La relación adúltera que mantienen Sarah y Saleem resulta el punto de conflicto de este relato psicológico con pinceladas de thriller erótico y drama político. A partir de esta premisa, el film explora las tensiones que atraviesa el vínculo de la pareja protagónica, en la medida que el romance entre ambos queda expuesto y ambos se convierten en blanco de las autoridades de seguridad israelí. Bajo esta circunstancia, el romance adúltero de dos parejas casadas y la toma de conciencia de ambos (ella judía, el palestino) adquiere un cauce político inevitable, punto de quiebre insoslayable. El hecho de que se trate de un lugar geográfico semejante, en donde sus fuerzas del orden ejercen un estricto y extremo control, no resulta un dato menor. Matiz que otorga una dosis extra al affaire, ya que excede el ámbito privado para convertirse en un absoluto tema de estado. Premiada en numerosos festivales internacionales, esta co-producción entre Palestina y diversas cinematografías europeas nos presenta la historia de un ‘delito’ que puede convertir a ambos amantes en fugitivos de la ley. Escrita por Rami Alayan -hermano del director-, el film no abunda tanto en el factor religioso, sino que prefiere hacer foco en cómo lo político determina cierta toma de decisiones y el destino de la pareja una vez expuesta su traición. Afirmándose como un sólido ejercicio de reflexión para determinar si es el deseo o el amor (o ambos) los que dominan nuestras emociones y conductas, el film se diversifica mostrando los cuatro puntos de vista de las personas involucradas. Cada uno con sus motivos personales y en propia lucha por preservar el honor personal y el amor propio, los protagonistas de las historias cruzadas se ven inmersos en una encrucijada de dimensiones mayores: la relación prohibida que ambos amantes sostienen no sólo pone en peligro la estabilidad de las parejas, sino, aún más, a sus propias familiares involucrados. Apelando al costado más emotivo sin volverse melodramática, “El Affaire de Sarah y Saleem” abunda en los riesgos que atraviesa la pareja. En este sentido, las presiones físicas y mentales a las que son sometidas son construidas a modo de alegoría del conflicto que Israel y Palestina han sostenido por décadas: las luchas de poder y las dominancia de uno sobre otro conforman un peligroso juego de influencias, intereses, individualismos y conveniencias que desnuda la naturaleza social de la supremacía, aquí llevada al plano sexual y a las dimensiones que alcanza dicho engaño. Allí la película inclina su balanza acerca del juicio moral sobre sus personajes. Efectivo a la hora de transmitir las tensiones que suceden entre una Jerusalén polarizada, Muayad Alayan realiza un trabajo de cámara preciso, que potencia el realismo de las actuaciones que ofrece su dúo protagónico. Con pulso firme e intensidad, el realizador construye un relato uniforme e intrigante, donde la mentira consuma la traición y el deseo es inherente a la condición humana.
Hei Films produce junto a Arco Libre un hito para el cine industrial paraguayo, Leal: Sólo hay una forma de vivir. Inspirado en hechos reales, según se anuncia, el guion de Andrés Gelós (de gran trayectoria, responsable de Los inocentes) cuenta la historia de grupo especializado en operaciones contra el narcotráfico que trata de capturar a un importante narco que opera en la triple frontera de Paraguay, Argentina y Brasil.
