Dirigida por Virna Molina, “Retratos del Futuro” posee una historia personal muy particular en su concepción. La pandemia atraviesa, transforma y reconvierte a un film comenzado antes de la emergencia sanitaria ocurrida en marzo de 2020. Podríamos preguntarnos ¿qué ocurre cuando el imaginario de futuro se encuentra mirando a los ojos a un futuro distópico? Borrando los límites existentes entre realidad y artilugio, la autora convierte a su material en un documental que recorre las delgadas fronteras de la ficción con absoluta habilidad. Así es como “Retratos del Futuro” se erige como una tesis que simula una puesta en abismo. Si originariamente se instituía a partir de la representación en la lucha igualitaria de los habitantes trabajadores de esta Buenos Aires de fines de siglo XX, incorporando elementos citadinos como el subterráneo o la arquitectura vernácula, la subjetividad de la mirada documental profiere una búsqueda de investigación pertinente al ensayo reflexivo. El paradigma la reinvención humana durante la pandemia excede aquel primer recorte para enfrentar un futuro construido a contramano. Alterado el plan, el aislamiento interrumpió la filmación y, meses después, el proyecto pudo retomarse bajo un mandato terapéutico, sanador y liberador. De personalísima ideología, este ejercicio forzado por el ostracismo nos presenta una ventana planetaria hacia nuevas posibilidades que filosofen sobre nuestro presente, haciendo hincapié en el valor revelador del lenguaje audiovisual como mecanismo para comprender un tiempo de profundo cisma.
Las fortalezas de un director como Sam Raimi, acostumbrado al cine de blockbuster, se ponen de manifiesto en esta sinfonía visual proveniente directa desde la factoría universal de Marvel. Sus pergaminos haciendo cine de horror nos retrotraen a films como “Posesión Infernal” o “El Despertar del Diablo”, mientras que su vertiente fantástica asoma en una de las mejores versiones conocidas hasta el momento de “El Hombre Araña” (2002). Aquí, el cineasta sabe bien qué hacer con el material cinematográfico que los estudios depositan en sus manos, no sin ciertas coordenadas estéticas preestablecidas, otorgando rienda suelta para un director experto en tramar icónicos mundos de oscuridad. El lenguaje de ficción de superhéroes se acopla a la banda sonora del siempre exquisito Danny Elfman, mientras un elenco coral (Benedict Cumberbatch, Rachel McAdams, Patrick Stewart, Chiwetel Ejiofor y Bruce Campbell) sazona la propuesta. Nos sumergimos en la batalla interna emocional y visceral, librada por nuestro protagonista. Finalmente, tensión, expectativa y sobresalto se superponen, mientras la excéntrica creatividad en múltiples planos espacio-temporales, propulsada por Raimi, se coloca al servicio de esta tragedia envuelta en escala industrial.
Ricardo Hornos y Carlos Gil se lanzan a la dirección cinematográfica luego de una vasta tarea en labores de producción. Con guión firmado en coautoría junto a Adrián Garelik (“Vino para Robar”), esta coproducción argentina-uruguaya representa el primer protagónico de Nicolás Francella en la piel del joven Axel Brigante, empleado de un call center y cuya integridad física y psicológica se encuentra a merced de un cliente desquiciado (Puma Goity) quien cobra la forma de vengador anónimo en las sombras, sin atisbos de humanidad alguna. El hombre común y corriente en apuros cumple la máxima esperada. Angustiante, aunque no despojada de excesivas vueltas de tuerca enmarañados en el cliché habitual, “En la Mira” focaliza un relato que representa una auténtica lucha contra el tiempo. Relojes analógicos y digitales agilizan esta odisea que surca la vida metropolitana bonaerense. La velocidad casi nunca aminora, la tensión de sostiene y el calvario resiente su verosímil, la dupla de directores elige la inclusión de flashbacks que explican más de lo necesario. La profundidad reflexiva buscada apenas araña la superficie, a la hora de otorgar un mensaje moral acerca de un sistema perverso que enfrenta a víctimas con victimarios. La extenuación mental y el sometimiento infligido a partir de una llamada telefónica rastrea dos antecedentes en el ámbito audiovisual. Quizás, venga primero a la memoria el film “Enlace Mortal” (“Phone Booth”, 2002), dirigido por Joel Schumacher. Sin embargo, podemos vislumbrar llamativas similitudes narrativas con un capítulo específico (“Bajas”) de la serie “Encerrados”, de Benjamín Ávila, estrenada en 2018 y protagonizado por Martín Slipak.
