En los albores del nuevo siglo se estrenó “Final Fantasy” (2001), proveyendo un resultado final en pantalla algo similar al que ofrecería un lustro después “Beowulf” (2006), criatura de animación del inquieto Robert Zemeckis, quién ya había incursionado en dicho terreno con “El Expreso Polar” (2000), haciendo uso de la técnica de animación de captura en pantalla (motion capture o motion tracking) a la que vuelve a recurrir en la reciente “Bienvenidos a Marwen” (2018). Algunos especialistas sostienen que este sistema fílmico -que regenera los movimientos humanos a la absoluta perfección- hace peligrar el cine de ficción actual como es concebido, mientras otros lo validan como una posibilidad más dentro del inmenso abanico creativo de nuestros días. Agotado en sus formatos y haciendo frente a una realidad cada vez más fragmentaria y vertiginosa, el artificio cinematográfico finisecular hizo frente a la irrupción del cine animado masificado, a lo largo de las últimas décadas. Pensado como el futuro del lenguaje, aquella irrupción del avance tecnológico desenfrenado hacía pensar del próximo prescindir del factor humano en pantalla, ausente en casi su totalidad en el citado film de Hironobu Sakaguchi, modelo de un cine actual falto de historias de carne y hueso, cada vez más abundante en la cartelera cinematográfica. Robert Zemeckis, quien tres décadas antes de esta incursión ya se había aventurado en otra técnica como la mixtura de actores de carne y hueso y personajes animados en “¿Quién engañó a Roger Rabbit?” (1989), es un director con solvencia y un profesional comprometido con la industria. Aquí, muestra una vez más su eficacia artesana para construir este tipo de relatos al servicio del andamiaje hollywoodense. Aparato cinematográfico al que Zemeckis contribuyó con films tan característicos como “Volver al Futuro” (1985), “La Muerte le Sienta Bien” (1992), “Forrest Gump” (1994) y “Contacto” (1997). En “Bienvenidos a Marwen” se pone de manifiesto, por enésima vez, el eterno dilema de forma y contenido. Terrenos en donde el medio conspira contra la idea y el vehículo tecnológico deja de ser un mero pasaporte del soporte narrativo para convertirse en el eje del relato. En la presente ocasión, presenciamos la fusión de un relato que pretende mostrarse sensible con la técnica de animación como instrumento que vehiculiza (sin total uniformidad a lo largo de las diferentes instancias que propone) las inquietudes personales de un auténtico ingeniero visual. Zemeckis nos narra la historia de un hombre traumatizado por su trágica soledad (el siempre inmenso Steve Carell), a través de una metáfora sobre el auto-descubrimiento existencial que deparará resultados dispares. Un obsceno despliegue de recursos visuales puede ofrecer ciertas escenas logradas cuando integra los diferentes niveles que componen la lúdica representación de los mundos de fantasía de su protagonista (el arte y la invención como representación de la propia superación), mientras otros pasajes exacerban el lirismo (una historia de amor improbable como articulación emocional del relato) o la ridícula colección de muñecas (rozando el fetiche) carente de sustento y equilibrio. Como resultante, la historia de auto-superación queda notoriamente relegada dentro del pastiche argumental propuesto por Zemeckis. En las anteriores incursiones en el cine de animación del cineasta nativo de Chicago, la meticulosa creación de un medio ambiente artificial y la potencia empleada en los efectos especiales -sin descuidar nunca la dignidad de la historia ni la conexión del espectador con los personajes-, hacían tomar dimensión de esta valiosa herramienta, sabiendo que allí radicaba el secreto de su éxito, sin cargar sobre sí el pulso del relato. Lo fundamental de su empleo reside en que el film no dependa del artificio para validar su incursión tecnológica como fin último. Diatribas aparte acerca de la implementación técnica de este recurso animado, es innegable el presente desprendimiento del factor humano que se evidencia en el cine mainstream, donde la herramienta tecnológica sostiene la forma apropiándose del contenido y desvirtuando al cine en su esencia como arte. Incursiones como “Bienvenidos a Marwen” cambian, radicalmente, la perspectiva de “imagen” y “mirada” que actualmente se posa sobre el espectador y su rol dentro de la industria, en comparación con concepciones más tradicionalistas. No obstante, en este presente contrastado, una simple pantalla de cine ofrece la capacidad creativa en su máxima expresión mediante el instrumento tecnológico, visible en el producto que ha puesto el director ante nuestros ojos. Aunque aquí, la discursividad, caricaturice literalmente la propuesta: criaturas pequeñas dan ideas forzadas. Este arquetipo nos coloca, como realizadores, críticos y espectadores, en un lugar de recepción de superrealidad, propio del eclecticismo del relato posmoderno.
