Como sabrán todos aquellos que vieron “Toy Story”, cuya versión original fue estrenada en 1995, esta es una historia que trata acerca de la amistad y sus inclaudicables valores, inmersos en el universo frágil y cariñoso que ofrecen los juguetes, objeto preciado de todo niño. Lasseter, creador de la saga, fue un absoluto visionario, creando un microcosmos que nos recuerda a nuestra infancia, a la vez que provoca una reflexión sobre el heroísmo y el sentido de la vida, convirtiéndose así en una obra madura. “Toy Story 2” fue estrenada en 1999 y se ubicó un escalón por debajo de su antecesora, reconociendo el encanto original a la vez que introducía a la historia nuevos personajes que se amoldaban a un singular banquete del color y las texturas. Estos elementos conforman la trama de esta antológica serie de animación, poseedora de un relato con vuelo épico, en donde sus seres transitan un imaginario visual onírico. A partir de allí, el descubrimiento de ellos mismos mediante un apreciado ejercicio de conciencia, otorgaba a la película una hondura emotiva inusual. El grado de perfeccionismo alcanzado no se quedaba en lo sorprendente que puede llegar a ser su aspecto visual, sino que profundiza y exterioriza sus inquietudes indagando a una mirada adulta sobre la condición humana. Como indudable estrategia publicitaria previo al estreno de “Toy Story 3”, en 2010 se conoció una versión 3D del clásico infantil por excelencia de los años ’90. Esta incursión tecnológica prolongó la calidez que otorgaba unos de los films de animación más recordados de los últimos tiempos, reviviendo nostálgica ante espectadores de nuevas generaciones. La transición a la tercera dimensión despertó interés en los adultos que 15 años atrás eran niños y presenciaron una bisagra en el cine destinado a los más pequeños. “Toy Story” creó un auténtico universo de ficción con personajes reconocibles, palpables y profundos. Dirigida por Ash Brannon y John Lasseter, esta aventura concebida en tiempos de CDs y VHS nos transportaba a los espectadores hacia las aventuras de Sheriff Woody (Tom Hanks) y Buzz Lightyear (Tim Allen). Dueña de un encanto y una fantasía superlativa, el atractivo provocado por este mundo mágico que habita “Toy Story”, nos permitía volver a fascinarnos como aquella primera vez, en cada visionado. La citada versión tridimensional, potenciaba el atractivo comercial que Hollywood suele aprovechar para prolongar sus éxitos, haciendo un justo homenaje a esta tierna historia. Mediante la creación de sus conocidas franquicias, la meca cinematográfica recurre a la criatura preferida de Lasseter que se demuestra imperecedera y rendidora. Gracias a su poder de innovación, y apostando a un cine de animación digital que en los albores de una nueva era se acoplaba al boom generado por la tecnología, la oportunidad devino en excusa casi perfecta para lograr un éxito de recaudación sin tomar demasiados riesgos creativos. Poco parece haber cambiado una década después. Sin embargo, veamos que tiene de nuevo para ofrecernos la mentada franquicia. A sabiendas que la seminal “Toy Story” fuera una gloria del cine de animación de fin de siglo, Hollywood recurre -por enésima vez- al remanido recurso de las remakes, y lo hace colocando detrás de cámaras a Josh Cooley, un habitué colaborador de Pixar, versátil animador, director, artista de guion gráfico, guionista y doblador de voz de films infantiles. Ingenio y genuina emotividad resultaron virtudes de las que “Toy Story” jamás escatimó su dosificación. Estos enredos animados queribles, que pasaron a formar parte del imaginario colectivo de generaciones enteras, ofrece dinamismo visual y genuino entretenimiento. Aún con la ligereza argumental que este tipo de productos suele filtrar la profundidad de su entramado narrativo (delicias recurrentes, ciertamente), resulta elogioso el matiz moral sobre el que estructura el accionar de sus protagonistas, acaso convirtiéndose en una digna deudora de la película estrenada hace un cuarto de siglo, nada menos. Este aparente epílogo a la tetralogía conversa, con cierto tono existencialista, acerca de temáticas tan universales y humana. Enterneciendo la propuesta y sin temer a filosofar más de la cuenta diluyendo el conflicto argumental, convierte al artilugio visual en un instrumento y no en el centro gravitacional de la propuesta. Un mérito no menor, dado los superfluos tiempos del nuevo milenio, en donde el estímulo de los sentidos audiovisuales a menudo anula la invitación reflexiva. Empero, “Toy Story 4” se aggiorna, sin contaminarse. ¿Negocios industriales para cuya onerosa recaudación vale la pena el intento de prolongar el encanto de antaño? Puede que así sea, sin embargo, y homenajeando su propio canon de precursora en el rubro (la franquicia marcó un antes y un después en el cine de animación), “Toy Story” revive antiguos pergaminos en tiempos de pobreza creativa y clones genéricos creados por generación espontánea.
