Infima pero con Bridges Se podría acusar rápidamente a El dador de recuerdos de ser un subproducto de la estela comercial que está dejando Los juegos del hambre y la maquinaria de cine para adolescentes, y de algún modo es así, aunque deberíamos concederle que la novela que le da origen ya cuenta con más de veinte años de existencia. De todas maneras, lo que tiene para contar es también una derivación aguada de algún argumento que George Orwell desechó. Al igual que sus hermanas y primas (Los juegos del hambre y Divergente, respectivamente), El dador de recuerdos nos muestra cómo la civilización ha devenido en comunidades pequeñas súper-controladas, cuyos miembros viven bajo la opresión del gobierno, la aceptan mansamente aludiendo a un pasado catastrófico antes de ese orden. La organización social es simple y de considerable arbitrariedad, basada en unas jerarquías indiscutibles. Agreguémosle a este fascismo con la estética de Apple unos poderosos inhibidores de emociones y recuerdos, que es de lo que viene a hablarnos la película de Philip Noyce (Sliver, El coleccionista de huesos, Agente Salt entre otras). Porque bueno, el prejuicio en el que está basada la sociedad de El dador de recuerdos es que el ser humano suele ser malo e imbécil por culpa de las emociones y los recuerdos traumáticos. Por lo tanto, sólo unos pocos privilegiados atesorarán la sabiduría de la humanidad para utilizarla cuando sea necesario. Lo que salva a El dador de recuerdos es el espacio que le da a la especulación, llevado adelante por el personaje del monumental Jeff Bridges (el dador en cuestión), quien además es productor del film y actúa grandiosamente. Con un presupuesto corto, las secuencias de acción escasean, y Noyce se regodea en hacer hablar al dador con el protagonista Jonas (un correcto Brenton Thwaites), que viene a ser el receptor de esos recuerdos tan mencionados. Claro que aquí se hace filosofía barata y las conclusiones son demasiado obvias, pero se le puede rescatar a este pequeño film la capacidad de entretener y reflexionar (mínimamente, repito) a partir de diálogos y discusiones bien ejecutados. No hay desperdicio al ver a Bridges transmitir su sabiduría con palabras. Y luego, el problema es lo poco que se profundiza, lo mucho que se subraya y la necesidad de un mensaje digerido para adolescentes. Por suerte el protagonista llega a la reveladora conclusión de que mentir y matar sistemáticamente como política de Estado está mal. El dador de recuerdos se inscribe en aquella tradición de la ciencia ficción que pretende especular qué sucedería si se rompieran ciertos límites éticos como la eugenesia o la eutanasia, o transmitir partidos con hinchada visitante. Por supuesto que es parte de la segunda división de ese tipo de ciencia ficción y nos hace sospechar que este mundo necesita de más Bradburys. Por último, queda para decir que si juntamos Tron: el legado, RIPD y El dador de recuerdos ya podemos estar hablando de un subgénero que se podría llamar algo así como “películas intrascendentes con un Jeff Bridges viejo que da cátedra”.
Falaz En mayo, mediante su productora San Telmo producciones, Gabriel Balanovsky había estrenado Mujeres con pelotas, un documental que retrata el trabajo de Mónica Santino al frente de los grupos de fútbol femenino de Las aliadas, en la Villa 31 y el Centro de la Mujer en Vicente López. En la crítica publicada en FANCINEMA el 8 de mayo, la cual puede leerse acá, Rodrigo Seijas señalaba lo irreprochable del trabajo de Santino pero también la ineptitud de los realizadores para sostener desde la forma, la bandera del documental sobre la lucha contra discriminación de género. Al final de su nota Borrando la violencia de género, publicada en Página/12 el 16 septiembre, Luciana Peker escribe: “el primer film de Gabriel Balanovsky fue Mujeres con pelotas, en donde retrata el excelente trabajo de Mónica Santino al frente de los grupos de fútbol femenino de Las aliadas, en la Villa 31 y el Centro de la Mujer en Vicente López. Balanovsky no tuvo el tacto o el tiempo (en seis años) de contarle a Mónica -desde 2008, cuando la conoció- que la película iba a formar parte de una saga ideológica en base a su concepto de discriminación de género, en donde los agresores serían colocados como discriminados”. Es interesante ver cómo este párrafo de la buena nota de Peker complementa los argumentos que Rodrigo había esgrimido en contra de Mujeres con pelotas sin saber siquiera de la existencia de Borrando a papá. Sin duda estamos ante una saga ideológica basada en prejuicios que, sobre todo en este documental, se muestran más insidiosos que nunca. Borrando a papá es un film vergonzoso