Miguel Cohan es un experimentado director que sabe transitar el terreno cinematográfico del suspenso. De su autoría conocimos “Sin Retorno” (2010, junto a Federico Luppi y Leo Sbaraglia), “Betibú” (2014, sobre la novela de Claudia Piñeiro) y “La Fragilidad de los Cuerpos” (2017, serie televisiva de dispar suceso). Aquí, sobra una idea de Ana Cohan adapta un guión de propia autoría que nos llevará por los sórdidos laberintos del pecado, la culpa y su expiación. Balancéandose entre el drama familiar y el formato de thriller policial, Cohan indaga el costado amoral de esta familia de clase media-alta, realizando una puntillosa descripción de caracteres (aún dejando relevantes aristas desprovistas de su resolución), calculados juegos de rol (una pareja escindida y un duelo paterno-filial serán fundamentales disparadores), impiadosos intereses económicos, superfluas apariencias sociales y demás miserias cotidianas que atraviesan estos lazos afectivos marcados por un sino funesto. Provocativo, el realizador trama un verosímil inquietante: nos anima a descifrar el misterio -y las motivaciones- que se esconden bajo el accionar de un sospechoso (¿culpable o inocente?), quien amparará sus actos -¿éticamente cuestionables?- con tal de probar su coartada. Pero, ¿se trata acaso del verdadero culpable de la muerte que se le atribuye? O, en cambio, ¿la misma ha sido producto de una desafortunada tragedia?. La prestancia del enorme Oscar Martínez nos hace temer del ser monstruoso que se oculta bajo un hombre honesto, en apariencia intachable. No obstante, la incisiva lente del realizador nos incita a desconfiar, colocando un manto de dudas sobre el acusado. Sembremos dudas en el desprevenido lector, a fin de no adelantar sorpresas. Valiéndose del infalible recurso de flashback, el punto de vista de cada personaje (su noción o certeza sobre los acontecimientos) vira en relación a la suministración de información que se le brinda al espectador, propiciando un interesante juego enigmático que incentiva el clima incierto que rodea a la propuesta, ganando en intensidad dramática cuando el crimen que propulsa la trama (y su resolución) cobra real dimensión, corriendo el velo de una verdad oculta, pero anticipable. Cohan tensa el hilo hasta el límite de lo soportable, subyugándonos con un tratamiento del suspenso digno de un experto del género. Ahondando en los resquebrajados vínculos afectivos de una familia repleta de apariencias y buen renombre, pero disfuncional y falible en su tejido más íntimo, “La Misma Sangre” desdibuja su laboriosa arquitectura argumental precipitando un desenlace que lejos está de resultar concluyente. Sin embargo, maquilla sus falencias con esmero; al tiempo que nos ofrece, en idénticas proporciones, su bienvenido gusto reflexivo y un vertiginoso ritmo narrativo para una historia que a Claude Chabrol le hubiera encantado filmar.
Contemplar tiempo y contexto resulta imprescindible para comprender porque Hollywood responde a ciertos recursos temáticos cada vez que quiere políticamente congeniarse con una mirada más pluralista y en constante apertura. La industria suele lavar sus propias culpas y redimir minorías, a tono con la necesidad del relato contemporáneo. A costa de ceder calidad en el producto, la meca del cine ha reflexionado sobre los males que afectan a su sociedad durante el último siglo, mediante films prescindibles. En la reciente premiación anual de la industria (Oscar y Golden Globes), novedades de dudable calidad fueron incluidas, entre las que se encontraban la reivindicación de las minorías orientales (“Locamente Millonarios”) o la superación de las barreras raciales (“Green Book”). No es extraño que a los popes de la Academia les encante premiar este tipo de propuestas, validando de la forma más rudimentaria una causa social que merece un tipo de abordaje más sutil. Bajo tales condiciones, “Green Book” se muestra como un ejemplar esquemático y previsible de lo políticamente correcto, seguro de ser premiados y validados, funcional a un relato que dilapida calidad en pos de convertirse en un instrumento aleccionador. “Green Book” pretende ser una fábula contra el racismo, apelando a la seguridad discursiva que otorgan el cálculo y la demagogia de toda propuesta políticamente correcta. Validando dicha configuración narrativa, lo predecible se vuelve solemne y la denuncia racial más rudimentaria nos retrotrae a tiempos más esquematizados y menos laxos. Dirigida por Peter Farrelly, el guion fue escrito por el hijo del protagonista de esta historia, Nick Vallelonga, y basado, a su vez, en el famoso “Libro Verde del Motorista Negro”, una guía anual viajera para los excursionistas afroamericanos. Originado y publicado por el afroamericano y cartero de la ciudad de Nueva York, Victor Hugo Green, fue publicado de 1936 a 1966, durante la nefasta era de las leyes xenófobas de Jim Crow, tiempos de discriminación generalizada y, a menudo, legalmente prescrita contra los afroamericanos. En tiempos donde la pobreza limitaba la propiedad de automóviles a ciudadanos negros, la emergente clase media afroamericana que se desplazaba en vehículos enfrentó una variedad de considerables peligros e inconvenientes a lo largo del camino, desde el rechazo de alojamiento hasta el arresto arbitrario. En respuesta, Green escribió su guía de servicios y lugares ‘permitidos’ para los afroamericanos, y finalmente amplió su cobertura desde el área de Nueva York a gran parte de América del Norte. En aquella época, los estadounidenses negros comenzaron a conducir sus propios móvlies, en parte para evitar la segregación en el transporte público. Paralelamente, los afroamericanos empleados como atletas o artistas también viajaban con frecuencia por motivos laborales, enfrentando hostilidades de una precariedad retrógrada y sufriendo amenazas de violencia física y expulsión forzosa de “pueblos solo para blancos”. Para comprobar semejante vejación, bastaría leer la novela 1.280 almas, de Jim Thompson. En su comienzo, la misma hace mención a un