Déjà vu demoníaco. Dirigida por Michael Winnick, Malicious: En el vientre del diablo es el enésimo acercamiento del género del terror a un cine que poco tiene que ofrecer de nuevo, abordando una temática ultra transitada y trillada hasta el hartazgo. El relato cuenta la conocida historia de la joven pareja que se muda a una nueva casa, en la búsqueda de prósperos horizontes laborales. Además, el matrimonio espera un hijo y, como el público intuirá, los problemas no tardarán en llegar. Lo particular, es que las dificultades llegarán en forma de caja de antigüedades -un antiguo obsequio porta dentro suyo una maldición- y la previsible factoría de Hollywood recurrirá a la aparición del siempre bienvenido especialista en asuntos esotéricos, quien intentará descifrar el misterio. Luego de un comienzo prometedor y cierta atmósfera construida que avizora un clímax que finalmente nunca llega, el relato central de la película gira a través de un conflicto nimio e insostenible. Para colmo de males, su realizador y guionista apela a todo tipo de recursos visuales y sonoros archiconocidos para el espectador que medianamente haya transitado el género. Con lo cual, la sorpresa y el miedo auténtico brillarán por su ausencia. Son evidentes las marcadas similitudes con la recientemente estrenada El demonio quiere a tu hijo (Still Born, 2017), de manera que los eventos fortuitos se van sucediendo a medida que nos vemos envuelto en una historia que ya parece habernos sido contada cientos de veces, anticipando su resolución. La fórmula repetida remarca la exigua cantidad de talentos para dotar al terror de un necesario rejuvenecimiento, con excepción del siempre brillante James Wan. Al que, para el caso, este film también cita indiscriminadamente. La dupla actoral encargada de protagonizar la historia (Bojana Novakovic y Josh Stewart) hace lo que puede con la misma, no obstante la precariedad en llevar adelante la trama denota en su director una falta de tacto notoria para hacer cine de género. Predecible y anodina, la película se convierte en un reiterado cúmulo de lugares comunes que hacen añorar toda la innovación y la osadía que este tipo de subgénero del cine de terror ofreció en su nutrido catálogo durante los años ’70, tiempo en el que consolidó su legado. Inmerso en terrenos ultra comerciales que penosamente se exhiben en nuestra cartelera -que pareciera producir este tipo de films por generación espontánea-, no es extraño que Malicious se perfile como uno de los peores films del año. Cualquier similitud con El Bebé de Rosemary y a un género del terror que vivió tiempos mejores no resulta, en esta ocasión, pura casualidad. La novela de Ira Levin, que Roman Polanski llevara la pantalla, instauró formas y recursos que se han agotado en su continua reincidencia, convirtiendo al género del terror (y sus variantes) en una burla de sí mismo.
El pionero de la crítica cinematográfica André Bazin fundó la revista Cahiers du Cinéma en 1951. De tirada mensual en sus inicios, se convirtió en un campo de resistencia frente al modelo clásico y la narración clausurada. Truffaut, Godard, Chabrol, Rivette o Rohmer encabezaron una camada que se conformaría por más de un centenar de críticos-cineastas. Todos ellos fueron grandes escritores antes que realizadores cinematográficos y reivindicaron a través de sus escritos la pasión como salvavidas de la condición humana. El nuevo rol del realizador cinematográfico trastocó por siempre la idea establecida, y parte de aquella semilla inicial puede rastrearse en un texto publicado en 1948 bajo el nombre de: “La Cámara Pluma” (Cámara Stylo), autoría del teórico Alexandre Astruc. Uno de los primeros en plantearse interrogantes acerca del papel definitivo del director cinematográfico, Astruc decía que el realizador debía ‘dibujar con su cámara’ de la misma manera que un escritor ‘dar trazos con su pluma’. Esto nos hablaba a las claras de un claro sentido de la singularidad individual. Además, plasmar la realidad del mundo sin manipular la mirada, exigía un espectador atento y presto a interpretar bajo su propia óptica este mundo figurado, enalteciendo el acto artístico. Siguiendo la ruta iniciada por Astruc, este variopinto grupo de cinéfilos (luego convertidos en directores amateurs) perseguía la libertad creativa, poseía una gran cultura general y un profundo carácter de espontaneidad a la hora de ponerse detrás de la máquina de escribir (luego de la cámara). Precursor de esta camada emerge la figura de François Giroud, quien en un artículo publicado en 1958 por la revista L’Express, habló por primera vez de una incipiente “Nouvelle Vague” o “Nueva Ola”, movimiento cinematográfico al que lo inaugura un ícono de la cultura francesa de aquellos tiempos: Jean-Luc Godard, con su film “Sin Aliento”, en 1960. Godard, a lo largo de su ecléctica e incansable carrera, cumplió con todos los preceptos que la entonces novedosa teoría de autor esbozaba. El cine es ese territorio en donde el director se encuentra libre en su