Deporte, infelicidad y tragedia Bennet Miller parece haber encontrado en el universo del deporte profesional un semillero de historias trascendentes que vale la pena que sean filmadas. Si con El juego de la fortuna consigue una historia de triunfo épico de esas que inflan el pecho, con Foxcatcher logra una tragedia de tono operístico y amargura angustiante. Antes de que se desarrolle la historia de la tormentosa relación entre John Du Pont (Steve Carell) y Mark Schultz (Channing Tatum), el prólogo de Foxcatcher es sobre un tema típico de las historias cuyo centro es el deporte, y es la ingratitud del profesionalismo y el alto rendimiento. El deporte se lleva lo mejor de la juventud y el cuerpo de los atletas, esos individuos que explotan al máximo capacidades que nunca volverán a tener. Hay una frase que le debemos atribuir a Marcelo Bielsa porque es el último que la dijo públicamente (bueno, en un video de YouTube) pero que seguro es de Schopenhauer: “ser el mejor te quita felicidad” le decía a un joven defensor del Olympique de Marsella. Pensemos en Juan Román Riquelme, hombre que con toda seguridad sabe que está viviendo sus últimos tiempos como futbolista profesional activo, y que además a pesar de su lenguaje corporal se la pasa afirmando que es feliz (ok, “felí”), pero que nunca termina de cerrar esa etapa. La presión y depresión de ser el mejor y luego dejar de serlo inmediatamente, y también la posibilidad de llegar al máximo de nuestras capacidades y aún así no lograr nunca ser el mejor, de eso habla en principio Foxcatcher. Luego la película empieza a contar otra cosa, la historia de una amistad construida por la unión de dos almas con muy baja autoestima: la relación que mantuvieron durante un tiempo John Du Pont y Mark Schultz y por extensión Dave Schultz (Mark Ruffalo), un trío con la dinámica de un triángulo amoroso y cuyas interacciones conducirán a la tragedia. Aquí nos encontramos con un punto débil de Foxcatcher, que son las actuaciones: más allá de su efectividad no terminan de convencer. Carell no falla casi nunca en general, pero en Foxcatcher está un tanto exagerada su impostación. El Mark Schultz de Tatum está al límite de la competencia mental y además camina como un muppet; y Mark Ruffalo es tan natural siempre que parece mentira. El punto es que ninguno de los tres da enteramente en la tecla. Ya que estamos en la zona negativa de la crítica, mencionemos el otro punto débil del film que es el ritmo. Foxcatcher no aburre pero el pulso que Miller acostumbra es demorado y cuando repite cierta información, puede llegar a molestar un poco. Por ejemplo, subraya innecesariamente que John Du Pont tenía una relación difícil con su madre y que en el fondo era un niño que buscaba aprobación. Por suerte estas fallas no terminan empantanando el resultado final: la extrañeza se transforma en patetismo, y el patetismo en inevitable tragedia con una solidez que no puede menos que causarnos angustia y amargura. A veces los mejores también ganan arañando en el final y creo que ese es el caso de Bennet Miller y su Foxcatcher.