Una película típicamente ‘feel good’, un sitio en el cual encontrarse como en casa para los fanáticos de una de las series modelo para la TV británica del nuevo milenio. “Downton Abbey: La Nueva Era” llega de la mano del director de Simon Curtis, con la colaboración en guión de su creador Julian Fellowes. Cercano, sentimental y previsible, este film abreva en el éxito de la serie; también en el oportunismo reditable de la película precedente estrenada en 2019. La herencia de un castillo, las costumbres de la clase acomodada inglesa y secretos familiares que salen a la luz conforman los elementos primordiales de esta historia ambientada en la aristocracia de comienzos de siglo XX. Un elenco de reconocidos, Integrado por Hugh Bonneville, Michelle Dockery, Elizabeth McGovern, Hugh Darcy y Maggie Smith, infunde valores, al tiempo que piezas musicales elevan la emoción hacia una escalada considerable.
Fernando León de Aranoa se reúne con Javier Bardem luego de la obra maestra de denuncia social “Los Lunes al Sol” (2002) y de “Loving Pablo” (2017), sobre la vida de Pablo Escobar. En el presente film, enfoca el mundo laboral, tramando una especie de díptico con la mencionada obra que colocara a Bardem en la élite actoral mundial. Anverso perfecto de aquella cruda mirada sobre las condiciones laborales, aquí el punto de vista elegido por el director se coloca sobre quien dirige los mandos de una empresa. Pasan los días uno a uno, el esquema semanal complica la agenda. Más problemas surgen, más nítida se vuelve la silueta de alguien a quien le interesa lucirse y aparentar. Bardem se pasa de vereda. Y no es el trabajador en el paro, sino que es un hombre en posición de superioridad, que trata a sus empleados con condescendencia. Un ser con afianzadas conexiones de poder, alguien que mueve a gusto y placer los hilos. Apuesta fuerte, caen las fichas sobre la mesa, quien a su cargo se encuentra es un mero títere de su grandiosa maquinaria. Sin un tono drástico, “El Buen Patrón” consigue afianzarse como una mirada valedera sobre la relación entre empleador y empleado. Se asoma directo en las miserias del mundo empresarial, reflexionando acerca de una posible ética del comportamiento. La balanza trucada casi nunca arroja un saldo de justicia. Con sentido de urgencia, se lleva a cabo una radiografía sobre el mercado laboral español, desde la perspectiva quien toma las decisiones. El espectro que abarca excede las fronteras ibéricas; el mundo gira alrededor de este tipo de injusticias cometidas de modo atávico, las mismas cabezas acaban siendo aplastadas, aquí y allá. Un satírico análisis sobre la precariedad de cierto sector, sobre la inoperancia. Cautivante, despliega capas de profundidad a la hora de cuestionar al poder y funciona primeramente como comedia, sin por ello dilapidar su faceta de denuncia social. Bardem, rey de la función, no deja de lucirse. Una dirección efectiva y minimalista cumple con el requisito que vamos a esperar de parte de León de Aranoa. Sin grandes alardes ni composiciones de planos especialmente llamativas. Quien ha hecho de la austeridad un síntoma se mueve como pez en el agua de esta fábula moral. “El Buen Patrón” eclipsó el récord de nominaciones al Goya (20, superando a “Días Contados”, de Imanol Uribe, 1994), batallando cabeza a cabeza en festivales internacionales con “Madres Paralelas”, de Pedro Almodóvar, como el más destacado film español de la cosecha 2021.
Alexander Skaarsgard, Nicole Kidman, Bjork, Willem Dafoe y Ethan Hawke encabezan el reparto del nuevo film de Robert Eggers, talentoso director responsable de interesantes títulos como “La Bruja” (2015) y “El Faro” (2019). El talentoso Sigurjón Birgir Sigurðsson, coguionista de “Lamb” (2021), se adentra en la liturgia vikinga que trae a nuestra memoria títulos como “The Vikings” (1958), “Conan” (1984) y “El Guerrero Número Trece” (1999). Adaptando la leyenda medieval escandinava que -según cierta corriente historiadora- inspiró a William Shakespeare, “El Hombre del Norte” prolifera en momentos oníricos, violencia salvaje y descarnada elegancia. Haciendo una épica de tan malsana poética, el metraje va cobrando forma de macabra y nihilista visión. Pareciera un destino de ira y rencor corroer la esencia de un personaje que experimenta la sed de venganza más incontenible. La promesa de llevar drásticas acciones a cabo, con el fin de ajusticiar su descendencia, desnuda el lado más primal del ser humano; el hilo del destino es indestructible. A medida que la tragedia se cierne, sofisticados diálogos se intercalan en potentes instantáneas que ponen a prueba nuestra sensibilidad siguiendo el eco de las palabras del maestro Andrei Tarkovski: “la finalidad del arte consiste en preparar al hombre para la muerte”. Un paisaje dantesco alumbra la fría estepa islandesa. La vastedad alberga luchas cuerpo a cuerpo de sanguinario y brutal saldo. Funcionando en gran nivel metafórico, apreciamos una fotografía que resalta la oscuridad tonal. La cámara de Eggers se mueve y los cuerpos se apilan alrededor. Un empleo de efectos especiales para artificio de hirviente magma contribuye a una atmósfera corrompida que nos permite apreciar el cuidadoso tratamiento estético, entrelazando la fantasía y la realidad. Es la precisa artesanía visual de Eggers en la ejecución de la forma, convencido de las imágenes que crea, sazonando una propuesta que bebe de las fuentes de “The Green Night” de David Lowery.
