LAS VUELTAS DE LA CUESTION ZOMBI Un cataclismo mundial contado desde el punto de vista sesgado de unos pocos protagonistas, eso es Viral, y también es el mecanismo de un amplio porcentaje de películas de zombis, y de epidemias fatales en general, desde que George A. Romero estableciera el estándar allá por 1968. Viral es, además, una película de la productora de Jason Blum, Blumhouse, que tiene la particularidad de utilizar un modelo de producción independiente pero que se distribuye a través del sistema de estudios convencional. Son películas de muy bajo presupuesto que sostienen cierta calidad dando como resultado una amplia rentabilidad y, a veces, resultados artísticos superlativos. Esa obra maestra llamada Whiplash (Damien Chazelle, 2014) pertenece a la factoría de Blum. Lo moderadamente interesante de esta película dirigida por Henry Joost y Ariel Schulman es que, a pesar de ser increíblemente convencional y lineal, no falla en las áreas donde suelen fallar las películas de bajo presupuesto, incluso algunas de Blumhouse. Por ejemplo, las actuaciones son solidas y creíbles, las hermanas Drakeford interpretadas por el tándem Sofía Black-D’Elia y Analeigh Tipton sostienen el drama con mucha solvencia, además la sub-trama romántica está contada con sensibilidad e, increíblemente, agrega sentido a la historia, algo que en el cine de género barato no sucedía desde los ochenta por lo menos. Los directores demuestran tener pericia para la puesta en escena y unas cuantas ideas para el fluir de la narración, hay un par de secuencias inquietantes en una escuela que están bien resueltas. De hecho los primeros 40 minutos de Viral avanzan sin mayores lagunas narrativas. Los problemas los encontramos promediando el final, lo predecible del guión y lo flaco del relato hacen que la película gire un poco en círculos hasta que, de alguna manera, encuentra cómo encauzar los conflictos en una buena resolución final. Además la amable corta duración del film no nos deja caer en la tentación de aburrirnos por lo cual Viral parece salvarse. No deja de ser curioso cómo la enésima apuesta a un film de bajo presupuesto de encierro sobre el tema de zombis o infectados (combinación que en general da resultados olvidables) como Viral puede ser aceptable y hasta un poco más, cuando detrás se tiene un par de ideas y algo de pericia a la hora de dirigir. Es curioso porque son incontables los ejemplos de malas películas hechas con los mismos puntos de partida.
UN TIPO CON IDEAS Con la desaparición de los emos, o mejor dicho, con su llegada a la adultez, Tim Burton ha perdido el grueso de su hinchada. Ya no se ven, como hace algunos años atrás, hordas de niños y niñas pálidos de aspecto amenazante y a la vez sensible, que invadían cines y librerías al grito de “¡la estética de Tim Burton me representa! ¡Helena Bonham Carter al poder! ¡Johnny Depp es mi López Rega!”. Bueno, en realidad esto nunca ha sucedido (espero) pero la exageración vale para expresar un sentimiento personal: al igual que con Woody Allen, Tim Burton es un cineasta mucho más tolerable (de hecho interesante y relevante) cuando nos alejamos de sus defensores acérrimos y lo podemos discutir un poco más seriamente. Si se tiene alguna noticia sobre la novela de Ransom Riggs, El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares, es fácil intuir que estamos ante una historia para Burton, un recipiente en donde volver a introducir sus temas y donde insertar su archiconocido y reconocible estilo visual. Miss Peregrine y los niños peculiares es sobre un orfanato regido por (otra vez) la señora Peregrine (Eva Green) y que alberga niños de todas las edades con capacidades fuera de lo común adquiridas por cierta alteración genética. Olvidemos que la premisa es exactamente la misma que la de X-Men, y profundicemos un poco en el cuento; este Hogar que, genéricamente hablando, es esa extraña mezcla de memoria emotiva imperfecta y fantasía a la que todos llamamos niñez, es también el punto de inflexión en la vida del protagonista Jake (Asa Butterfield), el lugar donde se cerrará al paso de la adultez o donde se abrirá a la fantasía absoluta y real. En un movimiento spielbergiano, Burton nos lleva por el segundo camino. La primera hora de la película es una excursión al universo burtoniano: todo está allí, claro y en su justa medida, funcionando como