hábitat, en búsqueda de plasmar las obsesiones, los sueños, los recuerdos y los deseos que mueven su existencia. Se trata de transgredir la propia experiencia del acto creativo para subvertir la mirada ofreciendo el discurso cinematográfico a disposición que lúdicamente se dispone a jugar con lo verdadero y falso del lenguaje (he aquí el carácter ilusorio del cine como arte), pero con una profunda conciencia de desafiar los límites que lo establecido impone. Similar impacto puede percibirse en la obra que el francés desarrollara a lo largo de seis décadas de continua reinvención. Un cineasta recurrente en trabajar formatos experimentales como el collage, cuya monumental obra “Historie(s) du Cinema” resulta el epítome de una obra tan excesiva como inclasificable. Abordando el registro de video experimental, el cineasta francés plasma su propio testamento cinéfilo en un encomiable trabajo que le demandara una década de realización (1988-1998). Estrenado con motivo del centenario del Cine, este extenso proceso de reescritura y metarreferencia sobre su propio legado y concepción autoral se asemeja a una prolongación de sus propias inquietudes como autor cinematográfico; de esas que su filmografía entera se retroalimentó. Al momento de su estreno, la magnitud de este registro lo convirtió en un ejemplar dificultoso de abordar. Sin embargo, la distancia que otorgan los años, se ha comprobado en más de una ocasión, siempre brinda otras posibles perspectivas. A las puertas del siglo XXI, el cine se ha vuelto centenario. Cronológicamente, y teniendo en cuenta que nació un 28 de diciembre de 1895, podría decirse que nuestra querida gran pantalla está transitando su tercer siglo de vida. Lo cierto es que, cruzando la barrera del tiempo, el cine adquiere carácter de madurez. Recapitular el legado de una disciplina expresiva transcurrido un siglo de su existencia, en términos de la historia del arte, no deja de resultar un lapso de vida breve, si lo comparamos con otras expresiones milenarias. No obstante, desde aquel bautismo de fuego -bajo el puño de Ricciotto Canudo en el llamado ‘Manifiesto de las Siete Artes’- hasta hoy, el cine ha recorrido un trayecto profuso. Su evolución como arte se ha mantenido constante, en perpetua transformación y en abundante producción. Testigo de un siglo que avanzó a ritmo vertiginoso, el cine mutó incontables ocasiones en busca de trascender los límites de su arte sin perder jamás su esencia. Su naturaleza, fue la de provocar nuestra mirada. A ropósito, resulta válido preguntarse, ¿cuánto queda de aquel deseo de transgresión presente en la icónica navaja que rasuraba el ojo durante la provocativa “Un Perro Andaluz”, de Luis Buñuel? Aquella violenta escena representó un antes y un después para la historia del Cine. Esa agresión a nuestros ojos (proveniente de un movimiento tan irreverente como el surrealismo) representaba una toma de postura: provocar nuestra mirada y despertar nuestros sentidos era una manera de involucrarnos con la génesis del lenguaje. La afrenta llevada a cabo por Godard, casi un siglo después, parece querer retomar aquella senda: despertarnos de un eterno letargo. Sin el espectador y su eco personal sobre cada obra visionada, no habría arte posible. En 2014, Godard estrena una extraña pieza llamada “Adiós al Lenguaje”, reformulando la utilización del portentoso instrumento 3D, el descubrimiento más revelador acerca del rumbo trazado por el cine moderno: espectacularidad en detrimento de contenido.S in embargo, el francés subvierte las normas. Potencia el vehículo tecnológico como mero pasaporte de sus obsesiones. “Adios al Lenguaje” resultó una atractiva guía experimental. Un testamento sorprendente, provocador y, por momentos, inaccesible. Derroche de virtuosismo que filosofaba, de modo lúdico, sobre el estado del mundo y nuestra caótica existencia. Desconcertándonos, el inclasificable autor nos deslumbraba como el mejor prestidigitador. El emérito director ruso Andrei Tarkovksi, solía decir en sus ensayos teóricos publicados, que el cine, gracias al uso de los elementos que constituyen su lenguaje, tenía el poder de esculpir el tiempo, una forma poética de ver el mundo y relacionarse con la realidad, haciendo partícipe al espectador del conocimiento de la vida, nada menos. Casi cien años después de la desobediente y valiosa afrenta buñueliana, la imagen en movimiento nos sigue maravillando a 24 fotogramas por segundo, a medida que el artificio cinematográfico ha perfeccionado sus técnicas, amalgamando el relato audiovisual al espíritu de su tiempo. Ello ha colaborado en que la magia de sentarnos en una sala a oscuras a ver una película continúe deslumbrándonos. Por tal motivo, films que rompen con todo tipo de esquemas previsibles, como el pertinente caso de “El Libro de la Imagen” resultan valiosas gemas que aguardan nuestro descubrimiento. La quintaesencia cinematográfica ha sido objeto de revisionismo para teóricos y estudiosos de la materia desde siempre. ¿De qué forma podríamos mensurar