HEROÍNA SIN CARISMA En primera instancia La batalla de los sexos, la nueva película de Jonathan Dayton y Valerie Faris, cuenta una de esas historias que sólo pueden ocurrir enmarcadas en la cultura popular norteamericana, donde hasta lo político adquiere las formas del gran espectáculo. Lo que se cuenta es, entonces, la apuesta que el ex campeón Bobby Riggs realizó en 1973 contra la estrella Billie Jean King, desafiándola a un partido de tenis con el que pretendía demostrar la supremacía de los hombres sobre las mujeres. Y, de fondo, anular el ascenso y la importancia del tenis femenino. Pero este asunto es tan sólo la cima del iceberg, ya que a partir del amor lésbico de la deportista con su peluquera y de algunas otras situaciones, el film avanza sobre otros asuntos: la discriminación, el despertar sexual, el feminismo, la construcción de un imaginario conservador y el deseo como enemigo del profesionalismo. Los 70’s, como también lo demostró la notable Rush, fueron tiempos en los que el deporte de alto rendimiento modificó su diseño y ese reducto para playboys y bon vivants comenzó a llenarse de profesionales obsesivos. Billie Jean King, bajo la mirada de Dayton y Faris, es otra víctima de su propia ambición. Dayton y Faris recrean la estética de aquellos tiempos con inteligencia, y sin olvidar que lo principal en la película son sus personajes y sus conflictos. Esa humanidad que por momentos quedaba de lado en las más cancheras Pequeña Miss Sunshine y Ruby, aquí gana centralidad. Lo curioso, en todo caso, es que esa humanidad es representada aquí por dos personajes tan antagonistas como complementarios, y con algunas dificultades emocionales: para la Billie Jean King de la película, la misoginia y desparpajo del payasesco Riggs no son más que combustible para su motor; para Riggs, la obsesión y el enfado de King le dan sustento a sus provocaciones y bravuconadas, incluso que ese desafío que propone no es más que una forma de hacer lícita su ludopatía. En ese complemento, lo que ambos personajes terminan descubriendo es que el gran espectáculo, uno donde la masa social se movilice, resulta fundamental en la instalación de un debate político, que es en definitiva lo que King busca a toda costa: hacer que el tenis femenino no sólo sea aceptado, sino que también reciba los mismos premios económicos que el masculino. Para los directores está claro que el personaje principal de esa fábula deportiva es Billie Jean King, a quien Emma Stone le aporta una intensidad para nada manifiesta, y construye una criatura sumamente interesante, llena de contradicciones e inseguridades (por el contrario, Carell está un poco excedido, al borde de la caricatura aún cuando representa un personaje que era bastante caricatureso). Es a partir de King que la película se construye, y encuentra también sus límites: porque siendo un personaje mayormente antipático, incluso incómodo en su falta de heroísmo más allá de las luchas justas que encabezaba, es poco el carisma que desprende hacia fuera de la pantalla. Lo cierto es que La batalla de los sexos, con sus emociones deportivas apoderándose del desenlace, no termina de emocionar o de impactar como se espera. En cierta medida por esa falta de carisma de la protagonista, pero también por una cantidad de subtramas que se abren y vuelven todo un poco rústico. Además, por esa tara de cierto cine norteamericano de querer contar el pasado desde el punto de vista del presente. Hay hacia al final alguna línea de más, algún parlamento que explicita demasiado el sentido de los personajes. La batalla de los sexos es de esas películas que corren el riesgo de convertir a sus personajes en metáforas obvias, aunque por suerte sucede en contadas ocasiones.
