Sebastián Schindel es un reconocido cineasta bonaerense. Productor, guionista y realizador cinematográfico, durante la primera etapa de su carrera abordó el género documental con notable desenvoltura y sapiencia. Así lo testimonian gratas incursiones como “Rerum Novarum” (2001), “Que sea Rock” (2002) y “Mundo Alas”. En el año 2014, sorprendió a la crítica especializada transformando al por entonces galán televisivo Joaquín Furriel (o la etiqueta que muchos espectadores habían posado sobre él) en un consagrado intérprete dramático, gracias al brillante film “Patrón, Radiografía de un Crimen”. Basta ver su reciente personificación de Hamlet, para darnos cuenta que estamos frente a uno de los actores más talentosos de su generación. “El Hijo” representa el regreso de Schindel al terreno ficcional y no resulta, precisamente, una incursión habitual en el cine argentino. Nuestro aparato industrial ha abordado el género del terror y su vertiente psicológica con dispar suerte a lo largo de las últimas décadas. El saldo, sin embargo, no ha sido favorecedor. Desde la poco recordada “No debe estar aquí” (co-producción con España, 2002), de Jacobo Rispa, el salto cualitativo de nuestro cine no se había manifestado en cantidad de films dignos de mencionar. ¿Conseguirá Schindel escaparle a la mediocridad? Veamos… El realizador mixtura los elementos más reconocibles del cine de terror psicológico y policial, bajo el arquetipo de una trama que el género del terror nos ha contado cientos de ocasiones: un nuevo integrante en la familia parece agrietar el abismo existencial que divide a una pareja, al tiempo que los límites de la cordura parecen confundirse con la atmósfera de irrealidad que envuelve al relato y a su protagonista principal, Lorenzo, el punto de focalización sobre el que se estructura esta propuesta. Un embarazo conflictivo, un nacimiento misterioso, un pacto siniestro y una asistencia a las labores de maternidad de lo más macabara. ¿Les resulta familiar? “El Bebé de Rosmeray” marcó un antes y un después para este tipo de propuestas argumentales y, de allí en adelante, cuesta escaparle al lugar común de cualquier resolución narrativa. Pareciera inevitable que “El Hijo” intentara tomar más de una página prestada al libreto pergeñado por Roman Polanski adaptando la novela de Ira Levin, en 1968. Fragmentando las líneas temporales, Schindel pretende prolongar la intriga, sabedor de que posee en su poder un elemento clave del que se precian este tipo de misterios: la ambigüedad que desborda la trama potenciará el engima. Los principales valores del film se apoyan en dos intérpretes de carácter como el citado Furriel y Martina Gusman. Mientras la protagonista de “La Quietud” (2018) parece esconder la verdadera naturaleza de su esencia, el intérprete de la reciente serie “El Jardín de Bronce” se luce, nuevamente, en la piel de un ser sombrío o corroído por la incredulidad. La oscura telaraña que se teje a su alrededor lo confronta con sus miedos más intrínsecos y parece no dejarle escapatoria. ¿O es que todo, finalmente, se develará como la ilusión de un demente? El cinéfilo memorioso recordará que la locura también consumía a dos antológicos protagónicos (femeninos) de Roman Polanski: “Repulsión” (1965) y “El inquilino” (1976), borrando las fronteras de todo raciocinio. Tensa, perturbadora, inquietante y de climas enrarecidos, “El Hijo” nos hace sospechar a cada instante. No obstante, Schindel prolonga en demasía la resolución del misterio y peca de resoluciones arbitrarias, dejando un sendero de cabos sueltos sin explicar. Complejizando in extremis este oscuro drama familiar, se enreda en su propio laberinto de sospechas. Cuestionar el verosímil dejando fuera de foco detalles perceptibles no es sinónimo del buen uso del tan mentado ‘final abierto’.
A lo largo de la trayectoria de Mateo Bendesky, algunos de su films lidian con la visión del realismo mágico y el autor se interesa en esta vertiente proveniente de la literatura para contar una historia. Según palabras del mismo, existen en esta obra elementos autobiográficos basados en propias experiencias, lo que convierte a “Los Miembros de la Familia”, quizás en su film más personal, no obstante la huella autoral puede rastrearse a lo largo de sus anteriores obras. En este film en particular, el enfoque parte desde el momento de la vida que sus personajes atraviesan, una instancia de dolor y pesar en donde el realismo mágico cobra vida y el lazo entre lo real y lo imaginado comienza a diluirse. Bajo este verosímil, ese mundo de fantasía se hace realidad validándose como una acertada forma para contar una historia que recurrirá a variados registros genéricos. Aquí la trama toma lugar en un ámbito pueblerino de la costa argentina. Filmado en siete diferentes locaciones que recrean un lugar ficticio y arquetípico, el desafío autoral consiste en inventar un nuevo pueblo y dotarlo de vida propia: el aire melancólico de la costa argentina es trasladado a este ámbito, un submundo que representa el refugio veraniego da la clase media argentina turística, de allí también proviene su carácter especial. En épocas de invierno, una atmósfera de misterio rodea estos parajes, en donde observamos, con un dejo de tristeza, la ciudad costera desierta. Utilizando como metáfora la idea de ‘un lugar que fue hecho para otro fin’, a través de ese sentimiento de despojo se prolonga dicha inquietud a sus personajes y su inconformismo. A través de una variada gama de sensaciones, se potenciará su emotividad desde el escenario físico hacia la hostilidad y la proyección de sentimientos encontrados. Existe un particular abordaje al género de la comedia, el cual funciona de forma eficiente cuando la seriedad de una situación dramática es connotada con el absurdo. Bajo este tono lúdico, el director trabaja una marca personal que busca descontracturar los tradicionalismos de la comedia dramática, apelando a una cadencia de tonos y una precisión de climas y humores que afectan positivamente al relato. Desde el personaje de Lucas, una serie de observaciones