El director uruguayo de «La Casa Muda» (2010) y «No dormirás» (2018) vuelve a traernos un film de terror con varios sellos distintivos que lo caracterizan como realizador. «Virus 32» comprende una película de zombies rioplatenses que, a pesar de tocar ciertos aspectos ya explorados en varios films y series del género, igualmente logra interpelar al espectador gracias a un enorme despliegue a nivel técnico y visual, así como también al cobrar una mayor relevancia con el panorama pandémico que nos sigue asediando actualmente. El largometraje comienza en las apacibles calles de Montevideo con un plano secuencia maravilloso que va relatando el comienzo de la propagación de un virus, mientras también nos van presentando a los personajes principales de esta historia. En pocos minutos comienza una masacre sin precedentes donde los enfermos se convierten en despiadados (y muy veloces) zombies que van cazando a las personas. En este panorama adverso, Iris (Paula Silva) trabaja como guardia de seguridad de un club deportivo, mientras cuida a su pequeña hija. Cuando llega la noche, los ataques de los zombies que se encuentran en las calles no tardarán en trasladarse dentro del club. Su única esperanza de salvación llega cuando descubren que después de cada ataque los infectados parecen tener 32 segundos de paz antes de volver a atacar. Gustavo Hernández logra llevar los zombies rápidos y desenfrenados al estilo de «28 Days Later» (2002) de Danny Boyle, a un contexto más contenido y claustrofóbico dentro de las paredes de un club. El relato consigue dosificar bien los momentos de tensión y suspense que se van tejiendo lentamente, con los momentos de locura y urgencia, que van cayendo más sobre la segunda mitad del relato cuando las criaturas despiadadas comienzan a agolparse frente al club. Ese equilibrio entre la construcción de la tensión y las secuencias más de acción hacen que el relato sea sumamente efectivo y que no de respiro desde su elegante comienzo hasta un final que puede sentirse algo un poco más torpe pero igualmente efectivo. Todo esto es posible, no solamente gracias a una impresionante puesta de cámara y a un increíble trabajo de producción sino también al tremendo compromiso de Paula Silva que le pone el cuerpo a Iris, a Pilar García que hace de la niña pequeña y al siempre cumplidor Daniel Hendler, componiendo a Luis en un rol importante dentro del relato. «Virus 32» puede no ser grandilocuente al estilo «Train to Busan» u otros exponentes recientes dentro del género, ni tampoco contar con un guion novedoso, pero sí logra sorprender por la pericia de Hernández como director y en cómo consigue optimizar los recursos disponibles para brindar un producto sumamente entretenido y sólido.
Llega a los cines este drama británico protagonizado por los talentosísimos Annette Bening y Bill Nighy, sobre una pareja que se separa tras 29 años de matrimonio. El matrimonio y las relaciones afectivas siempre fueron abordadas en diversos dramas que buscaban recrear con la mayor sinceridad y realismo posible, las distintas dinámicas que suelen formar parte de cada una de las parejas. William Nicholson nos ofrece en su segundo largometraje la perspectiva de una dupla de septuagenarios que tras haber convivido casi tres décadas, una de las partes, Edward (Nighy), decide ponerle fin al que parece ser un sufrimiento silencioso de ya varios años. Ambos están descontentos, pero él toma la iniciativa, y Grace (Bening), que parece ser la que tiene mayores reparos y la que más exterioriza su descontento, no puede aceptar la partida de su marido. A partir de ese momento, cada uno de ellos buscará rehacer su vida en un pequeño pueblo costero de Inglaterra cerca de los acantilados de «Hope Gap» (nombre original del relato). Quizás la película de Nicholson no presente grandes o elocuentes cosas para decir sobre las relaciones a lo largo del tiempo, pero sí parece hacer hincapié sobre problemas habituales en lo que respecta a las viejas concepciones del matrimonio yuxtapuestas con visiones más modernas sobre los mismos y en cómo conviene tratar de ponerle fin a las angustias y buscar la felicidad antes de que sea demasiado tarde. Tanto el mensaje como el guion o los cuestionamientos que plantea la película son modestos y medidos, pero terminan funcionando gracias a un tremendo y sentido trabajo del dúo protagónico que otorga magníficas interpretaciones de sus personajes. Los diálogos y las interacciones entre Annette y Bill son maravillosos y reflejan dos posturas antagónicas entre lo conservador y lo moderno. Por otro lado, el personaje de Jamie (Josh O’Connor), el hijo de la pareja que parece ser testigo del desmoronamiento de la relación de sus padres será una pieza clave para que su madre no termine de derrumbarse ante la sorpresa de la separación, pero la subtrama en lo que respecta a la vida personal del muchacho parece quedar en el aire y no presentar el peso suficiente como para poder terminar de redondear o incidir más activamente en la trama principal. «Las cosas que no te conté» es un drama sencillo, sin pretensiones que se nutre de unas dignas interpretaciones de sus protagonistas. Quizás se sienta un poco largo y por momentos demasiado sombrío y agridulce, pero ahí es cuando se luce especialmente Bening. Una película que tal como la compleja relación de la dupla protagónica alterna buenas y malas, aciertos y torpezas.
