La vieja escuela Con una reputada trayectoria como guionista, encima adaptando a grandes como Henry James, Thomas Hardy o Elmore Leonard, Hossein Amini eligió para su debut en la realización a Patricia Highsmith: De amor y dinero es una recreación con aire clásico de un texto no tan popular de la autora de -sí- la reversionadísima El talentoso señor Ripley, que le debe mucho desde su aspecto visual a aquella versión dirigida por Anthony Minghella, director al que Amini le agradece en el final. Están los norteamericanos empotrados en la postal europea, están la elegancia y distinción que oculta no otra cosa que la decadencia y la amoralidad, y también esos vínculos masculinos que oscilan entre la mutua fascinación y la repulsión. Tal vez se le puede cuestionar un poco la falta de brío por momentos, pero Amini construye con convicción un film que parece extraído de un viejo arcón de los recuerdos. Evidentemente una película así no llega por generación espontánea. Amini, de larga trayectoria en la escritura, se tiene que haber guardado para sí durante mucho tiempo esta historia. Por eso no deja de ser curioso cierto desapasionamiento que exhibe el relato, algo que por otra parte puede ser visto no tanto como una falencia sino como una virtud: el director, aún inexperto, domina las herramientas del cine con soltura, y no tiene que apelar al desborde para demostrar pertinencia. Lo suyo, también en un buen ejercicio de comprensión de las criaturas de Highsmith, es el autocontrol y la simulación, con pequeños climas de tensión que se van disponiendo cuasi matemáticamente a lo largo del film. De amor y dinero es una película de giros constantes, de marchas y contramarchas, sin antojo ni arbitrariedad, sólo respondiendo a los impulsos de sus personajes. Porque en la superficie, De amor y dinero (espantoso título local para el más sugerente The two faces of january) es una clásica película de estafadores, pero que en vez de elegir la cara divertida de la trampa prefiere la tragedia que supone el engaño. Y la seriedad del conjunto no es tanto un respeto supremo a la letra escrita (ese que padecen muchísimas adaptaciones literarias) sino un tono que nunca anticipa lo que va a venir. La ligereza, en todo caso, está impresa en ese absurdo que da origen a todo el asunto: un crimen sin premeditación, algo que suele ser habitual en buena parte de la obra de la autora más allá de que la mente criminal es puesta en marcha constantemente. Tal vez Amini falla un poco en el subtexto, hay información sobre la que se pone demasiada importancia y luego se pierde (el vínculo entre uno de los personajes y su padre) y también la relación entre los dos protagonistas se queda un poco en la superficie de cierta masculinidad provocada, sin profundizar en otras tensiones que Highsmith solía trabajar y sobre las que cuales Minghella hizo hincapié en la mencionada El talentoso señor Ripley. Pero De amor y dinero se vale en una primera instancia de tres intérpretes que están perfectos (Viggo Mortensen, Kirsten Dunst, Oscar Isaac) y también en una sobriedad absoluta para desandar un relato con ecos de Hitchcock y libertad para desalentar cualquier atisbo de postmodernidad. Decididamente es una película a la vieja usanza, no necesariamente avejentada, que se vale de un ritmo particular y de un montaje y un trabajo de planos que remite a esos films de misterio y suspenso que se hacían antes. Y ese desinterés en cualquier regla de mercado, no por la provocación misma sino por una pertinencia artística y un espíritu romántico, es sin dudas una decisión más que válida.