Este documental, sito en Sierra Chica, nos lleva a reflexionar sobre lo que sucede de los muros de un penal hacia afuera. Puntualmente alrededor de esa familia que visita a sus seres queridos detenidos y consume el servicio que ofrecen kioscos, bares y pensiones de la zona aledaña que trabajan exclusivamente para ellos. La curiosidad inicial del documentalista Leandro Javier Colas despierta el interés en este singular circuito generado, poniendo el énfasis en la microeconomía que se genera en Sierra Chica, en los kilómetros a la redonda que se extienden alrededor del penal, con estos pequeños locales y comercios que trabajan, elogiosa, pura y exclusivamente, con la gente que va a visitar a sus familiares. Este acercamiento nos muestra a un grupo de mujeres, familiares de los allí detenidos, que va tejiendo sus lazos solidarios para atravesar un difícil momento, legándonos la herencia transformadora de una realidad que pocas veces fuera registrada. Reconstruir este espacio familiar dentro de un lugar hostil resulta la intención fundamental del documental “La Visita”, allí trasciende la historia de esas familias. El trabajo de investigación de Jorge Leandro Colas nos inserta en un penal inmenso, superpoblado; abundando sobre una temática que tiene que ver con lo carcelario, un tema que en consonancia han abordado ficciones, pero -en este caso- bajo una óptica sumamente peculiar. Observamos gente que va a visitar a sus familiares detenidos y está atravesando un momento crítico en su vida, empatizamos con ellos. Mujeres que cargan con estigmas como la discriminación: existe una mirada del pueblo, en rigor, puntual sobre ellas y que no escapa al prejuicio social. “La Visita” nos hace partícipes de historias íntimas que cuentan la esencia del sufrimiento que atraviesan estas mujeres yendo a visitar a sus familiares detenidos, también el fenómeno peculiar que se genera alrededor del penal: una especie de microeconomía funcional a estas visitas. Una pequeña gran historia digna de ser contada.
Igor Legarreta estrena su ópera prima sabiendo que el cine se cuenta en el valor de una imagen, de una estética y de una intención. Toda película busca cierto sello y personalidad, y en “Cuando Dejes de Quererme”, el director establece su mirada potenciando una historia narrativa interesante que prefigura trabajar fuertemente la técnica de flashback, desde la Buenos Aires del año 2002 y retrocediendo hacia los años ’60, en pos de reconstruir que fue lo que realmente ocurrió con la identidad del verdadero ‘padre’ de la joven protagonista. El contexto socio político de la dictadura y la ETA le otorgan al film un color necesario para vertebrar el thriller, género en el que se apoya, incluso, sin profundizar en el entramado político. Uno de sus muchos matices estéticos lo brinda el backgorund sesentista que ambienta la mayor parte del metraje, no obstante, recurre a las reglas básicas de género para descubrir la ambivalencia sobre la que se cierne la realidad de una mujer que descubre un oscuro secreto sobre su verdadero padre. Este retrato emocional falso de su padre activa en la protagonista un deseo de restauración de la figura, debatiéndose entre su padre adoptivo y la figura en absoluto ideal que ha tramado de padre. Legarreta, guionista de “Autómatas” (2013), película sci-fi protagonizada por Antonio Banderas, debuta tras de cámaras con su primer largometraje sembrando pistas no siempre consistentes y revelando la intriga en dosis homeopáticas. Con mayor o menor acierto, bebe de las fuentes del thriller americano y sazona la propuesta con sabor argentino: Eduardo Blanco y Flor Torrente conforman esenciales figuras de su nutrido reparto.
Pedro Almodóvar concreta, en “Dolor y gloria” su película más autorreferencial. El director manchego regresa a la gran pantalla luego de 3 años de ausencia, su última incursión había sido en la exquisita “Julieta” (2016). Esta etapa de su carrera encuentra a un Almodóvar reflexivo, sutil y dispuesto a hurgar en los intersticios de su memoria. Sabemos que los recuerdos a veces pueden traicionarnos… En “Dolor y gloria”, el realizador manchego pone en marcha una poderosa maquinaria intertextual: film y metafilm, realidad y ficción, recreación biográfica y referencias contextuales, coyuntura política y social, guiños literarios, musicales y cinéfilos. Almodóvar ambienta la historia en el mundo del negocio cinematográfico e inunda la pantalla de colores estridentes y chillones, decoración rocambolesca y kitsch y vestuario tan estrambótico como elegante, al tiempo que nos cuenta varias historias en paralelo. Sabe dirigir Antonio Banderas vomo nadie, extrayendo del actor español el talento que suele malgastar en sus incursiones en el cine de habla inglesa. Antonio, sin estridencias ni forzar en lo más mínimo su registro dramático, se convierte en Pedro, en su realidad espejada, en su alter ego. Nos brinda una actuación poderosa, a través de la radiografía de un director frustrado, inseguro de de su arte, viviendo de los despojos de un éxito pasado y vetusto, sumido en sus adicciones y enfrentando una espiral autodestructiva el cual parece no encontrar escapatoria. Al tiempo que reconstruye los pedazos rotos de su ser, busca recuperar la inspiración para eludir el síndrome de la página en blanco (una pesadilla para todo autor) y poder finalizar una especie de obra maldita. A través de este cuadro de situación, “Dolor y Gloria” se permite reflexionar sobre el cruel paso del tiempo en las otrora estrellas del celuloide. Buceando en las profundidades de su propia esencia, la película se convierte en un loable ejercicio intelectual sobre el dolor físico, acaso un primordial disparador traumático. Indudablemente constreñido en una cárcel mental, que aprisiona recuerdos, inhibiciones, privaciones y mandatos, el Almodóvar que habita en