en varios niveles. Ya señalamos en principio los problemas con la visión de la violencia de género que plantea, pero además podemos agregar la torpe y obvia manipulación que hacen de los testimonios y el material que utilizan para la estructura del film mediante el montaje que, por momentos, hace acordar a los peores informes de algún programa de Diego Gvirtz o a Bendita TV. Y ni hablar del cinismo mediante el cual va construyendo su discurso que pretende convertir en víctimas a quienes por lo menos estadísticamente casi nunca lo son. También podemos hablar del uso del recurso, cuanto menos cuestionable, de la cámara oculta que siempre deja indefenso al que está siendo engañado, y a poner en situación a los padres-víctimas que siempre hablan a punto de quebrarse y llorar con una sobreactuación ridícula. No habría problemas con Borrando a papá si, por ejemplo, sus realizadores se hubieran limitado a profundizar en los casos donde por desidia, burocracia o la simple mirada parcial de los responsables, algunos padres se hayan visto injustamente alejados de sus hijos. Sin embargo, así como está planteado, con verdades a medias, con la manipulación de los testimonios, y sobre todo la ridiculización de las pocas voces que aparecen en pantalla en contra de la tesis del documental, lo que Borrando a papá denuncia es inevitablemente falaz.
Tornados de esta época Es difícil resistir a la tentación de decir que cada época tiene la película de tornados que se merece, pero la verdad es que dicha frase es absolutamente falsa y si de algún modo se acercara a la verdad debería valer para todos los géneros y subgéneros. Sin embargo, podría servir para llegar rápidamente a la comparación de En el tornado con Twister, la superproducción de cine catástrofe de los noventa cuyo principal atractivo a priori era su impresionante apartado de efectos especiales, de hecho si no recuerdo mal era promocionada como la Jurassic Park de las películas de tornados (¿?). Y sí, En el tornado es de algún modo la Twister de nuestra época, es cine catástrofe con presupuesto relativamente alto que apuesta sobre todo a la espectacularidad de sus efectos especiales y que entretiene mediante la suma de escenas cada vez más intensas. Pero allí terminan las similitudes, porque el director Steven Quale no logra jamás darle el grosor suficiente a los personajes y a las relaciones entre ellos, todo es cartón y papel, son muñecos puestos allí para hacernos dudar si el tornado se los va llevar o no; si fuera por mí el tornado gigantesco podría haber borrado el pueblo completo, tal es la empatía que generan los seres humanos esbozados por Quale. En el tornado suma dos vicios de esta última década, la utilización del recurso de la cámara en mano y el abuso constante de los efectos digitales. Lo primero lo recordamos del El proyecto de Blair Witch, fue convertido en subgénero luego de Actividad Paranormal, y ahora ya es un recurso generalmente utilizado para dar la sensación de realidad cruda que algunas películas requieren o si no porque queda lindo y sirve para vender gopros como parece ser el caso de En el tornado. Nosotros espectadores somos convertidos en una conciencia saltarina que va de cámara casera en cámara casera según el montaje lo requiera (por alguna razón que soy incapaz de aprehender en nuestro presente todo filma), esto seguramente tiene alguna implicación filosófica que no nos interesa a los fines de seguir analizado esta cosa. Entonces la historia se va desarrollando con imágenes obtenidas desde celulares, cámaras de fotos, cámaras ¿comunes?, gopros, etcétera, hasta que de repente el director necesita un plano muy abierto e increíblemente injustificado para mostrar cómo el tornado destruye un aeropuerto del que no hemos tenido noticias anteriormente y en el que no se encuentra ningún personaje que nos interese. Ahí sí se filma con una cámara convencional desde un punto de vista convencional. Todo lo cual demuestra que la arbitrariedad es la lógica de nuestros tiempos. También tenemos el tema de los efectos digitales el cual se reduce a que Steven Quale no es Spielberg o Cameron. Es decir, no es alguien que entienda del todo cuál es el límite entre lo que debe ser construido en un estudio y lo que debe ser inevitablemente digital, por lo cual amplias porciones de En el tornado se ven demasiado artificiales o no superan a Twister que fue filmada hace 18 años. Lo que intento decir es que En el tornado entretiene pero no es capaz de superar a Twister en el único apartado en que debió hacerlo tan sólo por edad, los efectos visuales, y aunque no sé cuál es la conclusión de esta observación intuyo que no puede ser bueno.
