl Weathers), fallecido en la «Rocky IV» (1985) tras el mítico combate con Iván Drago (Dolph Ludgreen). Adonis Creed (Michael B. Jordan) contra todo pronóstico dio origen a una nueva saga que en este momento se convirtió en trilogía, gracias a este nuevo opus que además representa el debut de Jordan tras las cámaras. Al parecer y pese al no ser del todo necesario que se siga explorando la saga, los guionistas y directores que se fueron involucrando en la misma fueron encontrando nuevas historias para contar al mismo tiempo que buscan la forma de profundizar en personajes nuevos y añadirle más dimensión a los ya existentes. Si «Creed» funcionaba a modo de una especie de «soft reboot» y «legacy sequel» de la película original (un reinicio que además de ser un nuevo comienzo para la saga, busca personajes nuevos y honra a los originales) resultando en una especie de revisión no oficial de la película del ’76, y «Creed II» comenzaba a ser una especie de remake de «Rocky IV» de la misma forma, «Creed III» intenta separarse un poco de la saga original a tal punto que el personaje de Stallone no aparece en el film, esta tercera parte termina teniendo algunos puntos de contacto con «Rocky III» (1982) pero llevándolo todo a un terreno algo más oscuro y personal. El largometraje nos muestra a un Adonis Creed (Jordan) retirado, que intenta adaptarse tanto a su vida como padre como a su nuevo trabajo patrocinando combates y formando a una nueva generación de boxeadores. En ese contexto aparece Damian (Jonathan Majors), un amigo de la infancia y antiguo prodigio del boxeo, que acaba de finalizar una larga condena en prisión. Creed se siente en deuda con su amigo e intenta darle una segunda oportunidad para que pueda rehacer su vida. No obstante, nada sale como Adonis espera y un enfrentamiento entre estos antiguos amigos parece inevitable. El problema es que Damian no tiene nada que perder mientras que Creed tiene todo en juego. «Creed III» está tan empecinada en alejarse de la saga y sustentarse por sí misma, que en el medio termina olvidándose de ciertas cuestiones y termina convirtiéndose en algo obvia y poco sutil. La dirección de Michael B. Jordan le da cierto carácter distintivo a los combates y las secuencias de entrenamiento, pero también le termina bajando un poco la épica en ciertos momentos clave. Que no se malinterprete, para ser la 9na parte (o tercera de este reboot) de la saga, la película es muy entretenida y aborda algunas cuestiones interesantes como todo el comienzo donde se exploran los orígenes de Creed y de una oscuridad que acechaba sobre su cabeza. Incluso la introducción de Jonathan Majors como oponente suma bastante y da paso a un duelo interpretativo que favorece al film. Quizás el personaje de Damian resulte incluso más atractivo que el de Creed con todas sus fallas y con un arco dramático con muchos matices desde su aparición hasta su escena final. El problema quizás está en que la película presenta algunas subtramas en las cuales no termina de profundizar y sobrecarga a la película en general. No obstante, «Creed III» resulta ser una película que, pese a sus fallas, tiene un número igual de aciertos en lo que respecta a la dimensión humana, a las formas de abordar la familia, la amistad, las historias de superación y la posible redención de cualquiera que se lo proponga. Si a eso le sumamos una puesta en escena correcta y una visión diferente en lo que respecta a los combates y las luchas internas de los personajes, es en esos momentos en los que la ópera prima de Jordan vuela sobre el cuadrilátero y nos da un golpe directo al corazón que nos hace olvidar de todo lo demás.