Salvador Mallo (el personaje de Banderas) nos habla del dolor que se manifiesta en el cuerpo, como una cruel condena, como un ineludible estímulo-respuesta de aquello que atormenta la mente. Lograda metáfora para llegar a la gloria aliándose del dolor. O exorcizándolo. Quizás, lo dolorosamente bello de la gloria. Tal vez, lo bellamente doloroso de la exposición, el éxito y la codicia. Pecados de fama. Salvador se calza su propia corona de espinas y peregrina en su cotidiano padecer. Antaño creador prolífico de mundos de ficción, se ve imposibilitado de poner en orden su propia vida. Se enfrenta a sus manías, huye de sus fantasmas, trafica droga barata con dealers inmigrantes y merodea barrios bajos. Son horas de autodestrucción. Un coctel de pastillas y unos chinos en Madrid, quizás, puedan aliviar la pena. Recuerda el descubrimiento de su identidad sexual como un hecho traumático y, de modo fortuito, un amor del pasado no resuelto -recreado en un memorable pasaje junto al personaje qué con absoluta precisión interpreta Leo Sbaraglia- lo sacude en su faz más íntima. Bajo un cambio de registro, alterando la temporalidad, Almodóvar decide sondear en la humilde infancia de un joven, en un pequeño pueblo español de comienzos de los ’60, a la pesquisa de rastros que nos ayuden a comprender la génesis del quebranto que aqueja a Salvador. Así, aparecerá la fuerte presencia de su madre (la siempre radiante Penélope Cruz), su precoz sensibilidad artística siendo niño y una evidente ausencia paternal. A través de un relato alterno, la película nos cuenta dos tiempos históricos en la vida de Salvador: el director de cine que busca resucitar su carrera al tiempo que hacer las paces con su pasado, en un ejercicio introspectivo que persigue establecer un orden lógico a su caótica existencia, como si de ordenar piezas de un rompecabezas se tratara. Al respecto, el autor de “Carne Trémula” (1996) se guarda un as bajo la manga: el descubrimiento de un cuadro firmado en su reverso -a modo de dedicatoria- funciona como un efecto dominó, otorgando a la búsqueda existencial del personaje interpretado por Banderas un cierre circular. Colocándonos como espectadores desde su misma perspectiva y punto de focalización, Almodóvar consigue un perfecto pase de magia, deslumbrándonos con su habilidad para articular los sentidos del artificio cinematográfico, echando mano a un recurso bajo cuya revelación puede comprenderse la total existencia de nuestro amedrentado héroe. Los retazos del maestro ibérico se reservan para el final un par de referencias cúlmines: la conversación que el personaje de Salvador entabla con su madre anciana refiere directamente a un acontecimiento qué el propio Pedro viviera con su madre -Dominga- en los últimos instantes de su vida, previo al estreno de “Todo sobre mi madre” (1999). Este conmovedor homenaje maternal se enlaza con la escena final, que nos devuelve -con profundo espíritu neorrealista- una íntima secuencia entre la madre y el joven-niño de mirada deslumbrada: las aspiraciones y fantasías de éste como anhelo de vida. Acción. Corte. Un hábil juego de planos coloca a los protagonistas como despojados elementos dentro de un rodaje cinematográfico; cine dentro del cine. Almodóvar ama al cine y respira mundos de celuloide, poniendo en marcha su eterna fábrica de sueños. El abrupto desenlace sacude nuestro interior interrogándonos acerca de lo que acabamos de presenciar: los bordes de la realidad se desintegran, entregándose a la deliciosa travesía de está profunda y magistral gema almodovariana. Tomando una página del libro de “La noche americana” (1973), de F. Truffaut, este inagotable cineasta reformula la máxima explorada por tantos exponentes del sub-género: burlarse de las fútiles manías del oficio cinematográfico, revelando su atribulado e inseguro ser interior. Bravo Pedro.
El inagotable subgénero de biopic recrea, por enésima vez, el meteórico ascenso a la fama de una estrella del rock and roll. En esta ocasión, la convocante figura de un artista prolífico y excéntrico como Elton John se resume como una deliciosa y emotiva aventura cinematográfica, que revivirá el conflictivo mundo personal y el ascenso a la fama de una de las estrellas populares de la música del siglo XX. Hábil compositor de encantadoras melodías, dotado de un talento innato para hacer del piano una extensión de su propio cuerpo, las canciones de Elton John destilan energía, contagian emoción y recrean, con luminosidad, los rincones más oscuros de su mundo personal, conflictuado y traumatizado; marcado por la anulación y el sometimiento permanente de un entorno familiar que jamás supo darle cariño y comprensión. Centrándose en una etapa personal en donde el cantante buscaba superar el grave problema de adicciones en el que se encontraba sumido (la película comienza su relato emplazándose en el centro de rehabilitación donde la estrella se encontraba internada), “Rocketman” nos relata mediante el uso del flashback las instancias de su infancia y el tránsito hacia la adolescencia, en donde Elton descubre con fascinación su increíble don para tocar el piano con maestría. Poseedor de un oído musical absoluto, de una memoria fotográfica y de una gran avidez de aprendizaje, el joven aprendiz de músico aprendió el lenguaje a puro instinto, desafiando los mandatos familiares de un núcleo conservador y disfuncional. Apoyado por su entrañable abuela pero continuamente ignorado por su severo padre (un ser adusto y despreciable que, paradójicamente, gustaba de coleccionar vinilos de Count Basie) y su intrascendente madre (superficial por completo), Elton encontró en la música una necesaria vía de escape a una realidad familiar que lo sofocaba, privandolo de expresar sus más íntimos deseos y encontrarse con su verdadera identidad. Estás huellas vivenciales se plasmarían en la