cartel colgante ubicado en la entrada de un pequeño pueblo perdido en la inmensidad de la América Profunda. Dicho cartel rezaba que en aquel lugar (del cual no se menciona su nombre) viven 1280 personas, exceptuando los negros. Así de crudo. Green fundó y publicó el Libro Verde para evitar tales problemáticas, compilando recursos “para dar al viajero negro un instrumento que eluda la vergüenza y haga su viaje más agradable” (Kathleen Franz (2011) en “African-Americans Take to the Open Road”), siendo estas las principales aristas que el director de “Loco por Mary” (1998) retoma para llevar a la gran pantalla con motivo de testimoniar una valiosa lucha por la igualdad de derechos humanos. Con reminiscencias a la también premiada “Crash” (Paul Haggis, 2005) el relato peca de inocencia, al valerse -en pos de validar su mensaje- de previsibles y lacrimógenas secuencias que remarcan, por demás, aquello que podría haberse dado a entender de modo más subliminal y enriquecedor. La película gana en calidad cuando bucea en la luminosa humanidad de sus dos protagonistas, convirtiendo a “Green Book” en una boddymovieontheroad a medida que el dúo se desplaza por carreteras y caminos a lo largo de una gira por el sur de los Estados Unidos. En 1962 la nación se encuentra socialmente escindida. En medio de un panorama de profunda intolerancia y desigualdad racial, la raza negra vive subyugada por la marginación y la persecución constante. Bajo este marco se inserta este improbable dúo amistoso, haciendo hincapié en los estereotipos hiper-marcados que prefiguran al talentoso y delicado pianista afroamericano como una antítesis del chofer a quien contrata: un rudo y conservador italoamericano que posee todos los clichés que revisten a su grotesca machietta. El disfrutable duelo actoral que establecen Alí y Mortensen, evolucionando desde la desconfianza mutua al afecto que se profesan dos compinches, regala los pasajes más deliciosos de un film desparejo, si bien el desenlace festivo en el antes disfuncional hogar compendia los más banales estereotipos de la ‘aceptación aleccionadora’ como inevitable conducto a reestablecer el orden familiar. Gracias a “Greenbook”, Mahersala Alí se convierte en el segundo intérprete negro en la historia (luego de Denzel Washington) en obtener dos Premios Oscar. Si bien para Washington el logro es mayor, ya que uno de sendos reconocimientos los obtuvo como Mejor Actor Protagónico (“Día de Entrenamiento”, 2001), mientras que Alí obtuvo ambos galardones en la categoría de Reparto. Paradójicamente, y buscando equilibrar la balanza de las oportunidades, Hollywood vive tiempos de mayor apertura ideológica comparado a otras épocas, proveyendo igualdad de criterios sin discriminar géneros ni razas actorales, algo que nos resulta bienvenido y necesario.
Egresado de la FUC, Nicolás Torchinsky es director de cine, sonidista y docente. Con “La Nostalgia del Centauro” concreta su opera prima, la cual será exhibida en el festival “FestiFreak” de la ciudad de La Plata.Próxima también a ser presentada en el Festival Internacional de Mar del Plata, la película es un acercamiento a la tradición gauchesca a través de un matrimonio de ancianos. A partir del retrato documental de esta pareja, que vive en los cerros de una localidad al norte de Tucumán, el director bucea en sus realidades, trascendiendo recuerdos, sueños y –porque no-la proximidad de la muerte. “La Nostalgia del Centauro” es un documental de observación, con pocas intervenciones dialogadas, que prefiere explorar la magia de esos lugares y esos seres nativos que los habitan, con belleza tan singular, profundamente desconectados de la vertiginosa vida en las grandes urbes. Quizás la contemplación necesaria como para limitarnos a ser partícipes de esa magia ritual: el director capta con gran poder sensorial los sonidos de la naturaleza, como se aprecia la contundencia visual que exhibe remarcando la presencia del fuego en medio de la oscura noche. Si concebimos la figura mitológica de los centauro, como las de seres salvajes, esclavos de las pasiones animales, son evidentes las marcas del paso del tiempo en dos personajes que parecen habitar otra época, en su propia ley universal, conformando la propia memoria de un lugar. La cámara captura la esencia de lo campestre, buscando reflejar los misterios que esa naturaleza oculta, con reminiscencias visuales que dejan ver una influencia estética del cine de Tarkovski. Luego de haber circulado en los festivales internacionales de Reél (Suiza y Leipzig (Alemania), Torchinsky se estrena en el plano local, concibiendo una sensible visión del mundo desde el retrato de dos seres anónimos para la sociedad.
Participante de la competencia oficial del último Festival de Cine de Mar del Plata, “El Día que Resistía” es la ópera prima de su autora, Alessia Chiesa. La película aborda la mirada infantil de tres hermanos (Fan, Clara y Tino) durante horas en soledad. A medida que una espera prolongada y misteriosa toma dimensión, el hecho transforma el universo de dos hermanos, evento que trastocará la percepción que tenemos del mundo de los más chicos. Partiendo de un mundo infantil habitado por la imaginación, la directora construye una fábula que se apoya en un concepto estético primordial. En este caso la autora se propone, según sus palabras, ‘contar la experiencia sensorial a través de la imagen y el sonido, dejando la palabra en un segundo plano’. Con la sensibilidad y la profundidad necesarias para explorar la paleta estética, Chiesa consigue contar sin decir aquello implícito que el sonido construye desde dicha composición narrativa aquello que está pasando, sin enunciarlo. ‘El dia que resistia’ es una película que retrata el paso del tiempo y la transformación del mundo infantil durante la ausencia paterna. Basándose en recuerdos de su propia infancia y en un trabajo propio de investigación, la autora retrata una historia contada por niños, hecho que constituye todo un desafío personal, llevado a cabo con autenticidad y originalidad.