un mecanismo aceitado, porque desde un primer momento la narración fluye. El catálogo es el típico y predecible: personajes extraños y entrañables como el abuelo Abe interpretado por Terence Stamp; la presentación de la realidad como un marco aplastante y decadente, y de la fantasía como un lugar luminoso y lleno de posibilidad; el humor negro por momentos entrañable, por momentos incómodo, aunque siempre efectivo; y también el siempre extraño sentido de la moda, y la presentación del acento inglés como si fuera un extraño idioma antiguo. Ahora bien, el buen andar rítmico de la narración por momentos se detiene cuando los personajes tienen que explicar en largas líneas de diálogo las vicisitudes que tienen que ver con la lógica interna planteada en el material original. Es decir, una serie de nombres, mecanismos y arbitrariedades que vienen al caso desde el contenido pero que a veces resta más de lo que suma a la historia. Como quien cuenta un chiste interno a un sujeto externo. Sin embargo, lo que más daño le hace al resultado final de la película es la floja ejecución de las secuencias finales, lo confuso que es el plan final para derrotar al villano y lo anti-climático del montaje de las escenas de acción. Es cierto, Tim Burton nunca tuvo la plasticidad de Spielberg para filmar movimiento pero es un tipo con ideas y oficio, con lo que sorprende la poca pericia que demuestra hacia el final de Miss Peregrine y los niños peculiares. Igual, al fin de cuentas, todo lo bueno demostrado, sobre todo en el primer tramo, hace de este un film recomendable.
UNA EXPERIENCIA SIN PATERNALISMOS Orquesta El Tambo es de esos productos que nos impulsan a cuestionar, al menos levemente, la manera en que se produce y se distribuye cine nacional con impulso del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales. Sólo me permitiré hacer un par de preguntas retóricas: ¿es necesario que todo largo producido por el INCAA sea estrenado comercialmente? ¿Acaso no hay productos que tranquilamente podrían ser distribuidos en televisión, plataformas de streaming oficiales, o festivales afines, sin necesidad de exponerlos a un estreno comercial árido e irrelevante que sólo sirve para que el Instituto se anote otro punto en la carrera para superar la producción del año anterior? Creo que el caso de Orquesta El Tambo, documental correcto de evidente factura y duración televisiva, es de esos productos que podrían haber seguido ese circuito alternativo. La película de Líber Menghini y Jorge Menghini Meny nos cuenta, a manera de resumen, la experiencia del Programa Social Andrés Chazarreta de orquestas infantiles, a través de la historia de la primera orquesta formada en ese marco que es la del barrio El Tambo en el partido de La Matanza, barrio construido por la Federación de Tierra y Vivienda, cuya cabeza visible es la de Luis D`Elía. Es cierto que el nombre del dirigente piquetero aparece entre flores un par de veces durante el metraje pero, por suerte, la película no se degrada para convertirse en un panfleto sino que continúa su camino: retratar las consecuencias sociales de la formación de la orquesta. Ya adelantábamos al principio que, formalmente, Orquesta El Tambo se puede calificar como correcta; con un montaje que intercala entrevistas de los diferentes responsables y grabaciones de las diferentes presentaciones de la orquesta, ensayos e intercambios. Por lo tanto, quizás vale la pena detenerse en algunas ideas que aparecen intercaladas en los discursos de los protagonistas, ya que no todos caen en el típico paternalismo progre. Hay profesores que destacan la importancia de estos programas pero que también relativizan sus alcances; chicos a los que seguramente la orquesta les cambió la vida para siempre y otros que se entusiasman porque no había nada mejor que hacer. Es decir, personajes que exageran la genialidad absoluta de los programas sociales, pero también otros que se limitan a exponer causas y consecuencias sin recargar las conclusiones. Esa manera de esquivar un poco el lugar común es lo más interesante del film. Y de aquí podemos extraer una conclusión conocida pero subrayable: la cultura sólo necesita unos pocos recursos y una orientación inteligente para que surja como experiencia renovadora, basta con dejar de administrarla como capital netamente político, paternal y panfletario.