LA MOLESTA MODERNIDAD Si algo podíamos destacar de las películas animadas del belga Ben Stassen (Las aventuras de Sammy y su secuela, Las locuras de Robinson Crusoe) era que se trataba de films de corte clásico que parecían desconocer las reglas de consumo del público infantil contemporáneo, y en contrapartida ofrecían una serie de relatos simples y efectivos con espíritu de fábula a riego de perder buena parte del público adulto. Podían contener una bajada de línea ecológica o sobre el capitalismo, pero nunca perdían de vista que el horizonte era un público integrado por chicos y el discurso se articulaba en consecuencia. Eran películas algo demodé, que tenían un encanto liberador: que el cine infantil deje de ser un producto de consumo veloz para vender muñequitos y regresar a las fuentes del cuento y la tradición de determinado tipo de relato. Por eso es que El hijo de Piegrande, sin ser un desastre, resulta una ligera desilusión: Stassen sucumbe ante determinadas reglas y construye una película que imprime desde su ritmo frenético un aire de modernidad algo molesto. Codirigida por Jeremy Degruson (con quien Stassen hizo la estimulante Trueno y la casa mágica), El hijo de Piegrande apuesta por el diseño de un tipo de cine animado industrial mainstream. En cierta medida busca ser una suerte de sub-Dreamworks, pero carece del timing y la capacidad técnica como para hacerlo eficientemente. En el film un chico que cree que su padre ha muerto, descubre que en verdad todavía se cartea con su madre y que vive en un bosque. Herido por la traición sale a buscarlo, mientras su cuerpo y su cabello evidencian algunos comportamientos extraños. El misterio obviamente se resuelve en breve, aunque el título lo anticipa: el pibe no es más que el hijo de Piegrande y la película abordará esto con una serie de chistes, algo de aventura y una reflexión lineal sobre las diferencias y la discriminación, especialmente en un protagonista víctima del bullying. Hay también un villano pintoresco, un tipo de negocios que busca la fórmula de un fenómeno capilar que lo haga rico vendiéndole la receta a los calvos. Hay en ese vértigo que la historia exige, algo que resulta incómodo. Y eso se nota en la primera media hora donde la película tiene que contar varias cosas y plantear un mundo, y lo hace torpemente, con resoluciones abruptas y poco fluidas. Pero cuando el protagonista conoce a su padre y de alguna manera las cosas se acomodan, El hijo de Piegrande avanza un poco más segura. Sin embargo el chiste constante y en los lugares menos indicados -la mayor tara de la animación contemporánea- hacen que la película se confunda ante la necesidad de conseguir un público más amplio. Claro que el film tiene buenas intenciones y hasta algunos personajes de reparto que funcionan, como un oso con desmedido placer por el melodrama. Pero el problema, insistimos, es que repite ciertas fórmulas nocivas del cine industrial y pierde la personalidad que tenían las películas anteriores del director y que la distinguían. Y que, claro, las hacía aceptables aún cuando ninguna era una obra maestra.
EL PARAÍSO DESÉRTICO Una mujer que trabaja en un casino patagónico acepta la invitación de un desconocido para acompañarla a una entrevista laboral que promete una mejor remuneración y un mejor futuro. Indudablemente, Al desierto se vale del contexto histórico en el que se imprime (la violencia de género y la lucha feminista) para hacer que esos primeros minutos gocen de una enorme tensión: porque desde que Julia (Valentina Bassi) se sube a la camioneta de Armando (Jorge Sesán), el espectador duda de las intenciones del hombre y teme por la vida de la mujer. Los roles de víctima y victimario se imponen como reflejo, condicionados como estamos por una realidad que nos supera y nos oprime. Desde ahí, el director Ulises Rosell jugará con nuestras expectativas en un movimiento lúdico de gato y ratón que quiebra los prejuicios y lleva por otros senderos, mucho más complejos pero -también- más problemáticos para la película. Lo mejor de la película de Rosell se concentra en esos primeros minutos. La pesadez de la rutina de Julia, el tímido acercamiento de Armando, el cada vez más enrarecido viaje en camioneta por ese desierto que será el hogar final de los personajes, incluso un muy lúdico plano secuencia musicalizado con Sixteen tons en plan karaoke de casino. Pero una vez que suceda el accidente que deje varados a los protagonistas, Al desierto apostará por un intimismo incómodo en el que las reacciones abruptas y crípticas de los personajes acrecentarán el misterio del relato, pero también la confusión del espectador. Porque el victimario no lo será tanto y la víctima optará por un rol demasiado pasivo, tal vez seducida por ese enigma simbolizado en la figura de Armando (Bassi y Sesán están perfectos en sus roles). En gran parte del relato, Rosell se refugia en lo genérico para tratar de constituir, con la menor cantidad de diálogo posible, un universo. Y tiene la pericia técnica para lucirse. La película se codea con la road movie y también con el neo-western a lo Hermanos Coen (unos policías parecen salidos de Sin lugar para los débiles), consciente de que en algún sentido son estos elementos reconocibles para el espectador los que completarán los espacios huecos que deja el relato. Ambos géneros tienen la particularidad de estar condicionados por el espacio, y en ese sentido el director hace una lectura inteligente, tal vez la misma que Armando: quien busca en ese desierto enorme, alejándose a propósito de la civilización y lo urbano, algún tipo de renacimiento, de volver a empezar. El asunto no menor es que se lleva consigo a una cómplice involuntaria, contrafigura indispensable en esa reescritura de la civilización que el protagonista imagina en ese regreso a los orígenes. Y ese termina siendo el mayor problema de Al desierto, el vínculo no del todo claro que establece entre Julia y Armando, algo que es característico de un tipo de cine que confunde sugerencia y sutileza con supresión de información. Así como Armando resulta un personaje de difícil acceso y algunas decisiones de Julia se nos hacen demasiado caprichosas, la película termina licuándose en una serie de situaciones indescifrables. Tal vez Al desierto hable de paraísos perdidos, pero una Eva arrastrada a la fuerza no precisa de manzanas prohibidas para sentirse desplazada de ese edén.