El relato posmoderno cinematográfico desarrollado en Hollywood propició la moda de remakes y secuelas, impactando notablemente en el consumo de tales propuestas fílmicas. No obstante, su puesta en práctica data de mucho tiempo antes. Multiplicado a la enésima potencia en el cine del nuevo milenio, resultó reiterativa y tendenciosa la falta de criterio bien entendido, ausente de decencia artística e ideas originales por la que Hollywood recicló mediante remakes, recetas probadas para cual película fuera posible, a la vez que saturó la cartelera de secuelas donde la reiteración le ganó terreno a la inventiva. Los espectadores se acostumbraron, casi como un mandato, a ver la cartelera repleta de remakes y secuelas donde la originalidad brillaba por su ausencia, y un círculo vicioso tendía a alimentar esa reiteración cada vez más monótona. Este ejemplo puede verse también, aún con un dejo de fatalismo, como una especie de correspondencia entre la teoría contemporánea y las nuevas tecnologías mediáticas, porque han cambiado los procesos de lectura de un film. Para justificar dicha teoría, la tercera dimensión es el ejemplo más paradigmático al respecto. También lo son las malas secuelas. ¿Cómo olvidar la literalidad de Gus Van Sant a la hora de copiar, plano por plano, a un clásico intocable como “Psicosis” (1960)? En otro sentido, podría pensarse que el mismo aura de film intocable poseía “Suspiria” (1977), con el consiguiente riesgo de resultar masacrada. Obra referente del cine giallo, famoso subgénero italiano, heredero directo del thriller y del terror hollywoodense de los años ‘60, este se veía caracterizado por plasmar mundos violentos y profanos. Sin embargo, se verá que la adaptación realizada por el sorprendente Lucas Guadagnino (cineasta originario de Palermo) supera la media de lo habitualmente fraguado en las tristemente transitadas maratones de remakes. Sus intenciones resultan, pese a cierto saldo irregular, absolutamente dignas. Maestros italianos como Darío Argento, Mario Bava y Lucio Fulci dieron vida a estos dantescos universos de sangre y crímenes por doquier, que constituyeron todo un emblema de la industria cinematográfica con bajo presupuesto de los años ’70. Tanto los hermanos Luciano y Nicolás Onetti (“Abrakadabra”) como Daniel de la Vega (“Necrofobia”) exploraron la vertiente en el plano nacional, herederos de aquella escuela perfeccionada por el citado Argento, cineasta nativo de Roma. Un artesano con la suficiente habilidad como para fusionar el mainstream y el cine ‛clase b’, en un espectro que va desde el cine gore precursor de su admirado Bava al suspenso psicológico de David Lynch, con guiños al emérito John Carpenter y un dejo del cine de David Fincher, especialista en retratar sociópatas y asesinos en serie. Responsable de obras claves como “El Pájaro de las Plumas de Metal” (1970), “Rojo Profundo” (1985), “El Gato de las 9 Colas” (1971), Argento se consagró con esta obra cabal, actualmente objeto de una reversión: “Suspiria”. Lucas Guadagnino apostó la nada despreciable suma de 20 millones de dólares a este proyecto absolutamente personal, y el reto asumía saldar una cuenta pendiente; el cineasta admiró esta gema de Argento desde que la viera por vez primera, durante su adolescencia. Cabe mencionar, que este notable realizador es uno de los talentos más interesantes a tener en cuenta dentro del panorama contemporáneo. Luego de sorprendernos con “Cegados por el Sol” (2015, remake del clásico “La Piscina”, de Jacques Deray), recibió una lluvia de premiaciones gracias a un valiente ejercicio dramático: “Call me by your name” (2017). La nueva versión de “Suspiria” coloca en una frágil situación, y de cara a una travesía pesadillesca nada agradable, a la bailarina aquí interpretada por Dakota Johnson, flamante estrella del cine comercial consagrada gracias a una saga (otra moda que no es vanguardia) pobremente adaptada a la pantalla como “50 Sombras de Grey”. En su segundo protagónico junto al director (había sido el objeto de deseo en la citada remake francesa, también versionada por Francois Ozon en 2003), Johnson hará lo que toda musa/víctima de Argento solía hacer: volverse presa del horror y someterse al peligro mortal, acechando intrigante, constante. Esta evocación de una obra maestra de su clase, ostenta un metraje llamativamente excesivo (152 minutos), el cual se explica bajo la inclusión de una serie de subtramas que, sin dañar el espíritu original del film en pos de facilitar nuevas lecturas, restan uniformidad a la propuesta. No obstante, el perfecto diseño visual (apoyado en una exquisita fotografía y escenografia) y una inmejorable banda sonora compuesta por Tom Yorke (Radiohead) se presentan como nobles instrumentos a la hora de explorar terroríficos misterios. Un clima tétrico reviste el relato y allí reside su atractiva perturbación. Con clase y una voz autoral propia, Guadagnino venció los prejuicios que la historia del cine depositó sobre su funesta aventura hacia el lugar donde habita el miedo. Allí, en el corazón de las tinieblas germanas.