LOS SIETE HOMBRES PROMEDIO El western (o el cine de cowboys, o del oeste) es uno de los aportes más relevantes del cine norteamericano a la historia del cine en general. Su historia es la historia de grandes realizadores como John Ford, míticos actores como John Wayne y películas legendarias como Más corazón que odio (1956), que es capaz de disputar el podio de las mejores películas de la historia. Pero el problema del western no es su épico pasado, lo problemático es su irrelevante presente: al público mundial ya no le interesa el género, y la producción se reduce a constantes homenajes, reescrituras de Quentin Tarantino, y a la mirada cool y reivindicatoria el spaghetti western filmado en Europa. ¿Vale la pena preguntarse dónde se ubica Los siete magníficos dentro de este panorama? Más o menos. Todos los críticos del universo señalaremos lo siguiente: Los siete magníficos es una remake de una película de 1960 con el mismo nombre, protagonizada por Steve McQueen, Yul Brynner y Charles Bronson entre otros, que tiene una de las mejores bandas sonoras de la historia y que, a su vez, estaba basada en Los siete samuráis (1954) de Akira Kurosawa, que como todos sabemos, en aquel tramo de su carrera estaba fuertemente influenciado por la era de oro del western norteamericano. Es cierto que hay un círculo de conceptos y sabiduría cinéfila de trazo grueso que parece cerrar con esta película, sin embargo, creo que más cierto que Los siete magníficos edición 2016 es un producto liviano atravesado por los discursos típicos de nuestro tiempo y no una obra maestra asociable al nombre de Kurosawa. El relato es más o menos conocido, un grupo de justicieros, pistoleros, y virtuosos de la violencia, es reunido por un cazador de recompensas que ha recibido la propuesta económica de un poblado pobre, que necesita ser defendido del ataque inminente de un despiadado magnate de la minería. Si descontamos los detalles es más o menos como Los Vengadores de Marvel pero en el oeste, un grupo de justicieros que se unen para un objetivo supuestamente mayor pero que en realidad hacen lo que hacen en pos de satisfacer sus conflictos internos. El director Antoine Fuqua nos es un virtuoso, fácilmente notaremos su falta de sutilezas desde el mismo comienzo de Los siete magníficos: unos traveling genéricos que nos muestran un pueblo genérico de un oeste genérico. Fuqua construye su aventura con cowboys apelando a cada convención y lugar común posible, cosa que no está mal a priori, pero que a medida que avanza la película llegará a hacernos dudar de la humanidad de sus personajes, que se debaten entre el cartón y una tosca ambigüedad apoyada en una moral de profundidad escolar. Además Fuqua cede a las presiones de la corrección política de nuestros días, su grupo de pistoleros es un crisol étnico improbable y arbitrario que no sirve, ni siquiera, para discutir las cuestiones raciales, o para subvertir un género claramente conservador y blanco, como alguna vez lo hizo Tarantino, sino que es un simple movimiento de mercado. Todos en la aldea global debemos identificarnos y ser incluidos en el grupo de los buenos. De todas maneras, Los siete magníficos logra conservar la dignidad gracias a que el director hace que el movimiento frenético de la batalla final fluya junto con el carisma de sus protagonistas. El show de Denzel Washington, Ethan Hawke y de sobre todo de Chris Pratt, que aquí está en piloto automático, hace que la película, al menos, nos caiga un poco simpática. Mención aparte merece la desconcertante y divertida performance de Vincent D’Onofrio. Al final, la misma liviandad de la película hace que su propuesta no se hunda demasiado y también que se olvide fácilmente.