temprana etapa compositiva del díscolo compositor, quien intenta exorcizar en bellas notas y armonías musicales todo el dolor y la incomprensión contenida. A fines de los años ’50, la futura estrella es sacudida por la masiva fiebre del rock and roll, desatada por Elvis Presley. No sin ciertos clichés previsibles que prefiguran la típica figura paternal abandónica y la maqueta dramática bajo la cual se crea un joven inmerso en un núcleo familiar del que no se siente parte, la película logra sortear los mediocres lugares comunes para zambullir su relato hacia tramos notoriamente interesantes, intercalando los registros genéricos del biopic con el musical más puro. La historia de Elton John es la de un artista que supo encontrar la luz inmerso en su propia bruma de penumbras, sorteando férreas imposiciones socio-culturales y la continua segregación de un entorno que lo relegaba. El joven Reginald Dwight se encuentra con su alter-ego artístico Elton John (un nombre inspirado en la figura de su admirado John Lennon) en una fábula que asemeja a aquel artista que encuentra una gema preciosa en su interior, sabedor de que necesita fraguarse un destino que eluda las tibias ambiciones del pequeño pueblo en dónde se crió (Pipper). Dirigida por Dexter Fletcher (quién también se había hecho cargo de la recientemente estrenada y premiada biopic de Queen, “Bohemian Rhapsody), “Rocketman” conjuga una interesante mixtura de relato de ficción con la recreación musical de baile y coreografía de algunos de los tempranos éxitos de Elton John (ya adulto, en la piel de un notable Taron Egerton), cuyas letras sirven para simbolizar un cuadro de situación -tanto epocal como personal- que atravesaba el joven músico, centrándose en sus duros comienzos: lidiando con los fantasmas de la permanente anulación, encontrándose con su potencial creativo, superando el descreimiento de los principales sellos discográficos y ganándose la vida como pianista de grupos afroamericanos de soul (“The Hollies” y “The scaffolds”). Autor de implacables y desgarradoras power ballads, como “Don’t let the sun Go down On Me”, el destino le guardaba sortear más de una vicisitud. Durante los primeros tramos de su carrera musical, la película nos cuenta su encuentro con su inseparable compañero artístico Bernie Taupin, quién se convertiría a lo largo de los 50 años de trayectoria musical en su inseparable partenaire, aportando inolvidables líricas a la suntuosas melodías compuestas al piano. Un vínculo que devino en amistad fraterna y mutua comprensión, pese a la atormentada vida privada del genio compositor, acosado por sus adicciones durante décadas. La figura de Taupin fue clave en la resurrección personal que experimentaría Elton a finales de los años ’70, sirviendo de valioso sostén al cantante cuando la codicia y tentaciones de la fama (que potencian el ego y el narcisismo qué caracteriza a toda estrella de rock sabedora de su genialidad) amenazaban con fagocitar ese niño interior que el artista perseguía denodadamente. Al tiempo que éste encontraba en su naturaleza auténtica una inyección espiritual y anímica vital, afloró su verdadera identidad sexual y comenzó a despojarse de los oportunistas de turno al acecho de sacar provecho, tal como las reglas del negocio mandan. Así es como podemos contemplar el nacimiento de una estrella extravagante, rocambolesca y desfachatada, desafiando el pre-concepto y el estatus del canon de estrella de rock por entonces. De tal modo Elton conquista los charts musicales, mediante tempranos éxitos como “This Is Your Song”, “Crocodille Rock” y “Goodbye Yellow Brick Road”, editados gracias a su primer contrato discográfico. Hito que lo llevaría a estrenarse tempranamente en tierras americanas: el desembarco de Elton en el mundo hollywoodense lo coloca en el epicentro de la movida musical angelina, codeándose con estrellas consagradas de la talla de Bob Dylan León Russell y Neil Diamond. Mediante una excelente recreación de época, observamos a un veinteañero y virtuoso compositor con aspiraciones de estrella mientras contemplamos la efervescente escena musical de la capital del rock del fines de los años ’60. Así, podemos ver legendarios recintos como The Troubadour (un mítico lugar donde debutará Guns n’ Roses, en junio de 1985) y The Hollywood Palladium (selecto reducto glam rock de los años ’80). Desde los suburbios de Londres a la cumbre del rock mundial, Elton y su piano volador alcanzaron inesperadas alturas. “Rocket man” es la semblanza de un artista en estado de gracia: carismático compositor que conquistara las tapas de los diarios y las marquesinas hollywoodenses, en los comienzos de los años ’70, tomando por asalto la escena musical, con notable versatilidad. El autor de “Sacrifice” surcó los terrenos del rock, del pop y del rhythm and blues, plasmando a través de 30 discos de estudio y más de 300,000 copias vendidas a lo largo de medio siglo de carrera, un legado notable. Algunos hitos testimonian la huella de de uno de los artistas más influyentes del siglo XX: es integrante del Salón de la Fama del Rock and Roll desde 1994, ganador de cinco Premios Grammy y un Premio Oscar, producto de su participación como compositor de bandas sonoras para cine por el film “El rey león” (Can You Feel The Love tonight), en 1994. Como si fuera poco, el compositor de “Candle In The Wind” (escrito en memoria de la princesa Lady Di, 1997) puede atribuirse para si haber compuesto el sencillo más vendido de la historia. Con originalidad e inventiva visual, Dexter Fletcher refleja la laboriosa transformación de un dotado musical convertido en genio, relatando su fulgurante encuentro con la fama (y su coqueteo con el diablo), retratando el éxito alcanzado por un auténtico self made rockstar, qué desafío y ganó todas las apuestas en su contra. Todos amamos a Elton.
