UN TRAJE BIEN PLANCHADO Más o menos desde mediados de los 90’s, cuando el cine argentino vivió una suerte de revolución interna que renovó el lenguaje audiovisual y potenció tanto la presencia de autores como la esperanza de un cine industrial que pudiera seducir a las masas, han aparecido sistemáticamente películas que buscan congraciarse con el gran público siguiendo un modelo de cine industrial europeo exitoso. Ese modelo, que tal vez se recuesta en un tipo de cine de hace tres o cuatro décadas, se observa en la producción de directores como Marcos Carnevale, por ejemplo, o en las películas de Adrián Suar. Es un tipo de producto prolijo, logrado técnicamente, narrado con un poco de pericia y que toca muchas cuerdas sensibles y reconocibles para el gran público, simulando profundidad pero quedándose en la superficie con una mirada ramplona. Si se compara con el cine industrial argentino de los 80’s, es sin dudas un avance en la forma y en el nivel de profesionalismo que exhibe; pero no por eso deja de verse avejentado y excesivamente calculado. El último traje, la nueva película del habitual guionista Pablo Solarz, es una muestra más de esto que decimos. El protagonista de El último traje es un anciano que sobrevivió al Holocausto y que, ante un presente complicado con las miserias de su familia expuestas a simple vista, decide emprender un viaje a Polonia para reencontrarse con un viejo amigo. Estamos ante una suerte de road movie geriátrica, con Abraham Bursztein (Miguel Angel Solá con un maquillaje que no le hace justicia a su gran actuación) cruzándose con varios personajes que lo asisten en el viaje y una película que incorpora acertadamente el ritmo pausado de su nonagenario protagonista al andar narrativo. Y que exhibe, paso a paso, una estructura que mezcla la comedia dramática italiana con esa mirada más neurótica propia de cierto cine judío norteamericano. Esto es, casi, como Estamos todos bien de Giuseppe Tornatore aunque más como la remake Están todos bien que filmó Kirk Jones. Si El último traje indaga en los sentimientos de un anciano que asiste a la demolición de su mundo de valores, la distancia que impone el director y guionista Solarz con lo que podría ser una comedia dramática italiana está vinculada con la forma asordinada en que la emoción se filtra en cuentagotas. Tal vez sea una decisión la de no ahondar en lo lacrimógeno o tal vez sea una falla de la película, que no pude tocar acertadamente algunas de las teclas emotivas que evidentemente merodea. Pero la respuesta se puede encontrar, posiblemente, en lo demasiado explícito del cálculo. Siendo el director un guionista experimentado, llama la atención cómo se notan demasiado los hilos, que para colmo de males la road movie evidencian con su necesaria estructura de personajes secundarios y funcionales que ingresan y salen. El último acto es la demostración final de que algo no funciona del todo: Abraham logra su cometido, llega a destino, pero lo que allí sucede es meramente ilustrativo, sin entidad ni peso dramático. Como de un plan seguido a reglamento que se cumple sin mayor emoción. Hay en El último traje algunos asuntos interesantes, como la forma en que el polaco Abraham enfrenta la posibilidad de pisar suelo alemán y lo infructuoso de lograr algún tipo de acuerdo con un pasado tortuoso o con nuestro verdugo. Son ideas que quedan flotando, que por suerte no se resuelven por el lado del aforismo berreta, pero sobre las que tampoco se profundiza demasiado. En definitiva El último traje es una película en exceso correcta y profesional, pero carente de la vibración que habilita el cine, aunque sea como para enojarse. El traje se entrega bien planchado, sin una sola arruga.