EL BOSQUE DE LOS SENDEROS QUE SE PARECEN El estreno reciente de la remake de Fiebre en la cabaña (Eli Roth, 2002), más la futura secuela de La llamada (Gore Verbinski, 2002) en camino, sumados al estreno de esta secuela/reboot de El proyecto Blair Witch (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999), nos hace pensar que realizadores y productores están husmeando en el cine de terror del fin del milenio para conseguir historias, reciclar argumentos, y pagar derechos baratos. Hasta ahora, los resultados son poco felices, como si fuera una gira de los Pumas. Blair Witch: la bruja de Blair (bello título capicúa bilingüe e increíblemente redundante) está dirigida por Adam Wingard y escrita por Simon Barret, muchachos que suelen trabajar juntos y que han dado a la humanidad algunas cosas interesantes como Cacería macabra (2011) y algún que otro corto dentro de Las crónicas del miedo 1 y 2. Tomando en cuenta el prólogo de esta película, sabremos rápidamente que tanto director y guionista son gente con cierta pericia y conocimiento del género. Porque, con cierta fluidez y sin las clásicas divagaciones de la estética found footage, llegaremos al punto de partida en donde conocemos a James -hermano de Heather la protagonista de la primer película-, y su motivación de encontrarla a pesar de estar desaparecida por más de 14 años, y de haberse hecho los esfuerzos oficiales por encontrarla. Todo esto, hasta el momento donde junto con sus amigos decide volver al bosque Black Hills para buscarla, mientras filman todo el proceso con nuevas tecnologías que incluyen cámaras de alta definición pequeñas y hasta drones. Y luego comienzan los problemas: de hecho, tan parecida argumentalmente es Blair Witch: la bruja de Blair a la película original, que sus problemas de guión se parecen bastante. Son films que no son capaces de soportar sus propias premisas que implican a un grupo de personas absolutamente desorientadas en un bosque espeso con, literalmente, ninguna posibilidad de sobrevivir. Tanto es el miedo paralizante de los personajes que también se paraliza la historia. Veremos durante mucho tiempo personas que se pierden y vuelven a aparecer, gritos en el bosque y miedo indeterminado. Quiero decir, todo lo que suceda a partir de que los personajes son conscientes de que están perdidos, suena a arbitrariedad o a pereza, y el resultado es el más puro aburrimiento. Hacia el final descubrimos que era sólo pereza porque el segundo tramo de la película de Wingrad es copia fiel de la original. El efecto hiperrealista de la subjetiva constante y la cámara en mano es contraproducente: en lugar de dejarnos ver aquello que está oculto nos esconde la verdad, o la convierte en un montón de movimiento difuso y mal iluminado. A pesar de ser un recurso ampliamente agotado, consiguió sus mejores momentos en Actividad paranormal y en la saga REC, pero a la bruja de Blair los planos interesantes le han sido vedados. La propuesta de Wingard de revitalización de la saga y puesta en valor de la historia de origen deviene en un proyecto que calca a la película original y que, curiosamente, consigue el mismo resultado: aburrirnos mucho.
UN AUTOR DE CINE DE TERROR Hace poco se estrenó una pésima remake de Fiebre en la cabaña (Eli Roth, 2002) y, además, en pocas semanas se estarán estrenando secuelas de El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999) y La llamada (Gore Verbinski, 2002). En eso anda, más o menos, el cine de terror norteamericano, patinando en esta época de máxima crisis creativa; aun así, sigue siendo un negocio descomunal, con una producción creciente para un público cautivo que sigue llenando las salas, y con pocos realizadores interesantes. En esa esfera viciosa aparece el espíritu arriesgado del uruguayo Fede Alvarez; es cierto, también está James Wan, que este año logró su mejor película de terror El conjuro 2, pero lo de Alvarez en No respires es un trabajo sólido, contundente y quizás superador a todo lo que le hemos visto hacer a Wan dentro del género. No vamos a gastar energías en exagerar, pero tengamos en cuenta que el debut del director uruguayo fue