Besson canta la posta Luc Besson se levantó un día con más pretensiones que de costumbre. Pretensiones al estilo Hermanos Wachowski con esa idea de que el cine está hecho para explicar filosóficamente el universo. Entonces junta todos sus prejuicios científicos, como la idea de que el ser humano usa sólo el 10% de su cerebro o su curiosa interpretación de la teoría de la evolución que implica el concepto de inmortalidad (¿?) y le dice a Morgan Freeman que lo explique a cámara. Mientras tanto, en Taipei, capital de facto de la República de China y nueva capital de la colonización cultural, vemos a una chica con pocas luces interpretada por Scarlett Johanson y que se llama Lucy, que comete un par de errores imbéciles que hacen que termine siendo utilizada como mula para transportar en su vientre medio kilo de una droga nueva que luce escandalosamente parecida a la metanfetamina azul del querido Walter White de Breaking bad. La bolsa se rompe e ingresa en el torrente sanguíneo de Lucy una gran cantidad de sustancia azul que por alguna razón en lugar de matarla hace que pueda usar su cerebro al máximo y adquirir poderes como inmiscuirse en las redes 4G o paralizar a las personas. Y esto es sólo la premisa inicial. En adelante se sucederán una cantidad casi ilimitada de arbitrariedades inverosímiles, y sí, estará quien me pregunte por qué aceptamos que un suero transforme a un pelele en el Capitán América y no nos gusta que una droga transforme a Lucy en alguien poderoso, y yo le respondería que Besson hace trampa porque pretende explicar todo lo que sucede mediante la ciencia -en realidad con lo que él sugiere que es ciencia-, dándole a todo un aire de solemnidad muy extraño si pensamos que en la escena siguiente aparecerán un montón de mafiosos taiwaneses estereotipados a los gritos, tirando misiles a una puerta de madera perfectamente regular y sin ningún refuerzo. Besson pretende transmitirnos constantemente el valor del conocimiento, esa idea ridícula y gastada que suena bien acerca de que la redención del ser humano se alcanzará mediante el saber científico. Filosofía de hace cien años que sonaba interesante para una civilización que no había vivido algunas cosillas como el Holocausto y la bomba atómica. Mientras estaba viendo Lucy, me aterró pensar la posibilidad de no estar entendiendo el mecanismo de la película, porque no me estaba gustando y sentía que Besson se estaba moviendo en el límite entre el entretenimiento despreocupado y disparatado y la pavada Wachowski. Entonces pensé en Lucy, personaje cuyas acciones jamás están justificadas. Cuando era común, era manipulable y tonta. Cuando adquiere poder, se convierte en un ser sentencioso, salvaje y sin alma. Luego pensé en Milla Jovovich y los personajes con capacidades diferentes que Besson le hace interpretar en Juana de Arco o en El quinto elemento. Me dije que Luc tiene algunas cuestiones ideológicas que resolver, sobre todo con respecto a las mujeres que aparecen en su obra. Así que yo, que también tengo algunas cuestiones ideológicas que resolver, no me voy a avergonzar tanto si me equivoco cuando digo que Lucy sólo cumple el cometido de entretener mínimamente, pero que en general es una injustificada pelotudez.