SIEMPRE NOS QUEDARÁ EL LABERINTO La primera entrega de Maze runner tenía su encanto, especialmente porque había una apuesta formal que excedía al modelo trillado de las distopías adolescentes que poblaron las pantallas hace unos años: allí, un grupo de personajes permanecía encerrado en un espacio y la única salida posible era un laberinto, y la información que teníamos era la misma que ellos tenían. Eso acrecentaba el misterio y la intriga. Y si bien los personajes no tenían mayor encanto y se los adivinaba bastante planos cuando la tensión del relato bajaba y había que construir el drama, lo interesante era que la historia los enfrentaba a situaciones límites de verdad y el riesgo se sentía como real. Lamentablemente el final de aquella película anticipaba los males que vendrían luego: allí se aclaraba el panorama (demasiado) y la historia se acomodaba en un molde de ciencia ficción juvenil y falsamente revolucionario. Eso explotaba en la segunda parte, agigantada tras el éxito de la primera y sin poder escapar de la rutina y el tedio. Así las cosas, la tercera entrega, esta Maze runner: la cura mortal, llegaba sin mayores expectativas y casi por cumplir, ya que este tipo de sagas adolescentes están un poco en extinción. Tal vez la falta de pretensiones ayudó a que la película avance sin demasiados inconvenientes, aunque está claro que el cierre de la historia permite que narrativamente el film sea más concreto: hay un horizonte, los personajes se dirigen hacia allí y la película se dispersa poco. De hecho, el arranque de La cura mortal es muy bueno, con una secuencia que hace recordar a sagas como Misión: Imposible o James Bond, con rescates imposibles y salvadas de último momento, y donde el montaje cumple una función indispensable. Incluso ese comienzo es tan bueno, que el recurso se repite en el medio de la película aunque, claro, sin el mismo nivel de eficacia o sorpresa. Pero es ahí, en esos pasajes donde el director Wes Ball se aleja de la letra escrita (recordemos que todo esto parte de una serie de novelas de James Dashner) y deja que la aventura y el movimiento activen, cuando crece la película. Lamentablemente Maze runner: la cura mortal tiene menos de estos pasajes (hay otra buena secuencia en un túnel lleno de zombies) y más de esos en los que la cháchara se inunda de reflexiones filosóficas un poco berretas. Los creadores de esta saga tal vez no se hayan dado cuenta que quedaron relegados en el reparto de franquicias adolescentes, y que todo lo que aquí se expone ya fue dicho en Divergente, Los juegos del hambre y algunas otras que anduvieron dando vueltas por ahí. Definitivamente se trata de un producto Clase B que funciona cuando es consciente de ello y pierde cuando se pretende épica, como en esa última media hora donde las situaciones se alargan por demás y el final deja al descubierto un poco la inutilidad de todo lo que se contó: ¿en serio semejante movida para tan poco? Tal vez como los personajes mismos, Maze runner nunca pudo salir de aquel laberinto.
LA CABEZA DEL ARQUITECTO El universo literario de Claudia Piñeiro le ha aportado al cine nacional una plataforma para acercarse a cierta noción de cine de género, de thriller policial, pero sin dejar de lado una mirada política o social; un poco como el policial a la europea. Es decir, son entretenimientos pero tienen la capacidad de decir algo. Y, obviamente, tampoco es menor el hecho de que aportan un público que consumió las novelas y desea verlas transcriptas en la pantalla grande. En las historias de Piñeiro hay crímenes, pero lo que sobresale antes que el juego con la estructura del policial es lo que cada giro, personaje, elemento de la trama aporta a una suerte de reflexión sobre la sociedad argentina, o sobre cierta sociedad argentina representada por sectores de clase media y media alta, y valores bajos o muy bajos. Las grietas de Jara no es una excepción a la regla, pero desde lo cinematográfico el director Nicolás Gil Lavedra encuentra algunos aciertos que hasta el momento no estaban presentes en adaptaciones como Las viudas de los jueves, Betibú o Tuya, aunque esta última tenía algunos momentos de locura bastante divertidos. Uno de los problemas de Piñeiro es que no es una gran constructora de misterios. Y podemos suponer más o menos lo que va a pasar desde un comienzo, porque sus personajes responden a arquetipos sociales lastrados por la corrección política, donde el mal está representado por un poder lineal y sin ambigüedades. En ese sentido, tal vez Las grietas de Jara permite algunas sorpresas, ya que los roles de víctima y victimario están corridos y la mirada sobre el universo que construye, y sobre el que podemos espejarnos, es un poco más incómoda (por ejemplo Nelson Jara es una suerte de revés honesto al vergonzoso “Bombita” de Relatos salvajes). Sin embargo, esto no anula el otro gran problema que han tenido las transcripciones de la autora al cine: al ser los mecanismos policiales o del relato de misterio bastante leves, la fuerza está en lo que se dice o en lo que se deja entrever a partir de algunas metáforas un poco gruesas. Y eso ha convertido a estas películas en thrillers donde las imágenes están demasiado al servicio de la palabra. Pero Gil Lavedra encuentra en el flashback, la mayoría de las veces, una salida elegante a la imposición verborrágica y didáctica. Una desconocida llega a un estudio de arquitectura y pregunta por Nelson Jara. La respuesta es negativa, nadie parece conocerlo, pero sin dudas eso abre una grieta en la cabeza de Pablo Simó (Joaquín Furriel), el arquitecto más joven y al que pareciera que todos usan de conejillo de indias. El asunto es que el tal Jara fue un vecino del estudio que tiempo atrás