El director de «20th Century Women» (2016) y «Beginners» (2010) nos vuelve a sumergir en un relato movilizante, emotivo y logrado sobre las relaciones familiares, las preguntas sin respuestas sencillas y los vínculos que nos unen a lo largo del tiempo. Mike Mills consigue conectar al espectador tanto con las emociones como con los conflictos más comunes y complejos que tenemos los seres humanos. Cuestiones tan universales como el amor, la identidad y la familia son tropos comunes que atraviesan su filmografía y que no solo trabaja con una sencillez y un sentido del realismo verdaderamente envidiable, sino que sus personajes parecen moldeados desde su propia intimidad haciendo que la sensación de «vida real» rodee a la historia. «C’mon C’mon» es su quinto largometraje, el cual fue producido y distribuido por la gloriosa compañía A24, que últimamente (y en lo particular, este mismo 2021) nos ha brindado una gran cantidad de historias que no parecen tener lugar en otros estudios o casas productoras. En esta oportunidad, la película nos presenta a la familia de Johnny (un descomunal Joaquin Phoenix), un periodista con un programa radial, donde produce una serie de entrevistas o testimonios que le hace con sus colegas a distintos niños a lo largo y ancho de EEUU donde les pregunta sobre sus visiones sobre el futuro, sus opiniones sobre temáticas sociales modernas y diversos marcos influidos por la coyuntura, donde se da lugar a percepciones únicas y muy enriquecedoras sobre cómo los niños ven la vida cotidiana. En medio de su rutina laboral, su hermana Viv (Gaby Hoffmann) lo llama para ver si puede cuidar a su sobrino un par de días mientras ella atiende algunos problemas con su esposo. Así es como Johnny y el pequeño Jesse (Woody Norman) iniciarán un viaje por EEUU donde irán reconectando y trazando una relación más fuerte de la que tenían previamente. Mills nos va introduciendo sus personajes de forma gradual y convincente, delineando sus actitudes y sus vínculos con el resto de los personajes, no solo de forma empática y objetiva, sino que le imprime al relato un realismo formidable. Incluso parece tomar ciertos recursos del documental para conectar las percepciones de los adultos contrastadas con la de los niños y para explotar ese registro testimonial que posee el trabajo del protagonista. Phoenix, cuyo talento interpretativo no resulta sorprendente a esta altura, redondea un performance contenida y matizada, donde su personaje parece querer combatir contra el dolor y el duelo que rodearon a su vida pasada, así como también la necesidad de recomponer la relación con su hermana de la cual se había distanciado. La sinceridad con la que son abordadas las distintas temáticas que trata el film, así como también esa exquisita fotografía de Robbie Ryan («American Honey», «The Favourite», «Marriage Story») le dan un toque melancólico y un carácter al relato, embelleciendo la experiencia y, a su vez, dotándola de cierta autenticidad. Por otro lado, el trabajo del pequeño Woody Norman resulta una verdadera revelación, componiendo al excéntrico y peculiar Jesse, trabajando de igual a igual con Phoenix y construyendo una dupla maravillosa y arrolladora para encarar esta propuesta. «C’mon C’mon» se posiciona entre las grandes propuestas cinematográficas del 2021 por su honestidad, su inteligencia narrativa y la osada (y a su vez extraordinaria) mirada de Mills como director. Una película de contradicciones y complejidades evidenciadas en la exteriorización de la mente humana, que reflexiona y nos lleva junto con sus personajes en un viaje introspectivo cargado de emociones.
