El realizador y guionista indio, artífice por excelencia de mundos sobrenaturales, consolida su lenguaje con el paso de cada film para decirnos su verdad, de acuerdo a sus formas de contar y partiendo de la idea de que su cine se despoja de parámetros convencionalistas. Quizás sea hora de reivindicarlo, de una vez por todas, y dejarnos atrapar en su dimensión desconocida. O, quizás, dudar de él una vez más. Podrá ser amado u odiado, pero ignorado jamás. M. Night Shyamalan es, por varias razones, uno de los cineastas más particulares que haya dado el cine en los últimos 20 años. “The Sixth Sense” (Sexto Sentido, 1999) fue, no solo su tercera incursión cinematográfica y una grandísima película, sino que es una obra de las más representativas del género del terror psicológico, marcando un hito insoslayable. Otras de las razones, y menos feliz, por las que Shyamalan está muy frecuentemente en boca de todos es porque ninguno de sus films posteriores pudo llegar a alcanzar ni superar el éxito mencionado. Allí es donde se produce un quiebre en su filmografía y su obra cumbre se convierte en una referencia inclaudicable. Preso de las continuas comparaciones respecto a su ópera prima maestra, el fantasma de aquel film merodeando sobre el resto de su obra convierte a una joya del suspenso psicológico en un estigma que su autor carga sobre sus espaldas, como un injusto parámetro en permanente comparación. Films erráticos, de paródicas conclusiones o francamente propuestas decepcionantes, hicieron dudar del verdadero talento de este señor, que parecía agotado. Con sus altibajos e irregularidades, pero con una profunda concepción y convincente creencia de los mundos que aborda tan lejanos a la mundana chatura habitual de estos tiempos, la siguiente década creativa encontró a un director trabajando de modo incesante. Quizás este matiz lo convierta en un incomprendido, precio que tiene que pagar para ser finalmente aceptado como el gran cerebro que es, aún víctima de las contingencias creativas que maneja la industria. No obstante, si revisamos su obra, veremos a un cineasta de culto, con una línea de pensamiento muy coherente y una visión del mundo que -si bien es discutible- se deja ver profunda e inquietante. Estas características dejan marcas a lo largo de sus películas, convirtiéndolo en un más que particular facsímil de autor cinematográfico. Shyamalan cultiva un estilo muy personal. Es un director muy apegado y férreo a sus posturas que no son siempre las convencionales. Por el contrario, se mueve dentro del género del suspenso, planteando historias que parecen sacadas de fábulas y cuentos bizarros que generan fascinación. Otorgarle a M. Night Shyamalan el beneficio de la duda, resultaría una grata oportunidad para mirar con otros ojos su filmografía «menor» y reivindicarlo. Si la concepción del origen de esta saga, “El Protegido” (2000), resulta uno de sus puntos autorales más altos, Shyamalan perfeccionó durante sendas posteriores incursiones su noción de género. En esta entrega, el autor retoma obsesiones e inquietudes formuladas en “El Protegido” y sintetizadas en “Split”, con miras a explorar su veta más punzante. En su reciente obra hallaremos puntos en común, para la reflexión, la polémica y la discusión. Como denominador común en su filmografía, observamos al hombre y sus circunstancias enfrentado a sus miedos más recónditos, factor que aquí no resulta una excepción, manifestados bajo un universo de superhéroes y villanos de cómics concebidos bajo una trama de dobleces y reflejos siniestros (heredera del Doppelgänger literario), que en nada se asemejan a los redundantes e innecesarios ídolos de Marvel que pueblan la cartelera comercial desde hace años. Persiguiendo otro tipo de cuestionamientos, los personajes de Shyamalan (quien se reserva para sí mismo su habitual cameo ‘a la Hitchcock’) desnudan al ser humano frente a los temores que lo aquietan y las dudas