reclamó insistentemente por roturas en su medianera, producidas según él por una obra que los arquitectos llevaban a cabo en un terreno lindero. A partir de ahí, la película hará un juego constante entre el presente, con los socios del estudio inquietos ante la requisitoria de la desconocida, y el pasado, siempre desde los recuerdos de Simó. La representación de eso es, obviamente, el flashback, y el director demuestra gran inteligencia en la dosificación de la información y en la mixtura de tiempos narrativos, sin subrayar pero también sin confundir. Y, de paso, elude muchas explicaciones confiando en el espectador para la reconstrucción de ese rompecabezas. Por eso que la película funciona mucho mejor hacia el final, cuando se despoja mayormente de las palabras y el montaje va completando los espacios vacíos. A partir del misterio y del flirteo con el suspenso (la película en definitiva es un policial sin tiros), subterráneamente, Las grietas de Jara va construyendo otra historia, que es la del propio Simó y su insatisfacción personal, familiar y profesional, una incomodidad evidente con las grietas de aquel departamento horadando su inconsciente. Y que eso tenga algún tipo de relación con una trama criminal, suma morbo y complejidad a un grupo de personajes con los cuales es difícil empatizar sin que por eso la película se convierta en un festival de la sordidez. Otro detalle interesante de Gil Lavedra es su manejo con los intérpretes, algo que ya había demostrado en Verdades verdaderas: logra buenas actuaciones de Oscar Martínez, Santiago Segura en un rol infrecuente, Soledad Villamil y, especialmente, Joaquín Furriel, quien se muestra virtuoso y maneja con solidez diferentes registros en un rol que le exige intensidad cuando está quebrado emocionalmente y amabilidad cuando comparte momentos de intimidad con su hija. Las grietas de Jara es finalmente la lucha interna de Simó entre ser lo que quiere y lo que el contexto le exige, la película es lo que pasa en su cabeza. Y eso termina siendo a su vez la representación de otra lucha, la que lleva adelante la propia película con el texto y la fidelidad a lo literario. Por suerte, en la mayoría de los pasajes, ganan las imágenes y gana el cine.
LA MILITANCIA Y SUS CONTRADICCIONES A pesar de estar instalada en la sociedad desde hace cuatro décadas, la temática del SIDA no ha tenido demasiada suerte en el tratamiento cinematográfico hasta el momento. Muchas veces cayendo en un enfoque que se balancea entre lo didáctico o lo paternalista, pero sin hacer verdadero frente al conflicto, el cine ha perdido de vista que más allá de ser un asunto sanitario y de políticas sanitarias, también es un asunto de discriminación, de distancia social. Tal vez la película que se animó a ir más allá fue la mainstream Filadelfia, aún sin dejar de caer en algunos clichés del drama hollywoodense pero siendo igualmente muy valiente al retratar puntualmente el entramado burocrático que forma el detrás de escena del asunto. Para subsanar esta falencia llega 120 pulsaciones por minuto, film de Robin Campillo que aborda la actividad de la agrupación ACT UP allá por comienzos de los 90’s, cuando llevaban a cabo una serie de acciones para concienciar pero además para hacer visible el problema, presionar a las farmacéuticas para que avancen en los tratamientos y para que el Estado aborde campañas claras y concretas. Estamos, sin dudas, ante una película política. La primera gran apuesta de Campillo es la de mostrar ese campo de batalla militante sin preocuparse demasiado por el contexto: pone la cámara en el mismo lugar de debate donde la organización dirime las diferencias entre sus propios integrantes y en esas discusiones surgen las diferentes miradas y formas que puede adquirir la militancia. En esa primera hora larga, 120 pulsaciones por minuto es un film frenético, energético, vital, que se aleja notablemente de la forma en que el cine habló del SIDA. Hay aquí un espacio (una suerte de auditorio donde los miembros de la agrupación discuten) que exhibe sutilmente y con una cámara movediza sus escalas de poder, sus choques de fuerzas, la heterogeneidad del grupo. Gran hallazgo del director: no caer en una homogenización bienpensante sin por eso pensar lo heterogéneo como síntesis de debilidad. Y es valiente y honesto al momento de mostrar las diferencias, puesto que el propio Campillo formó parte de esa entidad y no se deja seducir por una suerte de enamoramiento de su propia historia. A partir de estas decisiones de puesta en escena y enfoque, es que 120 pulsaciones por minuto se aleja del biopic tradicional para mirar de frente al activismo con todas sus contradicciones. Lo mejor de la película de Campillo es entonces ese retrato grupal, esa multiplicidad de miradas que toman distancia del relato convencional y las emociones fáciles. Por eso que la última parte de 120 pulsaciones por minuto pueda ser vista como una ligera traición, ya que el director elige pasar de lo grupal a lo individual para centrarse en la experiencia de vida de uno de sus protagonistas. Ahí la película parece ceder a cierta necesidad de impactar emocionalmente, aunque la idea de grupo regresa en una última magistral secuencia donde las diferencias entre los individuos se anulan ante la dolorosa manifestación de lo inexorable. Claro está, hay que decirlo, en ese discutible segmento de la película aparece en todo su esplendor el argentino Nahuel Pérez Biscayart con una actuación descomunal. Digamos que si toda esa larga secuencia emociona genuinamente más allá de la manipulación ostensible del relato, es puramente por su presencia. El actor aporta la dosis justa de explosión e introspección que le agrega complejidad a la película.