Posesión infernal (2013), posiblemente una de las mejores remakes jamás hechas dentro del género terrorífico. Una película que no sólo respeta la original sino que la reformula con éxito y va más allá. Habiendo superado con creces las dificultades de hacer una nueva versión de un clásico de culto, Alvarez encara otro proyecto difícil, No respires, una película de una premisa simple que conocemos desde el primer tráiler: un grupo de ladrones jóvenes y sofisticados intentan robar una casa habitada por un viejo ex-militar ciego y aparentemente poco peligroso. Allí descubrirán algunas verdades atroces sobre su víctima que se convertirá en victimario e intentara cazarlos uno a uno. El prólogo es bueno, contundente, nos pone de inmediato en contacto con las motivaciones de los personajes. Sin embargo, la secuencia donde se nos muestra el interior de la casa cuando los ladrones logran ingresar, es reveladora, y no sólo por su efectividad, sino porque nos descubre a Fede Alvarez como un autor, o al menos, como alguien con un absoluto dominio de la herramienta narrativa. A medida que No respires avanza a ritmo sostenido, a puro suspense y con su premisa bien aprovechada iremos captando los detalles, los puntos en común con Posesión infernal, es decir algunos los rasgos autorales; como la particular estructura episódica para englobar las secuencias violentas, que terminan siendo una sumatoria de clímax hacia el final, o el estiramiento de los giros del guión, ningún final parece el verdadero final. Incluso la manera en que se nos presentan los objetos antes de que formen parte de alguna acción concreta. Quiero decir, vemos un martillo en un momento cualquiera, pero cuando llega el peligro sabemos que está allí, y de hecho tenemos expectativas con ese martillo. A ese nivel hitchcockniano explícito trabaja Fede Alvarez, todo es parte de un plan en su maquinara de suspenso perversa llamada No respires. Hasta se consiguió una actriz preferida, Jane Levy es la heroína en sus dos películas, su sólida interpretación sorprende en ambos casos. Tan bien funciona No respires que nos obliga a volver a ver Posesión infernal, que sigue siendo mejor. Si El conjuro 2 nos había parecido un bálsamo entre tanto mal cine, la aparición de Fede Alvarez es aun más feliz, porque entusiasma y da ganas de que siga filmando películas como esta.
EL DUELO ES GRIS Hay dos aciertos inmediatos de Ariel Rotter, fáciles de apreciar desde el comienzo de La luz incidente y que son elecciones previas al momento de filmar: la actriz principal, Erica Rivas, y el tono elegido para lo que quiere contar, un duelo. Ambientada en los años 60, la película explora la vida de Julia (Rivas) luego de la muerte de su marido y de su hermano en un accidente de tránsito. Muertes que para la protagonista no sólo implican la desaparición física de sus seres queridos y el necesario duelo, sino también un reacomodamiento social de acuerdo a las reglas no escritas de aquellos años acerca del lugar que ocupa una madre viuda en una sociedad de inevitable machismo establecido. Pero lo interesante del film de Rotter tiene que ver con la sutileza con que se encarga de contar la angustia. Mientras Julia se aferra a un tiempo que se le fue de las manos, el resto de los personajes (cierto pretendiente, su madre) intentan sacarla de ese hundimiento incómodo que es un símbolo para todos. En esta instancia la impecable interpretación de Rivas, y el juego de sombras, silencios y ausencias que propone Rotter logran lo mejor del film. En esta conjunción la elección del blanco y negro cobra sentido, o por lo menos deja de ser una elección caprichosa. Evidentemente el duelo es gris. El único y mayor problema de La luz incidente se presenta pasando la mitad del metraje, cuando esta historia lineal de conflictos claros se demora a la hora de presentar resoluciones. La acción se ve detenida por momentos y las secuencias, más o menos simbólicas, terminan repitiendo la misma representación. Esta demora se convierte un poco en tedio a pesar de que al final, cuando retomamos el olvidado camino de Julia, la película termina por convencernos de su valor.