CONTRADICCIONES EN LOS CAMPOS DEL SEÑOR En La fraternidad del desierto, el director Iair Kon entrevista a ex integrantes de Hermanitos del Evangelio de Charles de Foucauld, una agrupación integrada por curas obreros y religiosos laicos que entre 1959 y 1977 actuó en Argentina vinculando la acción cristiana con la militancia política y los sectores revolucionarios. Precisamente ese debate, el de la pertinencia de participar desde la Iglesia en la acción política, es el centro del documental en el que con carácter televisivo y sin apuesta formal distinguible, el director recoge una serie de testimonios que dan cuenta de la personalidad de aquellos religiosos, como el sacerdote italiano Arturo Paoli, referente en la región de todo este movimiento, que al momento de la película tenía 100 años y demostraba una lucidez increíble. Los protagonistas recorren los espacios donde actuaban hace varias décadas, especialmente el desierto de La Rioja, y mantienen viva la reflexión sobre los hechos del pasado, sin esquivar la ambigüedad y la posible contradicción en las formas. Kon sabe que lo principal en la película son los personajes, y muy especialmente lo que tienen para decir. Por eso, ilustra de manera bastante simple lo que mayormente son una serie de testimonios dichos a cámara. En ese sentido hay que aceptar que la película se construye de manera demasiado desapasionada en el retrato de personajes que han vivido lo suyo con evidente ímpetu. Pero salvada esa distancia, La fraternidad del desierto revela una historia tal vez no del todo conocida, otra más de aquellos tiempos en los que la violencia institucional derribó cualquier tipo de inclusión social e integración. Por el documental desfilan varios de aquellos sacerdotes, muchos de ellos que aún continúan vinculándose con sectores emergentes en la región, y también el filósofo uruguayo Julio Saquero, especialista en temas de derechos humanos y una suerte de alter ego del director. Como lo más importante del documental está en la palabra, es noble decir que algunos testimonios repiten conceptos que hacen un poco redundante a la película. Sin embargo, asoman por ahí temas que no están del todo conceptualizados en el film, y que habilitan interesantes reflexiones. Por un, lado el paso del tiempo y cómo juzgamos no sólo las acciones de los otros en el pasado, sino las de nosotros mismos. Cómo convivimos con aquellas cosas que hicimos y sus consecuencias, o en todo caso cómo convivimos con lo que no hicimos y sus consecuencias. La culpa o no, en un contexto de hombres de fe y religiosos, es sin dudas un elemento clave. Y aquí hay tantas miradas como individuos, evidenciando que lo que alguna vez fue una acción grupal hoy se encuentra desperdigada por el mundo, en un discurso poco homogéneo. Seguramente la posible grieta la viene a zanjar el propio Paoli, quien en su centena no abandona el discurso militante y ofrece los pasajes más potentes del relato, especialmente aquel en el que califica al Papa Juan Pablo II como lo peor que le pasó a la Iglesia Católica en muchos años. Y que dice que el catolicismo no es sólo algo místico, sino un elemento profundamente político, entendiendo esto como la acción directa sobre lo social y el acompañamiento de los desprotegidos.