Darren Aronofsky, director de «Requiem por un Sueño» (2000), «El Cisne Negro» (2010) y «¡Madre!» (2017), se aleja bastante de lo que venía haciendo previamente, conformando mundos asfixiantes que sumergían a sus personajes en la locura, (generalmente desde el thriller psicológico o con algún componente de ciencia ficción y/o fantasía) para brindar su proyecto más terrenal hasta la fecha. «La Ballena» resulta una elección particular dentro de la carrera de Aronofsky, ya sea porque no intenta ocultar su origen teatral, que en manos de un director inexperimentado podría resultar en un melodrama de Hallmark Channel, sino que justamente aprovecha las particularidades del relato para brindarnos una atmósfera sumamente opresiva y claustrofóbica, centradas en la figura protagónica e indiscutida del film. Esto nos lleva a hablar de Brendan Fraser, quizás la razón por la cual haya tenido una enorme repercusión este largometraje, y además porque significa el regreso triunfal del actor a la pantalla grande tras los problemas de público conocimiento que tuvo que atravesar (el actor denunció que fue abusado en 2003 por el presidente de la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood, lo cual lo llevó a estar como en una lista negra de celebridades que lo alejaron de la gran pantalla, sumado a algunas dificultades en su vida personal y algunos inconvenientes a nivel salud). Fraser será la razón principal por la que sea recordada esta película en el futuro y probablemente la que le brinde el Oscar a Mejor Actor en la próxima entrega de los premios de la Academia. Metiéndonos un poco con la película, para aquellos que necesiten una breve sinopsis, nos encontramos con un solitario profesor de inglés a distancia llamado Charlie (Fraser), el cual está recluido en su casa con un caso de obesidad mórbida que lo tiene con movilidad reducida. El hombre da los cursos de escritura a sus alumnos con la cámara apagada y sin entrar demasiado en contacto con nadie. Liz (Hong Chau), una enfermera y amiga, lo visita diariamente para asistirlo con algunas cuestiones y para controlar que su salud no se complique. Charlie se rehúsa a trasladarse a un hospital y pedir asistencia, ya que, además, posee un severo cuadro de depresión del cual nos iremos enterando a medida que avanza el relato. Lo único que parece mantener a Charlie con vida es cierto espíritu optimista que esboza o parece mantener de épocas mejores y la necesidad de intentar reconectar con su hija adolescente (Sadie Sink) antes de que sea demasiado tarde. Como bien mencioné anteriormente lo destacable de la propuesta de Aronofsky, además de su gigantesca habilidad como narrador, radica en el aprovechamiento de esa teatralidad que conserva la adaptación respecto a la obra sobre la cual se basa, escrita por Samuel D. Hunter. Eso permite que el espectador se sienta sofocado e incomodado por la vida que lleva el protagonista (aun cuando por momentos el realismo sea excesivo y se exploten ciertas miserias), explorando no solo la reclusión sino también la soledad, la depresión, la incomodidad, entre otras cosas. Esto se ve sumamente potenciado por la fotografía de Matthew Libatique (habitual colaborador de Darren) que opta por utilizar un encuadre más cuadrado con una relación de aspecto de 1.33: 1 provocando que el encierro sea aún mayor. Asimismo, si bien destacamos la interpretación consagratoria de Brendan Fraser, también hay que hacer lo propio con la actuación de la joven Sadie Sink, que demuestra gran talento para interactuar con su veterano colega y se luce con un trabajo conmovedor. «La Ballena» es un relato, que al igual que su protagonista, presenta algunas falencias (por momentos puede ser demasiado manipuladora emocionalmente y también morbosa), no obstante, dichas falencias también la presentan de forma humana y realista. Darren Aronofsky nos ofrece su obra más contenida y minimalista, alejándose de sus habituales recursos (aunque no tanto del comprometido estado mental de sus personajes) para seguir demostrando su versatilidad y pericia como narrador. Algunos podrán criticarle algunas formas, pero la película se presenta como un sólido drama tan desgarrador como conmovedor.