Sumido en la mediocridad de un relato moderno que se vale de estrategias narrativas sumamente pueriles y de extrema fragilidad estética, el género del nuevo milenio se ha visto sumido en la reiteración absoluta. Inmerso en un cine de superhéroes revestidos de alarmante superficialidad (cortesía del universo Marvel) apenas un par de sagas convertidas en franquicias cinematográficas brindaban algo de renovado aire al predecible panorama hollywoodense, proveyendo logrados retratos de héroes de acción de carne y hueso. Podríamos citar la saga “Taken”, al comando de Liam Neeson y su implacable e intrépido Bryan Mills, quien supo hacer de las suyas hasta que la tendencia propuesta sumiera a la trilogía de películas (2010-2012-2014) en la reiteración y la nimiedad constante en su última entrega. Un producto más decoroso ofreció “El Justiciero” (2014-2018), transposición televisiva en donde Denzel Washington encarnó a un héroe de acción dotado de sensibilidad y humanismo, redescubriéndose como un maduro y eficiente héroe de acción a las órdenes de Antoine Fuqua (repitiendo la dupla exitosa de “Día de Entrenamiento”). Así llegamos a John Wick, un prometedor ejemplar del nuevo de cine de acción que en 2015 irrumpiera en la gran pantalla y tuviera su secuela hace dos años, renaciendo la carrera cinematográfica de un desauciado Keanu Reeves. Si en sus primeras dos entregas, “John Wick” se mostraba como una saga dueña de una propia mitología interesante de descubrir, poco queda de aquellos buenos pergaminos en esta tercera exploración al traumado universo de su protagonista. Sumida en la vacuidad narrativa de sus excesivas dos horas de metraje, la película se abarrota de las más ampulosas escenas de persecución, tiroteo y lucha cuerpo a cuerpo amén de cubrir su severo déficit argumental, al tiempo que convierte a una serie de intérpretes secundarios de renombre (Ian McShane, Laurence Fisburne, Angelica Huston y Halle Berry) en meros decorados de cartón. Lejos quedó el cine clásico de antaño en donde la destreza narrativa era coronada por la trepidante acción (léase, la antológica persecución de coches en “Contacto en Francia”, de William Friedkin), aquí el virtuosismo visual deja de ser un soporte para convertirse en un leit motiv que procure disimular torpezas y carencias. Cuando se habla de la moda pasatista y de las tendencias pasajeras mucho tiene que ver la cada vez más absorbente y abarcativa influencia del ámbito televisivo sobre el cine. En “John Wick” se percibe dicha marca, estimulada por un lenguaje cada vez más fragmentario y en búsqueda del impacto instantáneo. El sentido del ritmo narrativo, como decía el emérito Robert Bresson, entendido éste por intensidad sostenida y no por velocidad igualada a la acción, es una fórmula que el cine de acción actual parece ignorar por completo. Observando el derrotero emprendido por Keanu Reeves a lo largo del film, uno se pregunta: ¿dónde quedó el auténtico héroe de acción? El rejunte de super héroes del cómic que transitan la cartelera por estos días en “The Avengers” y sus infinitos facsímiles, parece más un intento taquillero, furioso y desmedido que un proyecto serio, consecuente y acabado. Tan impensado como el desaprovechado talento dramático de Robert Downey Jr. y su remanida etiqueta de héroe de acción del cómic, una desproporción gigantesca. Claro está, los tiempos cambian, mal que nos pese la nostalgia. No imaginaríamos en este presente a Sean Connery calzándose el smoking de “James Bond”, a Bruce Willis haciendo acrobacias en los rascacielos en “Duro de Matar” o a Mel Gibson ajustándose con bastante dificultad el atuendo de “Mad Max”. Aunque sí es sensato asumir, se llevan los aplausos por regalarnos los mejores momentos del cine acción durante un tiempo que sin dudas ya quedó en el pasado. Íconos de acción eran los de antes. El relato posmoderno de Hollywood propició la moda de remakes y secuelas, impactando notablemente en el consumo de tales propuestas fílmicas. No obstante, su puesta en práctica data de mucho tiempo antes. La huella dejada se convirtió en cliché para futuras reinvenciones en la pantalla. Más un afán comercial en tiempos de sagas y refritos, que un producto con buena materia cinematográfica para el análisis, “John Wick” se espeja cómodamente en esta mediocridad. Nada resulta más ejemplificador para graficar la banalidad de los tiempos que corren, que resaltar el fenómeno que representa el género de acción agotado en su forma. O bien resucitando viejos clásicos carentes de sustancia, o bien poblando la cartelera de sagas interminables y con enorme arraigo en el público más juvenil. Lo peor del asunto es que, en su abrupto epílogo, el personaje de John Wick contiene su enojo como pretexto que multiplica los motivos de su próxima venganza, asegurando una futura secuela que garantizará sus dividendos en taquilla.