LA CANCIÓN QUE PARA EL TIEMPO POR UN INSTANTE En sus Obras incompletas, un compilado de seis discos que incluye a todos los Calamaro’s que habitan en el salmónido Andrés Calamaro, el músico edita finalmente No tiene perdón -entre otras canciones inéditas-, un tema que había compuesto especialmente para Norberto “Pappo” Napolitano. El tema es bellísimo y habla de canciones que dan la impresión de “poder parar el tiempo por un instante” y de guitarras que son “un pensamiento” para “enfrentar a los indiferentes”. Sin embargo, la anécdota que cuenta el propio Calamaro (el monumental disco incluye un libro con todas las letras y explicaciones de cada tema a cargo del artista) es hermosa y le agrega tensión emotiva al asunto: dice que le hizo escuchar la canción a “Pappo” y que éste pidió ir al baño “para esconder, con pudor, lágrimas de varón”. Esa anécdota y esa canción se me vinieron a la cabeza ni bien terminé de ver Coco, la nueva película de Pixar, que también habla de canciones, de canciones que emocionan, pero especialmente de cómo una canción es una parte de una historia que nos unifica como pueblo, como herencia cultural, y nos encuentra en algún espacio del tiempo a todos: a los que somos y a los que fueron. Por suerte, Calamaro y Pixar tienen la capacidad de reflexionar y reproducir estos conceptos a través del arte más noble que es el arte popular. Son, claro que sí, lenguas populares. En Coco, el protagonista es Miguel, un chico que desea más que nada en el mundo ser músico. El problema es que su familia le impide tocar la guitarra, instrumento que relacionan con su huidizo padre, y prefieren que siga la tradición familiar de la confección de calzado. Hay en la base de Coco un conflicto similar al de Ratatouille, en el sentido de cómo el deseo se enfrenta al designio familiar, aunque no serán los únicos lazos que el film trace con buena parte de la historia de Pixar: por ejemplo, a partir que Miguel, por acción de un elemento fantástico, ingrese en el mundo de los muertos, la película nos sumergirá en un universo con reglas propias en la senda de Monsters Inc. Pero si hay un tema recurrente, y que Coco no sólo replica sino que hace material fundamental de su andamiaje y expande, es el de la memoria y la construcción del mito a partir del relato social. No olvidar que estamos ante una película de Lee Unkrich, quien ya abordó estas cuestiones en obras anteriores: en Toy Story 3 los muñecos eran supervivientes que se enfrentaban a su propia extinción y al dolor del olvido; en Buscando a Nemo, la figura del pececito se engrandece hacia el final por un relato social que resignifica su viaje y su heroísmo; en la citada Monsters Inc., es Sully quien corre el riesgo de no poder volver al lugar donde ha sido feliz. Detrás del colorido, la alegría y el humor perfecto que las películas exhiben, hay una melancolía enorme porque básicamente revelan la tragedia de nuestra propia extinción. El tema del olvido es clave en Coco: el conflicto de los muertos es que del lado de los vivos nadie los recuerde. De ser así, terminarán extinguiéndose inexorablemente. Miguel luchará contra ese olvido, pero fundamentalmente buscará por medio del arte, de ser cantor y guitarrista, una forma de trascender a la rutina, a lo mundano. El arte es siempre un elemento revelador en Pixar. WALL-E conectaba con el mundo mirando repetidamente un viejo musical en blanco y negro; Miguel mira a escondidas películas de su ídolo, Ernesto de la Cruz, y se inspira. No de casualidad, el arte donde ambos personajes se respaldan es un arte del pasado, un lugar donde la nostalgia sólo halla lo bueno, el candor de un tiempo perdido que siempre pensamos como mejor. Y ahí Pixar imprime otra noción: el cine, la música, como soportes que nos permiten la eternidad. Ese es, al fin de cuentas, el mayor secreto y el más grande descubrimiento de la humanidad. Y el de Coco: las imágenes como nexo hacia nuestra herencia, aunque esas imágenes precisen las lecturas correctas. Como ciertas fotos, como ciertas canciones… A todo este asunto, Coco le suma el mayor componente político de la historia de Pixar: la película no podía transcurrir en otro lugar que no fuera México, ya que la celebración del Día de los Muertos aportaba el colorido y la lógica necesaria. Y si bien hay referencias más que explícitas a las políticas migratorias en el pasaje de universos, lo que hacen Unkrich y su codirector Adrián Molina es utilizar la cultura mexicana no como un saqueo pintoresquista para enrostrarle en la cara a la administración Trump, sino como justificación narrativa. Si en la superficie la película explota el concepto de valores tradicionales y familia, lo hace a partir de recurrir a elementos melodramáticos bien presentes en la cultura mexicana, muy especialmente el folletín. Esto se puede observar en uno de los giros