UNA BUENA CON TIBURONES Vivimos en un mundo que tiende al olvido, o mejor, a la deformación de la verdad y de la memoria; por eso, es nuestro deber como críticos de cine recordarle al lector que Tiburón (Steven Spielberg, 1975) es una de las grandes obras maestras que ha dado el cine en toda su historia, y que lo es porque contiene en su germen el cine que la precede a la vez que incluye nuevas formas y elementos para el cine que vino después. Su éxito económico y artístico la volvieron inmensamente influyente a varios niveles, incluso en la tradición menos elegante e inmediata que generan los sucesos culturales de semejante tamaño: el cine que pretende explotar su estela de éxito. Tradición a la que, sin dudas, pertenece Miedo profundo. Hay tantas películas de tiburones como las hay de zombis, la mayoría productos olvidables en la línea de la, apenas simpática, Sharknado (Anthony C. Ferrante, 2013). Pero sí, de vez en cuando, aparece algo rescatable como el drama indie Mar abierto (2003) de Chris Kentis o esa hermosa deformidad llamada Alerta en lo profundo (Renny Harlin, 1999). Hay que decir que esta película de Jaume Collet-Serra es también una de las excepciones, ya que cumple en esto de ser una buena película con tiburones. Miedo profundo tiene una inevitable corta duración si tenemos en cuenta su premisa: Nancy (Blake Lively) llega a una playa distante oculta en algún rincón de México donde se dispone a surfear. Es atacada por un tiburón pero logra escapar y queda herida varada en una roca que apenas sobresale del agua, a 200 metros de la costa. El comienzo es contundente pero muy limitante, y sin embargo Collet-Serra se las arregla para estirar lo suficiente la tensión generada por el impulso inicial. Es cierto que el suspenso parece diluirse pasado los 50 minutos, con alguna secuencia dramática un poco estirada, pero la llegada del tramo final nos involucra de nuevo en el juego del depredador y la presa. Collet-Serra se revela como alguien que tiene claro lo que quiere contar con esos pocos elementos que dispone en su película de premisa. Película que, además, sobre todo en el explosivo final, se define como un film de género y explotación sin la más minina culpa. Entonces, Miedo profundo es un film de supervivencia con tiburones que tiene la suerte de contar con una actriz capaz y de gran presencia como Lively. Intentemos obviar el comentario sobre su belleza, y digamos que la buena de Blake se pone al hombro una historia que depende en un gran porcentaje de su performance para que funcione. Y no sólo compone un personaje creíble y querible, sino que demuestra pericia para las escenas de exigencia física. Su actuación es clave, porque si no nos importa Nancy, poco importa lo que pueda suceder con ese tiburón bobalicón primo de esos torpes asesinos que aparecen en Sharknado. Miedo profundo es un pequeño triunfo, logra ser un buen film de explotación lo cual es una rareza, y más raro aún es un film de premisa que se sostiene casi hasta el final. Lo bueno es que es una película sin secretos, que basa su efectividad en las mismas herramientas con las que siempre puede contar el cine, una buena dirección y una buena actuación. Bueno, también aparece una simpática gaviota que casi nos olvidamos de mencionar, y que suma algún punto.
ES HORRIBLE PERO ERA PREVISIBLE Unas horas después de ver El exorcismo de Anna Waters doy en televisión con la primera Scary movie (2000). Me resultó moderadamente interesante la mirada que aquella parodia poco sutil del cine de terror tenía sobre los iconos y las convenciones del género; es decir, había un género de fuerte presencia en la cultura popular e incluso dentro del sector mainstream de la industria, al que era fácil y conveniente parodiar. Pero la incapacidad del cine de terror para evolucionar creativamente, la escasa aparición de nuevas formas y contenidos, y la influencia más bien negativa de éxitos de fórmula agotada como El juego del miedo y Actividad paranormal, han transformado los medios de producción y también la recepción. El negocio es claro, producir mucho y barato porque hay un público global cautivo bastante acrítico que consume esto sin parar. A grandes rasgos, gran parte del cine del género terrorífico es intrascendente, y su influencia en la cultura popular se ha desvanecido, con lo cual no hay mas Scary movie y sí engendros como El exorcismo de Anna Waters. Hay una película llamada Desde la oscuridad (Lluís Quílez, 2014) interpretada por Julia Stiles, que vale para hacer una comparación. Es igual de mala que El exorcismo de Anna Waters, pero además comparten el estilo de producción: son películas baratas de fantasmas con efectos especiales paupérrimos, actuaciones imposibles y, además, con evidente presencia de capitales