El director británico Joe Wright parece tener un gusto particular por los dramas históricos, especialmente por aquellos basados en relatos preexistentes, como puede ser el caso de «Pride & Prejudice» (2005), «Atonement» (2007) y «Anna Karenina» (2012), inspiradas en novelas, y «Cyrano» que está basada en un musical teatral de 2018, que a su vez está basado en la obra «Cyrano de Bergerac» de 1897. Al mismo tiempo, se supone que la obra original estaba levemente inspirada en una persona real que llevaba dicho nombre y que tenía «algunos» puntos en común con el poeta y dramaturgo francés del título. La obra de 1897, escrita por Edmond Rostand, fue llevada a la pantalla grande en varias ocasiones, incluyendo una versión francesa de 1990 donde el protagónico recayó sobre Gérard Depardieu, quien obtuvo una nominación al Oscar por su trabajo. Wright, que viene de dirigir la fallida «The Woman in the Window» (2021) de Netflix, parece volver al terreno que mejor le sienta y nos ofrece un melodrama histórico bastante convencional en sus formas pero que atrae por el talento de sus intérpretes, especialmente Peter Dinklage («Game of Thrones») como el personaje del título y la joven talentosa Haley Bennett («Swallow»). El largometraje, como bien decíamos, se centra en la figura de Cyrano de Bergerac, quien en esta oportunidad decidieron cambiar el detalle de la nariz prominente (razón por la cual el personaje tenía dudas por su aspecto frente a Roxanne) por el de ser una persona de baja estatura. Cyrano (Dinklage) es un poeta bastante hábil que además de dedicar su tiempo a escribir cartas románticas en las que declara su amor a Roxanne (Bennett) sin atreverse a dárselas, también representa un competente duelista que comanda una legión militar. El problema está en que no es el único pretendiente de su joven amada, sino que está el nefasto Duque de Guiche (Ben Mendelsohn), y Christian Neuvillette (Kelvin Harrison Jr.), un joven muchacho perteneciente a su legión, a quien la misma Roxanne parece amar. Christian, que también desea a la muchacha, es un joven valiente pero que carece de las habilidades lingüísticas para comunicarse con la muchacha por lo que Cyrano ofrece su ayuda para escribirle cartas haciéndose pasar por él. Esta especie de triángulo amoroso se verá amenazado por la guerra y los celos del duque quien parece estar determinado a no aceptar una negativa por parte de Roxanne. Si bien el film no presenta nada novedoso como decía previamente, se beneficia de una gran química entre los fenomenales Bennett y Dinklage, quien ya habían trabajando juntos previamente en la versión teatral del musical. Se nota que ambos tuvieron tiempo de profundizar en sus personajes y eso le juega a favor al relato. Lo mismo respecto a la decisión de grabar las voces de los actores en vivo en set, algo que había planteado Tom Hooper en su versión de «Les Miserables» (2012), dándole un tono más «realista» y menos «exagerado» (dentro de lo que es posible en un género en que las personas comienzan a cantar espontáneamente). Por otra parte, las canciones sin ser memorables como las de todo gran musical, son funcionales a lo que nos cuenta el relato y están distribuidas hábilmente a lo largo de las dos horas de película sin sofocar al espectador, en especial a aquellos que no son muy aficionados a los musicales. «Cyrano» es un musical disfrutable en el que se lucen sus intérpretes, así como todo lo relacionado al diseño de producción, maquillaje y vestuario (no es de extrañar que el film esté nominado a Mejor Vestuario en la próxima entrega de los Oscars). Una historia que vimos en varias oportunidades pero que Wright se empeña (y logra en varios aspectos) en mantener atractiva por medio de su dirección y visión.