la radical deconstrucción del lenguaje llevada a cabo por un pionero del Dogma 95 como Lars Von Trier? No caben dudas que su impacto en las reglas del lenguaje representó un regreso a las fuentes primigenias del cine tan osado como necesario para su evolución. La distancia que otorgan los años, se ha comprobado, siempre brinda otras posibles perspectivas. Acaso desafiando las reglas del tiempo y pretendiendo romperlas, lo acometido aquí por el inmortal Jean-Luc Godard nos habla, a las claras, de la supremacía y potestad que adquiere el artificio cinematográfico en sus manos. Ese poder de fascinación sobre nosotros sigue intacto, afortunadamente. Un lustro después de aquella singular experiencia en 3D, Godard retoma la apuesta con “El Libro de la Imagen”, un erudito collage de influencias literarias, plásticas y cinematográficas que descompone el lenguaje cinematográfico sobre nuestros ojos. Con palpitante lucidez, este joven octogenario derrama sobre nosotros una auténtica enciclopedia sobre el séptimo arte. Nos inunda de colores, sonidos e imágenes de extrema belleza, que sacuden nuestros sentidos e intelecto. Su última creación resulta una infrecuente y valiosa invitación al pensamiento, bienvenido desafío intelectual. En tiempos del cine en tercera dimensión, la huella inicial del arte cinematográfico se rastrea desde aquellos primeros experimentos de un visionario como George Méliés. Sin perder de vista que también el espectador ha cambiado, con la importancia que ello conlleva. En toda expresión artística, el receptor de la obra (visual, sonora o escrita) juega un rol fundamental. En gran medida es éste quien completa el sentido de la misma. Al menos uno de tantos posibles. Y son, precisamente, esos parámetros de subjetividad inmanejables para el artista lo que convierte al acto gozoso de contemplar una obra cinematográfica en algo intransferible. Justamente, en esa comunión del artista con el público (y del film como puente entre ambos) también reside gran parte de la magia del arte cinematográfico. Una fórmula que “El Libro de la Imagen” se anima a comprobar sin fecha de caducidad. Nuevamente, la sala a oscuras y el ritual de absoluto placer de contemplar esta historia que quedará grabada en nuestra retina y pasará a formar parte de nuestro olimpo de films imprescindibles. Godard concibe su ulterior relato fragmentado, confluyendo en un arrojo audiovisual que no teme hermanarse con su desmesurada intertextualidad. Un libro de imágenes como tesoro de toda biblioteca cinéfila.
Valiéndose de una notable recreación de época y echando mano a su habitual potencia visual y precisión narrativa, Spike Lee ejercita un notable ejercicio de cine de género mainstream con abundante contenido político, que refleja en los ecos presentes las condenables prácticas de segregación y anulación racial provenientes de una época cercana (el relato se emplaza en 1978), que destilaba odio e intolerancia. Una temática que es indisociable desde los comienzos mismos del séptimo arte: podemos mencionar icónicas producciones que, bajo su excelso manejo del lenguaje narrativo, incentivaron el racismo como “El Nacimiento de una Nación” (1915). Un autor comprometido, el cineasta afroamericano, cuya obra entera posee un alto grado de pertenencia social, deja ver su mirada crítica acerca de una latente intolerancia en las clases gobernantes que aún validan (desde la impunidad más cruel) la violencia racial, inclusive amparados en el relato que los medios de comunicación masivos deciden ‘tejer’ como verdad consensuada. Si una década atrás, Lee arremetía contra las responsabilidades que no asumió el gobierno estadounidense en el momento del desastre provocado por el imprevisto meteorológico del huracán Katrina (en el telefilm documental de HBO “Una Tragedia Americana”), aquí el realizador de “Haz lo Correcto” (1989), se hermana con la causa social de su pueblo, bajo la necesidad de documentar la raíz de un mal endémico, que desnuda las falencias de una sociedad que produjo semejantes hecho de opresión, discriminación y maltrato racial. Regresando a las bases del género policial, que explorara por última vez en “Un plan perfecto” (2006), Lee adapta a la gran pantalla el libro “Black Klansman”, editado en 2014, con miras a reflexionar sobre dilemas raciales que no han cambiado en absoluto, en más de medio siglo desde el auge de las protestas civiles encabezadas por los líderes negros Malcolm X (cuya vida Lee llevara al celuloide, en 1992) y Martin Luther King. Lo valioso del film de Lee radica en su carácter auténtico: nos alerta sobre un peligroso espejo de la realidad actual, desnudando la omnipresente farsa del poder bajo un crudo alegato que resuena en nuestros tiempos de manera suspicaz. El tristemente célebre Ku Klux Klan (KKK), fue una organización de extrema derecha, creada durante el siglo XIX, en tiempos posteriores a la Guerra de Secesión (1861-1865), y que promovía de modo temerario la supremacía de la raza blanca. Racistas, xenófobos, antisemitas