Desventuras de una mujer burguesa Caroline y Julien viven su primer momento de intimidad, adentro de un auto. La música crece -y remarca-, la cámara se mueve sinuosa en suave vaivén, los planos resaltan ese espacio de sexualidad revelado: manos, bocas, cuellos, escotes. De pronto, una acción de él genera la reacción de ella, y el momento se quiebra. Corte y plano general, que muestra el auto estacionado en la costa mientras los paseantes merodean por ahí. Ese instante, de plena sabiduría formal, es uno de los más logrados del film de Marion Vernoux porque define con pocos recursos de qué va Mis días felices: la lucha interna de una mujer entre su deseo y la generalidad de su vida burguesa y cómoda, lo interior versus el exterior amenazante. Ese corte entre un momento de intimidad idealizado (de ahí la música casi de novelita romántica) y un contexto que de tan distante convierte la escena en ridícula. En cómo se va convirtiendo ese affaire en un imposible -encima con un joven más de 20 años menor- para la acomodada Caroline se definirá buena parte de la suerte de este relato. Vernoux tiene algunos aciertos que pertenecen a las herramientas con las que cuenta, las actuaciones de Fanny Ardant, Laurent Lafitte y Patrick Chesnais (la mujer, el amante y el esposo cornudo) son realmente notables, y otros que corresponden a su propia visión: la construcción de personajes es envidiable, trazando sutilmente todos los componentes sociales y rituales que atraviesan la situación que decide poner en escena: la mujer recién jubilada que con tiempo libre vive su sexualidad libremente, el joven sin compromisos que se vincula con la señora mayor, el marido profesional que va madurando su consciencia en silencio. El paso del tiempo, la muerte, la libertad, los conflictos generacionales, la fidelidad, los mandatos sociales y familiares, la diferencia de edad en el amor son temas que se imponen a través del movimiento de sus personajes y de las relaciones entre ellos, más que por las palabras que se emiten. El film está atravesado por una comicidad asordinada y por un drama liberado de intensidad psicologista. Llegado un punto, Mis días felices sufre un poco el dilema de su protagonista femenina: ¿qué hacer con eso que está haciendo? Si bien Caroline decide vivirlo sin mayores problemas, hay una culpa que ronda y pende sobre su conciencia. En ese sentido lo de Ardant es notable, construyendo a esta mujer madura con total sensualidad pero también haciendo evidente la seguridad que dan los años y la inseguridad que habilitan las aventuras. En su mirada y en su postura, en cómo bebe y fuma, su Caroline se construye como una mujer no demasiado hastiada de su mundo aparentemente perfecto, pero dispuesta a hacer algo con ese tiempo libre que le queda. Está segura de esa aventura y la película no la juzga, el conflicto llega mayormente con las consecuencias sobre los otros más que sobre ella misma. Y ahí Vernoux arriba a un final que da para la polémica. ¿Es Mis días felices una película que se la da de liberal para terminar siendo totalmente conservadora? Sin revelar demasiado, podríamos decir que sí, más aún por la forma abrupta y un tanto arbitraria con que se resuelve el conflicto central. Pero el dilema finalmente es del que mira y sus expectativas: ¿el cine debe cumplir los deseos o tiene que acompañar coherentemente el desarrollo de las criaturas que lo habitan? ¿Puede una mujer como Caroline, con el universo previo que uno adivina, soltarse finalmente a la aventura? ¿Es la aventura el verdadero sentido de lo que hace Caroline o el paso del tiempo se impone como algo inevitable y cruel? Enigmas que se resuelven más en nuestra cabeza que en lo que Mis días felices termina proponiendo. Más allá de que el desenlace no esté a la altura, Vernoux retrata con sutileza esos días veraniegos que preceden al ocaso otoñal de la tercera edad.
Pudo ser peor Hace poco más de un mes se estrenaba Lo mejor de mí, enésima adaptación del universo literario de Nicholas Sparks al cine. Uno puede preguntarse qué ha hecho la cartelera de cine para merecer esto, pero yo puedo preguntarme, encima, qué he hecho para merecerme cubrir las dos películas para Fancinema. Sí, acá estoy, contándoles sobre El viaje más largo. Sin embargo, ese amargo sabor de boca reciente termina favoreciendo a esta nueva producción, ya que -no debería ser, pero es- aquella era tan mala que las fallas de esta nueva cita romántica dirigida por George Tillman Jr. y protagonizada por Scott Eastwood y Britt Robertson terminan siendo bastante leves, y la película funciona a medias sin convertirse en un desastre absoluto. No se puede decir que Sparks no sea consecuente con su propio universo. Aquí no falta nada que no haya estado antes: la música excesiva, el romanticismo de manual, la pasión edulcorada, los dos tiempos narrativos que se unen en algún momento, la lluvia que revela pezones, las resoluciones arbitrarias, la lagunita y el pueblito lindo, florido (esta enumeración se parece a la ya hecha en ocasión de Lo mejor de mí, lo cual es totalmente consciente dada la repetición del conjunto). Y lo que vuelve aquí es el viejo con una historia del pasado, algo que convierte a El viaje más largo en una especie de reescritura de Diario de una pasión. Por lo visto, al bueno de Sparks se le empiezan a agotar los recursos. Pero -y esta vez hay un pero, porque no siempre-, algo resulta menos irritante en esta ocasión. Tal vez sea que Tillman Jr. filma todo el melodrama con una falta de intensidad galopante, lo que hace que en definitiva los excesos se aminoren y el error se convierta en virtud. Y también que el director tenga un buen pulso para las atractivas escenas de rodeo, donde mínimamente hay un suspenso bien construido acerca de lo que ocurrirá con nuestro héroe. Por otra parte es verdad que Eastwood y Robertson son una parejita bastante relajada y agradable de ver, y que por ahí anda el notable Alan Alda, como un viejo mejo hosco y medio piola, que juega su rol funcional dentro del plan mayor de romance eterno de los protagonistas con bastante honestidad y mesura. Seguramente en el melodrama jugado a baja intensidad está el secreto de una película que no es recomendable por sus aciertos, sino por lo acotado de sus fallas. Uno adivina que en otras manos las cosas podrían haber sido peores.