La misma de siempre (feliz 2015) VOLVER AL FUTURO El siguiente dato es conocido por todos -si hasta los súper intelectuales del suplemento Radar de Página/12 se hicieron eco de la noticia-, pero hay que mencionarlo: 2015 es el año al que va a parar Marty McFly en Volver al futuro 2, sin dudas un año fundamental para una generación como la mía (los que rondamos los 30) que crecimos con aquella maravillosa obra maestra de todos los tiempos. El comienzo de este año me alcanzó mirando Ouija… esperemos que vaya mejorando con el correr de los meses. IDEAS Nunca jamás jugar con la tabla Ouija, ni el más criollo juego de la copa ha sido una buena idea. Esto ya deberíamos saberlo tanto los espectadores como los protagonistas de las películas: no hay que joder con los espíritus, porque a pesar de que no existen existe la sugestión, y también los infartos. Me niego a repetir aquella frase superficial y arbitraria acerca de la “falta de ideas de Hollywood”. Sin embargo, no se puede negar que Ouija es la misma película de fantasmas de esas que se hacen varias por año. No hablo de la variación de una idea, ni de un subgénero, hablo de la misma maldita película, con el siguiente esquema: personaje se comunica con un espíritu que embruja su casa, se indaga en el oscuro pasado del espíritu y se resuelve el trauma que lo convirtió en fantasma: en un final abrupto nos damos cuenta que el fantasma no se ha ido y que volverá en futuras secuelas. BUUUIJA ¿Hay algo rescatable en la película de Stiles White? Bueno, sí, no es un desastre absoluto porque logra algún buen susto sin abusar de la trampa de agarrar desprevenido al actor. Además, no se detiene a explicar demasiado la tontería que es el guión y mantiene un ritmo aceptable y sostenido. El problema es que estos logros modestos no terminan de salvar a una película que no es autoconsciente, no tiene sentido del humor y ni una mínima pizca de originalidad como mencionábamos al comienzo del texto. Y aclaramos: no buscamos la originalidad como meta, sino más bien como algún valor agregado ínfimo que en algún momento nos haga recordar esta película de entre el confuso océano de las películas de fantasmas. Ouija no lo tiene y desaparecerá sin pena ni gloria, aunque seguramente luego de vender muchas entradas porque por alguna razón vamos mucho al cine a ver cualquier cosa de terror que se estrene. FANTASMAS Este es un año electoral, en el cual nos visitará el fantasma de la dictadura, el fantasma del kirchnerismo, la vieja decrépita que es la democracia, y fantasmas menores como Massa y demás. Dada la situación propongo que dejemos la conducción del país a espíritus invocados mediante la tabla Ouja (copyright Hasbro). Con probar no perdemos más de lo que ya perdimos.
¿Apocalipsis justo ahora? Ojalá El Apocalipsis fuera para Nicolas Cage lo que Terror a bordo (2006) para Samuel Jackson. En principio lo es, ya que la premisa es igual de disparatada: el relato se centra en un piloto (Cage) cuya familia está en crisis y que tiene la mala suerte de que la profecía bíblica del Apocalipsis se empieza a cumplir justo en pleno viaje entre Nueva York y Londres. Sin embargo, la falta de autoconciencia de este engendro demuestra que Nicolas tan sólo es un mercenario y no alguien que se divierte haciendo pavadas. El título original de esta cosa es Left behind, cuya traducción literal es algo así como “dejados” o “los dejados”, y que hace referencia al hecho de que al comienzo del Apocalipsis Dios, en su infinita arbitrariedad, se lleva al Cielo a los que él considera justos. En el caso de la película desaparecen masivamente todos los niños y creyentes fundamentalistas y se quedan todos aquellos que comenten pecados como ser infieles, ser jugadores, consumir drogas o no creer, o ser excesivamente lindos, exitosos, y generosos como el periodista Buck Williams (interpretado por Chad Michael Murray) que inexplicablemente es “dejado” por el caprichoso Dios que domina nuestros destinos, que además es evidentemente vanidoso. De factura televisiva hasta en el más mínimo detalle, desde el plano más intrascendente, pasando por la textura de la imagen, el pésimo CGI y las actuaciones de cartón, El Apocalipsis nunca debió estrenarse en salas comerciales no asociadas al cristianismo, ya que su mensaje de moralina católica berreta es realmente vergonzoso como para que la vea cualquier laico indeciso que ande por ahí. Pero hay que decir que la película de Vic Armstrong no es del todo aburrida, como suele suceder, por ejemplo, con algunas de producciones del canal Sci-Fy. Hay cierto atractivo en la acumulación de disparates que nos tira El Apocalipsis en la cara, sobre todo el aterrizaje de emergencia de manual y el plano final con los tres protagonistas parados en pose señalando el futuro donde vemos la ciudad en llamas. ¡La gran nube de Terminator! Esta película no sólo se carga a Cage sino también a Lea Thompson (la madre de Marti en Volver al futuro) que hace de una creyente recientemente iluminada. Además, hay que destacar a Martin Klebba, que interpreta al enano más insoportable y menos querible de la historia, que junto con Francella en Corazón de León han retrasado la lucha contra la discriminación de las personas bajitas al menos 20 años. Sepámoslo hermanos: el Apocalipsis nos va a agarrar in fraganti así que mejor recemos y gritémosle a los demás que lo que ellos hacen está muy mal. Sólo así nos salvaremos.