estadounidenses, aunque filmadas en colaboración con otro país, en aquel caso Colombia, en el de la película que nos convoca Singapur. No sólo por cómo fue producida El exorcismo de Anna Waters es un claro producto de nuestro tiempo, sino que también lo es en términos narrativos. En estos tiempos inauténticos de factura videoclipera Kelvin Tong, director y guionista irresponsable, propone un cuento caótico. Desde su utilización del encuadre y el fuera de campo que anuncia todos los sustos que encima pretenden ser sorpresivos, hasta el curioso manejo del montaje paralelo anti-climático, sin ritmo, y por lo tanto sin sentido que: literalmente parece que estuviéramos viendo una película, que de repente alguien cambiara de canal y pasáramos a ver a otra película parecida pero peor porque no sabemos de dónde viene. El exorcismo de Anna Waters se va armando a los tumbos con la típica trama policial que implica que los protagonistas intentarán descubrir las razones de los entes paranormales terminando siempre un paso atrás. Inevitablemente nos llevará a su clímax que es un exorcismo con las infaltables referencias a El exorcista (William Friedkin, 1973) y aquí una interesante sorpresa, nunca nadie exorciza a Anna Waters porque está muerta desde el comienzo de la película sino que el ritual le es aplicado a su hija Katie que tenía la mala costumbre de jugar con espíritus malignos. Me olvidé de mencionar que Katie tiene la enfermedad de Huntignton, cuyas características son explicadas por los personajes varias veces en la película, y como no puede comer normalmente se alimenta a través de una sonda. Para salvarla del demonio que tiene dentro su tía Jamie, la protagonista, tironea de esta sonda torturando a la pequeña supongo que para que -gracias al dolor- se olvide de que está poseída. Quien quiera corroborar mi testimonio puede arriesgarse a ver El exorcismo de Anna Waters. Yo se los advertí desde el título con una frase del buen Andrés Calamaro: “es horrible pero era previsible”.
EL TEMA DE LOS REFUGIADOS Fuocoammare: fuego en el mar es otro exponente de cómo el cine contemporáneo ganador de festivales suele abordar los grandes temas humanitarios. Esto es, mediante la supuesta pura contemplación con tintes antropológicos que en realidad es fundamentalmente puesta en escena y fotografía impecable. Sí, el documental de Gianfranco Rosi puede llegar a ahogarnos con su ritmo impostado y su implacable corrección política, y aún así es posible darle valor al retrato que hace de un estado de situación angustiante como es el de los refugiados en Europa. Sin duda Fuocoammare trata un tema ineludible y urgente para Europa que ya se ha trasladado a la agenda mundial. Rosi hace foco en un lugar concreto y extraordinario como es la isla de Lampedusa en la Italia más meridional, lugar que recibe grandes cantidades de refugiados africanos y cuya cotidianeidad e identidad está marcada por este tipo de inmigración. En paralelo se nos cuenta la historia de Samuele, un simpático niño que suponemos nativo de la isla, en el cual el director encuentra el contrapunto un tanto obvio que desnuda sus intenciones. Hay que contraponer la inocencia juguetona de Samuele con la desesperanza, la humillación y la muerte cotidiana que viven aquellos desterrados de Africa. Aunque lo anterior es lo que peor resulta de todo el documental, Rosi encuentra rápidamente lo que mejor le hace a la salud de su Fuocoammare cuando nos muestra el testimonio del médico de la isla, quien al mismo tiempo es el encargado de la revisación de miles de refugiados, encontrándose con la atrocidad y la miseria a cada paso, pero que también es el clínico de Samuele y de, suponemos, toda la isla, es decir, quien atiende dolencias ínfimas o inexistentes con paciencia y sensibilidad. De este personaje surgen los momentos más emotivos, de mayor potencia dramática. También digamos que para Rosi los refugiados nunca dejan de ser un objeto de estudio. De hecho, pensando en Fuocoammare, sólo podemos referirnos a ellos como “refugiados”, es decir, un grupo de personas que comparten el destierro, pero nunca encontraremos desde la mirada de la película la humanidad que vemos en los habitantes de la isla como Samuele o el médico. No hace falta escandalizarse demasiado por esto, pero no dejemos de observar que allí se deja ir una vía de exploración que tiene que ver con buscar personas o identidades dentro del grupo étnico exiliado. O lo que sería ideal, la posibilidad de darle humanidad a ese objeto. Pero Fuocoammare continúa hasta el final por el camino de la fotografía indiscutible y la exposición sin demasiados riesgos. Demostrando la dificultad que tenemos en dejar de pensar lo extranjero como en un objeto extraño a pesar de nuestras maravillosas intenciones.