enriquecen la mirada sobre el film y sus texturas. Resulta particular el acercamiento que se hace desde su postura y sobre la tecnología a través de la cual la gente se comunica, como lazo indispensable para establecer vínculos en nuestro tiempo. Viviendo inmersos en un mundo de redes y teléfonos -un símil de mundo paralelo que genera una segunda vida dentro de la rutina social que atravesamos-, percibimos en este personaje la timidez propia de la adolescencia, el descubrimiento de los vínculos y la sexualidad y el culto a la estética desde la mirada de un coming of age afectado por lógicos conflictos. Potenciar la herramienta virtual para acercarse a las personas refleja la forma en que las generaciones jóvenes viven y se comunican hoy día, resultando éste un factor al que el autor presta suma atención. Pensando en ‘la vida en línea como un lugar que antes no existía’ permite indagar en cuestiones filosóficas complejas de asimilar. Bajo esta posible teoría de ver el mundo de hoy y conectarse con el, “Los Miembros de la Familia” captura el tema principal de su búsqueda: construir las necesidades para el mundo en que vivimos. Otra interesante observación de matiz social resulta el deporte desde la mirada sesgada de la masculindad, como tradición cultural en Argentina. Desde el absurdo del prototipo conservador y como una critica social a la pacatería de antaño, el film se cuestiona sobre el alcance del pensamiento radical en otros tiempos menos progresivos como un indudable llamado de atención y un compromiso para las nuevas generaciones. Bajo una óptica similar, la recreación en el uso de drogas y esteroides como vía de escape a la insatisfacción cotidiana se revela como un acertado retrato de la juventud y los excesos, algo que está presente en las generaciones que están en contacto aquí, persiguiendo una forma de realismo emparentada al mundo que los rodea. La relación entre los hermanos (Lucas y Gilda) resulta un aspecto esencial de la narración y en donde convergen una serie de tópicos de fructífero análisis. En los abordajes que se realiza sobre cuestiones como la depresión y la salud mental, el director denota una absoluta franqueza en evidenciar cuestiones muy presentes en la vida de adolescentes que están atravesando un duelo. Como esencial tramo del proceso, el abordar verbalmente estas cuestiones termina por liberarlos, si bien en realidad es el autor (como un auténtico demiurgo cinematográfico) quien suelta a sus personajes de dicha carga estigmatizada. A través de la profundidad de análisis que brinda, el film nos invita a reflexionar (sin despojarse de una mirada tierna) acerca de la vulnerabilidad y las debilidades que refleja esta etapa de la juventud, en plena búsqueda de la identidad, del destino y de su lugar en el mundo. La complejidad de los sentimientos expuestos facilita un acercamiento psicoanalítico: como se expresan aquella relación fraternal tamizada por la culpa, el hermetismo, la confusión y el enojo. Esta mixtura de sensaciones nos interpela acerca de las elecciones que tomamos y como nuestras experiencias afectan la forma en que procesamos/exteriorizamos los sentimientos: el misterio que rodea a cada relación y su extrañeza constituye la exclusividad de cada vínculo. Subjetivizando la mirada hacia una bienvenida libertad interpretativa de esta obra, el mensaje llegará al espectador para completar un posible sentido intelectual dentro de tantos probables, adquiriendo allí vida propia. ¿Se trata, finalmente, del suicidio de su madre? Los espacios de la casa que parecen vedados nos inclinan a pensar que sí . Otorgar la cantidad de espacios inconclusos a su desarrollo resulta una apuesta atractiva para que la película crezca notablemente en la mente del espectador.
La idea de esta película parte desde una imagen que proviene de la infancia del autor y que está relacionada a una visita que el mismo hiciera a Basavilbaso, el pueblo de origen de su padre, a partir de lo cual cuestiones referentes a su propia procedencia comenzaron a interpelar su fibra íntima. Casi dos décadas le llevó al realizador concretar este film y es por ello que, a partir de este disparador, “La experiencia judía” intenta desandar el camino de una imagen que permaneció en forma de interrogante acerca de la identidad, la procedencia y el desandar el camino acerca del exilio judío, la diáspora que terminó haciendo de esa huida su asentamiento. Estos recuerdos de viejos tiempos se instalaron en su memoria, permaneciendo hasta hoy, cobrando vida en la travesía concretada en “La Experiencia Judía”. Según la mirada del autor, aún existen lugares remotos que el mundo globalizado desconoce afortunadamente, y en aquellas locaciones el realizador reconstruye la historia acerca de la llegada de la comunidad sefaradí que huyó de la Inquisición hacia la selva de Surinam. En la obra de Kohan existe una indagación que se manifiesta a través de dos temáticas primordiales. Por un lado, del espacio y el lugar que cada uno se hace para sí y , por otro lado y en consecuencia, la posibilidad de que se pueda a partir de dicha conquista inspeccionar acerca de uno de forma más profunda, como el autor ya había plasmado en “Lluvia Cósmica”; film de su factura. Resulta paradójico examinar la convivencia de la comunidad con los indígenas que poseen una idiosincrasia africana como Surinam. Igualmente sorprendente, todo lo que ocurre en el rodaje en locaciones de Brasil nos remite a personas que hoy en día dudan de su procedencia, tienen costumbres judías y son todos descendientes de aquellos perseguidos que escaparon Inquisición. Resulta atractivo el trabajo de investigación previo que formó parte del proceso de gestación del film, se nota aquí muy intuitivo al autor en hacer una lectura pormenorizada de cada locación y potenciales protagonistas que intervendrán, como sobrado ejercicio de cine documental. En este sentido, “La Experiencia Judía” se torna una película reveladora: una historia tan desconocida como la presencia judaica en lugares tan inhóspitos y remotos invita a despertar nuestra curiosidad.