El reciente ganador del Oscar a Mejor Película Extranjera con su film «Drive My Car» fue, además, el responsable de este otro relato titulado «La Rueda de la Fortuna y la Fantasía» («Guzen to Sozo») que también fue presentado el año pasado. Quizás en apariencia esta obra parezca menor en comparación con la otra, sin embargo, también deja entrever lo maravilloso que es Hamaguchi como narrador y la sinceridad que le imprime a sus historias. Ryûsuke Hamaguchi («Happy Hour», «Asako I & II») está pasando por un gran momento. Además de haberse llevado el reconocimiento de la Academia de Cine y Ciencias de Hollywood, también obtuvo el Oso de Plata en Berlín por el film que este jueves llega a las salas argentinas. El largometraje compone un tríptico de historias cortas, protagonizadas por personajes femeninos que van experimentando una serie de coincidencias o hechos fortuitos que las llevan a tomar decisiones y/o convivir con ellas. La primera historia se titula «Magic» y nos relata una amistad entre dos mujeres que parecen coincidir en un triángulo amoroso, la segunda «The Door Wide Open» aborda un plan entre dos amantes para tenderle una trampa a un profesor universitario y el tercero titulado «Once Again», cuenta un encuentro entre dos viejas compañeras de facultad que resulta ser un completo malentendido. Obviamente, que estas breves líneas no son más que la superficie de estos tres relatos de alrededor de 40 minutos de duración que buscan profundizar en el mundo femenino, con la habitual solidez a la que nos tiene acostumbrados Hamaguchi, y priorizando ese halo de cotidianeidad que abrazan sus relatos. No obstante, estas tres historias son atravesadas por las coincidencias o la «fortuna» como dice el título internacional, así como también cierto halo de fantasía (a veces literal como en el tercer episodio, a veces de forma más abstracta como en los dos previos) e imprevisión que atraviesan sus personajes. Generalmente las películas compuestas por distintas historias autoconclusivas tienen la particularidad o la desventaja de resultar bastante irregulares por el solo hecho de estar compuestas por historias que pueden atraer más o menos al espectador, lo cierto es que en esta ocasión esto no sucede y Hamaguchi logra mantener tanto su estilo en las tres historias como un mismo tono en la totalidad del largometraje, aprovechando para transmitir su percepción del mundo femenino a través de las épocas (todos los relatos además de presentar coincidencias y las cosas antes mencionadas, tienen en común hablar de las relaciones a través del paso del tiempo). Con ciertos pasajes que recuerdan al cine de Hong Sang-Soo en la forma en que nos describen largas charlas entre sus personajes y la habitual sensibilidad con la que suele abordar a sus personajes, Hamaguchi demuestra que incluso en estas historias cortas y pequeñas vuelve a reflexionar sobre temas complejos (cuasi existenciales) con una naturalidad que pocos directores suelen alcanzar. Un director para seguir descubriendo y un mundo de historias para apreciar con detenimiento.