Simplemente tuya Nuevamente el universo de la escritora Claudia Piñeiro llega al cine, y todavía no existe esa película que logre darle un vuelo cinematográfico adecuado. Aunque hay que decir que Tuya, de Edgardo González Amer, dentro de su medianía evidencia algunos rasgos positivos al convertir este relato de adulterio y venganza dentro de la clase media-alta en un thriller repleto de giros y situaciones un poco ridículas, pero no exentas de diversión. Si Las viudas de los jueves y Betibú eran transposiciones poco libres del papel a la imagen, que además no podían dejar de centralizar la bajada de línea que la autora ha venido construyendo con su mirada (una que potencia una cosmovisión un tanto trillada sobre las clases altas y repleta de clichés sórdidos, como de un Haneke light), Tuya gana porque lo que vemos en primera instancia es el thriller y por debajo, subterráneamente, pasa ese comentario constante sobre la perversión del poderoso. Pero como decíamos, antes que nada está el thriller, y González Amer trabaja ese territorio con citas explícitas a Brian De Palma (hay una muerte filmada a la manera de Blow out), Quentin Tarantino o Alfred Hitchcock, y con un humor bastante negro que pone patas para arriba la construcción que tenemos sobre víctimas y victimarios, y con situaciones que no dejan de tener un anclaje en el absurdo: la mujer, ama de casa, que realiza su investigación muñida de unos guantes de goma para lavar los platos. Entonces por suerte, en Tuya, el dispositivo genérico se pone por delante de la discursividad del texto de Piñeiro, haciendo que el relato fluya a partir de sus constantes vueltas de tuerca, puestas en escena con fluidez y -a veces- con una torpeza que no deja de tener su encanto, cuando la película no exige un verosímil a partir del rigor. Lo que no funciona en el film, entonces, tiene que ver con las herramientas que dialogan con lo genérico: hay una voz en off inconstante y de una expresividad nula, hay una subtrama sólo justificada en su analogía confusa con la trama principal y una presencia, la de Andrea Pietra, que carece del peso suficiente para construir las diversos niveles de emociones que invaden al personaje: no es necesariamente una mala actuación, pero sí una de recursos un tanto resumidos y de una fisicidad un tanto escueta. Pero tal vez el mayor inconveniente del film y el que le resta trascendencia es que no logra clarificar las motivaciones de sus personajes, especialmente las de Inés. Uno intuye que esa mujer toma las decisiones que toma porque no quiere perder su mundo de confort y materialidad, pero es más una suposición que una realidad que surja del relato: no hay líneas, no hay una vinculación entre el personaje y el espacio que nos lleve a entender a Inés. En la lectura que hace González Amer es más una mina desesperada y un poco boluda (citando una entrevista publicada en Radar días atrás), que se mete en algo que la supera. Pero si pensamos que lo hace para sostener su micromundo es más por relacionar Tuya con otros relatos similares donde este conflicto está resuelto con mayor precisión. La ausencia de un soporte reflexivo, deja al desnudo a Tuya como un film que tiene que funcionar necesariamente como relato de género. Y ahí la película alterna buenas y malas. Más allá de que resulta dinámico en sus constantes idas y vueltas, queda por momentos un poco chico, apenas una anécdota más o menos bien contada.