Grata sorpresa nos deparó el 2022 cuando nos enteramos de que íbamos a tener dos películas de Ti West estrenándose tan solo con meses de diferencia. «X», la primera entrega de esta supuesta trilogía que culminará este año con «Maxxxine», que proponía un slasher con ciertas formas de revitalizar el género cambiando algunas reglas sobre la marcha. Algo así como había pasado con «Scream» redondeando la década de los ’90 pero sin la autoconsciencia y más amparado en los cambios sociales que se dieron en los últimos años. «Pearl» funciona a modo de precuela de la película anterior, la cual se centra en la juventud de la villana que tuvo que enfrentar Maxine (Mia Goth) junto a sus amigos y colegas de trabajo, villana que dicho sea de paso es interpretada por la misma Goth que además oficia de productora ejecutiva del film. El relato se traslada de los ’70 y ese trasfondo trash de la industria pornográfica, a 1918, periodo cercano al fin de la Primera Guerra Mundial, donde estaba el auge de la gripe española y un marco pandémico que hoy en día no nos es para nada ajeno. Allí se ve a una joven y soñadora Pearl que se siente atrapada en la granja familiar, con un padre enfermo y una madre controladora y abusiva. Por otro lado, su esposo se fue a la guerra y no tiene noticias desde hace un largo tiempo, y su sueño de convertirse en una estrella de cine parece estar cada vez más lejos. Pearl deberá lidiar con las frustraciones y con un entorno complicado, el problema es que quizás su forma de sobrellevar los infortunios no sea la más adecuada. Lo más interesante de «Pearl» es que elige un camino totalmente diferente al de la película original, separándose por completo no solo en tiempo y espacio sino también en lo que respecta a lo narrativo y a lo puramente estético. Desde lo estrictamente formal, Ti West nos introduce al relato como si estuviéramos ante un melodrama (el vestuario, los créditos iniciales, la música, la fotografía con la saturación del color característica de los melodramas en Technicolor que emula, las transiciones entre escenas, etc.). Durante los primeros cinco minutos del relato somos testigos de lo que nos propone el director hasta que se nos muestra la verdadera naturaleza de la protagonista y se comienzan a trazar los paralelismos con la primera entrega. Aquí West demuestra su ingenio para volver a trabajar sobre las expectativas del espectador, revisitando los espacios de la granja que ya vimos en la otra película, y subvirtiendo dichas cuestiones esperables. Si tuviéramos que emparentar el caso de «X»/»Pearl» con algún otro relato, podríamos decir que nos remite directamente a «Psicosis» (1960) de Hitchcock, la cual homenajea en cierta medida en algunos pasajes del film. Norman Bates y Pearl guardan algunos puntos de contacto en lo que respecta a sus psicologías y cómo mantuvieron relaciones complejas con sus familias, llevándolos hacia un terreno oscuro y aterrador. Aquí «Pearl» propone echar luz sobre las tendencias homicidas de la protagonista tal como «Bates Motel» (2013-2017) intentó hacer con Norman y sus orígenes. Quizás lo más atractivo de esta precuela es justamente que buscó distanciarse del primer largometraje yendo a un terreno totalmente opuesto desde la puesta en escena para brindar una experiencia diferente pero igual de satisfactoria que la anterior. «Pearl» es una propuesta cinematográfica atractiva, que se beneficia de la visión de su director y de la osada decisión de filmar los relatos en paralelo, no solo para economizar recursos sino para demostrar mayor eficiencia en lo estrictamente narrativo. Es celebrable que a un autor como West se le de la posibilidad de llevar a cabo un proyecto de esta envergadura junto a una intérprete maravillosa como Mia Goth que demuestra un enorme talento para pasar de ser la heroína en la anterior a la villana en esta con el mismo grado de capacidad y compromiso.