Una prodigiosa labor técnica, “They Shall Not Grow Old”, del director Peter Jackson, se propone una inédita restauración digital directa de archivos de registro fílmico de más de un siglo de antigüedad, capturados en el frente de combate de la Primera Guerra Mundial, brindándonos una nueva óptica sobre los documentales históricos. El neozelandés digitalizó, coloreó y reformuló imágenes existentes en tiempos de guerra conservadas por la British Broadcasting Corporation y pertenecientes al archivo del Imperial War Museum. Jackson recurre a crudos relatos de veteranos sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial (audios que datan de más de medio siglo de existencia). Digitalizando efectos que reproducen ruidos del armamento utilizado, su enfoque prefiere hacer hincapié en una causa injustificada, por la que muchos voluntarios británicos darían su vida, inclusive ante la negativa familiar (jóvenes de tan solo 14, 15 años o 16 años, cuando la edad mínima oficial para reclutarse era de 19). Más de seiscientas horas de registro de archivo confluyen en un ejercicio técnicamente deslumbrante y exhaustivo en su labor de compaginación que pretende rescatar el coraje humano, allí donde la vida pende de un hilo. Gracias a la magia del celuloide, el pasado cobra vida en la emoción vibrante que destila el relato de los protagonistas, por momentos haciendo sentir tan lejana en el tiempo aquella coyuntura humana desprovista de los paradigmas que rigen nuestro presente. Por momentos reiterativa en recurrir al testimonio en primera persona que redunda las miserias vividas al frente de combate (con alevosía en truculentos detalles), nos relata el penoso día a día de un grupo de soldados dispuestos a entregar su vida por una causa tan fútil como toda guerra. Cruel realidad, si fuera necesario, también, de acabar con el sufrimiento de un par combatiente o circunstancial ‘enemigo’ herido de gravedad, elevando la propuesta a niveles angustiantes. De este modo, se convierte en una evocadora y en extremo realista -aunque redundante y anticipable- retrospectiva histórica hacia uno de los acontecimientos claves del siglo XX El cine bélico es uno de los géneros más transitados por realizadores cinematográficos y de los más convocantes en el público. Su evolución ha marcado etapas en la historia del cine y en el tratamiento de temáticas socio-políticas que actualmente vuelven a ser materia de opinión y polémica. La guerra y sus consecuencias siempre han interesado a los cineastas, conjugando las ópticas y perspectivas más enfrentadas: desde los productos de propaganda -como modalidad cinematográfica que exaltaban el heroísmo- hasta el mensaje antibelicista -que encierra un pedido de reflexión y toma de conciencia- como mecanismos válidos a través de una historia de ficción. Remontándonos a los comienzos del cine, desde la época del mudo, hubo films que abordaron conflictos bélicos desde un acercamiento más rustico y primario. Así se encuadran las visiones de David W. Griffith sobre la Guerra de Sucesión en la ultra polémica “El Nacimiento de una Nación” (The Birth of a Nation, 1915). Iniciada la época del cine sonoro, dos grandes hitos cinematográficos marcaron la pantalla en los años ’30: una visión romántica e idealizada de la guerra como “Sin Novedades en el Frente” (All Quiet in the Waterfront, 1930), de Lewis Milestone, y una dramática historia de amor en “Adiós a las Armas” (A Farewell to Arms, 1932), perfilaban un tipo de visión con la Primera Guerra Mundial como escenario, contienda que el presente documental de Jackson pretende revivir ante nuestros ojos. Si hacemos un poco de historia con ánimo crítico, encontraremos el film bélico que intenta destacar el heroísmo patriótico en la hazaña militar. Se sabe que el cine desde sus inicios ha sido un vehículo expeditivo en llegar a grandes masas de público para exponer los intereses del poder político de turno. Bajo otra óptica y durante la contienda misma, los documentales de Frank Capra “Porque Luchamos” (Why We Fight, 1942) fueron toda una toma de posición al respecto y un claro ejemplo de propaganda política. A la par existió una corriente hollywoodense, con menor ímpetu, que se volcó a cuestionar los horrores de la guerra exponiendo sus atrocidades a través del absurdo. Así, este fenómeno contó con John Ford como estandarte en “Fuimos los Sacrificados” (We were the Expendables, 1945). El mismo rigor revisionista es el que pretende acuñar el autor neozelandés, concientizándonos acerca del nulo valor humano que posee la vida. Sin embargo, no es habitual que el género documental ofrezca este tipo de propuestas, acaso pueden recomendarse como referencias imprescindibles “Prelude to War” (1942, narrado por Walter Huston) o el reciente registro inédito capturado por Alfred Hitchcock desde los mismísimos campos de concentración nazis (“Night Will Fall”, restaurado por la British Film Academy). De meritoria labor aún sin tratarse de una obra maestra, “Jamás Llegarán a Viejos” se suma como un singular ejemplar de absoluta validez. Finalmente, cabe destacar que el director de las trilogías “El señor de los anillos” y “Hobbit” dedica el film a la memoria su abuelo, quién luchó en la Gran Guerra, desde 1915 a 1919. No cabe duda que la amplia relación existente entre cine y guerra ha sido una constante a analizar entre los estudiosos e historiadores del séptimo arte. Algo queda claro, y es que el derrotero de películas es extenso y las miradas que estas han expresado sobre las contiendas bélicas son ambiguas y de lo más variadas. Eso le proporciona al género un atractivo único e inagotable