Con la temporada de premios comienzan a proliferar las biopics de ciertas figuras históricas que por algún motivo quedaron en la memoria colectiva correspondiente a cada territorio. Una de las que llama la atención es la de «The Eyes of Tammy Faye» (2021), film cuyo protagónico cayó en manos de Jessica Chastain («It: Part Two», «Zero Dark Thirty»), una de las grandes candidatas a quedarse con el Oscar a Mejor Actriz en la entrega del próximo domingo 27 de marzo. El largometraje de Michael Showalter («Lovebirds», «The Big Sick»), cuenta la historia de una pareja de evangelistas, Jim Bakker (Andrew Garfield) y Tammy Faye (Jessica Chastain), que durante las décadas de los 70’ y ’80, comienzan un astronómico ascenso dentro de la televisión norteamericana de cable, convirtiéndose en reconocidos predicadores. Prácticamente comenzaron a construir una de las cadenas religiosas más grandes del mundo, así como también un parque temático y diversos centros. Sus aparentes mensajes de amor y aceptación los llevaron a crecer dentro del ámbito religioso e incluso a generar divergencias con algunos colegas que no estaban tan de acuerdo con sus posturas (Tammy Faye acogía a personas de todo tipo), o que querían quedarse con una gran parte de ese negocio. Así como tuvieron un ascenso meteórico, también sufrieron una vertiginosa caída por medio de irregularidades financieras, escándalos y otras cuestiones que formaron parte de esta intrigante historia. El film de Showalter conforma una típica película biográfica donde se narra la vida de esta peculiar pareja, de una forma clásica pero efectiva. A nivel narrativo, no hay grandes sorpresas e incluso aquellos espectadores que no estén familiarizados con la historia de los Bakker podrán anticipar cómo se desarrollarán los acontecimientos. Es una típica historia de auge/decadencia, subida/caída que prioriza el lucimiento de un Andrew Garfield que muestra nuevamente su talento interpretativo alejado de su costado pochoclero, pero especialmente la versatilidad de Jessica Chastain que realiza un trabajo formidable componiendo a esta particular mujer que solo busca su lugar en el mundo, enfrentando tanto los problemas en los que la involucra su esposo así como también a las arcaicas y machistas concepciones de la religión manifestadas en las altas esferas de su círculo predicador (especialmente en el rol del siempre cumplidor Vincent D’Onofrio como principal antagonista). «The Eyes of Tammy Faye» nos propone un viaje a través de un caso real que fue un plato fuerte para la prensa norteamericana que, a través de una justa mezcla entre el drama y ligeros toques de comedia, logra reflexionar sobre la fe ciega, sobre el negocio detrás de la devoción y en cómo ciertas personas abusan de la confianza y las creencias de las personas en función del beneficio propio. Un relato convencional pero efectivo que atrae más que nada por la potencia que le imprime Chastain al personaje del título.
Alejandro Chomski vuelve a la dirección después de 4 años, para llevar a la pantalla grande una novela de Paul Auster. El nuevo trabajo del director de «Maldito Seas Waterfall» (2016) presenta esta adaptación de la novela distopía de Paul Auster («La Trilogía de New York»), publicada en 1987, tratando de representar una realidad que viendo el panorama sociopolítico global cada vez parece alejarse más de la ficción y acercarse más a nuestra realidad. Chomski tuvo la oportunidad de realizar la película con la atenta mirada de Auster e incluso ambos trabajaron juntos en el guion del film. El largometraje se sitúa en un país imaginario y sigue a Anna (Jazmín Diz), una joven que viaja para encontrar a su hermano desaparecido. Ella intenta adaptarse al caos reinante en este desolado territorio donde las personas forman facciones y luchan por su supervivencia. En el transcurso de la búsqueda, conocerá a Sam (Christopher Von Uckermann), un periodista extranjero que busca salvar la mayor cantidad de información de la cultura del lugar. Estas dos personas comenzarán una improbable relación que empieza como algo superficial para convertirse en la prueba de que el amor surge de forma inesperada aún en las circunstancias más adversas. Filmada casi íntegramente en blanco y negro (las secuencias oníricas están en color, un recurso atractivo y fundamental para los temas que toca el film), la película resulta un relato elocuente de las miserias humanas, pero también de la empatía y la solidaridad. Un relato que se beneficia de la solvencia narrativa de Chomski y que sabe aprovechar los elementos enriquecedores de la novela. Se nota un que hay un gran trabajo en el guion y en cómo fue adaptado el relato original. Pese a algún que otro desajuste en el desarrollo de ciertas subtramas, «El País de las Últimas Cosas» es un film potente, que se beneficia de una visión clara de su director, un guion sólido y unas decisiones artísticas bastante acertadas (la fotografía, por ejemplo). Con algunos puntos altos en lo interpretativo, especialmente en el personaje de María de Medeiros, el film de Alejandro Chomski viene a plantear un par de interesantes reflexiones sobre la frágil condición humana, algo de lo cual fuimos viendo un poco en el marco pandémico de 2020.