El director de «Belleza Americana» («American Beauty» -1999) y «1917» (2019) nos presenta un melodrama situado en la década de los ’80 en el que se luce Olivia Colman. Ya hace bastante que venimos hablando y siendo testigos en la pantalla grande de esas llamadas «cartas de amor» al cine, donde directores consagrados miran en retrospectiva sus carreras y deciden homenajear al medio que tan populares los volvió. El caso más reciente, y uno de los más logrados, quizás fue «Los Fabelman» (2022) del querido Steven Spielberg, pero tuvimos incontables ejemplos a lo largo de los últimos años. Como toda tendencia que es explotada hasta el hartazgo, se incurre en un agotamiento bastante notorio incluso para el espectador. Pese a esto y a que la crítica especializada no acompañó del todo al nuevo opus de Sam Mendes, «Empire of Light» (título original de la película) cuenta con algunos pasajes interesantes y una interpretación maravillosa de Olivia Colman («La Favorita», «La Langosta»). El largometraje se centra en Hilary (Colman), una mujer que es la manager de un bonito complejo de salas de cine en Margate, una ciudad al sudeste de Inglaterra. Hilary lleva una existencia bastante tranquila y algo solitaria, y su trabajo parece ser casi todo lo que ocupa su vida. Día a día coordina a los jóvenes que trabajan en el local y también atiende el puesto de golosinas que se encuentra en el hall del edificio. Sus compañeros de trabajo son el Sr. Ellis (Colin Firth), dueño del lugar, Norman, el proyectorista del complejo (Toby Jones) y un grupo variopinto de jóvenes entre los cuales se encuentra el simpático Stephen (Micheal Ward), un joven afrodescendiente que sacará a Hilary de su aparente estado de letargo. El principal problema de «Imperio de Luz» parece ser que aborda e incurre en varios lugares comunes tanto en lo que respecta al «homenaje al cine» como al melodrama y los personajes que lo protagonizan. Sus accionares van llevándolos a un desenlace predecible y familiar. Por otra parte, quizás tenga una sobreabundancia de temas a tratar (el cine, el amor, el racismo, el abuso sexual, la salud mental, etc.) haciendo que no se termine de profundizar en todas las cuestiones que propone de igual manera. No obstante, Mendes es un narrador bastante hábil y logra que el espectador se interese por los personajes y sus problemáticas más allá de prever el desenlace. A su vez, la bonita y melancólica banda sonora compuesta por Atticus Ross y Trent Reznor, que parece acompañar al conflicto interno que tiene el personaje de Hilary (realmente Coleman sorprende con su pericia como actriz una vez más, incluso cuando se cae en un terreno conocido) y la maravillosa fotografía del maestro Roger Deakins embellecen el relato, nos trasportan a la convulsionada Inglaterra de los ’80 de una forma más que convincente y sin ningún tipo de reparo a la hora de denunciar los atropellos que se cometían en el ámbito político y social. Es en este panorama lleno de tensiones raciales y otras tantas cuestiones, que las personas se refugiaban en el cine como forma de escapar de la realidad al menos por un rato, siendo testigos de varios clásicos y gemas del séptimo arte. Quizás ese sea el principal mensaje que intentaba dar Mendes, aunque se le metieron algunos otros temas de la agenda actual y es ahí donde se pierde un poco el rumbo. De todas formas, y pese a los reparos mencionados con anterioridad, «Imperio de Luz» es un melodrama disfrutable que brilla e incluso se beneficia del enorme compromiso de su protagonista.
Las biopics musicales parecen haber recobrado en los últimos años la popularidad que tuvieron décadas atrás. Probablemente, dicho resurgimiento haya comenzado con el éxito de «Bohemian Rhapsody» (2018), floja y despareja película que buscaba adentrarse en la fama alcanzada por la banda británica Queen. Luego le siguió «Rocketman» (2019), dirigida por Dexter Fletcher, quien había sido el encargado de finalizar la dirección de la película que contaba la historia de la agrupación precedida por Freddy Mercury, debido al escándalo en el que se vio envuelto Bryan Singer. Aquella segunda biopic supo encontrarle una aproximación un poco más original a la vida y obra de Elton John. En el medio tuvimos un gran número de películas olvidadas como «The Dirt» (2019), que contaba la historia de Mötley Crüe o «Respect» (2021) que buscaba hacer lo propio con Aretha Franklin. La tendencia parece haber sido profundizada con la confirmación de las biopics de Amy Winehouse y Michael Jackson, así como también con dos películas que se estrenaron el año pasado. La primera es «Elvis» (2022), la cual, con aciertos y fallas, demostraba tener un estilo propio y una personalidad que solo un director de la talla de Baz Luhrmann puede estampar en la adaptación audiovisual. Y la segunda es el film que aquí nos reúne y que se estrena en las salas argentinas esta semana. «Quiero Bailar con Alguien» («Whitney Houston: I Wanna Dance with Somebody») narra los acontecimientos más importantes de la vida de la cantante Whitney Houston (interpretada por Naomi Ackie en un rol complejo que seguramente dispare su carrera en Hollywood). Un retrato que nos llevará desde sus comienzos cantando en la iglesia y haciendo los coros en los conciertos de su madre hasta convertirse