La saga inaugurada a comienzos de los años ’90 merecía un épico final. Así como la gran pantalla recibe la tercera entrega de la trilogía “Jurassic World”, protagonizada por un elenco super estelar (Jeff Goldblum, Bryce Dallas Howard, Laura Dern, Sam Neill y Chris Pratt, entre otros), continuando la pasada entrega estrenada en 2018. Con dirección de Colin Trevorrow, la grandilocuente conclusión oscila en el terror, la fantasía y la acción, agregando un capítulo más a la serie concebida bajo la propiedad blockbuster modernizada. Sin embargo, observamos que nada sustancioso queda por decir. Personajes por clonación, desmadre y destrozos por simulación se enlazan como eslabones. Una excusa para la continuación redituable en términos de taquilla. Alto presupuesto para rutas creativas que toman decisiones cuestionables; no caben dudas que la tecnología ha avanzado favorablemente para reciclar viejas ideas. Pero, ¿a qué costo? Historias paralelas nutren la trama principal: un complot puede alterar la vida en nuestro planeta, tal como la conocemos. La narrativa no termina de atar sus cabos, el resultado se llena de altibajos. Indigna despedida para una de las franquicias más queridas del cine actual.
Joseph Kosinsky pareciera un abonado a abordar secuelas que restituyan al tiempo actual el encanto de clásicos hollywoodenses de la década del ’80. Algo que la meca del cine, por otra parte, parece no desdeñar, si cotejamos el reciente estreno de sendas nuevas entregas de “Cazafantasmas” o “Coming to America”, por ejemplo. Kosinsky fue el encargado de dirigir “Tron: Legacy” (2010), y su buena mano para el cine de ciencia ficción se observó en “Oblivion” (2013) junto a Tom Cruise. Casi una década después, vuelve a reunirse con la mega estrella del cine comercial para consumar un proyecto postergado durante varios años: insuflar de vida a aquel clásico gestado por el fallecido Tony Scott, maestro artesano del cine de acción, en 1986, a quien el film recuerda en in memoriam. Pensar en películas de aviones de combate, como elemento preponderante que se convierte en un subgénero con identidad propia, trae a nuestra memoria títulos como “Firefox” (1982), de Clint Eastwood, o incluso “Águilas de Acero” (1986, Sidney Furie), cuya suerte en taquilla se resintió debido a su cercano estreno con la original “Top Gun”, una obra destinada a incidir en la cultura y las modas imperantes de su tiempo. Treinta y seis años después, desempolvamos viejas estanterías de videoclub en VHS para constatar que Cruise continúa siendo el rey de Hollywood y su encanto imán no posee fecha de caducidad. Se encumbra, el gran Tom, como la cara de esos valores americanos tan intrínsecos. Es el rostro taquillero indiscutible de un tanque comercial sin parangón. Y, por si fuera poco, se codea de tú a tú con treintañeros a quienes está dispuesto a hacer pasar vergüenza. La moto cruza de la lado a lado la pantalla, el viento es una ráfaga en la cara pero el galán ni se despeina. Más acelera. ¿Canchero, yo? !Es injusto lo bien que te ha tratado el tiempo! Visionando «Top Gun: Maverick», comprendemos el poderío del simbolismo militar: el avión es un sinónimo de dominancia, y la icónica idea ochentera de lo que representa ser un hombre de acción conforma los valores esenciales de un film que marcó generaciones. Un eco que llega hasta la siguiente década, en títulos como “La Roca” (1998), dirigida por el siempre espectacularmente vulgar Michael Bay. De la versión original de “Top Gun” se recuerda, entre otras virtudes, la participación de Iceman, personaje que representara la estelar consagración de Val Kilmer, reapareciendo en la presente secuela bajo circunstancias que trazan un oscuro paralelo con la vida real; francamente cuestionable en el buen gusto de tal elección argumental, dada la afección de salud que atraviesa el citado Kilmer. Un nudo en la garganta, literal. “Top Gun: Maverick” prosigue un modelo de cine en donde el impacto visual posee una veracidad artesanal en cada fotograma. Casi no hay rastros de CGI y sabemos que Tom Cruise no usa dobles, dispuesto a arriesgar su vida en improbables piruetas en el aire, mostrando un arrojo intacto que remite a recientes riesgos tomados en sets de la saga “Misión