existenciales que se le presentan, por ejemplo, frente a las fuerzas superiores que amenazan su supervivencia. Parte del imaginario personal personal del director, se recrea bajo dicha mirada en “Glass”. Retomando la nostalgia de un legado que permite rescatar del olvido a figuras claves de la historia original, como los personajes interpretados por Bruce Willis y Samuel L. Jackson, “Glass” otorga mayor preponderancia al perturbador y exigente rol de La Bestia, en la piel del enorme James McAvoy. “Glass” reformula, por enésima vez, la ecuación que Shyamalan ha trazado a lo largo de su entera trayectoria. Generando un planteo interior revelador y determinante para cada uno de los habitantes que pueblan sus mundos, decididos a romper las reglas de toda lógica y violar las normas de lo convencional y entendible al lógico pensamiento humano, en el autor indio lo verosímil delimita con la auto parodia. Se trata de un gran provocador que abunda en elementos propios sabiendo que corre notables riesgos artísticos, pero cuyo estilo y concepción fílmica es convocante; digna de extremos partidarios y detractores. En esta película, se propone continuar ciertas convenciones cuya grandilocuencia desmedida dialoga con su propio legado. A fin de cuentas, pecados de auto indulgencia y ambición que limitan el potencial que esta trilogía pudo haber alcanzado. Ante lo expuesto, “Glass” se asemeja a un spin off por demás ambicioso, tramado por un cineasta ampuloso que, si bien privilegia otros condimentos menos explícitos y anticipables a la hora de abordar una película sobre super-héroes, termina anteponiendo sus caprichos al buen tino de ciertas decisiones narrativas (inmersas en el tedio), como exégesis de la naturaleza excéntrica de un director que rescató el núcleo de una gema temprana de su trayectoria: un universo de ficción repleto de vericuetos psicológicos, dilemas filosóficos, rebosante de espíritu de historieta, pero con una vuelta de tuerca macabra. Resultante de esa búsqueda permanente que lo ha consagrado como un explorador de historias sobrenaturales, en particular destacable luce un tenso y aterrador desenlace, si bien su dilatado metraje luce excesivo. Mirando superhéroes, mirando superstars, finalmente no nos sentimos tan locos ni tan mal.
Gastón Solnicki cristaliza la excentricidad de la figura de Hans Hurch, crítico de cine y director del Festival Internacional de Viena, plasmando lo singular de su figura. Este homenaje a su amigo fallecido encuentra varios puntos en común con anteriores incursiones del cineasta: se aprecian las huellas autorales, así como un regreso a lo más emotivo de su obra. En el sentido menos tradicional, el realizador se arriesga a contar la historia de una persona, desde un personalísimo punto de vista. En palabras del autor, aquí “no hay un verosímil establecido que el espectador tenga que decodificar, sino que el propio público asignará valor al contenido”. Se trata de un film sumamente ambiguo. Por lo cual, el espectador completa el recorrido de la obra asignándole un valor a cada situación mostrada. Si bien la película no intenta retratar la ciudad desde un lugar de preponderancia, el autor codifica a través del encanto de la misma y la guía musical que da nombre al film el encanto de este paraíso de la Europa del Este como marco exponencial. Conformándose ambas como elecciones estéticas notables para acompañar al retrato principal. De manera que, lo espectral toma cuerpo a través de la música para trascender lenguajes y géneros e ingresar en un terreno donde lo implícito y el desdoblamiento del discurso audiovisual enriquecen la propuesta. Destinado a un público de fino paladar y apostando a un cine que circule fuera del circuito de cine comercial, Introduzione all Oscuro no le teme a la competitividad en festivales y ciclos especiales (será proyectada en el MALBA), tomando riesgos estéticos ambiciosos y saliendo airoso de los mismos.