Nacido en Mendoza, en 1974, Sebastián Lelio es un cineasta, guionista y productor nacionalizado chileno. Su lente cinematográfica es una de las más interesantes que ha brindado el cine de autor a lo largo del último lustro. El reciente estreno de “Gloria Bell” valida los pergaminos de un realizador sumamente interesante de analizar. Luego del suceso de “Una Mujer Fantástica” en 2017 (película chilena que ganara el Oscar a la Mejor Producción Extranjera), Lelio realizó su transición al cine de habla inglesa, respaldando una década de trabajo en la producción de cortos y largometrajes. Su debut en el cine extranjero se llevó a cabo con la magnífica “Desobediencia” (2018), un drama protagonizado por Rachel Weisz y Rachel McAdams. Un año después, regresa a la pantalla con una película cuyo trailer promocional erróneamente sugiere una comedia romántica de lo más convencional. En absoluto, “Gloria Bell” es una delicia cinematográfica que ofrece un producto pensante, potenciando el lucimiento de la enorme Julianne Moore. Con su más reciente film, Lelio se anima a una empresa que pocos realizadores han llevado a cabo con elogiosa suerte. Filmar una remake de un propio film (algo para directores de la talla de Alfred Hitchcock o Cecil B. De Mille no fue una novedad), en este caso haciendo mención al plus que significa reversionar la propuesta mediante una transición idiomática. Al momento de su estreno, la “Gloria” original contó con la producción del cotizado -y coterráneo- Pablo Larrain (“Jackie”) y obtuvo nominaciones al Premio Oscar, en tiempos donde la talentosa figura de Lelio comenzaba a ser tomada en serio por el mundillo de Hollywood. La trama nos lleva directo hacia la pista de baile. Allí suena la canción homónima a nuestra protagonista, icónica canción de la desaparecida estrella pop Laura Branigan (también leit motiv sonoro del film de Adrian Lyne “Flashdance”, en 1983). A lo largo del film, también sonarán otros clásicos temas que animaron las discotecas de aquellos años, convirtiéndose en la banda de sonido de una generación: “Never Can Say Goodbye” de Gloria Gaynor, “September” de Earth, Wind & Fire, “A Little More Love” de Olivia Newton-John, “All Out of Love” de Air Supply y “No More Lonley Nights” de Paul McCartney. En la piel de Gloria se coloca la inmensa Julianne Moore. En el enésimo protagónico para el recuerdo que aborda en su prolífica e impecable trayectoria. Cinco veces nominada al Oscar y ganadora de la preciada estatuilla por “Still Alice” (2015), el caso de Moore es digno de destacar. En tiempos donde, a cierta edad, Hollywood suele ser lo suficientemente cruel con sus estrellas envejecidas, las divas del celuloide del pasado cuarto de siglo pugnan por hacerse de papeles de valía. Salvo, claro, que se llamen Meryl Streep. Sin embargo, allí esta Moore dignificando su talento imperecedero gracias a films recientes como “Mapa a las Estrellas” o “Suburbicon”. Su talento jamás deja de sorprendernos. Mostrando el ímpetu y la osadía necesarias como para encarnar un rol desafiante, allí está el talento de Moore, fulgurante. Se pone en la piel de una mujer llegando a sus sesenta años, en plena crisis existencial y afrontando el abismo de aquello que se busca ‘por venir’ mientras la propia existencia calcula el tiempo transcurrido perdido en la quimera de encontrar aquello que llamamos ‘felicidad’. En ese cruce de caminos se encuentra nuestra heroína, mujer maravilla de carne y hueso, que brinda sensibilidad, hondura e intensidad a un tiempo cinematográfico dominado por super héroes de plástico y esquemas argumentales acartonados. En las antípodas, Lelio es un cineasta original, que exhibe dinamismo y buen gusto estético a la hora de posar la cámara sobre su protagonista o seguir sus pasos. Y Moore se entrega al juego de ser observada y desmenuzada. La pelirroja musa de Neil Jordan en “The End of the Affair” no teme a brindar un desnudo en cámara a sus casi sesenta años. Tampoco a volver a abrir su corazón a un hombre que no estará a la altura de las circunstancias, el siempre delicioso John Turturro. El idilio que vive Gloria la despierta de un largo letargo. Vuelve a sentirse plena sexualmente y a compartir sueños a cumplir, no obstante la ilusión pronto se desvanece. Se da de bruces contra su propio vacío cotidiano, al que intenta llenar infructuosamente con nimiedades; también intenta hacer las pases con su pasado y sus vínculos. Ve a sus pares envejecer, a sus hijos crecer y se pregunta que quedó reservado para ella. Parece flaquear, pero sabe que rendirse no es una opción, y allí se convierte en la heroína de su propia fortuna, entregándose al rescate de sí misma. Reflexiva y tragicómica, “Gloria Bell” ofrece una mixtura genérica infrecuente. La espléndida Moore sabe como dotar de sutileza y honestidad brutal a más de un pasaje revelador, reflejando dudas, miedos y frustraciones con las que se identificará cualquier mujer que haya atravesado esos vaivenes del corazón. Corriendo en la persecución de su destino, hace realidad la letra de esa canción que resuena, como un mantra, en su cabeza. Este auténtico hallazgo cinematográfico dentro de la cartelera hollywoodense, posee el buen gusto y la emotividad de la que suelen carecer las licuadas propuestas románticas con aire de fábula dorada. Bravo por tu audacia, Julianne.