Solos en la noche Una queja: esta es la segunda película uruguaya que veo en el año donde la gente toma muy poco mate. Alguna vez estuve en Colonia y pude constatar que los buenos ciudadanos de la Banda Oriental son psicópatas de dicho brebaje. ¡Basta de películas que ocultan la verdad! Si quisiéramos hacer una comparación perezosa y superficial podríamos decir que Una noche sin luna es Año nuevo en clave latinoamericana, pero realmente lo único que tiene en común es que ambas cuentan una serie de historias que tienen que ver y transcurren durante la noche de el último día del año. Es fácil deducir que es el momento en el año donde más expuestos quedan los solitarios, y eso es lo que aprovecha el director Germán Tejeira para desplegar ante nosotros las soledades. Un mago de segunda cuyo bigote es al prototipo del de un montonero, un taxista que es padre separado, y un cantor (Daniel Melingo) en libertad condicional, cuyos días de gloria claramente han terminado; lo tres tienen algún compromiso al que asistir en la noche de Año Nuevo en el pueblo de Malabrigo; los tres intentarán transformar de alguna manera su casi inevitable soledad. Además se ser técnicamente irreprochable, la película de Tejeira tiene la habilidad de saber captar bien los momentos que quiere contar. No se detiene excesivamente en mostrar los rituales cotidianos que nos ayudan a establecer la empatía con los personajes, salvo en el caso de Melingo, por el cual tiene claramente una gran admiración. Y en los escasos minutos que dura su película logra las escenas clave para desarrollar cada uno de los relatos eficientemente. También hay que decir que las historias son desparejas: la del taxista es un tanto cursi y genérica, y hasta los diálogos son artificiales. Las otras dos están mejor construidas, se atreven más al humor, están mejor actuadas y por decirlo de alguna forma, mejor habladas. El final de Una noche sin luna se encolumna detrás de la historia del cantor Miguel Angel, personaje que tiene un halo de gloria anticuada y porte de viejo bohemio que Melingo le imprime a puro gesto sutil y a la vez claramente impostado. Es como si la poesía le pesara, y de algún modo el tango es poesía pesada de un metal herrumbrado difícil de mover de a uno. Esa es la extraña magia de Melingo en una historia pequeña de una película irregular pero que vale un poco la pena.
Un estreno absurdo Regreso del infierno puede ser la última película que alguien vea antes de fin de año. Pobre ser que seguramente ya perdió sus ganas de mirar fútbol con el torneo de 30 equipos: ahora perderá sus ganas de ver películas de terror. Este film de Dallas Richard Hallam y Patrick Horvath es, en rigor, la segunda parte de El pacto, de Nicholas McCarthy, una película del 2012 que en Argentina se estrenó este mismo año. Por alguna razón los genios encargados de la distribución dieron por buena la posibilidad de estrenarlas el mismo año y además ponerle a la segunda un título que de ninguna manera las vincule, imagino que para que la gente no sienta la necesidad de ver la primera antes, un engaño barato que era posible -y hasta viable- en los días inocentes del videoclub, pero que ahora suena a innecesaria pelotudez. La lista de absurdos que merodea la distribución de estas películas es bastante larga. Encima, Regreso del infierno es la clásica película pecho frío, tibia e indecisa. Hallam y Horvath toman el manual enumerado en Scream 2 para las secuelas de terror, y lo desarrollan como si estuvieran empujando la historia desde atrás sin gracia, ritmo o garra. Es decir, como si estuvieran persiguiendo una resolución que nunca llega y que se termina chocando con un final que no puede disimular ser una auténtica pavada. Porque más allá de algún momento de tensión logrado, Regreso al infierno se ahoga en su propia inconsistencia. El pacto original intentaba