más oscuros que recuerde el mainstream animado, y que incluye traiciones y fatalidad. Es decir, Coco no toma lo foráneo como envoltorio for export, sino que asume que esa historia sólo puede ser narrada con las tonalidades adecuadas y que se encuentran en ese lugar. Claro que Coco acompaña todo esto con un diseño visual impresionante, personajes dimensionales y carismáticos, y números musicales coloridos e imaginativos. Pero Coco no sería Coco sin ese giro final que pone patas para arriba todo lo que habíamos visto hasta entonces. En esa voltereta wellesiana (wellesiana de Orson), la película de Unkrich y Molina trabaja con una sensibilidad increíble lo idílico de la infancia, pero también los rasgos culturales e identitarios con los que una canción nos impide evaporarnos y nos mantiene vivos en el recuerdo. Y hace confluir sus dos líneas argumentales principales en un último acto donde la emoción luce genuina: porque el drama de Miguel atraviesa la pantalla y se apodera del espectador, que comprende con claridad la tragedia a la que se abisman los personajes: la muerte, el adiós definitivo. Una canción es la clave que desentraña el misterio y que hace de Coco uno de los mayores Rosebud de la historia del cine. Una canción que nos conecta con toda la historia que nos antecedió y que nos conectará hasta el último momento. Una canción que nos obliga a esconder, con pudor, las lágrimas. Porque como dice lacónicamente y hacia el final aquella canción de Calamaro: “el olvido no tiene perdón, no tiene perdón…”. Coco lo sabe.
TORO! TORO! TORO! Pocas compañías de cine animado son tan irregulares como Blue Sky. Si la empresa tiene producciones interesantes como la primera La era de hielo, Robots, Horton y el mundo de los Quién o El reino secreto, también conoce lo más bajo del abismo cinematográfico con las continuaciones de aquella saga prehistórica y ese doblete bastante molesto de Río. Y si la especialidad de la casa parecen ser las películas con animales parlanchines, Olé, el viaje de Ferdinand viene a sumar otro animalito con emociones humanas a flor de piel. Con un agregado: todo ese pintoresquismo y los clichés sobre lo extranjero que había en el Brasil de Río, aquí se vuelven a reproducir con los estereotipos españoles de esta fábula anti-taurina. La diferencia es que aquí, basándose en un material previo como el libro de Munro Leaf y Robert Lawson, el director Carlos Saldanha tiene una base desde donde al menos encuentra ejes temáticos y núcleos narrativos que le aportan solidez como relato. Ferdinand (el toro que ya tuvo una adaptación disneyana en los 30’s y que ganó el Oscar como mejor cortometraje) es un ternero que rehúye de las obligaciones que parecen marcadas como destino para su especie: no quiere pelear, no quiere ir a la plaza de toros, sólo disfruta de la naturaleza y oler algunas flores. Obviamente eso lo enfrenta a los suyos, y especialmente al designio familiar que alcanza la tragedia cuando el padre es elegido por un matador y nunca regresa. La muerte del padre o de la madre, elemento tradicional del relato a lo Disney, se apodera de esta producción de Blue Sky para ofrecer otros niveles y espesores dramáticos. Hay riesgo en el camino del protagonista y cierta melancolía en el resto de los personajes que habitan ese corral. También hay en Olé, el viaje de Ferdinand una saludable intención por ofrecer un relato sostenido más en los giros dramáticos que en la construcción de secuencias y en humor autoconsciente. Aunque, obviamente, el humor reproduce la fisicidad heredada del cartoon clásico. Esa ambición por construir un relato superador a las convenciones del mainstream animado hace que la película se extienda en la duración y que se incorporen subtramas que no aportan demasiado. Si Olé, el viaje de Ferdinand cruza los tonos más ásperos de la primera La era de hielo con la linealidad colorida de Río, de esta última también suma el mensaje ecologista y el pacifismo bienpensante. Porque si bien aquí no termina de haber villanos definidos, aquellos que ocupan ese rol son quienes atentan contra la amabilidad de los animales y la naturaleza. No hay nada demasiado malo en Olé, el viaje de Ferdinand -e incluso hay momentos de buen cine, como el prólogo y el epílogo en una corrida de toros- y sus personajes son bastante carismáticos, pero también es cierto que su alcance, a pesar de lo ambiciosa, es bastante limitado. Eso queda en evidencia en la gran secuencia de persecución en Madrid, donde a pesar del desquicio y el humor a toda velocidad, nunca alcanza la cima de secuencias similares como la de apertura de Madagascar 3 o la del final de Buscando a Dory. Es en esos pasajes donde el nuevo film de Blue Sky evidencia que sus intenciones son buenas, pero no le alcanzan para sobresalir porque en definitiva limita su libertad a favor del mensaje.