y homofóbicos, estos condenables grupos recurrían a la intimidación y la persecución (como la quema de cruces y actos varios de terrorismo) como mecanismos violentos para la imposición de sus ideas. Dentro de este hervidero de intolerancia, inserto en la Estados Unidos post Richard Nixon, es que se adentra nuestro héroe encubierto. John David Washington, epicentro absoluto del relato, porta el carisma en la sangre. El hijo del inigualable Denzel se roba la pantalla en cada escena que aparece, convirtiéndose en el nervio emotivo de la película, a medida que se aventura en adentrarse en esta peligrosa célula extremista. Asimismo, como estudio social, resulta vita el análisis que provee sobre el rol político que cumplieron las ‘panteras negras’, desde fines de los años ’60. Las ‘Black Panthers’, formadas en California, ocuparon un fundamental rol en el movimiento por los derechos civiles. Oponiéndose a las luchas pacíficas de King y descreyendo de cualquier cambio proveniente de los derechos civiles ‘tradicionales’, optaron por una postura pública tan arriesgada como violenta. Sus dos fundadores fueron Huey Percy Newton y Bobby Seale (autor del libro “Power To The People. The World Of The Black”), predicantes de una guerra revolucionaria, dispuestos a tomar la voz de todos aquellos oprimidos, sea cual fuere el grupo minoritario al que perteneciesen. Luego de interesantes incursiones como “Oldboy” (2013) y “Chi-raq” (2015), Lee confirma su vigencia firmando su mejor film en más de una década. Corroborando tales pergaminos, “Infiltrado en el KKKlan” arrasó en la temporada de premiaciones, obteniendo un Premio Oscar (a Mejor guion adaptado), destacado en el Festival de Cannes (Gran Premio del Jurado) y adjudicándose cuatro nominaciones en categorías principales para los Globos de Oro (Mejor Película, Mejor Actor, Mejor Actor de Reparto y Mejor Director). Practicando un vibrante cine de denuncia sobre un accionar repudiable, la sutileza de un autor como Lee no lo priva de recurrir a la comicidad, bajo la necesidad de no volverse solemne. El perfecto equilibrio otorgado por un cineasta inteligente que conjuga su jugada maestra valiéndose de la mentada noción que ‘la venganza es un plato que se sirve frío’.
Próxima a estrenarse en el Cine Gaumont (Rivadavia 1635 – C.A.B.A.) y producida por MarGen Cine -compañía independiente orientada a los nuevos soportes audiovisuales-, “De Despojos y Costillas” es el último largometraje de Ernesto Aguilar. A exactas tres décadas de debutar con el cortometraje “Eficiencia” (1988), el realizador bonaerense cuenta en su palmarés profesional con una docena de proyectos filmados, guionados o producidos. Florencia Carreras (Alejandra), Florencia Repetto (Daniela) y Yanina Romanin (Laura) encabezan el elenco dando vida a las protagonistas femeninas absolutas de la historia: tres hermanas en pleno duelo por la muerte de su madre que regresan a su casa de infancia para ordenar la herencia de su madre. El reencontrarse en ese ámbito familiar, aflorarán diversos traumas y olvidos que devendrán en un replanteo del vínculo fraternal sacando a la luz lejanos recuerdos. La visita a la antigua casa, como el acto formal para poner en orden los asuntos familiares luego de la pérdida de la madre, se revela un viaje hacia la nostalgia y los recuerdos de niñez/adolescencia. Cada cual de ellas ha crecido individualmente y hecho su camino en la vida; y allí pareciera que el despojo hace referencia al desapego que las une en este presente de pesar. Aguilar, encargado del montaje y la banda sonora del film, concibe una historia en donde prima la relación entre los personajes y las desavenencias que van surgiendo entre los vínculos, pero cuyo derrotero está relatado –e interpretado- con una gran cuota de desinterés, falta de emoción y apatía. Los diálogos cotidianos fuerzan dar pistas acerca de cuanto se conocen realmente sus hermanas entre sí, apostando por el eterno lugar común de las cuentas pendientes de años pasados que guardan su injerencia en el presente. Rubros técnicos encabezados por la fotografía -a cargo de Leandro Díaz del Campo- acompañan con muy poca inventiva y estilismo a una forma narrativa que, de por sí, carece de profundidad y entusiasmo. Prefiriendo retratar los momentos intimistas y propios de la convivencia, la intención se vuelve su mayor lastre. Falto de carisma a la hora de dotar de identidad a su película, Aguilar concibe un producto cinematográficamente pobre y austero, en donde sus 70 minutos de metraje parecen –inclusive- excesivos. El rol del antiguo caserón de campo en el desarrollo de la historia hace un aporte nimio, al convertirse en ese misterioso soporte que funciona como eje del reencuentro, no obstante es de exiguo sustentolo que allí sucede y el matiz simbólico que busca otorgársele aciertos acontecimientos. La comprensión mutua a medida que el vínculo se reconforta y lo psicológico de los recuerdos que intentan saldar las culpas del pasado puede alcanzar cotas peligrosamente risibles.