El viejo Clint y su fábula moral. El veteranísimo Clint Eastwood, gloria viviente de Hollywood, concreta su cuadragésimo film como director nada menos que a sus 88 años (nació un 31 de Mayo de 1930). Hace tiempo ya que esta etapa madura de su trayectoria encuentra al bueno de Clint en perfecta forma e incansable actividad. A lo largo de las últimas dos décadas, el experimentado cineasta ha encadenado, casi sin descanso, una serie de obras que conforman parte fundamental de su legado cinematográfico. Inclusive, estrenando más de un film en un mismo año, como es el caso de La Mula, lanzada apenas meses después de 15:17 Tren a París, otra pequeña joya concebida con su habitual sabiduría de artesano del oficio cinematográfico. La Mula se inspira en la historia real recogida en un artículo periodístico, acerca de un anciano (Leo Sharp) que trabajó transportando drogas para el cártel de Sinaloa. En la película, este personaje es encarnado por el propio Eastwood (en su regreso a la actuación después de Curvas de la vida, 2012). Bajo la piel de Earl Stone, el otrora Harry El Sucio compone a un hombre en bancarrota que acepta el peligroso encargo y poco tiene que perder: es un desplazado del sistema que perdió su trabajo al no poder aggiornarse a los nuevos tiempos. En las profundidades que ofrecen las distintas capas de su figura radica el interés que este personaje despierta: también es un ex veterano de Vietnam, que dedicó su vida a cultivar su huerta de lirios en detrimento del tiempo que prestó a su familia, con quien intenta componer los lazos rotos, fruto de su irresponsabilidad como marido, padre y abuelo ausente. Clint recluta a un auténtico casting de lujo, como suele ocurrir en sus películas. Así vemos a colaboradores habituales de su obra como Bradley Cooper (Francotirador), y Laurence Fishbourne (Río Místico), sumándose a nombres de peso como Dianne Wiest, Andy García, Taissa Fármiga y Michael Peña. Por su parte, Alison Eastwood (la hija de Clint en la vida real) interpreta a su primogénita en la ficción. Como suele ocurrir en los films de este autor, la trama (en este caso un drama policial) suele ser la excusa para que Eastwood arroje la pesada carga moral que suelen traer sus historias, abriendo el debate a posibles interrogantes que llevan consigo la inconfundible e indeleble marca autoral. Con el conflicto familiar como disparador, uno podría preguntarse que impulsa a este hombre a meterse en semejante lio. Al comienzo con tono inocentón, luego moviéndose como pez en el agua y sacando a relucir sus inquebrantables principios de hombre curtido en otros tiempos menos contaminados y más honestos, Eastwood pone el acento en lo moral de los actos mientras insulta por lo bajo y viste de gestualidad a un anciano que nos conmueve y nos compra el corazón. Earl Stone es un hombre que éticamente transgrede los límites y se mete con la gente equivocada pero a la vez encuentra cierta sensación de libertad y plenitud haciendo las cosas a su manera. La parábola cierra porque también consigue hacer las paces con su pasado y reconciliarse con sus afectos. Bajo el castigo que impone la ley cuando el film tenga su desenlace y bajo el implacable dictado que la finitud del tiempo indefectiblemente dictamina, la gesta de este abuelo tiñe esos días crepusculares como una especie de despedida. Sin importar qué lo impulsa a regresar una y otra vez al oficio, este viejo sabio siempre parece tener todo bajo control. Aún sabiendo que está demasiado involucrado como para salir indemne de semejante aprieto, es un viejo zorro que tendrá la fortuna de su lado… al menos por un tiempo. Paciente, consejero, aplomado, mujeriego y pícaro, es un Eastwood en su salsa. No faltarán dosis de humor, buen paladar gastronómico y cierta mirada pesimista acerca de las relaciones humanas en tiempos de hiperconectividad para terminar de revestir a un personaje delicioso. Clint, el eterno héroe delgado, no pierde jamás las mañas. Tampoco se obviarán guiños cinéfilos que hacen mención a Jimmy Stewart y cierto parecido físico. ¿Acaso Clint no es el último sobreviviente de una casta dorada que el Hollywood clásico patentó? Cineasta fuera de su tiempo histórico, este emblema del séptimo arte es una suerte de eslabón perdido que bien podría haber sido contemporáneo de John Huston o John Ford. La honestidad que destila su obra se palpa en una narrativa que sin ser brillante supera la media actual poblada de artificiosidad. Sin embargo, como puntos flojos pueden observarse una serie de deslices: la poco explotada trama de investigación paralela que lleva a cabo el personaje antagonista que interpreta el siempre sólido Cooper, la tímida benevolencia de ciertas figuras mafiosas en momentos en donde el pulso no debería temblar, la floja resolución sobre la situación en clave macguffin que envolvía la ejecución de su vivero (nada menos que la razón de su vida) y la ligereza con la que se mueve Eastwood por rutas y caminos en tiempos de rastreos satelitales. Se ve, el verosímil no estuvo siempre a la altura de una película que no es perfecta. Estos cabos sueltos no empañan un ejercicio técnicamente impecable, ambientado y musicalizado con la habitual maestría de un todoterreno como Eastwood. Sumamente detallista en la reconstrucción de los eventos, basta como ejemplo mencionar la escena que transcurre en la fastuosa mansión donde vive el opulento personaje que interpreta García. En definitiva, el altruismo de los actos de este Tata significado en los fines que la veterana “mula” perseguía reflejan el testamento social, político y sentimental de un cineasta inoxidable, anteponiendo sus propias reglas al hecho propiamente delictivo. Sin obrar con severidad a la hora de juzgar a este héroe inusual y con una gran impronta humanista, La Mula se concibe como un logrado y reflexivo retrato sobre la comprensión del mundo actual y el sentido de la vida en su estación otoñal.