Cinefilia es el término que se utiliza para referirse a la pasión por el cine, un término acuñado por la teoría y la crítica cinematográfica. El término es un acrónimo de las palabras ‘cine’ y ‘filia’. Curiosamente, ‘filia’, fue una de las cuatro antiguas palabras griegas utilizadas para referirse al amor. ¿Cómo definir sino, la monumental obra de Omar José Borcard? Acaso un acto puro de amor por el Séptimo Arte. A pesar de la acronía mencionada, el vocablo ‘cinefilia’ es semánticamente indefinido. La invención de la palabra alude con claridad a una correspondencia amorosa que un espectador establece con el cine. No es cualquier afecto, ya que el objeto seleccionado tiene una integridad en su propio ambiente: el séptimo arte es un reino de infinitas provincias en el que rige lo misceláneo. Es por eso que el cinéfilo conoce que, una vez que descubre lo que el cine le puede dar, la grandeza intrínseca jamás defrauda. Por un lado, el cine local, de esos que quedan pocos en cada barrio, fagocitados por el impiadoso avance de las poderosas ‘cadenas’, aún conserva esa magia que tiene mucho que ver con la cinefilia. Ser cinéfilo puede verse como una elección personal, una elección que puede ser determinada o influenciada por el entorno de uno, pero nunca dictada por él. Entonces, lo que el individuo busca es lo que los hace cinéfilos o no. Y mientras cinéfilo significa literalmente un amor por el cine, evidentemente ha desarrollado una connotación con la práctica obsesiva de dicho ritual. Básicamente, un cinéfilo ahora se puede ver cómo alguien que fetichiza el Séptimo Arte en lugar de simplemente tener un afecto por él, uno que tiene una compulsión insaciable de ver tantas películas como sea posible en su vida. Lo cual no está mal, en absoluto. Para la definición más común de cinéfilo, la distinción se puede hacer con este ejemplo: el espectador casual que aprecia el cine se asegurará de que haya visto Vértigo, pero el cinéfilo se asegurará de que haya visto, por necesidad, los objetos que Hitchcock despliega en cada obra, sus marcas autorales. Inclusive conocer la filmografía completa, que incluye las obras menos notables como Topaz. Pero en términos de la historia de la cinefilia, el cine ha desempeñado un papel esencial en el cultivo del interés serio en el cine. La cultura cinematográfica de París posterior a la Segunda Guerra Mundial se cita a menudo como el lugar de nacimiento de la cinefilia organizada. La afluencia de películas previamente retenidas de otros países y una nueva importancia otorgada al archivo (probablemente debido a la cantidad de películas perdidas durante la guerra) en lugares como la Cinémathèque Française permitió que se desarrollara una nueva pasión por las películas dentro de la joven cultura intelectual francesa. Los parisinos fueron probablemente los primeros en tener tal acceso a tantas películas de tantos países y épocas históricas. Este factor, combinado con las numerosas publicaciones críticas y académicas sobre el tema del cine realizadas a través de estas organizaciones, permitió que se formara la concepción clásica y aceptada de la historia del cine de principios a mediados del siglo XX y sentó las bases para la teoría del autor (lo que elevó a Hollywood clásico a un “La forma artística y el director como artista principal”), así como los pasos hacia las prácticas modernas en la teoría del cine, como las lecturas marxistas del cine como industria. De esta manera, la historia parisina cambió la forma en que vemos las películas de una manera que todavía resuena hoy, e incluso se sumó al propio canon, ya que los críticos de cine se convirtieron en los cineastas (Jean-Luc Godard, Francois Truffaut, Eric Rohmer), lo que requirió una Nuevo término para un tipo especial de cinéfilo: el cineasta, o el cinéfilo que hace películas. Aunque ciertamente hay una historia documentada de películas tomadas en serio antes de la cinefilia organizada en Francia, tiene sentido que una cultura tan profunda de la cinefilia no se haya desarrollado en América en este momento como resultado de la naturaleza de la experiencia teatral de espectadores. El cine primitivo estuvo marcado por numerosas distracciones dentro del cine típico, desde el proyector que se ejecutaba en voz alta en el centro de la sala hasta los espectadores que socializaban ruidosamente. En el cine clásico (incluso en las salas de cine más elitistas), las películas en sí casi nunca fueron vistas como un objeto homogéneo de autoridad, ya que la característica en cuestión siempre iba acompañada de dibujos animados, noticias y cortos. Las audiencias podían ir y venir a su antojo, a veces llegaban a la mitad de la película y se sentaban en otra programación hasta que la película comenzaba de nuevo y volvía a su punto de entrada original. Este enfoque multiprogramación de sintonización y sintonización de la película (que podría considerarse análogo a la forma en que la mayoría de la gente ve la televisión hoy en día) duró hasta que Psycho (1960) de Hitchcock consolidó la práctica habitual de asistir a una película desde sus inicios. Pero para 1960, los franceses ya habían hecho de esto una práctica normal. Dando peso al argumento, de hecho hay una relación evidente entre la cinefilia y las prácticas de los cines en la historia. Pero estas circunstancias, por supuesto, existían antes del auge de la tecnología de video doméstico. La cinefilia de mediados de siglo fomentó, en parte, la exclusividad y la curiosidad de ver una película antigua, simplemente debido a los límites de la tecnología y