Imposible”. Corre, transpira, se ensucia. Está en su hábitat. Así, entre postales vintage de colores pastel, rondas de bar amenizadas con billar y música bien ochentera, la forma audiovisual encuentra su cauce emocional: Cruise es el centro convergente del relato por absoluto carisma; un piloto de pruebas imbatible, de carácter impetuoso y desbordante de intensidad. «Maverick» significa inconformista o disidente, adjetivación que pinta de cuerpo entero su obrar. La película explota el fondo dramático, entre misiones suicidas (a pestañear, si sufrís de vértigo) y un aire romántico que se refuerza gracias a la inclusión del personaje interpretado por la imperecedera Jennifer Connelly. Nos preguntamos dónde quedó la carrera de Meg Ryan. Entre el cielo y la tierra se desata una incesante acción, en la intención de ser consumida en estándar IMAX inmersivo. Kosinsky se consolida como un director con mayúsculas y el factor de escapismo primará a la hora de apreciar en la gran pantalla a una de las más grandes películas de acción que Hollywood haya consumado en la última década. Díganme si no lo esperaban…¡bendito deus ex-machina! El salvataje de último minuto vino por triplicado, alerta spoiler. ¿Qué tan alerta? Si Tom es imbatible.
Ópera prima del director Lucas García Lagos, influenciada por referentes de la cultura del cine mainstream americano como “Snatch, Cerdos y Diamantes” (Guy Ritchie, 2000), esta idea original parte inicialmente de un guión de los hermanos Walter y Marcelo Slavich. Sofía Gala Castiglione, Germán Palacios, Daniel Aráoz e Isabel Macedo son los intérpretes que dan vida a una historia inmersa en un círculo vicioso de violencia, enmarcada en las leyes del hampa. El thriller policial es el registro elegido para establecer las coordenadas de una trama que abundará en vínculos oscuros y jugarretas de low life. Así es como se nos presenta el tándem protagonista, un par de marginales que ven unidos sus destinos. Un billete de cien dólares manchado con sangre funciona como leitmotiv principal: cien dólares para jugar a la lotería, los muertos hablan, se ha puesto en marcha el escape a una organización criminal digna de temer. En “Franklin, historia de un billete”, la humanidad se vislumbra domesticada por el poder de turno, un entorno en extremo viciado; policías corruptos, narcotraficantes, apostadores clandestinos, inescrupulosos promotores de boxeo y ladrones incompetentes conforman este zoo tan peculiar. ¿Habrá resurrección y segunda oportunidad para la dupla en fuga, lejos del oprobio de la violencia?
¿Qué haría un asesino a sueldo perdiendo la memoria? Dirigida por Martin Campbell, un experto del cine de acción afín a la saga de James Bond ”Casino Royale”), “Asesino sin Memoria” se conforma como una irregular apuesta al cine de acción. De tirador retirado a justiciero común y corriente, la profunda expertis de Liam Neeson dentro del género de acción se ha expandido a lo largo de las últimas dos décadas. Aquí, compone a un hitman elegante y silencioso, en franco declive de sus facultades. Neeson es víctima de su olvido selectivo. Confusos movimientos de cámara nos hacen dudar de la auténtica experiencia del veterano Campbell, existen decisiones técnicas que francamente comprometen la valía del presente film. Por otra parte, al argumento le conviene que empaticemos con un personaje de dudoso accionar. Creemos lo que se nos muestra, ¿pero qué tan pronto se rompe el verosímil? Se escabulle la mediocridad entre los pliegues del guión, mientras un siempre sólido Guy Pearce hace las veces de antagonista. El disparador del título no juega parte en este epítome de un producto industrial que recicla ideas mejor concebidas. Con guiños a “Memento” de Christopher Nolan, el director de la reciente “La Protegida” ahonda en los intereses que entretejen la trama. El peso de la brújula moral nos remite a cierta estructura de cine noir, apenas un atisbo que acaba por boicotear. Ciertos prototipos culturales anquilosados, rayanos con la discriminación, limitan el potencial de un film que pondera su condición sin estar a la altura de la respuesta que merecemos como espectadores a la hora de evaluar como repercute este blackout emocional en las intenciones de su protagonista.