en uno de los íconos del pop norteamericano y un emblema de la comunidad afroamericana. El resultado es algo anodino y chato, principalmente porque incurre en todos los lugares comunes y en las fórmulas de estos relatos que suelen centrarse en la vida de artistas reconocidos. A no mal interpretarse, la película resulta correcta en casi todos sus aspectos con una dirección prolija y sin demasiado despliegue de Kasi Lemmons («Harriet», «Talk to Me»), una interpretación maravillosa de Ackie y una reconstrucción tanto de los hechos como de la época bastante acertada, no obstante, ya es muy repetitivo y trillado el recurso de la narración del ascenso meteórico, precedido por las miserias de la fama, los problemas familiares, el ojo inquisidor de la opinión pública y el inevitable descenso trágico. Todos estos largometrajes (al igual que como estuvo pasando con las películas de superhéroes los últimos años) parecen ser cortados con la misma tijera, siguiendo una narración clásica y llevando al espectador hacia un terreno conocido, sin sorpresas y con una familiaridad que deja de ser agradable para empezar a generar agotamiento. Si encima a eso le sumamos que el relato cuenta con una duración bastante extensa de 146 minutos, con un segundo acto bastante largo, puede que la experiencia se haga un poco cuesta arriba. «Quiero Bailar con Alguien» puede que esté mejor realizada que varias de las películas cuya fórmula repite hasta el hartazgo, sin embargo, eso no resulta suficiente (al menos no para quien escribe) para que la experiencia sea del todo satisfactoria. Obviamente que los fans de la cantante disfrutarán de una banda sonora bastante atractiva y de algunos pasajes entretenidos, pero ya va siendo hora de que este tipo de historias se alejen un poco de la norma para sorprender y darle algo más al espectador.
El realizador de «In Bruges» (2008), «Seven Psychopaths» (2012) y «Three Billboards Outside Ebbing, Missouri» (2017), vuelve a sentarse en la silla de director para traernos «The Banshees of Inisherin», un relato particular que nos habla sobre la relación rota entre dos amigos que viven en una isla de pocos habitantes y el tipo de repercusiones que tiene para ellos y para la comunidad donde viven. Martin McDonagh es un director y guionista que sabe moverse en el género de la comedia negra como pez en el agua, pero también sabe cómo construir personajes intrigantes, excéntricos y con mucha personalidad que se desenvuelven con una naturalidad inusitada aun cuando se ven envueltos en situaciones absurdas y exacerbadas. El film se sitúa en la Irlanda de los años ’20, en una pequeña y remota isla de la costa oeste. Allí Pádric (Colin Farrell) se ve sorprendido ante la decisión de su amigo de toda la vida, Colm (Brendan Gleeson), de dejar de hablarse y cortar su amistad de años. Pádric se ve devastado e insiste en entender qué pasó, para trabajar en eso y poder llegar a alguna reconciliación. Incluso su hermana Siobhán (Kerry Condón) y un joven de la isla, Dominic (Barry Keoghan), intentan ayudar a recomponer la relación del dúo. No obstante, la situación comienza a tornarse algo oscura y a escalar en violencia ante la insistencia de Pádric, haciendo que Colm tome una decisión aún más drástica al respecto, con resultados inesperados tanto para ellos como para la pequeña comunidad en la que habitan. Colin Farrell y Brendan Gleeson vuelven a repetir esa dinámica que tanto había funcionado en la primera película del director británico, para otorgarnos una historia dramática con cierta irreverencia y momentos cómicos, que nuevamente nos demuestran la destreza de McDonagh como narrador. Esos microcosmos que crea con su sello distintivo ya son un género en sí mismo, y sabe muy bien como ir yuxtaponiendo el drama puro con la comedia, generando un tono equilibrado y perfecto. La tensión y el clima que va construyendo el relato es de lo más valioso del film, e incluso sirve para que tengamos la sensación de que algo terrible está por pasar constantemente, aun cuando los intercambios entre los personajes resulten hilarantes. El vínculo que construyen de manera sublime Farrell y Gleeson parece algo infantil, caprichosa y absurda, pero con el correr de la trama iremos conociendo algunas de las razones de Colm principalmente. Esa tensa relación en desintegración como reflejo/metáfora de la guerra civil irlandesa terminan de construir una narración más que inspirada y elocuente. La película logra darnos una mezcla justa en todos los aspectos. Entre el drama y la comedia, entre el tono que maneja y los temas que propone trabajar, y entre la dinámica entre Gleeson y Farrell (lo de Colin es algo impresionante, nos da uno de los mejores trabajos de su carrera). «Los Espíritus de la Isla» es un film más contenido en escala que el último realizado por McDonagh, pero la esencia y la dinámica entre los personajes y los hechos que los rodean es la misma que viene planteando desde su ópera prima. Obviamente que todo se presenta más pulido y maduro, tanto técnica (el trabajo de dirección de fotografía de Ben Davis es maravilloso) como narrativamente, logrando continuar con otro capítulo fiel a su tono y estilo. McDonagh nos presenta quizás la película que mejor trabaja las sutilezas y una de las más entretenidas y emocionantes.