No me llame más Los call center son el mal, el ejemplo ineludible a la hora de hablar del trabajo precario, así como Bilardo lo es para el fútbol berreta y tramposo. No se puede no sentir empatía con los trabajadores de esos lugares, de ahí el principal atractivo a priori de Córtenla. La propuesta es simple: exponer la problemática de los empleados de los call center, denunciar a los responsables y llamar a que los trabajadores se organicen porque es la única manera de lograr mejoras en un ambiente laboral pésimo en el que están desamparados. El principio es lo que mejor funciona narrativamente, donde el director Ale Cohen se dedica a describir las condiciones laborales de estos lugares a través de los testimonios de algunos ex-trabajadores. El recurso de mostrarnos a los entrevistados hablando por teléfono mientras cuentan sus experiencias es innecesario y confuso, porque a veces parece que hablaran entre ellos y otras a un entrevistador invisible, una falla menor pero que distrae. También se nos presentan imágenes un poco clandestinas de algunos congresos donde gerentes, supervisores y la patronal en general comparten alegremente sus ideas para aumentar beneficios y maximizar las explotaciones posibles. Luego veremos entrevistas directas a algunos de esos seres despreciables que dirigen estas empresas repitiendo un palabrerío vacío e histérico, slogan tras slogan ridículo y, sobre todo, con un cinismo descontrolado. Imagino que los realizadores han omitido poner los nombres e información sobre todo aquel que aparece en el documental para evitar problemas de toda índole. Sin embargo, esto le resta un poco de fuerza como material de denuncia aunque no desvía el foco de lo que parece ser el objetivo principio del film: movilizar. Por otro lado, lo que peor funciona y es un relleno innecesario, es la ficción que se intercala en medio de lo editado: la historia de una mujer mayor que intenta reinsertarse en el mercado laboral entrando a trabajar en un call center. No sólo se ve artificial sino que contiene un montón de gags sin timing y lo peor es que está construido sobre una montaña de lugares comunes y prejuicios que es algo que no debería aparecer en un film que ataca la ideología de los prejuiciosos garcas que manejan los call center. Entiendo que los supervisores, esos forros sinérgicos, esos “asertiboludos” deben ser bastante parecidos al que aparece aquí molestando a la protagonista, pero eso no da derecho a construir una historia con tal nivel de maniqueísmo. Hacia el final Córtenla empieza a convertirse en panfleto y es cuando menos interesante se vuelve, no porque no sea importante el mensaje que quiere dejar y machacar -los trabajadores tiene que organizarse y defenderse porque el sindicato está caduco y la patronal es una mierda-, sino porque pierde el eje de la narración en pos de la innecesaria repetición de algunas ideas que quedaban claras desde el principio. Decíamos que es difícil no sentir empatía con la problemática de los trabajadores en condición precaria, pero además podríamos agregar que es difícil no odiar a los imbéciles que manejan estos negocios, cínicos -a nivel de Mourinho- que son lisa y llanamente unos explotadores.
Estiramientos Locos por las nueces es de esos artefactos que nos llevan a preguntarnos: ¿por qué el talentoso de Will Arnett tiene que hacer esto para sobrevivir?; ¿por qué Liam Neeson sólo puede interpretar republicanos con relatividad moral?; ¿cuál es la enfermedad degenerativa del cerebro que acosa a Brendan Fraser?; y ¿por qué es imposible empatizar con algún personaje interpretado por Katherine Heigl? Pero Locos por las nueces también sirve para ilustrar las dos facetas del director Peter Lepeniotis, alguien que filma con absoluta naturalidad una persecución a toda velocidad que incluye policías y ladrones a los tiros y un montón de animales de parque norteamericano, y que a su vez tiene enormes problemas para unir dos líneas de diálogos decentes, y construye unos personajes un tanto reaccionarios, o de moral reprobable, o innecesariamente malos. Surly Squirrel (2005), el corto en el que está basada Locos por las nueces, es un cuentito de pura acción filmado con criterio, que entiende sus limitaciones técnicas y que hace avanzar la trama al ritmo del movimiento físico de los personajes. No es una obra maestra pero funciona muy bien. Al momento de estirarlo, Lepeniotis invierte la dirección de los protagonistas, convierte a Surly de villano simpático e irredimible en villano que se redime y se convierte en héroe, y a su antagonista Raccoon, que era un tipo despreocupado pero con sentido de bien común, en un maquiavélico déspota claramente interpretado por Neeson. También agrega un montón de personajes cómicos, todos sin timing y que no trascienden el lugar común, como un topo con problemas de vista y el tipo lindo y musculoso que también es cobarde y medio tonto. Hay quien podrá decir que este es un producto para chicos que no necesariamente se detienen a reflexionar acerca de las implicaciones políticas de las acciones de Raccoon. Rápidamente podemos responderle que Ratatouille (ya que estamos con roedores) también es un producto pensado para el mercado infantil y al mismo tiempo es una de las mejores películas de los últimos 30 años. Pero seamos buenos y comparemos a Locos por las nueces con, por ejemplo, Metegol: ahí sí sale ganando, porque por lo menos resuelve bien la continuidad espacio-temporal. Sí, todavía no me olvido de lo mala que es Metegol. Tanto se nota el estiramiento al que ha sido expuesta esta historia que, por momentos, no puede evitar caer en el aburrimiento, o mejor dicho, en la rutina que no es compensada luego con las secuencias de acción, que son buenas pero no espectaculares. Además, no se termina nunca de cerrar la moraleja que tanto se esfuerza en construir Lepeniotis. Igual, yo aprendí gracias a Raccoon que no hace falta ninguna razón para querer someter a una población a través de la hambruna y también aprendí gracias a Surly que hay que ayudar a los más débiles, siempre que nos esté viendo la chica que nos queremos levantar.