amalgamar, sin buenos resultados, dos subgéneros más o menos definidos dentro del género de terror: era una de asesinos seriales con temática sobrenatural. Es decir, concretamente, había un fantasma que intentaba salvar a la protagonista de un asesino serial. Regreso del infierno es más de lo mismo, sólo que le agrega una inconsistente trama policial, más la búsqueda de la propia identidad por parte de la protagonista y además, se sugieren una cantidad de posibilidades y misterios a resolver demasiado improbables. Sin contar con las forzadas referencias a la primera parte (personajes incluidos), porque a diferencia de quienes distribuyen esta cosa, a quienes la hicieron sí les importa que el espectador vincule ambas historias. Las películas de terror siguen siendo muy redituables, sencillamente porque la gente va a las salas a verlas. Además, en muchos casos, son baratas de producir y no necesitan demasiada publicidad para tener al menos un éxito moderado. Esta puede ser una explicación para que se hayan estrenado en 2014 tanto El pacto como Regreso del infierno, películas baratas formateadas para el consumo hogareño que no suman ningún atributo en la pantalla grande. Por último, digamos que la sobreexplotación del género y la falta de buenos directores interesados hacen que cada vez tengamos menos películas de terror realmente buenas. El terror ha dejado de ser mainstream y eso se nota.
Lo que hay que saber de la represión La uruguaya Zanahoria es un thriller que intenta capturar y exponer un par de momentos trascendentes de la historia reciente del país vecino. Mientras vemos desfilar en unas cuantas repetitivas secuencias a los periodistas Jorge (Martin Rodríguez) y Alfredo (Abel Tripaldi), y a su extraño informante Walter (César Troncoso), veremos intercalados torpemente bloques de información sobre el pasado y el presente político de Uruguay con un tono dogmático de secundaria que molesta y no le agrega nada a la historia. Está claro que el director Enrique Buchichio intenta desarrollar con Zanahoria una película de suspenso que además diga alguna cosa sobre la dictadura, algo así como Crónica de una fuga (2005), de Adrián Israel Caetano. Por supuesto, se encuentra con una cantidad de dificultades que resuelve lamentablemente con torpeza. Buchichio no recurre nunca a la reconstrucción de algún hecho histórico, o a la acción como lenguaje y motor, o al liso y llano material de archivo, sino que confía en la palabra de sus protagonistas y en un intrusivo televisor que aparece sólo para anunciar cómo van las elecciones donde de seguro ganará el Frente Amplio de Tabaré Vázquez. Entonces nos encontramos con un montón de lugares comunes ubicados entre largos y antinaturales diálogos, para enterarnos de lo hijos de puta que son los torturadores, lo revolucionario que es que gane la izquierda democrática, y la necesidad del juicio y castigo a los represores para reconstruir la memoria. Frases que de este lado de la vida conocemos bien, y que de mi parte considero válidas, pero que metidas a presión en una película como Zanahoria no sólo no le agregan nada a la historia que se pretende contar, sino que además suena a consigna desgastada de esas que ya no implican reflexión sino que sólo están allí por la constante repetición en el tiempo. Hablábamos de lo antinatural de los diálogos, y podemos agregar la teatralidad de las actuaciones (algunas tambaleantes como la de Rodríguez), y también el tono impostado general, y por supuesto el contenido político. Zanahoria es un film anacrónico, como si alguien hubiera filmado La historia oficial pero en 2014. Hay algo que se salva en Zanahoria y es que contiene un misterio lo suficientemente importante como para mantenernos en vilo. Despertar ese interés a pesar de las fallas es un merito mínimo pero no suficiente, aunque alcanza para justificar el titulo.