Cuando pase el temblor Terremoto (Skjelvet, 2018) es una secuela de La última ola (Bølgen, 2015), insólito éxito de taquilla proveniente de Noruega. Al igual que su antecesora, la historia transcurre en la fría Oslo, ciudad epicentro de un terremoto en inevitable camino, que recuerda al que sufriera la misma locación hace poco más de un siglo atrás, en 1904. El director de fotografía John Andreas Andersen debuta tras las cámaras y reemplaza a Roar Uthaug -recientemente desembarcado en el mainstream hollywoodense con Tomb Raider: Las Aventuras de Lara Croft (2018) - para hacer foco en un cine de género de nula tradición en la cinematografía nórdica. El arquetipo de cine catástrofe sobre el que Hollywood ha transitado una tradición desde los años ’70 con films como Infierno en la torre (The Towering Inferno, 1974) o La aventura del Poseidón (The Poseidon Adventure, 1972) y que ha tenido una digna continuación en los años ’90 (La furia de la montaña, Volcano) ha visto banalizado hasta el hartazgo del refrito por estos tiempos (Terremoto: La falla de San Andrés es un cabal ejemplo). En este sentido, dicho subgénero encuentra en este exponente un ejemplar a la altura del mejor cine industrial. Nuestro héroe es el geólogo Kristian Eikjord, interpretado por Kristoffer Joner, y quien se encuentra peleando contra un sistema político, al que alerta de un peligro inminente, pero es desoído. El desequilibrio emocional de nuestro personaje funciona aquí como motor de la trama. Bajo esta coyuntura, Terremoto es un drama que hace foco en lo humano y en las sensaciones que afloran cuando el hombre se enfrenta a circunstancias extremas. Mostrando el trasfondo familiar del geólogo y sus preocupaciones paternales, construido como un ciudadano ejemplar (un guiño que remite al héroe en peligro del cine de Steven Spielberg, pensemos en Guerra de los mundos) se adivina fácilmente una instantánea identificación con el espectador, en donde las tensiones entre las relaciones van aflorando a medida que el desastre se avecina. Las secuencias de acción grandilocuentes que el público habitual consumidor de este tipo de propuestas suele esperar, tardarán en anunciarse. La acción propiamente dicha se ve precedida de una larga introducción a la intimidad dramática de sus protagonistas, elección narrativa que otorga al film un tono singular. No obstante y cumpliendo los mandatos del cine mainstream, el terremoto que promete una catástrofe apocalíptica, no escatimará un despliegue de efectos notables que nos colocan en el núcleo del desastre. Una buena fórmula para conjugar el enfoque humanista con un espectáculo dantesco. Ante lo cual, el desastre natural con un atractivo paisaje nórdico de fondo, garantiza esta buena propuesta.