Empezar a dejar de ser Los indestructibles es un concepto al que se aferró un Sylvester Stallone que en 2010 estaba de vuelta de estar de vuelta. Ya había vuelto a hacer Rocky y Rambo (una buena y una fea) y sobre todo había hecho olvidar un poco algunos de esos desastres que casi terminan con su carrera. Los indestructibles es un chiste tamaño familiar que viene a decirnos: nosotros somos los desechables de USA, nosotros hicimos las películas que amaban en los 80 y que ahora tildan de fascistas, ahora vamos a hacer explotar todo de nuevo. Con una primera parte divertida, aunque algo irregular, que se la pasaba subrayando el chiste de la vejez de los protagonistas; una segunda parte extraordinaria, de narración más fluida y con chistes más disparatados (imposible olvidar la aparición de Chuck Norris, debe ser lo mejor que ha hecho Simon West); esta tercera parte queda un poco relegada al status de episodio simpático, primero porque nunca logra la espectacularidad y el desenfreno de la segunda parte y también sufre el desgaste lógico de una propuesta que ya no es novedad, sobre todo cuando religiosamente se estrena una cada dos años. Uno de los principales atractivos a priori de esta franquicia son sus exagerados elencos, en este caso con una cantidad ridícula y despareja de grandes glorias. Por ejemplo el gigantesco Harrison Ford que viene a reemplazar al personaje de Bruce Willis, con quien Stallone (el que dirige toda la batuta) tuvo algún fuerte entredicho, que mas allá de hacer unos cuantos chistes que funcionan a la perfección da la sensación de estar cargando dolorosamente sus 72 años. De hecho, en su estructura, Los indestructibles 3 es: una buena secuencia inicial, una mejor secuencia final y en el medio Stallone dialogando con sus estrellas invitadas, un casi insoportable Banderas, un más amable y divertido Kelsey Grammer. Los indestructibles 3 a diferencia de sus predecesoras se sostiene casi exclusivamente en sus estrellas, lo cual es entendible si se piensa que es la que más actores reconocidos acumula. Es excelente cada aparición de Wesley Snipes que entiende la dinámica de estas películas a la perfección, pero quien está mejor que todos es Mel Gibson que hace un malo despreciable y tiene un buen combate mano a mano con Stallone. Se agradece esta vocación de Mel Gibson por burlarse de su bien ganada fama de ser despreciable con talento. También hay que mencionar la buena predisposición de Schwarzenegger que a esta altura hace de actor que no sabe actuar (lo cual es mentira sabe actuar y ha hecho grandísimas películas) y tiene ridículas participaciones con algunos buenos chistes fuera de timing. El resto del elenco son el viejo equipo de Barney (Stallone) con el siempre rendidor Statham a la cabeza, y el nuevo equipo, un montón de jóvenes ignotos e intercambiables para futuras continuaciones de la saga. Es momento de decir también que Los indestructibles como idea han entrado ya en la zona de la duda. Puede pasar que se sigan haciendo por un tiempo más episodios parejos y simpáticos, y en algún momento desaparecer más o menos dignamente; o los puede alcanzar la decadencia como tanto a sucedido en la carrera de Stallone y terminar con alguna desastrosa cuarta o quinta parte. La esperanza es volver a ver lo que hicieron en la segunda. El bueno de Sylvester ha sufrido públicamente el paso del tiempo, como Bianchi, como Riquelme, y como los hinchas de Boca y como todos en general, nadie quiere dejar de ser, ni glorioso, ni campeón, ni casi nada.