Dirigda por Julie Bertucelli, esta adaptación de la novela estadounidense “Faith Bass Darling´s Last Garage Sale” (de Lynda Rutledge), nos presenta una interesante metáfora que siembra sobre nosotros, espectadores y consumidores de arte, una plétora de inquietudes que exceden la gran pantalla, para cobrar simbolismo existencial. ¿Cuánto atesoran de nuestra vida, verdad y realidad aquellas obras de arte que nos acompañan durante nuestra existencia? ¿No son esos preciados objetos, acaso, silenciosos testigos de experiencias, traumas, silencios y secretos inconfesables? ¿Qué valor intrínseco portan esas obras de arte tal y como si fueran pistas que descifran los sentidos de una vida? El simbolismo cobra una fuerza inusitada: en “La última locura de Claire Darling” las obras de arte son más que valiosos objetos de colección. Son las piezas de un gran rompecabezas. Son los pedazos de su memoria. Son el alma esa gigante mansión que habita, detenida en el tiempo. Una soberbia Catherine Deneuve hurga en sus recuerdos crepusculares, como aquel inolvidable protagonista de la freudiana “Fresas Salvajes” (1956), de Ingmar Bergman. Esta búsqueda de la magdalena proustiana nos cautiva y nos interpela: ¿puede ser tan poderoso el simbolismo como para explicar el sentido (o la ausencia de éste) en una vida? ¿Cuál es el rol del arte, como silencioso testigo de esta familia disfuncional? ¿Qué sentido tiene esta bestial subasta de objetos preciados y poseedores de una huella afectiva imborrable? El arte es un salto al vacío, actividad valiente repleta de imponderables y llevada a cabo, generalmente, bajo la total ausencia de cálculos. Ser artista es un riesgo, es saltar sin red. A veces también aceptar la propia historia y su designio. El arte es transgredir, resistir, avanzar, pronunciar. Entonces, el arte es reescribir la mirada sobre el mundo bajo la pulsión del propio sentimiento. Claire, acaso, reescribe su propia mirada. Intenta hacer las paces con su pasado. Si fuera un pintor, daría su pincelada final. Si el artista debe estar dispuesto a seguir los designios de su deseo y sin perseguir un fin mercantil, ¿qué lugar ocupan estos objetos olvidados, apilados y luego rematados? Preparémonos a contemplarlo, Claire está a punto de concebir su obra maestra. Los mundos repletos de creaciones, donde el artista puede ejercer libremente su capacidad, están condicionados por los filtros del negocio del arte: galerías, museos y coleccionistas. El almacenar objetos bellos se refiere a lo que conocemos hoy como coleccionismo, una empresa que comenzó con gran éxito a partir del Renacimiento italiano, en el siglo XV. Prefigurando valores que determinan una noción cualitativa, el coleccionismo de arte en la actualidad predispone artistas seriados que producen y fabrican su arte para vender de modo masivo, sometiendo su sensibilidad a una necesidad mercantil. Aquí se encuadra la ecuación económica bajo la cual la dueña de casa planea su imponente subasta. Una obra de arte, para ser considerada como tal, no puede prescindir de tres instancias: el artista, la obra en sí y el público. El artista y su creación necesitan invariablemente de un receptor, que complete el hecho artístico, participando activamente del proceso creativo. Y aquí la película nos ofrece una profundidad magnífica, si sabemos descubrir el velo de esas capas que subyacen, bajo lo que a primera vista observamos. Una obra de arte es un objeto poderosamente cargado de valores, ideas, conceptos y cultura. Incluso, a menudo, atravesada por las ideologías imperantes, reflejo de su tiempo. Estas variables prefiguran aspectos fundamentales del arte contemporáneo: engranajes imprescindibles dentro de los procesos interpretativos de una obra. Retorno a la pregunta inicial: ¿puede la insignificancia de un objeto convertirse en portadora de una verdad reveladora? La colección de obras de arte de Claire Darling nos devuelve su eco trasladando propias experiencias y miradas del mundo a un territorio creativo pleno de significaciones. Espejo de su propia realidad y de recuerdos reprimidos, el arte codifica las experiencias de una vida otoñal atravesada por un delicado asunto familiar que Claire esconde en lo más recóndito de su memoria. Solitaria y corroída por la culpa Claire anticipó su finitud en este plano durante casi una y media de metraje. Un accidente (¿o no?) comprobará su profecía. Y un acto cotidiano se convertirá en la truculenta y cómplice mueca del destino. La película necesitará, en la penumbra nocturna de esta mansión que -por momentos- nos recuerda a la palaciega morada final de Chales Foster Kane- de un desenlace poético que maximice la metáfora: la explosión será radical y literal. Aquí no habrá ‘Rosebudes’ que puedan explicar los porqués, sino objetos bellos volando por los aires.