Entonces navegar se hace preciso. Río Mekong, trata acerca de los refugiados laosianos y camboyanos que llegaron a nuestro país en 1979 gracias a Naciones Unidas, intervinientes en aquel convulso episodio de la guerra civil en Laos. Y en la voz de miles de refugiados se refleja el testimonio de Vanit Ritchanaporn, por entonces un fugitivo entre cientos, cuando era apenas un adolescente. El gesto de cobijo por parte del gobierno de turno (la sangrienta dictadura encabezada por Jorge Rafael Videla) se interpreta más como un a puesta en escena culpógena en pos de lavar propias culpas en pleno terrorismo de estado, que como una sincera apertura a dar reparo a estas familias en pleno conflicto armado. Hoy en día, en la localidad bonaerense de Chascomús, sobrevive la comunidad laosiana más numerosa de Latinoamérica. Es inevitable escuchar esos testimonios y sentir en carne propia el desarraigo que lleva a descubrir a través de estos seres una nueva realidad, un nuevo insertarse en la sociedad y también una forma de vincularse con sus pares aquí. De esta manera, pasado y presente dialogan conformando una pintura acerca de una coyuntura que moviliza a sus protagonistas, integrantes de una comunidad que ha aprendido a resignificar la pertenencia y su propio destino, a la fuerza. Relato pequeño y austero, Río Mekong se adivina como un descubrimiento auténtico de aquella realidad que desconocemos por completo. Se sabe, extraño resulta aquello que no nos resulta cotidiano. A fines de los ’70, casi 300 personas arribaron en aquel contingente y la gesta se volvió cuesta arriba cuando debieron formar su propio camino ante el desamparo gubernamental. En el caso de Vanit, su aventura constituyó un errante itinerario por diversas provincias argentinas (desde La Pampa a Misiones, y de allí hacia la Patagonia), donde el mantener vivo el recuerdo de las propias tradiciones funcionó como un talismán de supervivencia en este cotidiano resistir desde el exilio. El documental intercala entrevistas con narración en off e imágenes de archivo, en pos de rescatar la imagen de la lucha inclaudicable con el objetivo de afianzar un futuro digno. Es por este motivo que Rio Mekong no carece de nostalgia, basta observar las marcas culturales que conforman esas huellas desdibujadas. Intentar camuflarse bajo una nueva tesitura, en tiempos donde el vértigo de las ciudades lo devora todo, es la única forma de sostenerse entre tan vitales ausencias. Los realizadores Leonel D'Agostino, Laura Ortego encuentran en aquella anécdota colectiva de este grupo de inmigrantes que sufriera una huida injusta, una digna forma de dar voz a quienes no la tuvieron, haciéndose eco de un cine documental comprometido con lo social. El desarraigo de un héroe anónimo se conforma como el relato definitivo del naufragio de un hombre, a las puertas de su renacimiento desde los mismos cimientos para hacerse un propio nuevo mundo, lejos de su hogar. Allí donde se deja lo que se perdió, cuando no se quiere partir para no quebrar esa esencia interior, pero resulta instinto de salvación. Vanit refleja dicha quimera, cuando pertenecer se convierte en un lugar sin dirección, en donde buscar un sentido para seguir, porqué vivir.
“Chaco” es un documental de necesario visionado, dirigido en conjunto por Juan Fernández Gebauer, Ignacio Ragone, y Ulises de la Orden. Filmado las provincias de Formosa, Chaco, Salta, Santiago del Estero y Buenos Aires –y también en Bolivia y Paraguay– esta propuesta se construye mediante los testimonios de cinco hombres de distintas comunidades indígenas originarias del Gran Chaco. El avance indiscriminado sobre tierras que no les pertenecen es la denuncia que hace este film, directamente haciendo foco en el hombre moderno y su desmedido deseo de dominación. La lucha del pueblo por resistir a la llegada del hombre blanco en las tierras del Gran Chaco erige el sentido de una obra que se perfila dentro de los márgenes del cine entendido como “voz de los que no tienen voz”. El relato se construye recurriendo a ilustraciones y animaciones, consumando una indagación que nos invita a reflexionar acerca del sufrimiento de estos linajes que han sido testigos de las matanzas indiscriminadas. Las comunidades indígenas postergadas han sido una triste constante a lo largo del último siglo de vida de nuestro país, a medida que el sentido de pertenencia se pierde. En este sentido, la conservación de las raíces, custodiando la propia tierra y honrando la pertenencia, ha sido la misión de estas tribus a lo largo de generaciones. Es por ello que el avance indiscriminado de la “civilización” no hace más que evidenciar una realidad que se asume como natural, pero que debería inquietarnos. Narrado en los distintos dialectos de la lengua nativa, “Chaco” nos permite conocer los acontecimientos de injusticia que han vivido estos pueblos y los actos premeditados que se han cometido, indiscriminadamente, en su contra. Por tal motivo, el documental se convierte en una crónica sobre el maltrato y el ultraje que desnuda la ambición sin límites del hombre blanco. Bajo este marco, se concibe un ejercicio concientizador sobre la impunidad con la que el Estado se apropia, mediante métodos bárbaros, de aquello que no le pertenece. La cultura aborigen nos muestra lo autóctono de vivir en comunión con la naturaleza, y allí se perciben los valores de vida que rigen la existencia de estos seres que veneran y protegen su suelo de forma conmovedora; como seres fuera de su tiempo, sometidos a las reglas del mundo capitalista que los obliga a resistir. “Chaco” es un relato crudo, pero necesariamente verdadero, y vale la pena escucharlo.