El director británico Kenneth Branagh nos presenta su relato más personal y una de las grandes contendientes de cara a los Premios Oscars que entregará la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood el próximo 27 de marzo. Kenneth Branagh es un director de origen irlandés que ha tenido una prolífica carrera cinematográfica tanto delante como detrás de las cámaras. En varias oportunidades ha sido el encargado de llevar a la pantalla grande adaptaciones de conocidas obras de Shakespeare como «Henry V» (1989), «Much Ado About Nothing» (1993), «Othello» (1995), «Hamlet» (1996), «Love’s Labour’s Lost» (2000) y «As You Like It» (2006). Asimismo, ha dirigido grandes blockbusters como «Thor» (2011) y «Artemis Fowl» (2020) para Disney e, incluso, ha trabajado en las más recientes adaptaciones de las famosas novelas de Agatha Christie, dirigiendo e interpretando al famoso detective Hercules Poirot en «Murder on the Orient Express» (2017) y «Death on the Nile» (2022). No obstante, este año, Branagh decidió presentar la que hasta el momento es su obra más reflexiva y personal, titulada «Belfast». El largometraje compone una especie de retrato (casi) autobiográfico de lo que vivió el director durante su infancia a fines de los ’60 en la convulsionada capital de Irlanda del Norte. En aquella ciudad, Buddy (Jude Hill), va a la escuela en el medio de un ambiente que aglutina una lucha por parte de la clase obrera, una serie de cambios culturales y una especie de disputa violenta interreligiosa entre los católicos y los protestantes. El pequeño Buddy crece junto a su madre (Caitriona Balfe), quien hace malabares para mantener a su familia y alejarla de las deudas, mientras su padre (Jamie Dornan) trabaja en Londres y los ve esporádicamente cada dos semanas. Buddy es un chico inteligente y considerado que le gusta pasar tiempo en familia tanto con sus padres, primos y su hermano, como con sus abuelos (Ciarán Hinds y Judy Dench). Por otro lado, comienza a descubrir una pasión por el cine y también parece estar transitando por su primer amor al sentirse atraído por una niña de su clase. Todo parece incierto en la vida de Buddy y él solo busca, a su manera, mantenerse alejado de los problemas. Branagh compone este crowd-pleaser con una mirada nostálgica sobre su ciudad natal de la que tuvo que irse con su familia a temprana edad, y manteniendo la emotividad y esa aproximación conmovedora como producto de centrarse o enfocarse la mayor parte del tiempo en esa mirada infantil e inocente que presenta el personaje de Buddy. Muchos fueron los que dijeron que «Belfast» es la «Roma» (2018) de Kenneth Brannagh, y probablemente solo tengan en común que están basadas en las memorias de las infancias de sus directores y el blanco y negro de sus fotografías, ya que mientras «Roma» representaba la México de los ’70 a través de un profundo drama centrado en una joven sirvienta que trabajaba para una familia acaudalada, «Belfast» propone la otra campana, la de una familia humilde presentada a través de los ojos de un niño. Obviamente, que tanto México como Irlanda del Norte estaban atravesando profundos cambios políticos y sociales que influyeron o contextualizaron a estos dos directores que crecieron en contextos similares, pero en jerarquías sociales diferentes. Sin embargo, yendo a un terreno más minucioso no podría haber films más opuestos que los dos citados. «Belfast» es un coming of age bastante dramático, pero con una mirada un poco más esperanzadora que la que se aborda en «Roma». También podríamos decir que «Roma» es más arriesgada y cuestionadora en varios aspectos, mientras que «Belfast» busca una aproximación más contemplativa. También puede que en cuanto a estructura narrativa y a guion (escrito por el propio Branagh) «Belfast» resulte más convencional, pero también apela a otras fibras sensibles y a otra introspección. Es como si el artista buscara llegar a ese momento en el que todo era más inocente, pero en donde se empezó a gestar esa semilla que lo llevó a tener sus sueños y metas, al mismo tiempo al que agradece tanto a sus padres como a su ciudad natal el haber andado ese camino. En ese sentido, es donde «Belfast» resulta sincera y funciona. También funciona esa mirada más madura que pone en contexto el sacrificio de sus padres, y esas maravillosas y sentidas interpretaciones por parte de la revelación del film Jude Hill, y también de los fantásticos Balfe y Dornan que le ponen cuerpo y alma a sus personajes. Demás esta decir que lo de Dench y Hinds como los abuelos de la familia es superlativo y totalmente esperable de dos actores de ese calibre. Por otro lado, la banda sonora con una gran cantidad de temas de Van Morrison (cantante y compatriota de Branagh) ayuda a generar esa calidez y esperanza que busca transmitir el film. «Belfast» es una película amable, maravillosa, entretenida y conmovedora. Probablemente muchos la critiquen por su sencillez y por su mirada ingenua sobre el contexto político en el que se desarrolla, pero justamente, el relato no busca adentrarse en dicho terreno sino más que nada en mostrar todo a través de los ojos de un niño, el mismo niño que 60 años más tarde rememora reflexivamente con calidez.