El niño terrible eterno Xavier Dolan es un niño terrible del cine. Sí, se lo han marcado desde siempre, desde su debut con Yo maté a mi madre hace ya seis años. Y no hay nada de malo en eso, ya que su cine está repleto de decisiones formales y apuestas temáticas rupturistas, controversiales y transgresoras. El problema de estas calificaciones que hace la prensa -y el público- es cuando el propio artista se la cree, y reduce el ritmo de su obra a una serie de guiños y gestos que se convierten, por sistematización, en pose: claro que es muy fina la línea que divide el recurso autoral de la repetición gastada, y ahí es donde Dolan gana la pulseada, porque en el cúmulo de emociones exacerbadas que trabaja se pierde un poco la capacidad de discernimiento. Las películas del canadiense buscan el impacto, y en ese choque invisibilizar sus defectos. Al fin de cuentas, Dolan cree que ser un “niño terrible” es un trabajo, y como tal se vuelve rutinario. Entonces para continuar sosteniendo un imaginario a su alrededor se nutre de apuestas que suenan a capricho, como el formato con el que filma su película (un 1:1 que por pura ilusión visual forma un rectángulo) o el dato de una Canadá futurista donde los padres pueden dejar sus hijos a la suerte del Estado si su crianza se complica por cuestiones que los exceden. En Mommy regresa un poco al comienzo de la rueda, nuevamente con una historia que pone el foco -como en Yo maté a mi madre- en la relación madre-hijo, vínculo que es siempre conflictivo y violento para el realizador: aquí, un hijo con un síndrome que lo hace comportarse de manera violenta y una madre a la cual la juventud se le empieza a ir y tiene que hacerse cargo de asuntos de adultos que no la muestran muy cómoda. Para Dolan, las emociones son algo físico y no le alcanza los silencios, sino que tiene que exponerlas en escenas gritonas que llevan a sus personajes hacia lo más bajo: en el fondo, el impacto de su cine no está muy lejos de un Lars Von Trier o Gaspar Noé, donde la sordidez es entendida como un valor positivo que enriquece las acciones. Y ese es el choque más rico y a la vez más contradictorio del cine de Dolan: si por un lado apuesta al pop como un gesto de humanidad y sus películas no eluden la amabilidad sumando un uso muy inteligente de la música, por el otro es como si inconscientemente entendiera que aquello es poco serio y con culpa recurriera a esos zamarreos donde todo estalla para instalarse como un autor importante. Lo suyo es el melodrama conceptualizado, y mal no le ha ido si vemos el camino que ha tomado su obra en los festivales más importantes del mundo. El problema es que muchas veces detrás de la cáscara del cine de Dolan, no hay nada. Y en Mommy se nota demasiado, especialmente a partir de dos de sus decisiones principales. Por un lado ese aspecto visual del film, esa pantalla cuadrada, es un recurso que metaforiza groseramente el conflicto interior del protagonista: ver si no cómo aquellos momentos donde se sugiere libertad, la pantalla se ensancha. Dolan utiliza un recurso formal con un nivel de obviedad alarmante y que, encima, tiene un problema mayor: al achatar la pantalla hacia los costados, al director no le queda otra cosa que centrar a sus personajes en el plano, inhabilitando cualquier otro tipo de información porque lo único que vemos, constantemente, son esos rostros y esos cuerpos. No hay más por contar o mostrar, la imagen es subsidiaria de la palabra y el psicodrama se vuelve abrumador en el mal sentido. Y por otra parte, aquel dato que le aporta el toque futurista, esa posibilidad de los padres en abandonar sus hijos a la suerte del Estado, no es más que un punto de arranque sensacionalista sin mayor implicancia en el relato o, sí, un elemento que está ahí para que el guión tenga un punto de escape a la repetición asfixiante de Dolan. No le vamos a pedir al director un drama social a lo Ken Loach, donde debata sobre el sistema de salud de su país, pero al menos le podemos exigir que si va a poner un punto de arranque tan inquietante, eso tenga algún tipo de injerencia en lo que va a contar. Caprichos y más caprichos de un director que, por el contrario, tiene la capacidad para generar momentos bellos, con un gesto postmoderno constante, como lo demuestra en Mommy cuando deja de lado la exageración y la pose repetitiva. En todo caso, el debate interior de Dolan es el de dejar de ser el niño terrible para convertirse en un autor de relevancia o ser el patético niño terrible eternamente.