Sergio Mazza (director de Graba, El Amarillo y El Gurí) otorga a su trayectoria un nuevo giro concibiendo Vergara, su más reciente obra. Si bien la paternidad como rasgo autoral ya se encontraba visible en el documental Natal (estrenado 2010), aquí la búsqueda adquiere otro matiz. El presente film se ocupa de retratar a un hombre que pierde a su pareja y a su trabajo en el ecuador de la vida y se encuentra indefectiblemente mirando la profundidad de un abismo existencial incierto.
Punto muerto Tras las nuevas modas de producción, aplicadas en cine al concepto reiterado de remakes y secuelas por doquier, se convertido en notoriamente visible el empobrecimiento del consumo cultural contemporáneo. En este sentido, el costado más industrial del medio audiovisual, lejos de ofrecer originalidad, se acopla a la acentuada tendencia de fabricar réplicas de franquicias (también con destinos televisivos y disponibles para plataformas online) que se agotan en su propuesta misma. Sin embargo, rinden en taquilla y ello justifica el intento, sin más. Por consiguiente, la chatura de un espectador promedio, lo suficientemente mediocre y superfluo como para seguir adhiriendo a este tipo de propuestas sin preguntárselo demasiado, contribuye en buena parte a que este tipo de elementos condimenten la cartelera local por estos tiempos. Esta quinta entrega de la serie de films Taxi (iniciada 1998) es creación de Luc Besson, un cineasta que en sus dotes de productor suele tener buen olfato para captar productos con potencial de éxito. Sus incursiones en el cine de acción francés (ese que construyó su propio star system) han sabido amalgamar la propuesta hollywoodense, copiando parte del modelo. Inclusive, su desembarco en Hollywood ha sido -en términos de taquilla y buen gusto artístico- por demás exitoso. Aunque el negocio de una nueva incursión para los productores de este film (Besson incluido) haya sido una tentación imposible de evadir, lejos de la creatividad que prestigió a las dos primeras entregas de la saga, este episodio resulta –sin exagerar- bochornoso. Concebida como una buddy movie hecha y derecha, 5ta a fondo (Taxi 5, 2018) acumula toda una serie de clichés que suponen ser graciosos, pero que empantanan la propuesta en una chatura incomprensible de disimular. En tiempos de Rápido y furioso hasta en la sopa, esta saga del cine de acción y comedia galo que combina persecuciones automovilísticas y gags de burda factura ha hecho su buena fama bajo el mismo esquema de producto de género reiterativo y previsible con el que comenzó siendo furor hace dos décadas. Claro es que, poco queda de aquel desparpajo que diera vida al film original. Aquí nos encontramos con una serie de situaciones forzadas y con poco inventiva, las cuales se acumularán sin causar la más mínima gracia en manos del insulso realizador Franck Gastambide. Si la primera Taxi, dirigida por Gérard Pirès destacó como un gran exponente de los ´90, fue gracias a una acertada fórmula que combinaba acción y comedia de un modo renovador, a una trama que lucía fresca y a un par de personajes inolvidables. Como un triste reflejo de ayer, toda la desfachatez que allí rebosaba hoy no remite en esta nueva entrega ni la ínfima dosis de interés. Para colmo, en tiempos inclusivos el chiste funciona menos si el mal gusto pasa por discriminar y 5ta a fondo no se ahorra golpes bajos. El desatino evitable que nunca pasa de moda. Síntomas de un cine herido hondamente en su creatividad y efectos colaterales de una tradición posmoderna de reciclar productos hasta el límite de la vergüenza ajena: el culto a la demagogia. Partícipes de un círculo vicioso al que seguirán alimentando, el gusto pasatista de cierto sector del público continuará favoreciendo secuelas por generación espontánea for export.