“El Cuento de las Comadrejas” es una remake de la película del emérito José Martínez Suárez, estrenada en 1976 y titulada “Los muchachos de antes no usaban arsénico”, protagonizada por Narciso Ibáñez Menta, Bárbara Mujica, Mecha Ortiz, Arturo García Buhr y Mario Soffici. Cuarenta años después, Campanella retoma un clásico de la cinematografía argentina de los años ’70, realizada por el recientemente desaparecido director de “Noches sin lunas y soles” (1984) y responsable del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Nos encontramos ante una divertida y ácida comedia, que reflexiona acerca del mundillo cinematográfico, desnudando el costado más codicioso de la industria. Plagando de guiños una auténtica trama macabra, se permite inmiscuirse en terrenos de la intertextualidad y el metarrelato (que el cinéfilo más avezado sabrá reconocer y disfruatará). De esta forma, Juan José Campanella concreta su regreso a la ficción cinematográfica desde “Metegol” (2013). El ganador del Oscar por “El secreto de sus ojos” reúne a un elenco de lujo, encabezado por Graciela Borges, Oscar Martínez, Luis Brandoni y Marcos Mundstock, recluyendo a sus criaturas cinematográficas en decadencia en una fastuosa mansión aislada del ruido de la gran ciudad. “El cuento de las comadrejas” nos plantea un argumento plagado de cinismo, mordacidad y perversión, mostrando el lado más oscuro de la naturaleza humana. Un preciso mecanismo orquestado por el autor lleva la resolución de la intriga hacia el límite de lo moral, lindando con terrenos insospechados. Bajo esta condición, pone en marcha un relato que se valdrá de cuantiosas referencias a íconos de nuestra gran pantalla (como Alfredo Alcón y Daniel Tinayre), como sabrosos condimentos que Campanella disemina a lo largo de un relato que transita en tono de comedia negra, abrevando en la intriga policial. La excusa argumental le sirve a Campanella para centrar su interés en el personaje que compone Graciela Borges, vehículo para reflexionar acerca de las estrellas en decadencia y su perenne deseo por recuperar la gloria pasada; también los pecados de fama y la vacuidad de un mundo superfluo que mide su permanencia en el medio a través de éxitos, premiaciones y artificios. Allí, donde los premios trazan una alegoría sobre aquel brillo de antaño: la estatuilla dorada contrasta, notoriamente, con la obra escultórica que decora el jardín y guarda, dentro suyo, un macabro secreto. Para Graciela, luego de brillar en la impecable "La Quietud" (2018, Pablo Trapero), su ultimo rol en pantalla hasta la fecha resulta una absoluta delicia: interpretando a una actriz en la decadencia que vive de los recuerdos de su antiguo esplendor, Borges se permite más de una autorreferencia, burlándose del status de estrella que presume una diva otoñal. Singular resulta el caso de Luis Brandoni, quien vuelve interpretar a un artista plástico, como lo hiciera en el último film de Gastón Duprat, “Mi obra maestra” (2018). En este caso, en la piel de un actor frustrado aspirante a artista visual, ofrece un delicioso duelo interpretativo junto a Borges, con quien retorna a compartir cartel, después de “Tokyo”, dirigida por Maxi Gutiérrez en 2015. A pesar de contar con grandes intérpretes de nuestra escena, como Óscar Martínez y Luis Brandoni, se ofrecen sendas apariciones en roles un tanto limitados; no obstante, sus personajes se permiten reflexiones acerca del oficio cinematográfico: el narcisismo de toda estrella, el deísmo y divismo de directores y guionistas y la guerra de egos que se sucede durante cada filmación. Ejemplificando tales reflexiones, ese encuentro dentro de la gran mansión supone una especie de acto final interpretando una demencial ficción. Campanella potencia su explosivo cóctel satírico incluyendo a un ambivalente outsider proveniente del mundo inmobiliario: el personaje de Nicolás Francella -una sorprendente revelación- pasará de estafador a victimario, gracias al impiadoso séquito de estrellas septuagenarias que buscarán redimir viejas credenciales de gloria. Diálogos filosos y punzantes duelos de caracteres ponen en ridículo a sus protagonistas, dejando para el recuerdo memorables escenas, como aquella potente sobreimpresión del desencajado rostro del personaje de Borges sobre un celuloide, proyectando su antaña y gloriosa imagen, una metáfora que resignifica de modo cabal sus motivaciones. Gracias a estas virtudes, “El cuento de las comadrejas” se vislumbra como una moraleja sobre la ambición humana desmedida, en cualquiera de sus representaciones. En donde timadores se verán timados bajo un perverso juego de ficción que se mimetiza, peligrosamente, con la vida real. Con cinismo e ironía, Campanella indaga en la naturaleza humana y su condición intrínsecamente malvada, acaso en búsqueda de algún resabio de inocencia. No se presume haber encontrado rastros.