Esto no es un golpe es un documental político que relata el conflicto que enfrentó el Gobierno de Raúl Alfonsín en 1987, contra un grupo militar liderado por Aldo Rico, en el tristemente célebre levantamiento llevado a cabo en la convulsa Semana Santa de aquel año.
Estrenado comercialmente el 8 de noviembre en los cines de Argentina, “Camino Sinuoso” fue producido por Rodeo Films en co-producción con Shazam Cine,con el apoyo del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA). El film se rodó en diversas locaciones de Buenos Aires y Villa La Angostura (Provincia de Neuquén), con guión y dirección del ópera primista Juan Pablo Kolodziej. Esta nueva apuesta del cine nacional ofrece el protagónico de Juana Viale, el regreso al cine de un grande como Arturo Puig y la colaboración internacional de una estrella absoluta como Geraldine Chaplin. La película narra la historia de Mía Siero (Juana Viale), una ex atleta olímpica separada de una competencia por consumir sustancias prohibidas. Años después, el abuso de dicha sustancia le impide concebir un hijo en el presente y dicho trauma desencadenará una serie de violentos sucesos familiares a su alrededor, envolviéndola en un espiral de vértigo rumbo a una tragedia -en apariencia- inevitable, que tendrá como detonante la enfermedad terminal de su padre (Hugo Arana) y los negocios turbios que lleva adelante su hermano (Gustavo Pardi). La propuesta se concibe como un melodrama familiar, que se condimenta de climas y arquetipos del género policial clásico, heredero de narrativas del cine negro poblado por personajes ambiguos, villanos ocultos en cada rincón y de intenciones siniestras; historias de las que ya hemos visto similares en gran cantidad made in Hollywood y que el film se encarga de homenajear mediante guiños reconocibles para el espectador entendido. Sobre esta estructura principal se orienta el relato: conforme a una gran fatalidad, nos muestra personajes desmesurados, relaciones abusivas y familias corrompidas que dan como resultado intrigas shakesperianas que desnudan la esencia de un ser humano codicioso, egoísta, apasionado y pecaminoso. El viaje a la ciudad natal representará para la protagonista un adverso encuentro con su identidad, debiendo sortear obstáculos y peligros, a medida que carga con las marcas de un pasado conflictivo. El desequilibrio emocional que sufre la protagonista será el escollo principal a superar, a medida que busca encajar las piezas de su turbulento presente y establecer la conexión con sus vínculos de juventud. Recurriendo a simbolismos propios de una tragedia clásica (el regreso del hijo pródigo, el disparo fatal que posibilita la salvación, la mitología bíblica de David y Goliath) la arquitectura narrativa del film simula un rompecabezas que encaja los cabos sueltos en su resolución, sin embargo, de forma precipitada. El desenlace del drama presenta situaciones resueltas de forma despareja que, no obstante, reflejan la turbia naturaleza de sus protagonistas. Se trata de personajes heridos en su moral, protagonistas de una cadena de estafas a la que cada cual busca sacar su propia tajada, sin miramientos. Vertiente que utiliza el director para mostrarnos una mirada acerca de la vida de pueblo y sus habitantes, mostrando la mediocridad, la avaricia y las actitudes non sanctas de familias de clases acomodadas. Rubros técnicos perfectos (entre los que destacan fotografía y música) acompañan a una cámara que, con estilismo y sofisticación, intenta penetrar en la ambigüedad de sus personajes: la cara oculta de la codicia es una característica de la que solo escapa el bien intencionado personaje interpretado por Viale. No obstante, aun pecando de subtramas en exceso, el elenco se nutre de notables aportes. Brilla Arturo Puig en el papel de un villano antológico, siniestro y poderoso, que puede mostrar una cara servicial y al mismo tiempo ser profundamente frío y miserable. La dimensión actoral de un intérprete como Puig se nota en las pequeñas sutilezas gestuales con las que dota a su personaje brindando una clase magistral de actuación. Este papel representa su bienvenido regreso a la gran pantalla, acompañando a Antonio Birabent, quien se luce -aun esporádico- como un marido violento, perverso y controlador. Como contrapartida, la gran labor de Juana Viale compensa el accionar éticamente cuestionable de los protagonistas de esta historia. Viale, a pesar de ciertos diálogos y decisiones narrativas que no la favorecen, otorga la sensibilidad necesaria para componer a un personaje herido en su ego, dolido en su alma y extraño en su tierra. Bajo esta tesitura, Fito Páez concibe una banda sonora original acorde a las altas dosis de dramatismo que destila la historia. La labor del músico rosarino homenajea sellos autorales que se rastrean en obras del cine negro clásico e inclusive en el melodrama sesentista. Como un gran maestro de orquestas -otorgándole personalidad, volumen, contundencia y riqueza a su composición- la sensibilidad del artista se percibe en un par de escenas fundamentales, eje emotivo dramático de un thriller sobre familias disfuncionales y deudas de dinero que pueden acabar mal, atrapando a sus personajes en una metamorfosis doliente.