UN DETECTIVE MELANCÓLICO Hay un gran mérito de Kenneth Branagh al abordar la adaptación de Asesinato en el Expreso de Oriente, que implica tomar la esencia de la novela de Agatha Christie y hacerse cargo de los factores que llevaron en su momento a que sea el relato más popular de los protagonizados por el detective Hércules Poirot. Porque la historia es, ante todo, la puesta en crisis del personaje, que a partir de ahí ya no volverá a ser el mismo. Con ese punto de partida, Branagh construye al personaje –desde la actuación y la dirección- desde la melancolía y la consciencia de ya no ser. Cuando arranca Asesinato en el Expreso de Oriente, vemos a un Poirot de convicciones firmes y tajantes: para él existen el Bien y el Mal, y no hay nada en el medio. Es esa cosmovisión dual la que también le permite autoproclamarse sin titubeos como “el mejor detective del mundo”. Pero luego vamos viendo a un hombre cuya visión del mundo se va desmoronando progresivamente, con lo que el caso que afronta –el asesinato de un pasajero en el tren y una larga lista de sospechosos- se constituye en una bisagra en su vida. Para esta resignificación del personaje y su tiempo, Branagh se vale en buena medida de un estupendo trabajo en la imagen. La recreación de época en Asesinato en el Expreso de Oriente es notable y eso hasta puede notarse en el tren donde se van desarrollando los acontecimientos: esa máquina detenida en medio de la nieve pasa a ser un personaje más y hasta funciona como una metáfora –un poco obvia, es cierto- de Poirot y sus dilemas. Desde esa fluidez entre lo técnico y lo narrativo podemos notar el interés –y hasta el cariño- del realizador por lo que está contando, por cómo el relato puede representar para él una buena síntesis de cierta perspectiva británica. También su ego, porque no solo asume para sí un papel icónico dentro de la literatura inglesa del último siglo y medio –y lo interpreta muy bien, hay que reconocerlo-, sino que se reserva los mejores momentos: hay dos planos secuencia memorables que lo tienen a él como foco indisputable. Así, Asesinato en el Expreso de Oriente alterna entre la superficie brillosa y ambiciones de profundidad temática. Como en la novela de Christie, la mayoría de los personajes son piezas moviéndose en el tablero de ajedrez, pero el film se permite incorporar una mirada político-social que aprovecha el situarse en los años previos a la Segunda Guerra Mundial para desplegar una serie de apuntes sardónicos que entran en el territorio de lo políticamente incorrecto. Sin embargo, aunque Branagh maneja apropiadamente buena parte de los resortes del thriller de misterio de la vieja escuela y la ironía socio-política, a la hora de adentrarse en el territorio de la acción cae en una confusión desde el montaje y la puesta en escena que deslucen el resultado final. Aún así, Asesinato en el Expreso de Oriente cumple con lo que promete y es un ejemplo cabal de la maquinaria hollywoodense al servicio de un relato ágil, con un público bien calibrado y la capacidad para posicionarse ideológicamente. El último plano está cargado de complejidad, reconfigura cierta mirada que podría caratularse como reaccionaria –por cómo justifica ciertas acciones en función de sus causas- y pone a Poirot en el lugar justo, preciso. El mejor detective del mundo ya no podrá volver a ser la misma persona que antes.
POR EL POLVO DE LA AVENTURA DISTÓPICA Evidentemente el cine nacional alcanzó cierta pericia técnica, que permite montar -o al menos simular- la estructura del cine de gran presupuesto, del gran espectáculo, algo que por cierto es habitual en aquellas cinematografías donde lo industrial es un realidad y no tanto un deseo como aquí. Los últimos es el más nuevo ejemplo en esta cadena, donde una suerte de relato post-apocalíptico se da la mano con elementos del western, para desarrollar una distopía sobre un futuro cercano bastante sombrío, donde el ser humano sobrevive en un planeta vaciado de sus más preciados recursos naturales. Esta ópera prima de Nicolás Puenzo reúne varios elementos tanto de una vertiente autoral como de ese cine que apela al entretenimiento como combustible principal, aunque parece quedarse un poco a mitad de camino en todos los terrenos que transita, porque se nota que duda sobre qué tipo de propuesta ser, y sólo se sostiene a partir de dos sólidas actuaciones como las de Germán Palacios y Peter Lanzani. Los últimos toma a los protagonistas en medio de la travesía: Pedro (Lanzani) y Yaku (Juana Burga) escapan de un campo de refugiados y se abren a la aventura en un enorme desierto. Esos primeros minutos son de incertidumbre, de una saludable incertidumbre, porque acompañamos a los personajes sin saber muy bien a dónde, y porque la película nos lanza a un universo que desconocemos y que se nos hace potencialmente atractivo. Puenzo, además, acompaña esto con un interesante trabajo desde lo visual, apelando a los planos cortos para ponernos en situación de los personajes pero también a los planos amplios para descifrar el peligro al que se someten los protagonistas, esa inmensidad un poco amenazante que es la que aporta estilo al relato. Se adivinan en esos momentos algún tipo de referencia a los caminos polvorientos de Mad Max y a un universo derruido como en Niños del hombre; y Los últimos