Protagonista de una de las historias de ascenso, auge y caída más radicales de la historia del séptimo arte, Nicolas Cage se abrió paso en la industria gracias a su ilustre procedencia: es sobrino del director Francis Ford Coppola. Por talento propio y gracias a un notable don para elegir papeles excéntricos y arriesgados, triunfó en “Birdy” (1984), “Peggy Sue” (1986), “El Beso del Vampiro” (1989) y “Corazón Salvaje” (1990). Fue el alcohólico en franca decadencia en “Adiós a Las Vegas” (1995) y su aspecto desesperado le sentó de maravillas en “Vidas al Límite” (1999). Luego de convertirse en abonado a films de acción taquilleros durante los ’90, dio un salto dramático cualitativo eligiendo proyectos como “El Ladrón de Orquídeas” (2002) y “Los Impostores” (2003). Cuesta creer que su carrera se encuentre en un espiral de descenso sin retorno, mediante una inefable concatenación de elecciones deficientes, solamente matizadas por sus colaboraciones junto a Paul Schrader: “Luz al Final del Día” (2014) y “Dog Eat Dog” (2017). Sin embargo, quizás el nativo de Long Beach haya encontrado la fórmula perfecta para resurgir de la forma menos pensada. En “El Peso del Talento”, Nicolas Cage interpreta a Nicolas Cage recurriendo a las armas recurrentes de su prolífica y dispareja trayectoria, con miras de salvar su buen nombre más vale tarde que nunca. Quizás no exista dentro del planeta Hollywood una estrella que polarice las diversas miradas que sobre su legado se posan. Así como Cage interpreta un rol que perfectamente puede espejarse con el continuo de sus dos últimas décadas de trayectoria: un actor en decadencia, dueño de una filmografía tan ecléctica, repleto de deudas y olvidado por su público, quien se adentrará en una aventura que cambiará su vida para siempre. Mediante una plétora de guiños autorreferencias, este film devenido en enorme chiste interno, parodia la propia realidad de Cage, un intérprete en declive que pasó de moda, perdiendo ostensiblemente su ‘prime’, al tiempo que perpetra una sátira a la industria que lo cobija. En este sentido, la estrella de “Contracara” (1996), “La Roca” (1998) y “Con Air” (1999) se convierte en el rostro ideal. Las luces y sombras de su filmografía nos arrojan un espectro que abarca éxito de taquilla y el efectismo en numersos géneros, en igual medida que el nulo buen juicio de un actor capaz de interpretar roles insignificantes en films nimios y meramente amateurs. Abundante en registros ridículos y exagerado, indaga “El Peso del Talento” en las inseguridades y frustraciones que atraviesa el propio Cage; también del negocio tras bastidores, llevando a cabo una pintura similar a la que ensayara la originalísima “¿Quiéres ser John Malkovich?” (1999, Spike Jonze). Desbordante y absurda, esta experiencia explosiva no reserva timidez alguna a la hora de erigirse como meta cine y buddy movie de manual, ejecutado en relato de tres actos la esperable convención de villanos a vencer y búsqueda del eje protagónico por trascender sus propias miserias Existen durante el metraje llamadores constantes al espectador de buen paladar cinéfilo. “El Peso del Talento”, dirigida por Tom Gormican, es una obra que no posee la mínima cuota de solemnidad; se burla de la propia convención en la que establece su terreno de juego. El mundo de ficción está siendo permanentemente analizado y criticado por los mismos personajes, de manera que se subvierte el cliché que tanto siempre nos irrita.