Las huellas de la Bauhaus en Argentina. La escuela Bauhaus trajo, bajo su concepción, una mirada renovadora acerca de la fusión de diversas artes visuales que marcaría un legado notable a lo largo del siglo XX. Abrevando tanto lo didáctico como lo social, forjó un estilo admirado e imitado y -a la vez- soportó las desavenencias políticas de una etapa historia atravesada por dos guerras mundiales que afectaron al desarrollo mismo de esta corriente, a lo largo de distintos períodos. Con motivo del centenario de la renombrada Bauhaus y siguiendo los pasos de Walter Gropius -fundador de esa pionera escuela- Konstruction Argentina’ intenta ponderar de forma justa la herencia de la misma, cuyo rasgo principal se constituyó en potenciar el uso y la estética del arte según conformaban sus mandatos, dando singular impronta a la arquitectura alemana. Bajo esta tesitura, el documental se perfila como un tour academicista que invita a la observación, distinguible como una guía tan amigable como enciclopédica que bucea en los rastros de la notoria escuela presentes en nuestro país. Avalando dicha óptica, se constituye en un ejercicio de género no ficional que prefiere apostar a un relato pausado a medida que realiza un nutrido recorrido por obras emblemáticas que traen la impronta del destacado urbanista y diseñador alemán fundador, de quien intenta trazar una huella posible. Fernando Molnar, director de las sobresalientes Showroom y Mundo Alas, lleva a cabo la tarea pecando de cierto exceso pedagógico en su afán de atestiguar acerca del lugar en la historia que ocupó el movimiento estético. En este sentido, también puede criticársele el recurso de una voz en off que se repite, en tonos monocordes y falta de emotividad. Desde Buenos Aires, haciendo escala en La Plata y de allí hasta Mar del Plata, el realizador concibe una labor efectiva en dimensionar la belleza y contundencia de estas obras de la arquitectura autóctona, ofreciendo un panorama muestrario hacia la rica historia detrás de la construcción del hotel Provincial, el Casino de Mar del Plata, el Banco de la Nación y del Automóvil Club Argentino, entre otros edificios insignia. Es así como, de igual forma, recorremos con sorpresa construcciones como Edificio Comega, el Hospital Churruca o el Mercado de la Armonía, encontrando símiles comparaciones con edificios alemanes de emblemática tradición. Mediante un original tratamiento de la cámara, evidenciado en el uso de planos y encuadres que destacan la grandiosidad arquitectónica de las construcciones que retrata, Konstruction Argentina se valida como un atípico ejemplar en la cartelera cinematográfica, si bien su escasa duración lo asemeja más al formato televisivo. Destacando el atractivo visual y la seducción que despiertan curvas, líneas y simetrías para todo amante de la arquitectura, el reciente documental inclina la balanza a su favor gracias a lo peculiar de los paralelismos que describe entre nuestra arquitectura y la huella germana, reflejando los principios bajo la cual se esgrimió la concepción de la recordada escuela de construcción, en donde la forma sigue a la función.