aprovecha bien esas influencias. Por su parte, Pedro y Yaku hablan poco, y ese misterio que los rodea respecto de su destino le da potencia al film. Aunque una morosa voz en off que aparece de a ratos permite vislumbrar alguno de los problemas que la película tendrá más adelante. En verdad son pocos los personajes de Los últimos, pero todos los que aparecen -salvo los protagonistas y el ambiguo Ruiz de Palacios- no son más que caricaturas o conceptos esbozados pobremente, y ahí están Luis Machín, Alejandro Awada o Natalia Oreiro para comprobarlo. Lo mismo ocurre con los diálogos: cuando los personajes no hablan y se enfrentan a lo que les pone el destino, la película crece, pero cuando abren la boca y marcan explícitamente aquello sobre lo que la película reflexiona, se vuelven meras marionetas del guión. Es que Los últimos, detrás de sus referencias cinéfilas y su acercamiento al cine de género es otra de esas propuestas demasiado preocupadas en pensar y decir cosas sobre el estado de situación del mundo. Y aquí ingresan apuntes sobre la ecología, el medioambiente y la vinculación entre poder empresarial y militar, más algún simbolismo religioso relacionado con el origen y el renacer de la humanidad ejemplificado en esos dos fugitivos. La película de Puenzo es una obra repleta de buenas intenciones; buenas intenciones relacionadas con las ideas que expone y buenas intenciones en el hecho de montar un espectáculo cinematográficamente bello y potente. Pero a veces los intereses más autorales del director chocan con la fluidez que precisa la aventura, y ante la indefinición es cuando la película parece estancarse o no ir hacia ningún lado o repetirse hasta el infinito. De esos pozos la saca Palacios con un personaje que vibra como no vibran todos los demás, un tipo algo torturado y hastiado, aburrido del sistema, que busca un último acto que lo redima al menos un poco. En esa presencia, que no precisa de excesivas explicaciones, la película de Puenzo encuentra el camino que mayormente le resulta esquivo. Los últimos nunca logra del todo que el querer entretener y el querer reflexionar se homogenicen en un mismo relato. Ahí su mayor pecado, la falta de ideas respecto de qué hacer con tan bonito envoltorio.
DE TÍTERES Y TITIRITEROS La nueva película de Joseph Cedar, Norman: el hombre que lo conseguía todo, no sólo presenta una historia que por ratos se vuelve fascinante, sino que además nos permite disfrutar a Richard Gere en tal vez una de las mejores interpretaciones de su carrera. Es injusto negar que ha tenido buenas participaciones junto a directores como Paul Schrader, Terrence Malick, Francis Ford Coppola o Mike Figgis, pero desde un tiempo a esta parte del actor había reconstruido su imagen primeramente sobre la base del galán algo inocuo o, posteriormente, sobre la base del galán maduro igualmente inocuo. Por eso que Norman: el hombre que lo conseguía todo representa una novedad en su filmografía, y una muy feliz: Gere se anima con un personaje patético, de una pequeñez que se magnifica por el mundo de poder el que se termina moviendo y que representa un despojo de sus viejos mohines para avanzar con un relato que le niega la posibilidad de redención notable. Si su Norman Oppenheimer llega a algún tipo de sanación, esta es también pequeña, escasa, imperceptible para todos aquellos que, muy a su pesar, han girado a su alrededor. Norman parece tener un negocio genial, que involucra la compra de moneda y que requiere de conexiones para llegar hasta un poderoso empresario. Pero también es un tipo gris, a quien vemos constantemente recorriendo pasillos, calles, espacios cercanos al poder, pero de quien desconocemos realmente cuál es su lazo con el mundo, su espacio propio, su lugar. Cedar lo retrata casi como un fantasma, un personaje sobre el que muchas veces nos preguntamos si es alguien real o el producto de una imaginación febril. Pero ahí va Norman, merodeando el éxito, conectándose, presentando su tarjeta personal ante el mundo, relacionándose, como un paria pero sin conciencia de tal. Claro que el destino le prepara un volantazo, y llega cuando se cruza con un funcionario israelí que terminará siendo primer ministro de aquel país. Pero lejos de ofrecer una reflexión sobre cómo el esfuerzo y la persistencia nos permiten arribar a nuestros logros, ahí comenzará otra película en la que la mirada sobre el poder será oscura y la vida de Norman se hará mucho más patética. Porque si el protagonista termina convertido en una suerte de nexo entre el primer ministro israelí y la comunidad judía de Nueva York, el suyo será un rol más funcional a los intereses de terceros que a los propios. Norman se verá tironeado entre los integrantes de la comunidad que requieren sus favores y el poder en Israel que lo minimiza y ni le atiende el teléfono. Cedar logra los mejores momentos de la película cuando su cámara sigue al protagonista, cuando permite que el nervio trascienda la pantalla y se apodere de la experiencia del espectador, que sufre con el por momentos irritante Norman. Por el contrario, a veces cede (porque no deja de ser más guionista que director) a lo escrito, a la estructura del guión, a algunos truquitos narrativos y a la necesidad de decir por sobre sugerir, sobre todo cuando se mete en los intersticios del poder israelí