Tras la muerte de su esposa, Cheng, cocinero profesional, viaja con su hijo a una aldea pequeña y remota de Finlandia para reunirse con un viejo amigo. La dueña del café del pueblo le ofrece alojamiento y, a cambio, el servicial Cheng la ayuda en labores culinarias, sorprendiendo a los lugareños con delicias autóctonas. El menú se expande más allá de lo excéntrico del sabor. Un drama gastronómico de extraña pareja a la vista se pone en marcha, lo bellos paisajes de Laponia sirven de marco al impensado encuentro cultural. Coproducción asiática y escandinava, la distancia aquí es solo geográfica. El lenguaje hablado, en las antípodas de una búsqueda industrial, es cine arte de la más fina cosecha, amparándose en rubros técnicos cuidadosamente elaborados. Mika Kaurismäki (hermano mayor del consagrado Aki Kaurismäki), director de “Divorcio a la Finlandesa” (2011) entre una media docena de obras notables, nos entrega una reconfortante historia a través de la cual el séptimo arte aquí practicado sabe mixturar, en su punto justo, comida, bebida, azares amorosos y segundas oportunidades.
“La Médium” se anunciaba como una de las películas de terror del año. Dirigida por Banjong Pisanthanakun, prometía con cambiar el concepto del género de terror contemporáneo. ¿Demasiada ambición? Las audiencias huyen despavoridas de la sala, señal que el producto asusta de modo genuino. O que no ha gustado para nada…Sea cual sea la resultante, corre por tu vida. Bien, entonces, se instala el interrogante: ¿por qué deberíamos verla? Bajo el formato de falso documental, esta coproducción coreana-tailandesa nos anima a sumergirnos en las profundidades de un misterio que esconde algo mucho más maligno que lo que su superficie sugiere. La cultura oriental nos brinda un trasfondo y un contexto enriquecedor para profundizar en el porqué de las situaciones históricas y sociales que albergan este tipo de fenómenos de posesión sobrenatural. Podríamos relacionar su lugar geográfico de origen con la habitual calidad y singularidad que posee dicha industria para producir films afines, sosteniéndose como una potencia indiscutible, a lo largo de los últimos cuarenta años, para un modelo genérico en exceso transitado y reiterativo. En “La Médium”, la narración va concatenando curiosidades varias, recurriendo, tanto al susto fácil como a la técnica del found footage, bajo la concepción estética de este tipo de producciones que busca hacer sentir el horror de la forma más real posible, siguiendo la senda estilística de artesanía old school que pudimos ver en sendas sagas “El Proyecto Blair Witch” o “Actividad Paranormal”. Rozando lo inverosímil, ciertas reglas del documental colapsan por puro morbo y amarillismo. Una atmósfera tensa, ambigua y pesada caracteriza a un irregular metraje que alcanza las dos horas de duración. Hay personajes que no admiten salvación alguna: veamos esta perturbadora pesadilla con las luces encendidas.
Aquí apreciamos una película que se acerca a una idea de aventura, bajo el pretexto de un misterio a desentrañar, sorteando las dificultades propias a diversos climas y géneros. Transitando conflictos conspiranoides y referencias a la cultura pop, “El Sistema K.E.O.P/S.” va aglutinando elementos funcionales a la trama. Nicolás Goldberg, autor de “Fase 7” -su ópera prima-, también premiado montajista y realizador -ganó el Premio Cóndor de Plata por “El Bonaerense” (2002, Pablo Trapero)- se adentra en la geografía del barrio de Belgrano rescatando ciertas cualidades porteñas autóctonas. Persecuciones afines al género de acción inundan un metraje dispuesto a entretener de su bizarra extrañeza. De lo oscuro a lo delirante, la trama se abre ante nuestros ojos como un prisma. Goldberg sabe cómo ser original y la broma pesada cunde efecto. Los experimentados Daniel Hendler y Alan Sabbagh calzan perfecto su atuendo, protagonizando esta buddy movie que bebe de ciertas influencias cinéfilas notorias. No oculta el autor sus intenciones de homenajear, de modo explícito, a un espectro que abarca desde John Millius a los Hermanos Coen, con “El Gran Leboswki” como indudable referencia. Envidias, celos y personalidades opuestas prefiguran las características de este dúo, en apariencia pacífico, camino a la inevitable catástrofe.