Interesado en el psico-drama desde los primeros tramos de su trayectoria teatral así como también profundamente influenciado por la obra de Samuel Beckett, existía en la concepción teatral de Eduardo Pavlovsky una búsqueda de estilo alejada del realismo. Su cuerpo, generaba y encontraba acciones, acaso no realistas sino equivalentes, con más fuerza dramática. Lo que él llamó “realismo exasperante”. El admirado y querido ‘Tato’, autor de “Potestad” y “El Señor Galíndez”, propuso un “teatro de estados”, más que un teatro de la representación. Su obra posee una gran cualidad visionaria y está dotada de valentía. Acaso, su honestidad ética e intelectual le significó el exilio durante la última dictadura militar. El psiquiatra (graduado en 1957), actor y dramaturgo argentino, fue fundador del grupo teatral “Yenesí”, así como autor de “Cámara Lenta”, “La Muerte de Margarite Duras” y “Globos Rojos”. Refiriéndose a sus textos, sostuvo, con plena convicción, que cada grupo y cada director, debía encontrar su propio camino autoral y, si es posible, multiplicar la obra y sus posibles sentidos. Las obras de este distinguido dramaturgo generan una inmanente atracción que estimula las tendencias intrínsecamente voyeristas del ser humano. ¿Qué hay detrás de un personaje? ¿Cómo se ensaya en el teatro? Nos inmiscuimos en ese mundo privado con absoluto compromiso y dicha impronta es la que persigue el flamante documental dirigido por Miguel Mirra -director, guionista y docente especializado en el área documental-. ¿De qué se trata el mundo pavlovskiano? Allí se aprecian las preocupaciones existenciales del propio autor, como la vejez, la muerte, el suicidio, el sexo, las mujeres. Temáticas que están omnipresentes en todas sus obras. También un exterior desfavorable para la representación cobrará vida en sus universos alegóricos; se sabe que Pavlovsky siempre dio pelea. Con cierto carácter circular que tiende a repetir la historia, en el autor los ambientes actúan como situaciones límites, desencadenando en los actores una pulsión interpretativa como escape ilusorio, pero también la necesidad de reflexionar y replantearse la existencia, acaso este ejercicio llamado “Resistir Cholo” persigue la respuesta a dichas inquietudes. Conocer y recorrer diferentes formas de interpretar, expresar y motorizar son instancias necesarias en la formación del improvisador, noción que Pavlovsky conoce a la perfección. Empero, los testimonios a los que recurre el director (Norman Briski, Ricardo Bartís, Susana Evans) pretender interpretar dichas búsquedas. Su teatro persiguió procesos que carecían de instancias previas de anticipación o premeditación. Por ende, el factor principal se valió de poseer el cuerpo y la sensibilidad prestos y entrenados como esencial herramienta. Pavlosky lo sabía: el hecho de no ceder a mandatos impuestos y tener un pensamiento crítico se adivinan como las mejores condiciones para resistir la hegemonía del poder. El teatro concebido como instrumento emancipador, a la pesquisa de estrategias de superación y supervivencia…un método infalible que prolongue su estado de libertad. Pavlovsky conoce el terreno sobradamente y “Resistir Cholo” se encarga de demostrarlo apelando a un registro documental elocuente. ¿Cómo dimensionar la importancia en el ámbito teatral del genial dramaturgo? La contundencia de su compromiso se adivina como una medida fiable.
Mariano Cohn y Gastón Duprat son una exitosa dupla de productores, realizadores y guionistas argentinos que vienen desarrollando una trayectoria a dúo admirable, plasmada a lo largo de una serie de obras imprescindibles: “El Artista” (2008), “El Hombre de al Lado” (2011) y “El Ciudadano Ilustre” (2016). En el pasado año, Duprat se había lanzado a las labores de dirección en solitario, con la meritoria “Mi Obra Maestra” (2018), tarea que Mariano Cohn emprende por vez primera con su reciente “4×4” (si bien ambos siguen compartiendo labores de producción y guión en sus proyectos). “4×4” es una película polémica, que nos interpela como sociedad, cuestionando nuestra raíz primal y desnudando la faceta mas violenta de un tejido humano vulnerable e intolerante; indagando acerca de conductas enquistadas en nuestra idiosincrasia y que caracterizan la fragilidad de nuestro núcleo social. Por otra parte, la propuesta de Cohn resulta sumamente original y llamativa para nuestro medio, no se recuerdan antecedentes similares. La trama nos posiciona en la situación para nada convencional que experimenta un ladrón que pretende robar una camioneta último modelo, pero queda encerrado en ella, sin poder accionarla. La camioneta está preparada para convertirse en una inexpugnable prisión. Los vidrios son polarizados y blindados, aislando el sonido hacia el exterior. Pronto la circulación de aire dejará de funcionar, también su celular. Cerrando su última vía de escape. De pronto, el teléfono de la camioneta suena y una misteriosa voz, del otro lado de la línea, asegura ser un prestigioso profesional y dueño del vehículo quien, hastiado de la cantidad de robos y perjuicios sobre sus bienes que ha sufrido, decide tomar una medida que ajusticie el accionar de aquellos que delinquen. Pero ello no es todo, el ‘renombrado médico’ (un brillante Dady Brieva) atraviesa un momento personal sumamente particular (que en pos de no develar la trama no adelantaremos), ante lo cual se presume que su accionar, tornándose cada vez más irracional y perverso, lo coloca en una dudosa posición que excede el juicio autocrítico, como todo aquel que no tiene ‘nada que perder’. Dentro de las limitadas dimensiones en donde se emplaza el relato, Cohn reproduce una maquinaria cinematográfica de perfecta cohesión, donde el rodado se convertirá en toda una alegoría ideológica. Con reminiscencias a “Buried” (2010, Rodrigo Cortés) el film limita su desarrollo espacial al interior de un auto. Si en aquella ocasión, el personaje interpretado por Ryan Reynolds debía valerse de una inusitada capacidad de supervivencia para