HORRORES QUE NO SON CUENTO Giuseppe Di Matteo era el hijo de un integrante de la mafia siciliana que se sumó a un programa del Estado para denunciar a los suyos. Lo que se conoce como un soplón. La respuesta de la mafia fue la de secuestrar al chico -tenía 10 en ese momento-, mantenerlo cautivo durante dos años, estrangularlo y finalmente disolver su cuerpo en ácido. Luna, una fábula siciliana aborda esa historia real ocurrida en los 90’s en Italia pero alejándose todo lo posible del retrato tradicional de un biopic: por lo tanto no tenemos un seguimiento riguroso de los hechos, ni siquiera una narración cronológica. Fabio Grassadonia y Antonio Piazza, desde la dirección, reconstruyen ese episodio adosándole la textura de uno de esos cuentos clásicos que escondían en simbolismos y metáforas el horror y la perversión humana, incluyendo en la operación lúdica a una caperucita roja como heroína. Si los cuentos tenían esa capacidad de releer los miedos de sociedades pasadas, esta película recrea esa estética para repeler horrores más contemporáneos. El punto de vista que sigue la película es el de Luna (Julia Jedlikowska), compañera de escuela y enamorada del malogrado Giuseppe (Gaetano Fernandez). Por eso que los hechos policiales aparezcan de manera tangencial y la película se permita toda la libertad posible para contar un cuento que es de lo más truculento. Es su mirada adolescente, su encandilamiento, la que habilita los excesos poéticos de la película, la que también sostiene la construcción de esa madre en un personaje de caricatura, casi una bruja de los hermanos Grimm. Los adultos que aparecen en el film siempre lo hacen bajo la óptica de la protagonista, que a partir de la tragedia romántica que la abruma y la obsesión para que se busque a Giuseppe comienza a sumergirse en un universo interior, repleto de elementos mágicos que funcionan como canalizador de la angustia de lo real. Si bien podemos acusar a Grassadonia y Piazza de abusar de recursos poéticos y de excederse en ciertos simbolismos, no se puede decir que Luna, una fábula siciliana no sea un film decididamente arriesgado y provocador, que aún siendo riguroso en su forma es bellamente libre para reconstruir una historia real y trágica con las herramientas del cine y sin dejar de lado lo incómodo. En todo caso, ante un cine italiano que se balancea entre comedias televisivas de lo más berretas y autores consagrados en la última recta de su carrera, la presencia de esta dupla es revitalizante para una cinematografía bastante adormecida. Hacia el final la película busca tranquilizar un poco pensando en cierta metafísica del amor que se convertiría en eterna. Pero de fondo, en el último plano, se pueden ver las ruinas de un país cuya historia parece erigirse sobre los fantasmas de las generaciones pasadas. De esa circularidad donde la muerte es moneda corriente parecen querer escapar Luna y su mundo fantástico.