El director de «Diablo» y «Kryptonita» vuelve a meterse de lleno en un relato que mezcla la marginalidad, la acción, el contexto del conurbano y la comedia negra. A Nicanor Loreti le encanta jugar y experimentar con el cine de género, más que nada con el policial pero también con la comedia (de hecho, su film anterior «Anoche», comprendía una comedia de enredos), los cuales en varias ocasiones supo combinar con buenos resultados en sus films personales, y no tanto con los que dirigió por encargo (las películas de «Socios por Accidente»). «Punto Rojo» parece un regreso a los orígenes, con un estilo ya establecido, pero también con un ingenio producto de la idea que intenta plasmar el director en esta oportunidad y de las circunstancias que envolvieron al rodaje. Cuenta Loreti que quería presentar una historia alrededor de un personaje único sentado en un auto y teniendo que lidiar con conflictos que van surgiendo como resultado de una enigmática espera (algo que pudimos ver previamente en su cortometraje «Pinball» del cual Punto Rojo representa una ampliación básicamente), y que justo se dio la posibilidad de comenzar a realizarla en plena pandemia cosa que por un lado significó un problema, pero también una oportunidad. Como bien dijimos, hay un personaje principal (Demián Salomón) en un descampado de la Provincia de Buenos Aires, sentado en su auto, escuchando un concurso radial de preguntas y respuestas sobre Racing Club. Mientras participa de este evento, el hombre es sorprendido por un hombre que cae desde el cielo sobre el parabrisas de su auto, seguido de un avión que se estrella en una zona aledaña. Poco a poco se irán revelando las incógnitas tras las extrañas circunstancias que rodean a este peculiar sujeto en una película que, mediante sus 80 minutos de duración, va escalando en desenfreno, acidez, situaciones hilarantes y disparatadas. Lo interesante radica en cómo Loreti sostiene la tensión y el interés a lo largo del relato, apoyado casi exclusivamente en este personaje, y en un par de secundarios de breves apariciones, prácticamente en una sola locación y utilizando el recurso de flashback para ir develando cómo los personajes llegaron a esa situación o incluso por qué actúan de determinada manera. Se puede ver ciertos aspectos o influencias del cine de Tarantino (algo que ya había mostrado en «Diablo»), especialmente en ese aspecto de narrativa discontinua yendo y viniendo en el tiempo para conectar situaciones o atar cabos, aunque en «Punto Rojo» algunas cuestiones no terminen de cerrar tan armónicamente como en las películas del director norteamericano (sobre el final se van acumulando una serie de giros narrativos algo caprichosos y excesivos que comprometen todo lo elaborado previamente). «Punto Rojo» resulta una propuesta entretenida, cuya economía de recursos supo ser explotada y aprovechada en pos de redondear una película pequeña pero fresca y rendidora, aunque por momentos este a punto de desbarrancar por abrazar el frenetismo hasta el límite.