La tradición del cine finlandés nos adentra en nombres como Aki Kaurismaki (premiado en numerosos festivales a lo largo del mundo) y Renny Harlin (exitosamente afincado en Hollywood hace décadas). En esta ocasión, el cineasta Klaus Härö se inmiscuye en el mundo de la pintura para recordarnos otras películas ambientadas en el negocio del arte y la venta de obras como “La Mejor Oferta” (Giuseppe Tornatore), también podemos citar a las nacionales “El Artista” y “Mi Obra Maestra” (ambas de la dupla Cohn-Duprat). “El Artista Anónimo” nos cuenta la búsqueda de un viejo comerciante de arte, a punto de retirarse, quien descubre en una subasta una antigua pintura que considera original. Allí se le presenta una valiosa oportunidad para llevar a cabo una venta millonaria. Luego de este preámbulo, nos encontramos con un drama familiar emplazado en la ciudad de Helsinki, atravesado por el uso de las melodías clásicas de Vilvaldi, Rachmaninov, Handel y Mozart que van prefigurando la atmósfera y emotividad lacrimógena del conflicto vincular que aborda, desdibujando, por tramos, la quimérica búsqueda del anciano: vender una obra de arte olvidada y menospreciada a un alto costo. Adentrándose en los turbios manejos del negocio de galeristas y exhibidores de arte, se posiciona como una inteligente reflexión sobre la industrialización en tiempos presentes de distantes vínculos humanos. La historia del arte está hecha de contradicciones, acaso las circunstancias que rigen la producción artística actual no son la excepción. La figura del artista ha ido evolucionando, sufriendo modificaciones y mutando con el trascurrir de los siglos, adaptándose al devenir de los diferentes movimientos y tendencias que conforman la historia del arte. No obstante, no ha perdido su esencia, inalterable al signo de los tiempos. Actualmente, inserto en un mundo desarrollado y capitalista, globalizado económica y culturalmente, la figura del artista se ve atrapada por un factor comercial que, con frecuencia, desprecia la tradición en su formulación clásica. Esta película, en tal sentido, resulta más que gráfica. Subyugado por la lógica del mercado, el dinero ejerce, invariablemente, su poder. Podemos interpretar los efectos de la globalización económica como un denominador común, en búsqueda de pesquisar las relaciones emergentes entre mercado y artista, sujeto éste último al devenir contemporáneo, a riesgo de convertir su arte en mera mercancía de moda funcional a los nuevos patrones imperantes de publicidad. Contraponiendo al artista contemporáneo, no sin cierto pesimismo, como una especie de “logotipo cultural”, la antiquísima obra maestra original perdida, puesta en duda y recuperada otorga valor a la identidad del artista. Resulta interesante la mirada que el director ejerce sobre el círculo de poder, el cual -de forma deliberada, usurpadora y pendular- somete a talentosos artistas al ignominioso anonimato o lo elevan a la inmediata celebridad, según sea conveniente. El mercado, los medios y la crítica de arte ejercen su influencia sin claudicar, constituyendo piezas esenciales del mapa del arte contemporáneo. Como mensaje final, y tejiendo una suerte de metáfora acerca del verdadero valor de la obra, resulta interesante pensar como “El Artista Anónimo” se posiciona respecto a la herencia del conocimiento de generación en generación (resulta interesante la relación y empatía que establece el inclaudicable Olavi con su nieto) y el valor afectivo, intransferible e imposible de mensurar, que una obra de arte posee. Haciendo una analogía, también, con la tradición de mandatos sociales impuestos que intentan rescatar el valor del objeto artístico, “Al Artista Anónimo” se adivina como posible de ser interpretada como un homenaje a todos los artistas anónimos olvidados por caprichos del tiempo y el destino, sepultados bajo las máscaras de un arte vacío y esnobista que prestigia modas pasajeras en virtud de las vertiginosas y fragmentadas tendencias actuales.
Un grupo de policías encabezados por el detective Cruz (Víctor López) están encargados de dilucidar -no sin cierta torpeza a la hora de seguir las pistas- una serie de violentos crímenes cometidos en determinados lugares inhóspitos de la capital mendocina. La trama de la investigación policial involucra mujeres decapitadas como víctimas en común de una serie de asesinatos, cuya sospecha recae sobre David (Esteban Bigliardi). He aquí el disparador principal, por lo tanto, la investigación en torno al caso remite al esquema argumental bajo el género del thriller policial pero también psicológico. Bajo esta premisa, Alejandro Fadel, el director de “Los Salvajes” (2012), nos sumerge en una historia que no oculta la influencia estilística de realizadores que han abordado el género del terror anteriormente, con la suficiente habilidad como para fusionar el mainstream y el cine clase B, en un espectro que va desde el cine gore precursor de Mario Bava al suspenso psicológico de David Lynch, pasando por guiños al emérito John Carpenter. El realizador, como buen artesano, no deja detalle librado al azar: todo elemento dispuesto en la escena responder a un concepto autoral en función al complejo rompecabezas argumental que propone, distante de cualquier tipo de narración convencional sencilla de anticipar. Para tales fines, existe un tratamiento singular de los espacios en donde se desarrolla la acción y en la relación que cada personaje establece con su entorno se percibe el trazo fino de Fadel. Haciendo gala de sus dotes de artista demiurgo, concibe el mal como una masa maleable que contamina a todo ser que transita este alucinante relato. Interpretados por actores mayormente no profesionales, las criaturas que habitan este universo se verán presas del horror. Promediando el relato, el principal acusado de los crímenes es internado en un hospital psiquiátrico, donde atribuye las muertes a la aparición de un ser monstruoso. En