la distribución. Por lo tanto, ver una película antigua o una película extranjera en un cine era un evento tan raro y especial que su fetichización por parte del cinéfilo era justificada, si no inevitable. Ahora, con la disponibilidad de reproductores de DVD multirregionales y la distribución en línea, la exposición del cinéfilo al conocimiento cinematográfico ya no está sujeta a los dispositivos del programador cinematográfico, sino a los intereses particulares del individuo. En tiempos donde la descarga de films de manera por vía virtual y el avance tecnológico propone un abanico bastante amplio de plataformas audiovisuales interactivas por medio de las cuales acceder al estreno de series y películas, el formato físico va perdiendo terreno, inevitablemente. Ni mencionar la proliferación de la piratería. Por este motivo es que organizar ciclos de encuentro al estilo de los antiguos cines de barrio, como “Cine Paradiso” de Villa Elisa (Entre Ríos), con films en formato físico -como reserva de gran valor cultural para conservar y valorar- es una tarea encomiable. Acaso, ¿sabían que Omar José Borcard posee una videoteca personal de más de 500 títulos originales? Nuestro amigo cinéfilo viaja mensualmente a Buenos Aires para buscar cada título en su correspondiente distribuidora. Vaya empeño! Quizás lo más importante es que la tecnología digital le da al cinéfilo la capacidad de manipular y cambiar la obra de arte que veneran, permitiendo múltiples interpretaciones personales de la imagen en movimiento y eliminando la autoridad del artista y asignándola al consumidor. En este nuevo paisaje de la cinefilia, la clásica y santa veneración del texto fílmico que caracterizó a la cinefilia francesa de la década de 1950 ya no se sostiene, no porque no sea relevante, sino porque ya no puede haber una definición autorizada de cinefilia. Finalmente, la cinefilia se ha convertido en lo que hacemos de ella. Entonces, ¿Cómo calificar de forma apropiada una tarea épica como la llevada a cabo por Omar José Borcard? Un humilde albañil que, viviendo en un pueblo de 12,000 habitantes, invirtiera todos sus recursos para construir un cine, tarea que le demandara cuatro años de exhaustivo trabajo. Por otra parte, ¿Cómo calificar el grado de cinefilia de la directora Luz Ruciello? Capaz de transmitir con emoción y sensibilidad una historia heroica y conmovedora. La cinefilia como experiencia es la búsqueda de ese arte impuro, capaz de congregar cine arte con entretenimiento, autor e industria, adultos y jóvenes. También de armonizar la grandilocuencia tecnológica del nuevo siglo con el minimalismo interior de la maleable naturaleza humana. Ya nada lo podrá separar: hay una instancia y una tradición en el cual el cinéfilo reconoce que la correspondencia con dicha expresión puede ir mucho más allá de la idolatría pasiva de imágenes en movimiento. Esta percepción puede ser rastreada en la tradición del cine, pero se trata simplemente de reformar una genealogía. Es por ello que resulta encontrar un parámetro justo (siquiera un precedente cercano) para valorizar con absoluta justicia y merecimiento la monumental tarea que acomete Omar José Borcard con la construcción de su cine de pueblo. Incansable, apasionado, comprometido, inquebrantable. La sensibilidad de la directora Luz Ruciello captura con un gran realismo la esencia de esta quijotada cinéfila. De eso trata la lucha de nuestro héroe: en el amor por el cine empieza y termina todo. Es incondicional y escapa a la razón. De concebir cómo la cinefilia dio parte a la quimera de una industria y, a partir de allí, de interrogarse concerniente a qué significa la cinefilia como praxis. La labor de este trabajador de pueblo grafica la esencia y eleva su acto a un nivel inconmensurable. ¿Se puede medir el amor? En este caso, sí. Hubo una cinefilia mayor, inspiradora, ancestral. Una usanza nacida en Francia, en tiempos de cine-clubs, que empieza con André Bazin y culmina con toda la camada cahierista. Una noción que implica pensar la cinefilia como actitud de conocimiento general del mundo, una vía de ingreso a él por la que no solamente se define una reciprocidad del Arte con el cosmos sino también de la vida en las pantallas y del universo con el cinéfilo. Una forma de abstracción con efectos prácticos, una transformación de nuestra total existencia. Esa colección de películas guardadas en nuestra memoria que va conformando un ADN irrepetible. En otros términos, ver películas es contemplar siendo parte activa. Es involucrarse para documentar sobre ellas, tarea que la directora Luz Ruciello lleva a cabo entregando años de investigación a un proyecto que merecía realizarse. La cinefilia nos atraviesa a todos: directores, críticos y espectadores. Especular que el cine puede componer, como tal, actos de fundación y recreación de la identificación, es creer en una fórmula efectiva, placentera para estar en el mundo. La pasión por el cine sería, veladamente, una forma de amar la vida, y asimismo un terreno de encuentro estimulante y provocativo. La simbiosis se produce entre los signos que emiten los films y los signos que componen la identidad del amante de cine. Un acto de pura alquimia. Un eco personal que quedará flotando en la mente de cada espectador. “Un Cine en Concreto” conmoverá y no dejará indiferente a nadie. Es ese tipo de historias dignas de ser contadas, sólo hace falta una cámara sensible dispuesta a registrarlo. Existen héroes anónimos en el mundo cambiando -inconscientemente- el destino de muchos. Como cinéfilos, damos las gracias.