Aventuras selváticas para hacernos reír e imperfecciones del género en reparto estelar. Sandra Bullock y Chaning Tatum encabezan esta comedia romántica, coprotagonizada por Daniel Radcliffe y un Brad Pitt que aparece en contadísimas escenas, retornando a la gran pantalla tres años después de su consagratorio rol bajo la lente de Quentin Tarantino. Recordando a títulos referentes como “La Joya del Nilo” (1984) o “Jungle Cruise” (2021) , “La Ciudad Perdida” nos trae un contraste de personalidades y situaciones. Dirigida por Aaron y Adam Nee («Band of Robbers», «The Last Romantic»), exprime las opciones de un guion que se burla de las convenciones. Quienes hayan visto el trailer, probablemente hayan agotado parte de la sorpresa. No obstante, la zona geográfica intrigante rebosa aires de peligro y nos hace entrar en juego. El absurdo y el patetismo son poderosas herramientas para una película que sabe de sus limitaciones. Sin tomarse a sí misma demasiado en serio.
El australiano Philip Noyce cimentó una respetable carrera en Hollywood, como parte de la profusa camada de autores cinematográficos (junto a talento de la talla de George Miller, Bruce Beresford y Peter Weir). que, provenientes de Oceanía, se asentaran en la meca del cine. Un artesano del suspenso, responsable de títulos como “Terror a Bordo” (1989), “Juego de Patriotas” (1992), “Sliver” (1993) y “El Americano” (2002), que, sin embargo, no ha logrado sostener su trayectoria del modo más perdurable, de un tiempo a esta parte. En “Desesperada” se maquilla la intención que ostenta preocupación social, acerca de un mal endémico que sufre Estados Unidos: la existencia de francotiradores, asesinos ocultos en la masa colectiva dispuestos a sembrar el pánico alrededor. El cine ha producido productos notables al respecto, como “Targets” (1968), de Peter Bogdanovich. En “Desesperada” todo luce fríamente calculado en el peor de los sentidos; Noyce perdió el pulso definitivamente. Las redes y la telefonía celular se convierten en un artificio narrativo que, a poco de comenzado el metraje, agotan rápidamente sus recursos. El camino laberíntico que nos presenta el frondoso bosque deja de convertirse en un acertijo en busca de una vía de escape para cobrar forma de auténtico tedio. La monotonía arrasa con las buenas intenciones de la siempre eficiente Naomi Watts, luciendo aquí como vulnerable madre y eficiente runner. El ritmo trepidante que se imprime no logar generar interés alguno, para este thriller escenificado casi en tiempo real. El miedo de una mujer que procesa traumas de su frágil entorno afectivo, llena la casilla de todo lugar común previsible. Mientras su ánimo se crispa, la esperanza jamás se desvanece. La lucha a contrarreloj se vuelve irritante. Watts ensaya una mueca trágica, pero el desenlace es francamente ridículo.