La invasión y las pompas de jabón Nombre habitual dentro de Dreamworks, Tim Johnson ha construido una carrera con trabajos que están pautados por cuestiones político-sociales y un tema recurrente: el territorio y la propiedad sobre él. Digamos, la invasión y el sentido de pertenencia a un lugar, un asunto cultural muy fuerte, arraigado por las distintas sociedades a lo largo de la historia y que ha llevado, claro que sí, a cruentas guerras. Hormiguitaz mostraba esa lucha desde adentro de una comunidad y Vecinos invasores referenciaba la exclusión social paredón (o seto) mediante. De hecho, Johnson dirigió aquel segmento de Los Simpson en el que Homero viajaba a las tres dimensiones y terminaba cayendo entre nosotros, para terminar tentado por el más mundano de los placeres: un pastel erótico. Ahí se observaba una reflexión sobre su propia materia -la animación- y el viaje final reflejaba una mirada interesante: el horror de los terrícolas ante la presencia del “dibujo animado”, y que es al fin de cuentas el meollo de la cuestión de tantas luchas territoriales: el punto de vista sobre el otro. Para no ser menos, la novedad Home – No hay lugar como el hogar (adaptación del libro The True Meaning of Smekday, de Adam Rex) continúa explorando esos asuntos con inteligencia y emoción. En el film hay una comunidad, los Boov, que tienen como mayor habilidad el huir. Escaparse, marcharse, irse de planeta en planeta para perderle el rastro a los Gorg, sus némesis, quienes viajan por el espacio con el fin de exterminarlos. El tema está plantado: los nómades y aquellos que los persiguen, territorialidad sin identidad, un espacio constante de búsqueda donde afincarse. Pero para sumar a la ecuación aparecen los humanos, porque los Boov deciden hospedarse en la Tierra, y ahí surge otra figura: el desplazado. Los humanos son trasladados por los extraterrestres a un lugar ubicado en Australia, donde les generan un mundo autónomo y que parece contener todo lo que necesitan. O no. El conflicto del refugiado, donde el lugar no es suficiente cuando la distancia marca lejanía con los afectos, se impone. Todo esto, que parece bastante intrincado, lo es. Pero Johnson tiene el suficiente oficio para hacer de su película un relato fluido (más allá de que el comienzo parece un poco apresurado) y muy atractivo, con una concentración dramática envidiable que pone el ojo en el cuento y su anécdota. Y más allá de la simpatía en el diseño de sus personajes -algo clave en la animación-, se vale no sólo de un humor acelerado y absurdo (las posibilidades cómicas que brindan los Boov parecen ilimitadas) pero fundamentalmente de una textura pop que invade colores, emociones y sonidos hasta convertir a Home en una pompa de jabón gigantesca. La textura es fundamental en Home. El pop, síntesis del arte que aún no ha encontrado reemplazante, es también un lenguaje que acorta fronteras. Compuesto por emociones simples -simples de decir y simples de interpretar-, es un puente que acorta brechas generacionales y culturales. Es, además, una herramienta occidental y capitalista, algo que Home acepta y asimila, pero no como forma de exclusión: los Boov, una vez llegados a la Tierra, convierten su espacio en un resumen del planeta, por allí anda la Torre Eiffel con su iconografía a cuestas, encerrada en una pompa de jabón enorme. Los Boov son, en definitiva, desde su amabilidad naif y su individualismo extremo edificado por su costumbre de huir y nunca afincarse, un espíritu de época. Es ese espíritu mostrado de forma lúdica el que impacta con un tema algo más complejo como el de la territorialidad, y que resuelve las cosas tal vez de un modo simple: hay un horror -marcado en los Gorg- que es finalmente eludido, sobre-explicación en la resolución, un doble final algo lacrimógeno en exceso y una completa elusión de los factores económicos que subyacen a toda invasión (algo que ni Wall-E ni Vecinos invasores obviaban del todo). Pero salvados estos problemas que evidencia Home hacia su desenlace, hay que reconocerle a Johnson su confianza absoluta en lo que la animación debe ser, y de ahí el sostenimiento de su tesis mayor. Con un diseño tan bello como original, la película transita por el camino de lo habitual reconvertido fantásticamente (ese auto que vuela), para sorprender a cada instante: y en eso es fundamental el humor neurótico, la imaginación y libertad en sus formas, y un personaje central como el de Ohh, tan amable como complejo en el sucedáneo de emociones que lo embargan y que le hacen cambiar de color. Home termina sosteniendo la validez del terruño propio como espacio identitario, pero para ello se pega un viaje por las emociones, los vínculos y los afectos, que son al fin de cuentas los que garantizan el nexo entre el ser y el espacio que lo circunscribe. Un mundo nuevo, un poco a la Wall-E, donde aquí el abrazo cumple la función del estrecharse las manos en aquella obra mayor de Pixar.