sobrellevar el encierro en un ataúd tolerando la ausencia casi total de luz y oxígeno; aquí el ladrón interpretado por el sorprendente Peter Lanzani debe extremar su genio si desea salir con vida de allí. Pero, acaso ¿qué mundo menos peor lo recibe afuera? ¿qué le deparará el rigor de la ley? ¿cómo escapar al sometimiento psicológico y físico bajo el cual se encuentra? Cohn, con indudable sapiencia, ilustra la vida cotidiana de un tranquilo barrio de clase media y el transitar de sus vecinos, en un día a día cuyas horas transcurren en la rutina, mientras el angustiante martirio que atraviesa nuestro malogrado anti-héroe pone a prueba, hasta límites intolerantes, su facultad de resistencia. Gracias un elaborado empleo de climas emotivos, el realizador se muestra sumamente eficiente recreando la pesadillesca y asfixiante atmósfera que, en dramático in crescendo, envuelve al sufrido protagonista delincuente, damnificado por aquel a quien quiso robar. El implacable ‘doctor’ lo tortura físicamente: le hacer pasar sed, hambre, calor y frío. Lo atormenta, lo anula, lo quiebra. Estos castigos parecieran significar una pena por sus pecados pasados. Pero, indudablemente, con astucia y habilidad, el director nos coloca con habilidad del lado de la víctima (en este caso, el ladrón), compadeciéndonos con él, sufriendo con él e inclinándonos a su favor. Mediante un notable manejo de cámaras y haciendo de la economía de recursos su mayor ganancia, el autor exhibe una apreciable virtud para manejar la tensión de un relato que se enmarca genéricamente en el thriller. Si bien remarcando, en algunas ocasiones por demás, el descontento popular ante el fantasma (y la amenaza concreta) de la inseguridad bajo ‘latiguillos’ remanidos, la mayor virtud de este ejercicio cinematográfico reside en potenciar la claustrofobia sufrida por este joven delincuente dentro de un búnker blindado que torna su situación en extremo desesperante. Con más aciertos que deslices, “4X4” reflexiona acerca de las miserias y las carencias que poseen los diferentes estratos sociales, prefigurando una suerte de radiografía antropológica que desnuda las dos caras de la ley, dictaminando un rotundo mensaje que nos habla acerca de la inequidad del juicio sobre uno y otro ‘bando’, no obstante la violencia y el sometimiento son dos factores que poseen sus dobleces a la hora de analizarlos y/o justificarlos. Allí aparecerá el accionar policial que busca mediar (en la piel de un siempre disfrutable Luis Brandoni) en la extrema situación, pronta a un desenlace que se avecina trágico. Bajo esta tesitura, “4×4” cuestiona el tan mentado recurso de la justicia por mano propia, abriendo el debate hacia el espectador, post visionado. Debates morales se vislumbrarán gracias a este auténtico relato salvaje, emplazado en una ciudad impiadosa, en donde un simple instrumento móvil (al fin, un ostentoso símbolo de bienestar y confort) puede convertirse en una letal arma aleccionadora para todo aquel que detente una conducta fuera de los márgenes de lo que la ley dictamina y se encuentre en el momento justo y en el lugar equivocado. ¿Se justifica la brutalidad?
Los mundos de las artes plásticas y el cine se han unido en numerosas ocasiones, brindando retratos en la pantalla grande de notorios artistas y de los más diversos estilos de la historia del arte. Esta comunión creativa ha permitido recrear, en la gran pantalla, una vasta cantidad de pintores, entre los que Vincent Van Gogh no ha estado exento. En 1990, pudimos conocer la versión en formato miniserie titulada “Vincent y Theo” dirigida por Robert Altman y protagonizada por Tim Roth. Más cerca en el tiempo, conocimos una brillante recreación animada de arte digital, titulada “Loving Vincent” (2017) dirigida por Dorota Kobiela y Hugh Welchman, bajo la singular compaginación de fotogramas pintados a mano. En aquella ocasión, el largometraje animado recreaba el intercambio epistolar entre Vincent y su hermano Theo, durante su estadía en el pueblo ubicado al sur de Arles, al tiempo que el artista se internaba en su incesante última etapa creativa. Posteriormente, se sucedería su antológica rivalidad con Gauguin -de la cual se han tejido un sinfín de polémicas- y se vería inmerso en un confuso episodio que culminaría con su trágica muerte y que, al día de hoy, sigue permaneciendo un misterio sometido a numerosas hipótesis (ocurrida en Auvers-sur-Oise, un 29 de julio de 1890). El desenlace de la trágica vida de Van Gogh estuvo precedido por una etapa creativa sumamente prolífica, durante su estancia en el citado pueblo rural. Este resulta el lapso de vida que Julian Schnabel elige llevar a la gran pantalla, bajo el nombre de “Van Gogh, a las puertas de la eternidad”. El universo de la pintura no es ajeno al director de “La escafandra y la mariposa” (2009), quién se encargó de la biografía sobre el artista J.B. Basquiat en 1996 (película en la que David Bowie interpretara el papel de Andy Warhol) y es, a su vez, un reconocido artista plástico vanguardista, autor de obras como “Cuadro cabalístico”. La mayor virtud de esta biopic, llevada a cabo por el bueno de Schnabel, es la singularidad estética con la que lleva a cabo su propuesta, abrevando en ciertos conceptos visuales, referentes al tratamiento de la imagen que remiten al impresionismo francés. Dicho estilo impuso el film psicológico e impresionista, donde se consideraba primitivo situar un personaje en una situación determinada sin entrar en el ámbito de su vida y donde se pasaba a comentar la interpretación del actor con la simbolización de los pensamientos y de las sensaciones visualizadas. La corriente intelectual impresionista -liderada por Louis Delluc- intentaba liberar a la imagen mostrando el alma de los personajes. Para ello, existen un conjunto de procedimientos estilísticos que se utilizaron como técnicas para expresar lo interior, es decir la subjetividad de los personajes, para expresar visualmente lo psicológico, faceta a la que la presente biopic recurre como