Parece ser una constante entre los directores consagrados que, llegado a un punto avanzado de sus carreras, deciden mirar para atrás y observar con detenimiento el camino recorrido que los llevó hasta ese punto. Obviamente, que cada relato tendrá la visión de su autor, al mismo tiempo que cada historia tendrá una aproximación diferente. En los últimos años tuvimos varios ejemplos de esta cuestión que estuvieron poblando la pantalla, y comprendiendo tanto una carta de amor al cine en general como a sus familias y a los hechos personales que volcaron a los cineastas a involucrarse en el séptimo arte. Quizás podríamos decir que esta tendencia la inició Alfonso Cuarón con su desgarradora y muy personal «Roma» (2018), que describía su infancia en México al mismo tiempo que representaba un homenaje a las mujeres que lo criaron. Un año más tarde, Martin Scorsese nos deleitó con «The Irishman» (2019) que, si bien no decide meterse en un terreno autobiográfico como el film anterior, sí logra tocar varias de las temáticas que tanto le obsesionaron al director de «Taxi Driver» durante toda su carrera para otorgarnos un relato trepidante y con una madurez inusitada donde el propio director emplea la auto referencialidad para hacer una especie de recorrido de toda su filmografía/carrera. Ese mismo año, Quentin Tarantino nos ofreció una mirada intermedia entre la de Cuarón y Scorsese, para erigir «Once Upon a Time in Hollywood» (2019), una suerte de fábula cinematográfica que rinde homenaje al cine en general y también al Hollywood de fines de los años ’60, una de las grandes fuentes de inspiración de Quentin, con la cual el director parece tanto rendir homenaje como reflexionar internamente sobre las influencias. Al mismo tiempo trabaja esa auto-referencialidad con una mirada nostálgica sobre el cine que disfrutó desde temprana edad. Por último, en 2021 el director irlandés, Kenneth Branagh, realizó un ejercicio cinematográfico similar al de Cuarón pero priorizando una mirada más amable, aunque igualmente conmovedora, con «Belfast», relatando su infancia en la Irlanda del Norte de los ’60 y reflejando el contexto político de la época a través de los ojos de un niño. Ahora le toca el turno a Steven Spielberg, que a sus 76 años decide deleitarnos con «The Fabelmans», una película semi-autobiográfica que describe su infancia y su juventud. El largometraje se sitúa a fines de los ’50 y principios de los ’60, y se centra en el alter ego del propio director Sammy Fabelman (Mateo Zoryan en su versión de niño y Gabriel LaBelle en la más juvenil), que influido por su excéntrica madre artista (Michelle Williams) y su más rígido padre ingeniero informático (Paul Dano), comienza a sentir una profunda atracción por el arte cinematográfico. Es así que comienza registrando pequeños encuentros familiares, vacaciones y demás momentos cotidianos hasta que comienza a explorar mediante la ficción junto con sus amigas y sus hermanas. El poder narrativo de las películas lo ayudarán a lidiar con secretos familiares al mismo tiempo en que emprenderá su camino descubriendo/forjando su propia identidad. Como bien sabemos, la infancia siempre ocupó un lugar central en varios de los grandes clásicos que nos dio Spielberg a lo largo de su carrera, por ello no llama la atención que su propia historia personal, sea un coming of age centrado en sus comienzos más que otra porción de su vida. Lo interesante es ver cómo Spielberg hace gala de todos sus recursos como autor para otorgarnos uno de los relatos más emotivos de su carrera. Su mirada respecto a sus comienzos es realmente madura y emocionante, y no representa un drama familiar más (como bien podría ser en algún sentido el film de Branagh que mencionaba al comienzo). A su vez, resulta destacable que estemos ante un film sin «villanos», sino