El movimiento es salud Por algún extraño motivo la primera parte de esta saga -Divergente- gozó por estas tierras de buena salud crítica, de la cual esta segunda carece. Y es llamativo, puesto que Insurgente es como una corrección ligera de aquella película seminal, retocando cual lifting lo que en la anterior se notaba caído y reforzando lo que la sostenía débilmente. La operación resulta satisfactoria, básicamente por la inclusión de un elemento vital para el cine: el movimiento. Insurgente tiene secuencias de acción mejor filmadas y diseñadas que Divergente, y tiene una serie de giros que le dan ritmo a la narración y que desembocan en un final verdaderamente sorpresivo. A contramano de lo que ocurre con la mayoría de las sagas, esta parece aprender de sus propios errores. Tal vez el máximo aprendiza sea el de ser más concreta y necesitar veinte minutos menos para contar lo suyo. Si bien hubo cambios generales en los apartados técnicos, el más notorio es el de la dirección: Neil Burger carecía del timing para filmar ese movimiento, algo que el irregular Robert Schwentke -que aquí se hace cargo- parece tener más internalizado. Si la primera parecía un film de acción para niños, esta adquiere mayor tensión y rugosidad, con una violencia seca bastante impactante, más allá de la ausencia de sangre, algo que evidentemente es sugerencia del multitarget al que aspira. La presencia de Schwentke permite que la película luzca más física, menos naif, y más acorde al tono grandilocuente que estas adaptaciones de éxitos literarios adolescentes requieren. Y, eso sí, lo podemos discutir: Insurgente no puede escapar a la tensión de tener que respetar un material original demasiado venerado. Ese es su gran pecado. La historia vuelve a ser la de los jóvenes que se revolucionan al poder totalitario, y los personajes aparecen en el lugar donde los dejamos hace un año. Hay en una primera parte huida y en una segunda, táctica y estrategia de la resistencia. Esa división de la acción hace que el film no se introduzca en una meseta, puesto que debe construir situaciones constantemente para repotenciar la trama principal hacia adelante. En definitiva un film de guión, pero que no se nota porque se mueve y en el movimiento, uno se olvida de la estructura. Insurgente es una película donde, afortunadamente, pasan cosas. Y esas cosas se traducen en acción antes que en palabras, que igualmente las hay y vienen a ser la parte floja de la película con su carga de onliners revolucionarios de café. Lo positivo, también, es que nunca confunde acción y ritmo con vértigo: Insurgente no se propone como una carrera de cien metros llanos, sino de largo aliento y con obstáculos. Y al menos moviliza un poco las neuronas del espectador, algo que estos tanques de Hollywood suelen alentar hacia la modorra. Las implicancias religiosas de la saga Divergente son más que evidentes, y no están mal. Tampoco su aliento político, que se retuerce un poco con la aparición de un personaje más interesante que la villana estereotipada de Kate Winslet, interpretado por Naomi Watts. Esos elementos son los que distinguen a la historia, y los que aquí el director logra fusionar con bastante coherencia y sin empañar el funcionamiento del relato. Llegado un momento, uno empieza un poco a dudar de la coherencia del todo, de cómo se van articulando esos giros y vueltas de tuerca, pero la película siempre tiene la inteligencia como para depositar el interés del espectador en la escena siguiente. Y, otro detalle atractivo, Insurgente deja de lado ese romanticismo histérico alla Crepúsculo de la primera y es, también ahí, mucho más precisa y acotada. Tampoco es que Insurgente sea una maravilla: los defectos de la primera están aligerados, pero no dejan de estar. Esa solemnidad galopante, quebrada un poco por la presencia del reptílico Miles Teller; esa revolución didáctica y explicada; esa recurrencia a instancias de sueño que vienen a explicar los dramas internos de los personajes; esas frases para pegar en la heladera con musiquita de fondo que todo lo remarca; una primera hora donde le cuesta hacer pie para acumular giros un poco a las apuradas en la última parte; las actuaciones siguen siendo desparejas, aunque Shailene Woodley se muestra mucho más firme en su rol de heroína. Sin embargo, y ese es un gran acierto de la historia en la que está basada, el final es sorprendente y abre expectativas de cara a lo que viene. Insurgente recurre a un cliffhanger digno de cualquier serie de la tele, y no está mal. Luego podemos discutir sobre la pertinencia de todo eso que ocurre para llegar hasta ahí, pero debemos reconocerle esa movilidad que genera. A esta altura, con todas estas sagas repitiendo esquemas un poco molestos, no viene mal una que patee un poco el tablero, aunque sea de modo un poco amañado.