y trabaja el estereotipo del poderoso solitario y melancólico. Pero por suerte está Gere, que nunca hace evidente la intención de su personaje: si podemos suponer que lo mueven la ambición y el poder, lo cierto es que eso no está del todo claro. Su Norman parece buscar cierto reconocimiento y aceptación, hacer contactos, ser alguien en el mundo. Pero como anticipa el título original, la película es el retrato de un moderado ascenso y una trágica caída. Lo fantástico en la actuación de Gere, es que interpreta sin indulgencia y desde la dignidad a un personaje totalmente insignificante. Un títere entre titiriteros. El film de Cedar termina reflexionando de manera agridulce sobre esos personajes que mueven los hilos del mundo sin que nadie los vea, y que un día desaparecen sin que nadie note su ausencia, dejando un legado mayormente anónimo. Que ese mundo subterráneo pertenezca a personajes patéticos, es sin dudas toda una declaración de principios que hace la película.
¿HÉROE O TRAIDOR? Guionista y director (también periodista y cronista de guerra), Peter Landesman tiene una obsesión con la historia de su país, especialmente con episodios del pasado que quebraron de alguna manera la moral norteamericana y terminaron con la inocencia de un pueblo demasiado crédulo de la bondad de sus instituciones. En Parkland abordó el asesinato de JFK y ahora se mete con el caso Watergate a partir de un registro minucioso de las horas, los días y los meses en los cuales el segundo del FBI, Mark Felt, decidió pasarse al bando de los “buchones” y revelar a los periodistas del The Washington Post la maniobra con la que la administración de Richard Nixon espió a sus contrincantes del partido Demócrata. Felt fue aquel informante conocido como “Garganta Profunda” durante tres décadas, y quien deschavó su identidad hace unos años, poco antes de morir. El informante, entonces, es el registro de ese proceso en el cual el personaje toma conciencia y decide a revelar información confidencial a la prensa. Si algo interesante tiene el cine de Landesman a veces es que elude el exhibicionismo y la estridencia premiable de todo biopic, para centrarse de manera casi obsesiva en lo más intrínseco de la historia. Esto, claro, muchas veces en detrimento del que no tiene demasiada información sobre el hecho en sí: sus películas, construidas en base a una tensión leve y constante que rescinde de tiempos muertos, parecen pensadas exclusivamente para gente que conoce los temas o al menos tiene un grado de curiosidad apreciable, ya que elude la explicación de elementos indispensables. Claramente El informante no es una película que despertará pasiones, y ni tampoco es que lo esté buscando. Todo esto, que el film comparte con Parkland y no tanto con La verdad oculta (anterior film del director que sí tiene como lazo común con El informante el hecho del individuo que decide enfrentarse al sistema, aunque aquí desde las sombras), es una muestra de un cine algo demodé y más clásico en sus procederes. Lo mejor de El informante es precisamente eso, su rigor a la hora de abordar el tema, lejos del espectáculo y la declamación más hollywoodense. Como una suerte de sub Michael Mann, Landesman avanza aportándonos la información básica y obligándonos a seguir el recorrido de su personaje, y lo traza casi exclusivamente desde su vínculo con el trabajo. Liam Neeson, como Felt, compone a un tipo que adivinamos algo obsesivo, distante emocionalmente para sus seres queridos, que ha hecho de su cuerpo y su oficio casi un edificio: este Felt, cuando se siente traicionado por las instituciones que él mismo abrazó durante años, decide bombardear el sistema desde adentro. Y Neeson se luce, construyendo una suerte de enigma. Si bien está clara un poco la frustración del personaje, no son del todo descifrables sus motivaciones. Y eso es muy saludable en el contexto de una película que elude la obviedad del retrato histórico más convencional. Claro está que la operación estética de Landesman requiere un sacrificio para el propio relato. Porque lejos de las emociones que contagiaba un film con similares intenciones y características como En primera plana, aquí esa falta de giros dramáticos ostensibles impide un poco el acercamiento del espectador a la historia y la vuelve distante. O, en todo caso, un espectador informado en relación al tema no deja de ver una suerte de relato lineal que va puntuando cada uno de los episodios detrás de una trama bastante difundida. El gran error del film es, tal vez, no poder ir más allá del retrato de Felt y el vínculo con su trabajo, y cuando avanza en otras direcciones del personaje, como su vida personal y el vínculo con una hija que se fue del hogar, se vuelve demasiado críptico o siquiera logra hacer de eso algo que funcione con la trama principal o la complete. El interés en El informante se sostiene gracias a una tensión leve, de thriller a medio tiempo, y a una unidad sonora que construye un clima de pesadez y sombras constante, como en los relatos de espionaje a lo John le Carré; un cine de espionaje más en el campo administrativo que en el de la acción. El peso del personaje de Felt es tan fuerte, que en algún sentido la película hace física esa distancia y la incomodidad de un personaje al que no sabe mirar si como un héroe o como un traidor.