Ganadora del León de Oro en el festival de Venecia, la película Roma se presenta como un relato autobiográfico de notable belleza poética. Estrenada en la plataforma de streaming Netflix (la cadena produjo exclusivamente este film) a nivel mundial, se espera su lanzamiento cinematográfico en salas selectas. Cuarón posee un sello artístico ecléctico, cuya filmografía oscila entre la grandiosidad espacial de “Gravity”, la esencia latina hasta la médula como “Y tu mamá también” y la taquillera franquicia de “Harry Potter”. El director es cada uno de esos films y todos ellos en conjunto. Su estilo resulta, a simple vista, inclasificable. Dúctil como pocos, cuesta encasillar a un cineasta que se mueve como si fuera un eximio equilibrista entre el mainestrem industrial y la introspección más personal. Cuarón apela a la memoria para construir la realidad a la que pertenece, concibiendo este film como un honesto homenaje a sus raíces y a su pueblo. De esta manera, celebra a las mujeres de su vida en Roma, un drama intimista como pocos. Se percibe en sutiles gestos, por ejemplo la inclusión de parte de los diálogos en el dialecto mixteco, las antiguas salas de cine o la inclusión de programas de TV de la época. A través de la óptica de vida en una familia de clase media, residente del barrio céntrico de la siempre vertiginosa Ciudad de México, el autor realiza un concienzudo estudio de clase reconstruyendo las piezas de sus afectos familiares de infancia. Cuarón vuelve a recurrir al plano secuencia, ese registro en el que la cámara se mueve durante minutos sin corte como hiciera en el recordado mundo distópico de “Niños del Hombre”. Bajo esa perspectiva, el director abre el plano para captar la totalidad del espacio y brindar libertad a la mirada del espectador. Este elegirá con qué personaje quedarse. Por otra parte, perseguir un espectador activo es la meta del mexicano y la cámara (filmado completamente en soporte digital) es su instrumento a la hora de conmocionarnos. El film apela a momentos de notable lirismo como la escena del incendio, de una magnitud visual que parece pertenecer a otra película. Preocupado por captar la imagen y los sonidos que remiten al pasado, Cuarón emprende una aventura que nos trae a la memoria la maravillosa magdalena proustiana. Acaso nuestra memoria emotiva no está hecha de recuerdos? Acaso la retina no es el perfecto dispositivo que guarda los recuerdos fotográficos de aquello que somos? Los recuerdos de niñez afloran para otorgar espesura emocional a una crónica urbana absolutamente subjetiva: Cuarón nos está hablando en primera persona e indagando en su pasado. Una mirada retrospectiva que funciona como catarsis y donde el carácter observacional llevado al extremismo nos familiariza con las últimas obras de Terrence Malick. El trabajo documental de Cuaron remite a los primeros intentos cinematográficos. Ni más ni menos que documentar acontecimientos civiles, de dominio público. El cine nació con una exclusiva vocación documental y aquí Cuarón parece querer homenajear la esencia del séptimo arte. El director testimonia actividad en la calle, vendedores ambulantes y niños jugando se aprecian con una transparencia poética que nos acerca ese tiempo histórico con una fuerte impronta humanista. La excelente recreación de época (desde la vestimenta hasta los automóviles) constituye un auténtico viaje en el tiempo. El barrio de clase media ‘Roma’ da título al filme. En el retrato que Cuarón hace de éste, la quintaesencia neorrealista asoma inconfundible: rodado en blanco y negro, El uso de tiempos muertos y con actores no profesionales, el film destila un naturalismo extremo. Con esa ausencia de colores, el realizador documenta la cotidianeidad. Bajo tal concepción, el blanco y negro bajo el cual grandes joyas del cine contemporáneo -como “El Artista”- fueron filmadas se constituye en los principios estéticos de esta singular carta de amor a un barrio natal. El relato se preocupa por mencionar hechos históricos como el movimiento estudiantil y la mirada comprometida acerca de la vida de los marginados en un país tercermundista. Es por ello, que el film funciona efectivamente en dos frentes. Por un lado, buscando registrar un modo de vida de forma arqueológico como estudio de campo del