“Destroyer” es un interesante ejercicio cinematográfico que funciona en varios niveles, pero, ante todo, resulta atractivo en referencia al desafío actoral que representa para su protagonista y eje omnipresente del relato: la grandiosa Nicole Kidman. Gracias a una impresionante transformación física (maquillaje y prótesis mediante) el sufrido personaje que la actriz australiana interpreta se dirime en dos espacios de tiempo que distan en décadas. Dos episodios de drástica naturaleza separan la distancia cronológica y también escinden la frágil naturaleza de un ser arrasado en su interior. Allí residirá la clave del relato la notoria valía de “Destroyer” como un exponente cinematográfico inusual. Algo se rompió en Eril Bell, es una mujer herida. En este personaje femenino se encarna la valentía, el dolor y la imperfección moral de un ser que no cede en la búsqueda de su propia redención. El drama de una mujer policía, falible en su rol de madre, quien sortea la discriminación de género y se rodea de peligro transitando para nada agradables ambientes del hampa californiana, parecen converger en un cúmulo de lugares comunes difícil de sortear. Sin embargo, en manos de la directora Karyn Kusama – autora de Jennifer’s Body (2009) y La invitación (2015) – la propuesta adquiere un vuelo cinematográfico notable. La mayor virtud de “Destroyer” reside en el interés que genera la trama, trabajando de forma alterna el registro temporal. En su ir y venir cronológico, resultará inevitable que pasado y presente se encuentren, desentrañando la clave del misterio (el activa la investigación policial) y desatando los tensos hilos psicológicos que apresan a la inestable pero insistente mujer policía. Respaldada por una nominación a los Globos de Oro, el papel de la protagonista de “Las Horas” posee una dimensión dramática tal que nos demuestra el inagotable talento de su estrella. Esta diva del celuloide del nuevo siglo atraviesa un excelente momento profesional, respaldado en la elección de desafiantes roles y proyectos independientes elogiosos. Desde “The Beguiled” a “Boy Erased” y de allí a “El Sacrificio de un Ciervo Sagrado” y “Camino a Casa”. La inteligente narración construida, moviéndose entre incesantes flashbacks y flashforwards, pergeñan un recorrido argumental que desafía el intelecto del atento espectador. Visualmente sofisticada, nos encontramos frente a un especímen cinematográfico potente y de inusual belleza. La autora prefiere hacer foco en el trauma y las motivaciones -éticas y emotivas- de su sufrida fémina en proceso de autodestrucción, sabedora que deposita en esta luminaria hollywoodense la suerte entera de este film de profundo cáliz existencialista. Por momentos, una atormentada Erin Bell parece alimentarse del propio peligro en el que se balancea su afligida rutina. Retratando a un personaje de múltiples matices dramáticos, Kidman aborda el enésimo riesgo interpretativo de su carrera, mostrándose audaz y lejos de todo encasillamiento, a sus 50 años de edad. Esta valiente mujer de ley, intrépida y de armas tomar, se inmiscuirá en ambientes sórdidos, espejándose en la lobreguez del asunto que parece retenerla en tiempo y espacio, ajena a una vida que no le pertenece y presa de sus pecados pasados. Nicole es una estrella que se ensucia, literalmente, jamás calculando la profundidad del lodo asfixiante en donde se adentra. Sin retorno afectivo, su lento y adivinado fade out ofrece como un sacrificio la salud dinamitada. Las pruebas remiten el lento proceso de derrumbe, con nada por delante que perder. Nicole brilla en el firmamento. Celebramos su osadía, pidamos un rock para la mujer perdida.