que los mismos personajes se muestran, por momentos, como fuerzas antagónicas u opositoras al de nuestro propio protagonista, sean familiares o allegados del mismo que presentan sus virtudes y defectos como personas. Estos convierten a la película en algo con lo que el espectador pueda llegar a sentirse identificado o empatizar. Por otro lado, además de la madurez de Spielberg como narrador, que es algo innegable, también podemos ver cómo con este relato se resignifican varias de sus películas y de sus decisiones como director y productor. Uno puede entender mucho más a partir de «The Fabelmans», a las familias o figuras allegadas (tanto maternas como paternas) que aparecen en otros relatos del director como «Close Encounters of the Third Kind» (1977) a modo de poner un ejemplo. Asimismo, Spielberg sabe siempre rodearse de los mejores colaboradores para cada ocasión, y en esta oportunidad parece que la decisión también tuvo que ver con lo sentimental de cierta forma. El principal colaborador que vuelve y sin el cual ni esta película ni la mayor parte de la filmografía de Spielberg sería igual, es el enorme John Williams que nuevamente compuso la banda sonora original del film, sellando lo que son cerca de 50 años de trabajo en conjunto. Janusz Kaminski se encargó de la dirección de fotografía del largometraje, con quien viene trabajando casi ininterrumpidamente desde «Schindler’s List» (1993). Y, por otro lado, Tony Kushner fue el responsable de coescribir el guion junto a Spielberg, otro que fue una pieza fundamental en varias películas del director y que en este film tuvo el difícil trabajo de hacer que los recuerdos del director y la historia real se presente de forma cinematográfica al mismo tiempo en que supo manejar los cambios de tono entre el drama y los momentos cómicos de manera acertada. Respecto al elenco y al casting, sabemos que Spielberg tiene un ojo privilegiado para darle el papel indicado a cada intérprete, y esta vez no fue la excepción. Sabiendo que cada personaje estaba inspirado en un familiar real de Spielberg y teniendo que llevar eso a buen puerto cada actor/actriz del elenco fue perfectamente seleccionado, dando como resultado una estupenda labor de prácticamente todos los involucrados, destacando principalmente a Michelle Williams y a Paul Dano como los padres del artista que representaban opuestos claramente diferenciados. Seth Rogen también merece una mención especial como Bennie, el mejor amigo y socio del padre que cumple un rol preponderante en la vida de Sammy Fabelman. Párrafo aparte merece Gabriel LaBelle que tuvo la ardua tarea de componer al mismísimo Spielberg al mismo tiempo que fue dirigido por él en esta especie de biopic, mostrando que tiene un enorme futuro por delante como actor y que una vez más Steven dio justo en la tecla seleccionando a un joven talento. «The Fabelmans» es una película realmente emocionante que muestra a uno de los mejores narradores del cine en plena vigencia y uso de sus facultades a los 76 años de edad. Un film que tiene ligeros toques de «Cinema Paradiso» (1988) y de esos films de la tendencia autobiográfica que mencionaba al principio, pero con un carácter singular que solo el propio Spielberg puede brindar. Más allá del hecho catártico que trae aparejado el relato y de esa noción de volver sobre el camino andado que incluso se resignifica de forma sublime al ver al Spielberg actual tratando de recrear sus primeros cortometrajes en Super 8 tratando de imaginar esa mirada amateur evitando corregir aquellos intentos, la película en sí, es un drama familiar más que sólido que tiene el plus de ser la historia personal de uno de los directores más grandes de la historia. Un film sumamente emotivo, un testimonio cinéfilo de primera mano de su autor y una película inolvidable.