Jean-Pierre y Luc Dardenne hacen su debut detrás de cámaras en el mundo del documental, conjugando aspectos históricos y sociales de la región de Valonia, su escenario predilecto. “Falcón” (1986) es la primera ficción que dirigen, una crítica ideológica a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y toda una declaración de intenciones de lo que será, posteriormente, su carrera. Podemos constatar sus influencias más inmediatas en el cine naturalista de Robert Bresson y Ken Loach, al que aderezan una vertiente ideológica basada en el filósofo alemán Theodor Adorno, aspecto que prefigura intereses que giran en torno a las dificultades que implica pertenecer a la clase obrera, en una sociedad marcadamente capitalista. Estas historias se explican de una manera distante y desde un posicionamiento moral explícito, pero insertando elementos para que el espectador elabore su propio juicio de valor. El cine que pretenden explorar se preocupa por transmitir una austeridad preponderante y su arquitectura cinematográfica gira alrededor de dicho propósito, consignándose a realizar un tratamiento subjetivo de la imagen. Gracias a las citadas marcas estéticas, la carrera de estos estandartes del cine de autor contemporáneo se consolidó en la aceptación de la crítica y el benemérito del público; cosechando múltiples premios internacionales, especialmente en el Festival de Cannes. Títulos como “Rossetta” (1999) y “El Silencio de Lorna” (2008), convirtieron a la dupla fraternal en favoritos defensores de la independencia cinematográfica como ley irrenunciable. Allí están los hermanos Dardenne, persiguiendo a su protagonista durante toda la secuencia o dejando la cámara estática, independientemente de la acción, como referente de los diferentes personajes, constituye un sello estético que se ha mantenido indeleble a lo largo de toda su trayectoria. Utilizando el dramatismo del fuera de plano, diluyen la línea ilusoria que separa al documental de la ficción. Son tales huellas las que los convierten en un par de referentes sin parangón contemporáneo. Para esta dupla, defender la independencia a ultranza es menester. Hay vida después de la cámara y acaso sus ficciones son infinitos y sucesivos relatos que vertebran una sólida y única gran obra. Despojándose de todo artificio, prefieren trabajar con el uso de largos planos y sus diálogos transmiten la verosimilitud en tiempo real. Dentro de semejantes marcos conceptuales, “El Joven Amhed” se encumbra como un filma radical, afín al cine social y comprometido. Dueño de una apariencia de realismo que procede de un artificio perfectamente construido por el tándem de cineastas belgas. El enigma que desata su trama confronta el cinismo de un mundo en quiebre, en caída libre del cielo a la Tierra. Se inscribe así la forma de parábola que revisa la leyenda del hijo pródigo, la muerte puede resignificar su propio sentido. El tiempo vuelve a contarse, el espacio ya no es insignificante. Finalmente, el arma, se nos sugiere, es un juguete para la imaginación de un personaje monolítico. Ante nuestros ojos se despliega un trabajo sencillo en apariencia, pero complejo en su interior. La cámara se sitúa en la distancia correcta y los minutos que transcurren nos adentran en la profundidad. La islamización del continente se trata con suficiente seriedad, conformando la estructura de una obra que no agradará a la derecha en su discurso humanista y espiritual. Para los Dardenne, la verdad última huye de la materialidad; se construye una puesta en escena sublime que pueda reflejar todo aquello por encima de lo terrenal, se produce la revelación. La película es, a la vez, tanto un elogio a la impureza como a la mixtura de identidades. Los autores de “El Hijo” (2011) y “Dos Días, una Noche” (2014) encuentran una sabia manera de mirar, que plantee cuestiones morales sin allanar el camino por completo. Es, acaso, el sobrio valor testimonial y la evidente coherencia autoral en “El Joven Amhed” sendos valores que destacan. Se nos habla de fanatismos y mutaciones, sin moralizar ni juzgar al protagonista. Los planos duran lo necesario, mientras la economía moldea gestos inefables e infinitos. Finalmente, una obra de arte no debe ser un tribunal que enjuicia. Ganadores en Cannes el premio a la Mejor Dirección, los cineastas belgas reafirman su máxima: no existe dogma en el tratamiento, cuando prefiere este la contemplación.
La flamante “Las Rojas” encierra un fuerte sustento ideológico para subvertir la noción del western como género masculinizado. Es de valorar la existencia de una película que corre el riesgo de salirse de toda fórmula y molde concebido. Filmada en Mendoza, en la zona de Uspallata, nos trae la fuerte presencia de dos personajes contrapuestos, quienes inesperadamente unen sus fuerzas. Poseedora de un guión clásico, estructurado y funcional a sus intereses, la historia nos sumerge en la tensión que se precipita entre protagonistas y antagonistas de turno. En un recóndito campamento en las montañas, los restos fósiles de un animal mítico descubierto constituye apenas la punta del iceberg. Detrás, emergerán las oscuras intenciones de un rival de poder que amenaza con destruir el territorio y sus cualidades naturales. El duelo actoral entre Mercedes Morán y Natalia Oreiro sostiene una obra de riqueza visual en paisajes evocativos. “Las Rojas” coloca todo su peso emocional sobre el dilema de dos adversarias que representan una revelación mutua de valores, a medida que ven su vínculo transformarse. Matías Lucchesi indaga en dos modos disímiles de transitar una pasión. La historia, guionada a cuatro manos entre el propio Lucceshi y Mariano Llinás, accede a cierto nivel mitológico-fantástico que no termina de resultar del todo homogéneo en su resolución, sin poder encontrar una clausura favorable. Las interpretaciones lucen fuera de tono acercándose a un abrupto desenlace, acumulándose diálogos forzados. De repente, pareciera que el film perdió el rumbo por completo, sin poder cumplir con el listón establecido por sus pretensiones estéticas y conceptuales una vez comenzado.