momento social de un país. Por otro, un personalísimo bosquejo costumbrista sobre la rutina familiar de un grupo de clase media. Y como marco, la gigantesca ciudad. La impronta de una ciudad populosa, frenética, apasionada y febril es el hábitat perfecto para que el director cimente esta epopeya personal. Cuarón dedicó la película a su propia abuela –Libo- en quien se inspira el fundamental personaje de Cleo, una sola mujer y todas ellas a la vez. En ella se resumen las mujeres de la colonia de Roma y por varios motivos termina siendo el eje central del relato, protagonista de una de las tantas historias que dan vida a una nación agitada en aquellos efervescentes años ’70 (por aquel entonces el director transitaba su infancia, ya que nació en 1961). Se percibe que la crisis personal que vive Cleo marcha en paralelo con un país en tensión constante, que su lucha se hace eco en otras mujeres y que, con este pretexto, el autor talla una escultura perfecta como mosaico social y político de un tiempo histórica, representación fiel de un México vibrante y convulso, que el director recrea con su mirada de adulto. Los sinsabores de la vida rutinaria traslucen la nostalgia acerca de esas viejas anécdotas del pasado que conforman nuestra identidad y cuando una película habla sobre nosotros mismos, indefectiblemente nos escudriña en nuestro interior menos manifiesto. Forjando dichos recuerdos como fresco de vida, esa incomodidad nos lleva a pensar en quienes somos y que hacemos con nosotros, como sociedad e individualmente. ¡Vaya viaje sin escalas, desde el espacio sideral al vecindario de la niñez!
Sergio Criscolo –realizador, guionista y productor bonaerense- narra una auténtica gesta popular que nos habla acerca del amor a los colores de un club que nos identifica, como lazo afectivo singular. “Volver a Boedo” retrata de forma cronológica la incansable lucha -desde los primeros estadios y recolección de firmas hasta la hazaña conseguida- para recuperar de regreso al antiguo barrio homónimo, sede del histórico estadio de San Lorenzo de Almagro. El mítico Viejo Gasómetro (situado sobre Avenida La Plata entre Inclán y Las Casas) es uno de los estadios de fútbol más imponentes y con mayor peso de la historia. Expropiado por Carrefour durante la última dictadura militar argentina (circa 1979), la mencionada empresa derribó el estadio para construir en su predio un hipermercado perteneciente a la reconocida cadena. Treinta años después de aquel episodio, este documental testimonia la lucha de un grupo de socios para lograr la justa repatriación del club a unas tierras injustamente arrebatadas. Si aquel embargo resultó el símbolo capitalista de un sistema que ultraja, el Viejo Gasómetro es el epítome de una marca cultural que lleva consigo la tradición porteña. Lo pintoresco del barrio de Boedo lleva consigo esa identidad que el avasallamiento no logró empañar. Es por ello, que el documental remarca un hecho que jamás debió haber pasado, rescatando los valores humanos de un grupo de personas comprometidas con una causa en común. La galería de personajes entrevistados (que incluye a una leyenda del club como José Sanffilipo, máximo goleador azulgrana) representa indudable ligazón emocional con el club, pero está claro que la pasión excede lo insinuado del futbol y su pasión de multitudes para convertirse en un ancla emocional que alcanza dimensiones aún mayores. Más allá del club de los amores que cada uno profese, es lógico que el espectador ‘visitante’ que no milite en estos colores no podrá identificarse de igual forma. No obstante, estamos hablando de pertenecer, en cualquier orden de la vida, y de obrar en consecuencia, con esa honestidad ética. Aún concibiendo un documental de un estándar limitado para el formato cinematográfico, la lucha inclaudicable de hinchas y vecinos para traer de regreso a San Lorenzo a su barrio natal resulta una tarea digna de retratar. En donde la restitución de la institución a sus raíces habla, en definitiva, de la identidad, de la pertenencia y de cierto sentimiento imposible de racionalizar. La tradición de un club histórico y todo aquello que identifica en lo individual a los colores, es entendido como un mandato de acervo moral. Solo se trata de hacer de la pasión una forma de vida.