este punto existe un quiebre narrativo que lleva a la película a transitar terrenos de enajenación y la locura rozando con lo sobrenatural (la leyenda urbana, lo mitológico). Allí, la fertilidad narrativa del film se desdobla, y fluye hacia una zona de absoluto riesgo que transforma el verosímil del relato y convierte toda posible certeza en una pista falsa. Ante lo expuesto, “Muere, monstruo, muere” es una película que se trata de sugestiones y acercamientos más implícitos a la raíz del miedo y sobre cómo se confronta aquello horripilante. Al enfrentar la locura y verbalizar aquello siniestro, el personaje de Esteban se convierte en un primordial instrumento para Fadel, bajo el cual se pueden responder una serie de incógnitas acerca del verdadero origen del mal y su real alcance. El director se siente absolutamente cómodo en este registro, ante lo cual observaremos continuos movimientos de cámara y un ojo inquieto que busca ser testigo y narrador de esta pesadilla de muerte. El autor encuentra belleza en la extrañeza de los cuerpos mutilados y nos hipnotiza, captando la monstruosidad, lo insano, lo repulsivo y lo espantoso. Sin embargo, no persigue un impacto facilista que se ampare ni encuentre su zona de confort en el artilugio visual. Además, como crónica de las relaciones que establecen los miembros de esta comunidad sacudida por la serie de crímenes, el film se permite llevar a cabo un estudio pormenorizado al respecto. Las víctimas, decapitadas, asesinadas con saña, son mujeres y, los hombres, están al mando de la investigación. Otro hombre, el acusado, es el centro de todas las sospechas. Allí, el foco de atención también nos lleva la mirada hacia elementos de connotación social. A través de lo cual se puede pensar acerca de una crítica subliminal sobre ciertas formas de poder masculinas y hacer analogía acerca de grado de violencia directamente proporcional a una cuestión eminentemente de género, en resonancia con temas de contingencia actual. El autor busca sacudir al espectador y llevarlo al epicentro de esta pesadilla dantesca. Por ende, la sensación de extrañeza tiñe toda mirada invadiéndola de una sensación de incomodidad a medida que nos vamos insertando en la vorágine que este viaje al centro del misterio propone. Parte del cual se esconde a la espera de la aparición del siguiente cadáver tras la teoría del detective Cruz acerca de la simetría del paisaje (las letras ‘M’ que dibujan las cimas de las montañas), bajo la cual se desprende el título del film. La estética que trabaja el largometraje se apoya en el uso de lentes anamórficos que favorecen tomas panorámicas, sumado a una variada gama de colores saturados, un exquisito empleo de las texturas de sonido y un preciso uso de la iluminación que favorecen el rodaje en exteriores y la grandiosidad del paisaje. Las labores en dirección de fotografía de Julián Apezteguía y Manuel Rebella resultan, en este sentido, destacadas, efectivos al brindar preponderancia a un entorno que captura una atmósfera inquietante que reviste al relato en todo momento. “Muere, monstruo, muere” es una rara avis dentro de nuestro cine nacional, un film de gran factura técnica que sabe jugar con nuestra capacidad de fascinación sobre lo macabro. Extraer belleza del horror y convertir la extrañeza en virtud poética es una tarea cumplida con creces aquí. Elogioso trabajo de su joven realizador, inspeccionando aguas profundas de un terreno de infrecuente tránsito en nuestra industria.
Presentada en el último festival de Cannes como parte de la sección “Upcoming Fantastic Films”, la reciente creación de los hermanos Onetti ofrece un ritual de magia y sangre que incluye misteriosos asesinatos y posee una inconfundible estética setentosa. La cuarta película de Luciano y Nicolás Onetti -que vienen de presentar ‘Los olvidados’ en la plataforma Netflix- se titula “Abrakadabra” y clausura la singular trilogía Gialloque comenzara con “Sonno Profondo” (2013) y continuara “Francesca” (2015). El giallo, es un famoso subgénero italiano, heredero directo del thriller y del terror hollywoodense de los años ‘60, caracterizado por plasmar mundos violentos y profanos. Maestros italianos como Darío Argento, Mario Bava y Lucio Fulci dieron vida a estos dantescos universos de sangre y crímenes por doquier, que constituyeron todo un emblema de la industria cinematográfica con bajo presupuesto de los años ’70. Los realizadores argentinos demuestran su cinefilia hacia un subgénero hoy semi perdido, pionero de un estilo inigualable. Las marcas de culto de una concepción bizarra y fetichista están omnipresentes en esta película, que tuvo su estreno mundial en el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, celebrado el pasado mes de octubre. El amante del giallo recordará con nostalgia el camino trazado por ciertas obras de culto, precursoras del slasher y en donde se evidencia un uso visceral y lujurioso de la violencia. Como es usual en este tipo de relatos, el enigma que se develará al final, al tiempo que el delirio y el descontrol se apoderan de la trama para –literalmente- acribillar cualquier tipo de decoro posible, gracias a altas dosis de violencias y un sentido lúdico del morbo. Gracias a una elaborada puesta en escena y apoyado en una cuidadísima fotografía, en cuyos tonos, sombras y texturas se evidencia un estilismo notable, “Abrakadabra” juega con los nervios del espectador sólo como los grandes exponentes del género saben. El uso de la banda sonora como efecto dramático que potencia el suspenso consolida la propuesta, en donde sus autores hacen gala de un virtuosismo y una inventiva visual notables. La dupla de realizadores demuestra un contundente manejo del lenguaje audiovisual para poner de manifiesto toda una serie de guiños a las obras predecesoras, portadoras de un cine en cuyo ADN se recrean universos altamente perturbadores. El artilugio cinematográfico en estado puro.