Demasiada arbitrariedad Las películas de fantasmas tienen algunas reglas tácitas. Para esta crítica vamos a recordar dos que son las que usa y abusa Un pasado infernal: 1 – Los fantasmas son almas de personas que murieron de manera traumática y que continúan deambulando después de muertas por los lugares que frecuentaban cuando estaban vivas. 2 – Para que los fantasmas se vayan hay que resolver alguna clase de acertijo celestial que en general tiene que ver con resolver el trauma que mencionamos en la regla anterior. Habiendo avisado esto, podemos decir que Un pasado infernal cuenta la historia de Lisa (Abigail Breslin), una chica que es un fantasma condenado a repetir, junto a su familia, el día anterior a su muerte traumática. Es una historia simple que tiene el mismo atractivo que Los otros o cualquier otra adaptación de Otra vuelta de tuerca, de Henry James. El director Vincenzo Natali -que hizo El cubo (1997), uno de los últimos films con reputación de ser “de culto” en la era del VHS y más recientemente Splice (2009), con Adrien Brody- arroja a Lisa a un ambiente de incertidumbre y alienación, del que intentará escapar utilizando todo lo que tiene a su alcance. Pero cuando ella es finalmente consciente de su condición, comienza la historia de cómo escapar a esa condena. Allí Natali abre el juego a un par de posibilidades dentro de la historia y también entra en la misma incertidumbre que su protagonista y nos empieza a confundir. A la pregunta “¿qué es lo que tiene que hacer Lisa?”, el director la contesta obligándola resolver un montón de acertijos simbólicos inconducentes (con tabla de ouija incluida). No sabemos por qué, pero vamos saltando entre dimensiones y tiempos con la justa sospecha de que todo se resolverá mediante alguna acción insignificante y estúpida. Un punto a favor es el exagerado villano interpretado correctamente por Stephen McHattie, una especie de Freddy Krueger de segunda que lamentablemente no termina de encajar en el registro general de la película. Llama la atención quizás lo poco natural de la actuación de Breslin, que suele ser confiable y tiene algunos buenos antecedentes (Pequeña Miss Sunshine, Tierra de zombies), aunque filma demasiado y tiene una leve tendencia a caer en estos proyectos de terror Clase B de los cuales no todos salen airosos. Finalmente, Natali termina cruzando el límite de credulidad que todo espectador le entrega a una película de terror, con lo que Un pasado infernal no logra sobreponerse nunca a la certeza de que es una pavada, por lo que termina aburriendo.
Cosificación El estado de las cosas empieza y termina con un texto pintado en aerosol en un cartel publicitario que habla acerca de las cosas (hay que dejar de asociar al grafiti con la rebeldía por al menos dos años). El principio es una acusación a Coca-Cola, el final una cita del Manifiesto Comunista, como si el documental que trascurre en el medio fuera una conexión entre ambos textos, pero la verdad es que casi que no tienen nada que ver, ni entre sí ni con el resto. La falta de cohesión quizás sea la principal falla de los directores Joaquin Maito y Tatiana Mazú. Por suerte no es lo principal en el film, que tiene algunos aciertos, como la elección del tema y el hallazgo de los peculiares personajes que pueblan sus imágenes. El film centra su eje en el Remate Artigas 1030, donde su carismático dueño Andrés Leonardo Casanovo funciona como catalizador, no sólo del documental, sino también del circuito que recorren los objetos usados de la zona. A partir de allí veremos una crónica construida mediante entrevistas a clientes del remate que impulsan la vida de los objetos por diferentes vías. Distinguiremos un par de anticuarios con diferentes estilos, un coleccionista (muy parecido a Iggy Pop) y también a quienes se encargan de extraer los objetos de sus anteriores hogares, los trabajadores de una empresa de fletes. Las entrevistas están correctamente realizadas, aunque en todos los casos (es decir, seguramente impulsado por el entrevistador) el testimonio deriva en alguna anécdota que nada tiene que ver con el tema del documental, y