CÓMO UNIR EL INDIE Y EL MAINSTREAM A PURO VÉRTIGO Los hermanos Benny y Josh Safdie, referentes del indie norteamericano, dan un paso al frente hacia la masividad en Good time: viviendo al límite, donde cuentan con una estrella como Robert Pattinson en el protagónico y donde profundizan, a partir de una estructura en tiempo real a lo Después de hora, en un cine de género energético y vital pero que no pierde nunca de vista su cuota autoral. Aquí dos hermanos -uno con evidentes trastornos psiquiátricos- roban un banco y las consecuencias serán un viaje por una Nueva York sórdida, neurótica y nocturnal que se aleja de la postal habitual. Lo positivo en Good time… es que ese cruce entre el cine casi de contrabando que hacen los Safdie y el roce con una ambición de cine popular no resta en ninguna de las supuestas puntas de la ecuación. Todo lo contrario, la estética subversiva, granulada, le adosa a esta suerte de buddy movie contenidamente disparatada un aspecto cinematográfico mayor, a la vez que la apuesta por un cine popular alejado de la pose festivalera le da libertad y diversión. La primera media hora debe estar, lejos, entre lo mejor que ha brindado el cine norteamericano en este 2017: todo arranca con un diálogo vibrante de primeros planos entre uno de los hermanos, Nick (Benny Safdie, uno de los directores), y su psiquiatra, un diálogo que tiene ecos también de uno de los padres del cine independiente norteamericano (porque el indie antes se llamaba independiente, vaya uno a saber…) como John Cassavetes. Allí irrumpe el otro hermano, Connie (Pattinson, en una actuación notable, la mejor de su carrera), y esa tensión con la que quiebra ese arranque será el hilo conductor del relato. Luego el robo, luego una bomba de pintura que estalla para potenciar esa paleta de colores increíble que el director de fotografía Sean Price Williams trabaja, luego la fuga y una película que nunca se detiene, que siempre encuentra giros creativos y divertidos para salir adelante, como el propio Connie. Una de las cosas que los Safdie logran con enorme convicción es la de devolverle al cine la despreocupación por el verosímil administrativo, ese que busca conectar todas las piezas con la lógica de un asiento contable. Aquí pasan cosas bastante curiosas, algunas improbables, pero la energía del relato nos lleva de las narices y nos impide preguntar a cada paso si lo que está sucediendo es coherente. El estilo cuasi alucinatorio de la narración justicia esa estructura lúdica. La referencia a Después de hora no es para nada gratuita, ya que el propio Martin Scorsese aparece primero entre los agradecimientos del final. Y aquella película emblemática de los 80’s y de este tipo de relatos donde un catástrofe se encadena otra catástrofe sirve de base para Good time: viviendo al límite, pero también lo hace aquel cine scorsesino de los 70’s donde cierta marginalidad invadía con una energía y una potencia inusitada. Si los Safdie parecen obsesionados con algunos referentes del cine norteamericano, especialmente de los 70’s y 80’s (hay aquí algo de Walter Hill también), el acierto en su mirada es licuar todo eso para construir un cine del presente. Good time: viviendo al límite podría haber sido realizada hace 25 años, pero es una película de hoy, vital, alejada del museo y la catedral. Que los Safdie hayan sido convocados para hacer una remake de 48 horas es una forma de confirmar estas filiaciones. Aunque claro, prejuiciosos como somos, lo que más nos llama la atención de la película es la actuación enorme y sorprendente de Pattinson. El actor, que para escapar del estigma de Crepúsculo ya se había probado con directores de otro palo como David Cronenberg, Werner Herzog, Anton Corbijn o James Gray, está aquí mucho mejor que nunca. Porque en su viaje con directores “prestigiosos”, igualmente no había podido sacarse de encima ese velo de languidez e introspección más propio de su vampiro atravesado por el Método. Por el contrario, en Good time: viviendo al límite se aleja de tics reconocibles y se presta corporalmente a una transformación absoluta, llevando la apuesta tensa y vertiginosa de la película, incluso, a su presencia en pantalla. Así, cuando el film de los Safdie caiga en algunas redundancias y reiteraciones, será el propio Pattinson el que sostenga el interés y nos revele el encanto fundamental de la película, lo que nos fascina: su vitalidad, energía, tensión, nervio, para sacar al indie y al mainstream del más absoluto sopor.