UNA LUCHA DE CLASES DEMASIADO EXPLÍCITA Ante un cine nacional que se acerca mayormente a los márgenes sociales desde la construcción de estereotipos, no se pueden negar que la cámara de Eduardo Pinto registra el conurbano en Corralón con cierta honestidad: esa que permite hacer tangible un universo complejo de capas sociales que se intercalan pero que nunca se integran. Precisamente esa desintegración es la que le interesa mostrar aquí al director de Caño dorado, desintegración que explota en una violencia siempre contenida y que redunda en un espíritu primal y bestial que se impone -con fuerza- sobre el otro. Si hay algo que sobresale en la película es esa fiereza que Pinto exhibe con cercanía y placer por el impacto. En el film los protagonistas son unos trabajadores del corralón del título, dos tipos que ahogan sus frustraciones un poco en alcohol y otro tanto en un trato ríspido hacia los demás y entre ellos, y donde lo sexual es siempre una vía de escape. Por eso, cuando se crucen en sus caminos con una pareja de clase alta con modales sumamente despectivos, las diferencias sociales aflorarán velozmente en Corralón, tanto desde el uso del lenguaje como desde una reconstrucción física y furiosa de los ámbitos que los personajes habitan. Lo curioso no será tanto esa disputa, ese juego de clases que se vuelve bastante violento, sino el tipo de revancha que prepara uno de los obreros: secuestrar a los “ricachones” no para pedir rescate ni robarlos, sino para reducirlos a la condición de perros. La dominación es el tema de fondo de Corralón. Sin dudas que Pinto tiene las herramientas cinematográficas para balancear su película entre un registro sucio y realista, y el cine de género. El problema es que muchas veces, preocupado en ese qué decir, se olvida la sutileza y termina apelando a redundancias y trazos gruesos que atentan contra el verosímil construido. No es tanto por la sordidez que desprende el relato como por lo simbólico que sus imágenes explicitan demasiado, aun cuando sus personajes saludablemente no terminan por definirse y la película se mueve entre la ambigüedad. En ocasiones Corralón hace acordar a los universos que plantea en su cine José Campusano, con la diferencia de que aquí se observa una pericia técnica y hasta un cuidado estético que impiden mirar sus fallas con indulgencia.