realmente no todas son tan jugosas ni tienen el mismo nivel de interés. Además, tenemos los ociosos separadores con imágenes de góndolas de un supermercado o las camionetas de la empresa de fletes atravesando la ciudad que dan la sensación de estar queriendo decir algo más sobre el asunto pero la verdad es que sólo son separadores con bonita fotografía. Hay allí un intento brusco e innecesario de reflexión: el cine reflexiona por sí solo y muchas veces a pesar de sus realizadores. No es este el caso, pero sí es evidente que El estado de las cosas mejora cuando se deja la reflexión a la palabra de los protagonistas y a las cosas. Entonces podemos decir que, a pesar de tener una corta duración, El estado de las cosas se demora en sus entrevistas alargadas, en sus separadores y en esos textos iniciales y finales que quieren decir algún mensaje ulterior relacionado con el capitalismo que en mi caso no llegué a captar del todo. Por suerte, periódicamente vuelve a aparecer Casanovo, que pone las cosas en su lugar y vuelve todo más entretenido y fluido. Allí la película de Maito y Mazú vuelve a hablar del camino de las cosas, que es su principal acierto y es cuando mejor funciona. Por último una confesión: he estado deambulando por el lado oscuro, el camino que toman los redactores del suplemento Radar de Página/12 cuando quieren titular alguna nota. El mecanismo es simple, perverso, adictivo: hay que titular haciendo referencia a alguna manifestación cultural aceptada por el establishment progre. Estoy haciendo un esfuerzo sobrehumano por no titular esta crítica como “Las palabras y las cosas”, “Las cosas como son”, “Cazadores de tesoros”, “Adiós a las armas” o “Tito Cossas”.
El sentido de un final [REC] (Paco Plaza, Jaume Balagueró, 2007) apareció en un momento particular del cine español de terror pre-crisis de 2008, cuando se estaban produciendo gran cantidad de películas del género, muchas de ellas con calidad internacional; incluso tenían su propio Masters of horror, con la serie Películas para no dormir, impulsadas por el mítico Narciso Ibañez Serrador. Jaume Balagueró y Paco Plaza combinaron la incipiente popularidad de las películas de zombis con la naciente popularidad de las películas found footage o cámara en mano, y le pusieron una estrella de la televisión local (Manuela Velazco) como gancho. El resultado fue una asfixiante y aterradora película de zombis, y quizás de lo mejor que se haya filmado con el recurso de la cámara en mano, incluso más memorable que la sobrevalorada Cloverfield. En resumen, un éxito que impulsó una interesante y también exitosa secuela donde estos inquietos directores aprovechaban para ensanchar el universo creado en la primera película, privilegiando la acción por encima de la claustrofobia y dando un audaz giro argumental. Envalentonados por el éxito comercial y de crítica, Balagueró y Plaza le pusieron más ambición al asunto, y propusieron para cerrar la historia de REC una precuela dirigida por Plaza y una secuela final dirigida por Balagueró (sumándose también a la popularidad de las sagas eternas). Es posible que en las pretensiones de estos muchachos estuviera la idea de reescribir el género de los muertos vivos en clave española. Una mención a [REC] 3: génesis Que los autores hayan decidido dirigir las secuelas de [REC] por separado implica que tenían ideas diferentes de cómo continuar la saga. Se nota que Plaza quería complejizar un poco más el asunto y en su sorpresiva [REC] 3 lanza por los aires la cámara casera y hace una película convencional de gore festivo. Se atreve a la comedia, a burlarse del género, de sus propias películas, de los íconos españoles como el Quijote, de la Iglesia, etcétera. Filma una boda salvaje (ojalá alguien le hubiera avisado a Szifrón para que saque un par de ideas) y se ríe de nosotros, que perplejos esperábamos absolutamente lo contrario de lo que estábamos viendo. Estaba buenísimo lo que hizo en aquel entonces Paco Plaza. [REC 4]: apocalipsis Balagueró se encuentra con el desafío de encarar el final de una saga que tiene menos presupuesto y muchas más pretensiones. Vuelve