Demonios como entretenimiento Podríamos decir que Scott Derrickson es un director sólido, alguien con cierto criterio que ha obtenido sus mejores resultados en el género de terror. Sinister ha recibido buenas críticas y El exorcismo de Emily Rose, en su momento, fue una buena actualización de las películas de poseídos que llenaba el vacío que habían dejado las horribles precuelas de El exorcista. Estamos filtrando su horrible versión de El día que la tierra se detuvo y preferimos no saber nada de Hellraizer V. Sin embargo, Líbranos del mal lo deja bien parado porque, aún con sus fallas e incongruencias, no olvida nunca el objetivo de entretener. No es ninguna novedad que Líbranos del mal es en principio una mezcla de géneros, concretamente un policial con elementos sobrenaturales, y más concretamente aún, es la historia de un policía que investiga un crimen cuyos sospechosos están poseídos por algún demonio. Sarchie (Eric Bana) es ese policía que por supuesto tiene un pasado oscuro, tiene un gracioso compañero, Butler que es interpretado por el bueno de Joel McHale (Jeff Winger de Community) y Edgar Ramírez interpreta al exorcista de turno llamado Mendoza (nombre que debería ser abolido desde el chiste clásico de Los Simpson), una especie de lugar común mezclado con John Constantine y cuyo rol principal es explicar todo lo relativo a demonología a Eric Bana y a nosotros. Derrickson encuentra el tono de Líbranos del mal en la exageración, aplica un ritmo trepidante al relato (por momentos apurado) que no deja procesar del todo lo que está pasando, y que -sin embargo- nos introduce toda la información necesaria de manera bastante ordenada. En el momento de presentar lo sobrenatural, este director no se anda con sutilezas, desde El exorcismo de Emily Rose que maneja bastante bien el combo suspenso-susto y debe ser de los que más comprende cuándo asustar y cuándo dejar pasar la oportunidad. Además siempre utiliza sustos sustanciales, no vamos a ver acá una sombra mal interpretada subrayada por música exageradísima; cuando Derrickson asusta apela directamente a mostrar algo horroroso y contundente. Los problemas de Líbranos del mal empiezan luego de la mitad cuando Derrickson no se decide en cómo dosificar las subtramas y desarrolla los conflictos apelando a puros lugares comunes y cayendo en ciertas lagunas. Por ejemplo: Joel McHale desaparece un rato largo sin demasiadas explicaciones, Edgar Ramírez pasa a ser, de repente, un coprotagonista, los convencionales problemas familiares del personaje de Bana toman un protagonismo dentro del relato principal demasiado forzado. Pero Derrickson no deja escapar la tortuga, y acomoda todas las piezas hacia el final para cerrar con un exorcismo guarango y memorable que nos salva del mal y del tedio a la vez.
Basta del fin del mundo Los argentinos solemos presumir y estar orgullosos de unos cuantos lugares comunes, tenemos los cuatro climas, el mejor jugador de la historia y el sur de nuestro país es el fin del mundo. Unos cuantos autores cuya obra se relaciona con la Patagonia sucumben a la tentación de incluir el definitivo “… del fin del mundo”. Pero no vamos a culpar de este abuso a la directora Lucía Vassallo porque si vas a hacer un documental sobre la cárcel de Ushuaia no te queda más opción que ponerle La cárcel del fin del mundo. El documental arranca con una obra de teatro vivencial (los espectadores protagonizan la obra) que cuenta cómo era la llegada de los penados al presidio y da una mirada general de cómo eran las condiciones de vida allí. Todo esto alternado con planos estáticos de la cárcel hoy en día, a los cuales se les superponen fotos antiguas y algunos ruidos de metal de los grilletes y puertas cerrándose, y una voz en off que va contextualizando las imágenes. Da la sensación de que Vassallo pretende amalgamar un par de estilos de documental y algunos cuantos recursos narrativos, sin embargo, en el armado general se le notan las costuras. Por momentos la utilización de las imágenes de archivo, la voz en off y los testimonios remiten a los documentales televisivos de History Channel, hay una sobreactuación de la afectación que produce el paisaje sureño, y se subrayan constantemente palabras como melancolía, soledad, frío. Este tipo de documental requiere una total pasividad del espectador que sólo recibe información, no se lo invita a explorar la historia por lo que si no interesa mucho el tema a priori, La cárcel del fin del mundo se puede volver algo tediosa. Aunque también se le podría achacar cierta reiteración de conceptos y alguna falla en la dosificación de los materiales expuestos con voz en off, como algunos poemas y entradas de diarios de los internos, también vale la pena mencionar el buen trabajo de documentación que tiene la película, que hacia el final termina encarrilando la historia y logrando un buen cierre con algunos testimonios interesantes y retratando con fidelidad el presente del penal de Ushuaia. Una discreción final, quien esto escribe nunca tuvo una prolongada estadía en los confines sureños de nuestro país, pero si ha logrado sentir por un ínfimo segundo el silencio eterno que puede devolver la Patagonia, seguramente sea uno de los lugares más magnéticos del mundo, y sin embargo hay que dejarnos de robar dos años con llamar a ese lugar “el fin del mundo”. Porque, algún día va a venir George Romero a filmar a Rio Gallegos y le va a poner a su película Los muertos vivos del fin del mundo y ya nada tendrá sentido.