THOR RAGNAROK, UNA COMEDIA DE MARVEL Si bien el humor estuvo presente desde la originaria Iron Man, recién desde hace un tiempo a esta parte los ejecutivos de Marvel se dieron cuenta que la comedia es la superficie por donde estas historias entre fantásticas y absurdas se mueven mejor: ahí están para demostrarlo las divertidas Guardianes de la galaxia y la mayúscula Ant-Man (una película pensada por comediantes). O mejor dicho, luego de que la obra maestra Logan le pusiera este año un límite al género (parece ya imposible pensar desde un lugar adulto las historias de superhéroes después de las película de James Mangold) no hay nada mejor que la comedia para reflexionar sobre estos universos y tomárselos en joda. Thor: Ragnarok es un ejemplo enorme en ese sentido, una película que abandona cualquier atisbo de solemnidad y se divierte a la vez que divierte con una historia que piensa el lugar social del superhéroe y los vínculos entre hermanos, padres e hijos, desde el humor, la ligereza y un diseño sonoro y visual impecable, con un colorinche que recuerda texturas lisérgicas y música de Led Zeppelin a todo volumen. La experiencia de Thor: Ragnarok es festiva. Y todo es así desde el mismísimo arranque, con una situación que descomprime enseguida lo que habitualmente en estas películas, si no se las toma demasiado en serio (y uno no es un militante de los cómics), es puro tedio: Thor está preso de uno de esos villanos gigantes y a puro CGI. El héroe se balancea en una cadena, que por inercia gira y motiva que cada tanto le dé la espalda al villano. El diálogo se corta repetidamente, y la pesadez del discurso del “voy a terminar con tu mundo” se vuelve ridícula, como siempre lo es pero aquí hay una decisión deliberada por mostrarlo de esa forma. Y no hay que confundir el humor de Thor: Ragnarok como una falta de respeto al material original (como lo piensan los fanáticos), sino como una forma de seducirnos e involucrarnos desde otro lugar con este tipo de historias. Porque, la verdad, queremos mucho más a Thor, Hulk y el resto de los muchachos cuando nos hacen reír y nos divertimos con ellos. Uno de los nombres clave aquí es Taika Waititi, director neozelandés experimentado en comedia que demuestra un enorme conocimiento del género, de las formas y los mecanismos para llegar a la risa, y de cómo la plasticidad y virtualidad de los efectos especiales es una herramienta más para el humor. De esa plasticidad, que es la misma del dibujo animado, parten varios de los mejores chistes de Thor: Ragnarok -incluso de la puesta en escena y la profundidad de campo-: hay velocidad, ritmo, vértigo y la invención de criaturas geniales como el Korg al que el propio director le presta la voz. Si pensamos en Guardianes de la galaxia, lo de Waititi es un paso más allá de lo que hace James Gunn. Porque si aquel apuesta también a la comedia, lo hace sobre la base de una mirada nostálgica al pasado y de una recurrencia a la cultura pop como mixtura de estilos y recursos. Thor: Ragnarok es simplemente una comedia, y no decimos “simplemente” como nada más que eso, sino como “por suerte una película que no se preocupa en otra cosa más que en hacer reír desprejuiciadamente”. El otro nombre clave es, claro que sí, Chris Hemsworth. El actor australiano ha demostrado desde aquella lejana (y aburrida) Thor, que era mucho más que una cara bonita. Es un actor terriblemente carismático y de una capacidad para hacer reír envidiable, además de una proverbial inteligencia para reírse de sí mismo, de su estatus de estrella y de galán. Todo esto lo ha demostrado en sus intervenciones en Vacaciones o en Cazafantasmas, y desde Los Vengadores ha tenido la libertad para explotar por los aires la potencialidad cómica del personaje. Lo ha hecho tanto en las películas como en videos filtrados en Internet donde ha potenciado el carácter paródico del mítico dios. Indudablemente esta Thor: Ragnarok es su película, la que incorpora su talento para la comicidad y su apuesta por el espíritu más lúdico y aventurero, un poco en la senda de aquella Flash Gordon ochentera aunque sin su ridiculez inconsciente. Recordar la pesadez shakespereana del Thor de Kenneth Branagh y contrastarlo con esta película-juguete es injusto, evidentemente son diseños diferentes y libertades que hoy Marvel se puede tomar luego de construir un universo fílmico que va tomando autonomía respecto de los cómics. Por último, celebrar la apuesta de Marvel. No es que Thor: Ragnarok no contenga esos innecesario inserts para congraciarse con los fans y plantar rastros de todas las películas de su gigantesco universo, pero lo cierto es que cada film parece ir teniendo más libertad, preocupándose menos en encastrar sus piezas en un plan mayor. Marvel se anima a ridiculizar su universo desde adentro, apostando a una película que convierte en gracioso lo que mayormente es solemne y aburrido. La compañía ha sentado sus bases de manera tan sólida dentro del mundo del cine de entretenimiento mainstream, que se permite no sólo crear las reglas sino también romperlas todas las veces que quiera. Construir una película que incluso puede ofender a sus fans (he leído algunas críticas realmente delirantes sobre cómo este film es una falta de respeto) es un gesto de una herejía absoluta. Como hacer una comedia en el contexto de una generación que se toma demasiado en serio a sí misma. Thor: Ragnarok es una comedia, orgullosamente una comedia, sin renunciar nunca a la risa hasta sus últimos minutos en los que explícitamente destruye los cimientos de su universo. Porque esta tercera entrega de Thor es el Ragnarok de una forma de entretenimiento solemne y pretensiosa.