a la protagonista original e intenta volver a la propuesta original, sin cámara en mano pero sí en ambiente reducido con estos monstruos desquiciados y muchos (demasiados) estereotipos. Pero el problema principal al que se enfrenta es un guión que hace agua por todos lados. Intenta ligar argumentalmente [REC] 1 y 2, y de pasada mencionar a [REC] 3 y meterlo todo en un barco para iniciar lo que digamos es la fiesta gore final. Pero Balagueró no se anima nunca al disparate total, por lo que los segmentos solemnes le quedan grandes y pesados. Hay una escena en el puente de mandos del barco donde se empiezan a acumular personajes que es tan desastrosa que recuerda a algún momento de La dueña, con Mirtha Legrand sentada en una habitación donde entran cada vez más personajes sin sentido. Balagueró tiene un déficit en cuanto a captar cómo se expresa la gente mediante el lenguaje -déficit que se disimulaba con la cámara en mano frenética y desprolija-, y en consecuencia los diálogos son antinaturales siempre. Sin embargo, entiende cómo es la gente cuando se mueve. De ahí que [REC] 4 avanza cuando los protagonistas pelean o escapan de los zombis. [REC] 4 es entretenida en tanto film de acción pero es ínfima en comparación con las otras entregas. Como final es un final forzado, quizás necesario pero intrascendente.
La muñeca de James Wan Anabelle probablemente sea la muñeca más fea y terrorífica jamás fabricada, a tal punto que nadie en su sano juicio se la regalaría a un niño a menos que le desee el mal. Esta fealdad/maldad tan obvia es el primer ataque contra le verosimilitud del film y el primer escollo que debemos sortear como espectadores si nos interesa seguir viéndola. La película de John R. Leonetti, quien tiene una intrascendente experiencia como director aunque una larga trayectoria como director de fotografía, es un intento de ampliar el universo de El Conjuro de James Wan, contando el origen de la maldición que arrastra consigo la dichosa muñeca. James Wan Los últimos cuatro años han sido más o menos mediocres dentro del cine de terror: salvo excepciones puntuales (Oculus, por ejemplo), se estrenan una cantidad de películas repetitivas, sin garra, y lo peor, hechas sin el más mínimo amor por el género. Las películas de James Wan son una excepción dentro del promedio que se filma todos los años. Porque, más allá de haber dirigido la que quizás sea la única entrega de El juego del miedo que valga la pena (la única que no festeja el fascismo terminal de Jigsaw), ha iniciado desde Silencio del mas allá (2007) una búsqueda que apunta a aquellas fuentes del relato terrorífico, cuyos temas son lo oculto, lo sobrenatural y lo demoníaco. Su sorpresa fue La noche del demonio (2010) pero en perspectiva quizás su mejor película dentro de esa búsqueda sea El conjuro (2013). Películas basadas en un guión decidido, que no desisten a la facilidad de burlarse de sí mismas sino que empujan hacia adelante con su propuesta, actitud que se agradece. Aunque habría que dejar en claro que ninguna de las anteriormente mencionadas son obras maestras ni mucho menos, pero comparten la virtud de estar un poco por encima de lo que se viene filmando. Muñeca Con Annabelle, Leonetti comete el error de querer calcar el estilo de Wan, lo que no termina de salirle del todo. Aunque se le puede rescatar el diseño de algunos sustos que entran dentro de la categoría de bellos por la destreza con la cual están filmados y también el manejo exasperante que hace de la tensión. Además, hay que mencionar que no le hace demasiado caso a esto que llamamos guión, porque Annabelle está construida bajo el mismo molde de una 200.000 películas sobrenaturales. Si somos generosos, podremos descubrir por ahí ciertas reminiscencias de El bebé de Rosemary. Y si directamente somos Bono o algún otro campeón del altruismo, diremos que Annabelle es directamente una reescritura de aquella joya de Polanski. No me atrevo a optar por ninguna de estas afirmaciones, soy un tibio como Annabelle, que se parece al gobierno de Pepe Mujica: queda bien con los que tiene que quedar bien y de pasada entretiene.