EL BURRO QUE SALVÓ LA NAVIDAD Las ideas alumbradas por el cristianismo son materia habitual en buena parte del cine de Hollywood, con elementos bien distinguibles en películas de directores como Martin Scorsese o Mel Gibson, por poner dos ejemplos reconocibles de tipos que las abordan con un gran nivel de locura e imaginación. Por lo tanto, que una película animada como La estrella de Belén retome la idea del nacimiento de Jesús no molesta tanto por sus implicancias cristianas como por el carácter didáctico y con poco vuelo con el que lo hace. De hecho, esta producción dirigida por Timothy Reckart se toma bastantes libertades, incluso hasta satiriza algunos pasajes, pero no puede dejar de ponerse seria y bajar cierta línea hacia el final con lo que resulta bastante molesta. Es decir, a esta altura del Siglo XXI volver a contar cómo un ángel le dice a María que lleva en su vientre el hijo de Dios, y no poner eso en un contexto medio fantástico resulta una antigüedad manifiesta. Y una antigüedad peligrosa si pensamos que el principal público de esta película son los niños. Pero aquí están, Sony y la Iglesia unidos en sagrado matrimonio audiovisual. Pero María y José son personajes secundarios en esta fábula religiosa, donde los protagonistas son una serie de animales que terminan ayudando para que el nacimiento de Jesús llegue sin complicaciones. Más precisamente, el protagonista es un burro que tiene el conflicto habitual de buena parte del cine animado contemporáneo: tiene un deseo, pero la realidad le impone otro futuro, con un destino que parece en su caso estar rubricado como animal de fuerza en un molino. Está bien que su deseo es el de asistir a la caravana real, con lo que la película le suma a su religiosidad un costado monárquico aún más molesto, pero en el camino obviamente el burro sufrirá alguna revelación que le impondrá la idea de que lo suyo es asistir a los desprotegidos, en este caso el torpe José y la embarazada María. Cuando La estrella de Belén deja de lado el didactismo cristiano, avanza como una road movie cómica y slapstick, con algunos pasajes divertidos y personajes de reparto con cierta gracia, como esa oveja que aparece por allí con espíritu de Bugs Bunny (sepan disculpar la herejía). Es parte de la fricción de un relato que buscar disimular su monserga en el carisma de sus criaturas, aunque al final se imponga con determinación el mensaje. Y más preocupante aún, parte de su libertad se ve lastrada por una serie de imposiciones de producción, que buscan integrarla con buena parte del cine de animación mainstream, por lo que no puede faltar un villano aunque esté totalmente desdibujado y sólo opere como elemento funcional de la trama. En verdad la misma historia se podría haber contado con un espíritu más libre, menos atado a la tradición y a la necesidad de construir un final con mensaje sobreexplicado. Pero hay quienes entienden que si se apunta a los niños, las cosas deben estar licuadas como uno de esos purés horribles que les dan a los bebés. Por suerte en la cara del burro protagonista hay una chispa, una emoción, que hace bastante honesta su ingenuidad e impone su mirada leve haciendo mínimamente tolerable el relato.
CONTEMPLEMOS LA CAÍDA DE BRUCE WILLIS Un pibe sufre bullying y su padre, un tipo que trabaja en el ámbito financiero en Nueva York, cree que lo mejor para que forje carácter es llevarlo al bosque para que aprenda a cazar. Puede parecer un poco ridículo, pero sabemos por las películas -y por la realidad- que la sociedad norteamericana tiene una relación bastante particular con las armas. En pleno aprendizaje de la cacería, el padre y el hijo son testigos de un crimen y terminan involucrados en una trama policial que incluye a policías corruptos. Es el comienzo de un thriller rural, de esos en los que la violencia es una suerte de canalizador de los traumas y las taras de la humanidad. Tal vez En defensa propia cuente con elementos trillados, pero no debería ser atenuante para impedir el buen entretenimiento. Sin embargo la película de Steven C. Miller nunca alcanza la verdadera profundidad que el marco sugiere y por el contrario se contenta con ser un film lineal, plagado de giros que abundan en decisiones estúpidas por parte de los personajes y un guión incongruente que juega a un misterio que se adivina a los cinco minutos. Pero En defensa propia es también la confirmación de un par de presunciones. La primera y fundamental es que Hayden Christensen es uno de los actores más inexpresivos que ha pisado el suelo hollywoodense: actor sin alma ni pizca de carisma, desde su aparición estelar en aquel Episodio II de Star Wars, su presencia es sinónimo de tedio y de no poder conectar nunca con los personajes que interpreta. Pero en segunda instancia, y aún peor, es que asistimos a una nueva demostración de cómo Bruce Willis está destrozando su carrera con evidente saña. No es sólo la aparición repetida en películas flojas o fallidas, sino que además ha dejado de estar en el centro y ya ni siquiera es convocado por los directores más interesantes. Su presencia, otrora garantía de cierta solidez para interpretar a tipos duros con carisma, se viene diluyendo en una serie de thrillers mediocres que no generan el más mínimo interés. Tal vez el bueno de Bruce en algún momento retome la senda, pero por el momento parece que estamos condenados a verlo en estas películas que le quedan decididamente chicas a su figura puramente cinematográfica. En defensa propia ni siquiera tiene la sabiduría como para reconvertirse en un film autoconsciente y encima dilapida las posibilidades de un subgénero (el policial rural) que suele tener buenos resultados en el cine norteamericano, como lo demostró este año la notable Viento salvaje.