En 2020 «Another Round» dirigida por Thomas Vinterberg fue la gran revelación de la pandemia presentando una película interesante con un tema bastante polémico pero abordado con una madurez inusitada y demostrando que el cine danés tiene mucho para decir. Este año, proveniente también de Dinamarca y protagonizada por el mismísimo Mads Mikkelsen, que también formó parte de la ganadora del Oscar a Mejor Película Extranjera del año pasado, llega a nuestro país «Justicieros», un thriller policial con ligeros toques de comedia negra que vuelve a poner al cine nórdico en el mapa. Anders Thomas Jensen («Las Manzanas de Adán»), vuelve a recurrir a uno de sus actores fetiche para ponerse al frente de este relato más que interesante e igual de provocador que el opus de Vinterberg que, a través de su mixtura de géneros y sus personajes de dudosa moralidad buscan llevar al espectador a un lugar de incomodidad y sorpresa constante. El largometraje sigue a Markus (Mikkelsen), un militar que se encuentra en una misión lejos de su casa, y tras incumplir una promesa a su hija Mathilde, sumado a una serie de cuestiones del destino, tanto ella como su esposa se toman el subte donde ocurre un trágico accidente. Al enterarse del fallecimiento de su pareja y que su hija salió ilesa del incidente, Markus vuelve a su casa para intentar recomponer la delicada relación con ella. No obstante, si bien todo parece ser una suma de extrañas y fatídicas coincidencias, Otto (Nikolaj Lie Kaas), un experto en matemáticas y pasajero del tren destruido aparece en la casa del militar junto con sus excéntricos colegas, Lennart (Lars Brygmann) y Emmenthaler (Nicolas Bro), convencido que no se trató de un accidente sino de un posible atentado. Es así, que Markus en pleno duelo y fuera de sus cabales comienza una investigación con estos extraños colaboradores para ver qué fue lo que realmente ocurrió. De esta forma comienza un revenge thriller, desenfrenado, políticamente incorrecto y lleno de humor que busca no solo deleitar al público mediante sus entretenidas, crudas y bien delineadas escenas de acción sino que además, intenta reflexionar sobre el duelo, la violencia y la intolerancia preponderante en la sociedad occidental. Por otro lado, la película expone sus atractivas ideas sobre la llamada teoría del caos y la búsqueda calculada de coherencia del ser humano en todas las cuestiones para después, en ultima instancia, revalorizar o al menos dejar abierta la posibilidad de que exista una imprevisibilidad y una serie de coincidencias que no están del todo fundamentadas por un determinismo matemático exacto. Dicho de esta forma puede sonar un poco pedante o incluso hasta aburrido, pero no hay nada que se encuentre más lejos de lo que termina manifestando el film con un trabajo de guion extremadamente cuidado haciendo que cada pieza y cada giro este cargado de sentido y una conexión tan calculada como si se tratara de un mecanismo de relojería. Algo parecido a lo que abordan los personajes de Otto, Lennart y Emmenthaler en sus conflictos personales, con la precisión matemática que siempre buscan. La trama principal está muy bien acompañada por los conflictos secundarios que no desentonan o resultan inconexos, sino que le agregan dimensión tanto a sus personajes como a ella misma. Mikkelsen demuestra otra vez su versatilidad actoral para componer a un personaje bastante alejado en su accionar a su obra precedente pero igual de controversial. Asimismo, Bro, Kaas y Brugmann generan una química envidiable en pantalla y se encuentran maravillosamente en sus roles secundarios. «Riders of Justice» es una película realmente maravillosa que no solo logra equilibrar de forma estupenda el humor, con la acción y el drama, sino que le agrega una cuota de ingenio e irreverencia bastante fresca y actual. Un film potente e incómodo que poco a poco encuentra una estructura narrativa perfecta dentro del caos y la provocación que busca imprimirle el director. Algo que emula y representa a la perfección a la temática tratada. Una propuesta cinematográfica imperdible que se asienta con el tiempo y merece ser analizada con detenimiento.