Una auténtica leyenda del cine, el magnetismo que aún hoy día causa “Rocky” reside en la mítica historia oculta detrás la propia realización del film convertido en franquicia. Esta película relata la historia de un desconocido boxeador a quien se le ofrece la posibilidad de pelear por el título mundial de los pesos pesados.Con extrema fuerza de voluntad se prepara concienzudamente para este combate, sabiendo que es la oportunidad de su vida. El film que fuera el puntapié inicial de la saga marcó a varias generaciones, que se identificaron con su inolvidable banda de sonido, esa melodía inconfundible que todavía suena en los oídos de cada fanático del box. Solo escuchar cada vez su música nos remite de forma inmediata al personaje icónico que creara Sylvester Stallone. No es nuevo en el boxeo la historia de la cenicienta, ese resurgirde las cenizas para llegar hasta lo más alto de la manera menos esperada: James Braddock, impensado campeón pesado en los ’30 también tuvo su biopic de la mano de Ron Howard en “El Luchador” (2005) y Franco Zeffirelli redimió a Jon Voight en “ElCampeón” (1978). Partiendo de la base que ningún otro deporteestá tan vinculado al cine como el boxeo, es entendible el imán(quizás por ese factor retroalimentario de redención-gloria-decadencia)que tenga con el público este tipo de historias, ya seanepisodios ficticios o estén basadas en boxeadores que realmentehayan existido. Podríamos transitar un breve recorrido comenzando por “El Campeón” (1915), el primer antecedente de ficción boxístico a cargo de Charles Chaplin, pasando por “El Boxeador” (1926) de Buster Keaton, también perteneciente al período mudo y hasta llegar a la más reciente “Huracán” (1999) de Norman Jewison con Denzel Washington en la piel de Rubin Carter. No caben dudas que el séptimo arte contó cuantas historias sean posibles sobre tan apasionante deporte. En este factor reside, justamente, que Rocky sea una pieza única y especial. Posee una serie de condimentos que la convierten en un espécimen inigualable: no es un estrictamente biopic, está plagada de clichés y espectacularidades y posee ciertas excentricidades y exageraciones impropias del mundo del boxeo. Así y todo, es tan fiel y sentimental en transmitir el valor que tiene la redención en el mundo de los puños, que no deja de conmover la forma en queconsigue hacer prevalecer al triunfo del espíritu. La saga que popularizó y elevó al nivel de estrellato a Sylvester Stallone, se extendería a una franquicia cinematográfica capaz de convertir a Rocky Balboa en un personaje mítico. Si cada uno de los siguientes capítulos hace hincapié en el factor emocional, esto tiene más que ver con el exorcismo de los demonios que Rocky guarda dentro suyo.Conflictos personales que pesan más allá del deseo de volver a pelear, como tantos regresos heroicos ha contado la maravillosa historia del boxeo, desde Sugar Ray Robinson hasta George Foreman. A la original “Rocky”, conocida en 1976, le continuaría una dinastía de ocho películas que, a más de treinta años de su estreno original, encontrara su renacer, luego de una década y media de olvido, precisamente en el año 2006. Luego de otra década en el olvido, la saga resurgiría gracias a la aparición del jóven intérprete negro Michael B. Jordan, interpretando al hijo del fallecido púgil Apollo Creed, creando una suerte de renovador spin-off para “Rocky”. De esta manera, ” Creed” (2015) y su reciente sucesora se debatieron entre la nostalgia de los dramas familiares y la pura adrenalina que refiere a la competencia boxística en sí. Inclusive sin pretenderlo, se convierte en una acertada radiografía del ocaso deportivo que atraviesa cierto sector del boxeo. Tres décadas después de su cénit, la saga sobreviviría colocando nuevos artilugios visuales al servicio de una historia de conmovedora superación. Una glamorosa y nocturna Las Vegas, ciudad de apuestas y de grandes proezas deportivas a la vez, serviría de marco para nuevos capítulos de esta hazaña. Esta secuela de la película Creed, del año 2015, encuentra a su antiguo director y guionista Ryan Coogler (“Frutivale Station”, “Black Panther”) cediendo al puesto a manos de Steven Caple Jr., para desempeñarse en labores de producción ejecutiva. Plagada de citas referentes al mundo del boxeo, la franquicia Rocky vio desfilar una galería interminable de personajes, que en la presente edición suma a la retirada leyenda Roy Jones Jr. y al ex-medallista olímpico Andre Ward, sumándose a un elenco integrado por los mencionados Michael B. Jordan y Sylvester Stallone, junto a Tessa Thompson, Dolph Lundgren, FlorianMunteanu, Phylicia Rashad, Andre Ward y Wood Harris. Además un muy especial cameo deleitará a los fans: la actriz danesa Brigitte Nielsen (la atractiva y calculadora Ludmilla, en “Rocky V”) ofrece el enésimo guiño nostálgico a una película dueña de una mitología propia. Este nuevo episodio, nos relata el periplo emprendido por Adonis Creed para vencer al célebre hijo de Ivan Drago, el sanguinario boxeador soviético que matara a su padre (Apollo, interpretado por Carl Weathers) en el cuadrilátero, en la película estrenada en 1990. Partiendo de este acontecimiento vital para la saga, “Rocky” abraza su melodramático pasado a puro golpe emocional. “Creed 2” apela, con previsibilidad y tibieza, a las formulas más remanidas del subgénero de films pugilísticos, surcando las superficies de un drama de vínculos afectivos (la vida marital de Adonis) y conflictivas existenciales (el rol de entrenador que Rocky sopesa ocupar), que presta especial atención a lo que ocurre con sus personajes debajo del ring, como condimento esencial a la consabida fábula de ascenso, caída y redención que comprobará la hombría de todo aquel que afronte los desafíos que la vida y el deporte le coloque por delante. En otro orden, resulta un mérito destacar la delicadeza de un humilde Stallone que sabe ceder protagonismo a la ascendente estrella afroamericana, en pos de potenciar su inagotable cosmovisión pugilística. Mientras tanto el intérprete italoamericano revive, por enésima vez, a su criatura John Rambo (“Rambo: Last Blood”, 2019), el proyecto “Creed III” parece estar en marcha para un futuro cercano, con miras a colocar en la silla de director al mismísimo intérprete de Adonis. A fin de cuenta, “Rocky” en sus infinitas reproducciones, representa el mito viviente de un nombre propio que se ganó su lugar en la historia, retratando las épicas e improbables hazañas de un destinado a perder, convertido en el héroe que todos alguna vez quisimos ser.