Al César lo que es del César Es difícil elegir sobre qué punto detenernos a hablar cuando una película es realmente excelente, cuando un relato funciona a muchos niveles, como dijo alguna vez Homero Simpson en su faceta de crítico cinematográfico. Para empezar, digamos que El planeta de los simios: confrontación es un ensanchamiento y una profundización de la figura de César, el simio protagonista de la primera parte de esta nueva saga, que aquí vemos convertido en una gigantesca figura trágica, un actor trascendente en la reconfiguración de un nuevo orden mundial que surge a pesar de sus deseos y anhelos morales. Así como vimos el origen de César, que equivalía al origen del planeta de los simios en la primera entrega, aquí veremos cómo pasa de ser el líder, y casi gurú espiritual de la nueva población simiesca, a directamente volverse un prócer, convirtiendo a la historia contada en El planeta de los simios: (r)evolución en una parábola fundacional para niños y personas de espíritu simple, más o menos como el génesis bíblico. Matt Reeves (Monstruo, Déjame entrar) se toma todo su tiempo para que entendamos qué clase de persona es César y cómo está conformada la sociedad de chimpancés. Con una breve introducción le alcanza para decir qué fue de los humanos y entonces rápidamente tenemos el encuentro entre ambas especies, con todo lo que ello implica: choque de culturas, desconfianza, racismo. Pero Reeves tiene vocación de romper con lo que se podría esperar; en vez de mostrar a los humanos malos y corrompidos, y a los simios naturales y buenitos, veremos las ambigüedades de ambos bandos y cómo las cosas están dadas para un inevitable desastre, a pesar de las buenas intenciones de los humanos y simios protagonistas. Por suerte, el director no se detiene allí, entiende que debe dejar de lado el desarrollo de la historia de los humanos supervivientes que son la raza en extinción, son los que se van, y que lo que importa son las acciones de los potenciales nuevos dueños del mundo. Aquí es cuando la película se vuelve más política todavía: comienzan las escaladas de violencia, la lucha de poderes, los cambios de liderazgo y la explosión de las contradicciones. Surge César (nunca mejor dicho) como animal político, una especie de súper-Mandela combativo, cuando entiende que no alcanza con las promesas utópicas, las buenas intenciones y, si se quiere, el amor por lo que es, sino que en las sociedades juegan los intereses diversos, la venganza, el odio y a veces también la sed de sangre colectiva. En el medio quedan rondando un par de ideas incómodas e interesantes acerca de la inteligencia y el racismo. En el film, la inteligencia es una ventaja evolutiva circunstancial y como tal es imperfecta e insuficiente para alcanzar los ideales de paz y armonía. Además, la inteligencia puede servir para eliminar ese instinto primario de desconfiar del diferente pero poco pueden hacer por aquello seres, que con absoluta comprensión de quien está en frente, han elegido odiar como última esperanza o sólo por un interés particular. Es decir, el racismo no es sólo ignorancia. También, muchas veces, es una elección bastante consciente. De más está decir que Reeves nos cuenta todo esto con maestría, hay menos cantidad de acción que la esperable, pero la que hay es de factura impecable y hay tantos y tan buenos momentos de tensión que hubiéramos deseado que la película durara más. Al respecto, una digresión matemática: Michael Bay necesitó 164 minutos para contarnos sobre Optimus Prime, el líder de los autobots en la saga Transformers, que todavía sigue siendo un inepto que resuelve todo masacrando sádicamente a sus oponentes y gobierna a sus seguidores sólo porque es más fuerte y porque lo legitima una mitología incomprensible que nadie (ni siquiera Bay) se detuvo a entender. Con los 130 minutos en los que Reeves nos cuenta de César a mí me alcanza para, llegado el caso, abrazar una granada que le caiga cerca con tal de que no lo lastime a él, a su familia, o al genial orangután Maurice.