El padre del autor, protagonista de la película, lleva a cabo en 2010 una obra de teatro basada en cuento de Piglia acerca de personajes que buscan un cuento de Arlt que no existe. La génesis del proyecto muta en la idea que finalmente conoceremos bajo el título de “Vuelta al Perro”. Financiada por el INCAA, estrenada tres años después del comienzo de la filmación, llevada a cabo en Salto (Provincia de Buenos Aires), la premisa de un director que vuelve a su pueblo natal coloca en pantalla imágenes nostálgicas del lugar en donde transcurrió la niñez. Ayer era una estación de tren, un río, calles de barro, puestas de sol en la plaza del pueblo, la siesta intocable. Fragmentos de tiempo vienen a la memoria. Poco queda en pie, pero la identidad se construye mirando en retroceso hacia aquellos espacios sagrados. Di Cocco, de profusa labor cinematográfica desde 1997, hurga en su propia historia personal. Una infancia transcurrida entre salas de teatro y ensayos como lugares de pertenencia se nutre del ambiente que bien sabe describir, en pos de una óptica que no es condescendiente con el arte que hacemos por placer. ¿Es puramente ficción la historia que estamos a punto de ver? Un perdedor retorna al cubículo que lo vio nacer. ¿Vuelta al perro con la cola entre las patas? Más ambición nos depara la aventura, una obra de teatro simboliza otras posibles ‘reaperturas’. El tiempo transforma las relaciones personales, contraponiendo la idea del éxito y el fracaso. La disyuntiva de quien eligió quedarse contrapone la ambición de crecer al emigrar a las grandes ciudades con el mentado regreso, cotejando la suerte de aquellos que decidieron permanecer. Saliendo de la mirada paternalista de la ciudad hacia el pueblo, “Vuelta al Perro” propone un viaje al comienzo que es, en verdad, una búsqueda a sí mismo.
Luego de un profuso recorrido por festivales internacionales, llega a las salas locales esta coproducción entre Chile y Brasil, ópera prima de Agustina San Martín. La autora elige abordar el deseo sexual femenino desde un prisma en donde el principal enemigo es el miedo. Su terreno predilecto de acción desenvuelve un denso universo en donde la realidad ficcionada habita un plano paralelo: se explora la dualidad entre la pasión y el horror, como fuerzan convergentes; en palabras de la propia autora, un antagonismo danzante que simula luces y sombras complementadas. Filmada en locaciones de Misiones, un perfeccionismo estético denota un trabajo visual y sonoro direccionado a captar la diversidad emocional que aquella frontera, como espacio naturalmente ambiguo, alberga una historia de desarrollo sexual queer. La literalidad del título nos impacta. No obstante, desglosando el sentido, el miedo siempre acaba por cobrar forma inesperada. Dentro del ámbito nacional, la tradición reciente nos remite al “Muere, Monstruo, Muere” (2018) de Alejandro Fader, mientras un monstruo femicida acecha amenazante; el mito no tarda en instalarse. El entorno selvático prefigura climas fantasmagóricos, de perturbadora quietud, abrevando en alegorías y simbolismos propios del género, que evidencian influencias del cine de David Lynch. Cubriéndose de opacidad, “Matar a la Bestia” nos sumerge en logrados tramos de inquietud, conformando un sólido debut para una cineasta prometedora.