indudable referencia estética. Si el impresionismo, con el acento puesto en estudiar la imagen como objeto y explotar al máximo sus posibilidades en el aspecto poético que esta transmite, utilizaba diferentes elementos de la puesta en escena cinematográfica para expresar estados de ánimo, el film que aquí nos ocupa recrea con notable originalidad y sutileza las emociones interiores que describan la compleja psicología de su protagonista. La cámara distorsionada de Schnabel, a menudo, nos muestra un punto de focalización situado desde la mirada trastornada del artista, lejos de cualquier retrato objetivo o realista. Es decir, esas lentes tamizadas por la mirada personal nos sirven para expresar como la subjetividad de un personaje deforma el objeto observado, brindando el punto de vista de un personaje alucinado, exaltado o angustiado con un estado de ánimo en particular. En este caso, la subjetividad traumática de un Van Gogh que siente la segregación social y percibe la extrañeza del mundo que lo rodea. Bajo esta forma expresiva se recrea la fascinada alteración de un Van Gogh que produjo en esta etapa de su vida -apenas 10 años- una cuantiosa obra creativa que habla a las claras de un talento prolífico y de una llama creativa incombustible. En la piel del artista se encuentra Willem Dafoe; el destacado intérprete brinda su enésima brillante composición, engrosando la extensa lista de protagónicos que lo han consagrado como uno de los actores más fenomenales de su generación, entre las que se incluyen “Pelotón” (1986), “La Sombra del Vampiro” (1999) y “The Florida Project” (2017) , papeles por los que fuera nominado al Premio Oscar. La versatilidad del actor que brillara a las órdenes de Martin Scorsese (“La última Tentación de Cristo”) o Lars Von Trier (“Anticristo”) queda patente en el certero retrato que lleva a cabo “Las puertas de la eternidad” (en cuyas labores de guión participa el histórico Jean-Claude Carriére), film que nos permite concebir el aura de un artista maldito, eternizado en la pluma de Antonin Artaud, en su manifiesto “El suicidado por la sociedad”. Ese genio díscolo e incomprendido, relegado, que no pudo gozar del reconocimiento ni de la aceptación social de su tiempo. Una postergación lo llevó a la marginación permanente, a ser ignorado por los circuitos académicos del arte y a verse sometido bajo rigurosos tratamientos médicos de rehabilitación, traumática escena que el film plasma, como síntoma del conservadurismo y la crueldad que caracterizaban a una sociedad hipócritca. Internado en el hospital psiquiátrico de Saint Paul, esta experiencia sería retomada por el propio Artaud en el citado ensayo, elaborando una propia manifestación de denuncia sobre el sistema médico (el poeta francés había permanecido casi una década de reclusión en el manicomio de Rodez), bajo terapia de electroschok. Al ser criticado por la dudosa moral imperante y las buenas costumbres aristocráticas, incomodadas ante el agresivo estilo de un visionario, padre del post-impresionismo y autor de obras cumbres como “La Noche Estrellada” y “Trigal con Cuervos”, la propia segregación genera en Van Gogh un estado alternativo de locura, sellando un destino fatalista. La historia del arte se encargaría de rescatar, haciendo justicia en el tiempo, la importancia de un artista prolífico, dueño de una obra enigmática y plagada de simbolismos. Autor de más de 900 cuadros (entre autorretratos y acuarelas) y más de 1600 dibujos, a través de sus lienzos y sus misteriosos sentidos se puede concebir la fulgurante cosmovisión de un ser atormentado que, acaso, predijo a través de pinceladas maestras su propia muerte. Atrapado bajo los designios de una sociedad que lo sometía, Van Gogh encarna la transgresión de todo genio que no pertenece a los encorsetados moldes sociales de su tiempo cronológico. Schnabel nos persuade a adentrarnos en el fascinante viaje mental de un adelantado, cuya obra aún nos sigue fascinando.
El renombrado cineasta Jordan Peele adquirió reciente relevancia cinematográfica gracias a un par de hitos que lo colocaron como una de las figuras más destacadas del cine afroamericano contemporáneo. Luego de debutar tras de cámara con la cinta de terror “Get Out” (2017, ganadora del Premio Oscar al Mejor Guión Original), acompañó a Spike Lee en labores de producción para el exitoso film “Infiltrado en el KKKlan” (2018). En el presente ejercicio de terror titulado “Us”, Peele retorna al género que le proveyera carta de presentación mundial, gracias a la absorbente y enigmática “Get Out”, un elaborado relato cuya atmósfera ominosa dejaba filtrar una ácida critica social que involucraba el racismo, la lucha de clases, la esclavitud y la corrupción política como males endémicos de una nación cuya realidad (aquella que conviene ocultar ante los ojos del mundo) equivale a un espeluznante cuento de horror, desdicha e injusticias. Aqui, en “Us”, Peele apuesta a la misma formula pero redoblando la apuesta y consiguiendo un dispar resultado. Llevando la truculencia a límites insospechados, se nos sumerge en la profunda malicia de un relato que se vale de la alteración temporal (va y viene en flashbacks desde mediados de los ’80 hasta nuestros días) para revelar el secreto que activa el desarrollo de una trama que, al igual que su antecesora, surcará escenarios dantescos, se plagará de metáforas anunciando simbolismos con connotaciones sociales y se volverá gore y retorcida hasta el exceso, con tal de complacer la aguda y nada consecuente mirada de un estandarte del nuevo cine de autor. Ambientada en las paradisíacas playas californianas este descanso soñado para la ‘familia modelo’ se convertirá en la peor de la pesadillas, al tiempo que descubrimos quien es -verdaderamente- el auténtico intruso. Recreando con sadismo la invación a la privacidad figurada por Michael Haneke en “Funny Games”, Peele peca de exceso, es cierto, pero el innegable frenesí que provoca su obra revitaliza un género sumido en el hastío repetitivo.