Un superhéroe para tiempos aciagos. ¿Cómo se construye un mito? Adaptación del libro “Colgado de los tobillos” del ensayista y autor entrerriano Orlando Van Bredam, Gracias Gauchito es una grata novedad que ofrece nuestra cartelera local. Resulta atractiva la versión cinematográfica que se realiza sobre la vida y tragedia de una figura marginal, producto de una época salvaje. Con aires de western, Cristian Jure concibe una obra sólida y meritoria, donde intenta instruccionarnos acerca de la dimensión popular que adquiere a través de los tiempos esta especie de Robin Hood vernáculo. El recuerdo del cine histórico sobre héroes populares, próceres y guapos nacionales trae a la memoria clásicos de Leonardo Favio (Juan Moreira), Leopoldo Torre Nilsson (El Santo de la Espada, Martín Fierro, Güemes) Lucas Demare (Pampa Bárbara, La Guerra Gaucha) y, más acá en el tiempo, Fernando Spiner (Aballay). Estos hitos de nuestro cine conforman una selección apenas dentro del nutrido grupo de obras que han explorado este tipo de género tan autóctono en el terreno local. En este sentido, Jure apela a dichas tradiciones genéricas para concebir un producto que pone el acento del relato sobre las hazañas protagonizadas por el gaucho Antonio Mamerto Gil Núñez, conformando la silueta de un héroe que cimentó su legado de generación en generación, en el boca a boca. Muerto en la ciudad de Mercedes (Corrientes, ejecutado por degollamiento) al tiempo que pronunciaba la frase “con sangre de un inocente se cura a otro inocente”, el sino trágico del final del héroe marcó su destino para siempre. Cabalgando imponente y surcando llanuras, la figura de esta leyenda emerge bajo las contradicciones que siempre rodearán a la historia real. Se trata de un fenómeno singular e inexplicable. El relato utiliza el recurso de la narración en off mezclado junto a escenas que recrean los sucesos, brindando como resultado una narración no del todo uniforme. Sin embargo, es interesante como se inserta en el relato los dobleces que también forman parte del mito. El ‘lado b’ de la historia, ese que lo defenestra como un asesino y un fuera de la ley, también viene a aportar polémica y debate acerca del aura festiva que rodea su figura. Basta con observar los rituales que atraen a multitudes a los costados de las rutas argentinas, celebrando, agradeciendo y orando alrededor de su condición de santo milagroso. Nos damos cuenta que estamos ante un fenómeno único, que propaga estampitas y altares a lo ancho y largo del país. Está claro, el mito del masivo santo popular que ha generado incontables leyendas a su alrededor lo convierte en material suficientemente atractivo desde lo cinematográfico. Un siempre impecable Diego Cremonesi acompaña en un rol fundamental al personaje del Gauchito, que con solvencia interpreta Jorge Sienra. Partiendo de un relato que comienza en flashback desde una pulpería, el film recreará los acontecimientos fundamentales que formaron parte de la vida del protagonista, buscando comprender su real magnitud a través de las injusticias que sufre a lo largo de su vida, hechos que lo convierten en un proscrito, en un fugitivo. La ayuda a los inocentes desfavorecidos y desposeídos fue forjando las convicciones de este héroe del pueblo; y a partir de allí el director recrea su apariencia. Temas como el castigo, la culpa, la injusticia y la venganza van dando profundidad y carnadura a Gil, a medida que el film expone sus convicciones, sus valores, su drama personal y sus pasiones. También sus flaquezas, en donde podemos apreciar un héroe carnal y falible; que cae débil, seducido y rendido ante la belleza de una mujer. Mezclando el español de época, con dialecto guaraní y los modismos propios, la historia se nutre de una ambientación muy cuidada en su recreación, de la cual solo hace falta observar, sin embargo, algunos anacronismos de vestuario. Tampoco desatiende el realizador su labor técnica, dando preponderancia a rubros que ennoblecen la propuesta. Una fotografía muy lograda, sacada del mejor western americano, consigue un tratamiento del color muy rico en matices, que apuesta a la intensidad visual para recrear las violentas escenas de batalla y los atardeceres crepusculares. El permanente recurso de la música, con ritmos y melodías acordes al folclore del lugar, sobresale en un inventivo uso que va desde lo externo incidental a lo perteneciente de la historia, hecho que también contribuye a recrear el relato. La postura ideológica, de igual manera, no deja escapar los intereses del film. La épica pura de la Argentina en el siglo de su independencia enmarca la cronología del relato, cuyo retrato histórico ubica en la Guerra de la Tripe Alianza (1864-1870). El discurso que se cuenta siempre según los antagonismos y las antinomias que la historia ha avalado, muestra a los poderosos dueños de campo y las clases trabajadoras que luchan por sus derechos. Allí, en medio de ese dilema, aparece la figura del Gauchito Gil. Un héroe de carne y hueso que al cine le faltaba, protagonista de un relato pintoresco y costumbrista, que devela las injusticias que éste ha sufrido, abrevando de la figura mística que el tiempo ha prolongado. Si el encargado de llevar de pueblo en pueblo la leyenda es quien pronuncia la frase “la peor de las culpas no es la que te mata, es la que no te deja vivir en paz”, la misma toma suficiente vigor comprendiendo las circunstancias trágicas del desenlace. Aquella culpa se resignifica sembrando un interrogante que, sin intentar arruinar sorpresas, el público descubrirá en la escena final. Lo irónico de todo es que la leyenda construida puede ser transmitida, incluso, por tu propio verdugo.