Extrañas criaturas Después del norteamericano y -obviamente- del argentino, el cine francés debe ser el que más llega a las salas del país. Y eso se debe en buena parte a que todavía mantiene vivo cierto poder iconográfico, con una serie de nombres que se instalan fuertemente tanto en la categoría de autor como en la de creadores de masividad, como en la de mitos vivientes o artesanos más o menos competitivos. En definitiva, un cine industrial variado y complejo, que da una idea de cierto orden y ambición para instalar una presencia audiovisual en el mundo. En este contexto, una película como En un patio de París es una verdadera rareza. Bienvenida, más allá de que su resultado final sea un poco decepcionante en función de cómo se iban articulando los varios elementos que la integran. En un patio de París es, también, un resumen de lo apuntado. Su director, Pierre Salvadori, es uno de esos artesanos más o menos efectivos, que viene a representar al cine francés menos exigente y más universalizado, ese de las comedias simpáticas y amables, y poco arriesgadas. Pero la película, además, se define a partir de sus dos protagonistas, Catherine Deneuve y Gustave Kervern; la primera la diva histórica, el segundo el referente de un cine incómodo y freak. En ese choque generacional pero también de registros y tonos, el film encuentra una cima de originalidad. Decíamos de Deneuve, la diva por excelencia del cine galo. Una mujer que en su tercera edad tal vez haga menos películas brillantes que las que hacía antes, pero que sabe llevar su vejez con dignidad tanto personal como profesional. Y decíamos de Kervern, un director que en dupla con Benoît Delépine ha construido las comedias más deformes y revulsivas del cine francés contemporáneo (Aaltra, Mammuth). Ese cruce, entre la actriz consagrada y el referente cool, hace avanzar el film por un camino sinuoso, donde el acercamiento a un consorcio de vecinos bastante particular, resulta un muestrario melancólico y lunático, que tiene la distinción que le aporta Deneuve y mucho del grotesco oscurísimo que le da Kervern. Con todo esto, Salvadori sólo tiene que sumar las partes, pero se confunde al querer ir más allá y tratar de dejar alguna lección de vida un poco simplona. Es verdad que algunas metáforas del film son la obviedad caminando -esa grieta que vuelve loca al personaje de Deneuve-, pero también es cierto que En un patio de París es una de esas películas que se valen de ciertos clichés para poner todo su esfuerzo en el desarrollo y la construcción de vínculos. Y ahí es donde triunfa, en cómo dispone a los personajes y cómo los va llevando progresivamente por el lado de una comedia contenida, pero no por eso menos efectiva; alocada en la psicología de sus criaturas pero sostenida bajo un manto de normalidad, que es en definitiva lo que busca su protagonista, Antoine: un músico depresivo que abandona todo y encuentra en un trabajo como portero de edificio ese espacio off de la sociedad que lo contiene y lo aísla de aquello que le hace daño. La película es un relato fragmentario que funciona a partir del entramado de personajes peculiares y las situaciones que se dan entre ellos, y que encuentra su mejor expresión cuando hace eso sin buscar un sentido, dejando ser a cada uno de esos propietarios e inquilinos, incluso sin juzgarlos en algunas decisiones que toman. Pero se traiciona a sí misma cuando pretende cerrar la historia con algún tipo de enseñanza, echando mano -incluso- a lo sacrificial. Ahí es donde lo libertario del asunto se siente más una pose que algo sentido, y donde el film de Salvadori pierde parte de la magia que la había sostenido hasta ese momento. Eso sí, Kervern está notable y su personaje es el que sostiene el conjunto.
Enfermos singulares Son crueles las enfermedades degenerativas de la mente, qué duda cabe. Pero bien es cierto que la singularidad de las personas -por una imposición cultural inconsciente, o perversamente consciente- nos lleva a lamentar en mayor o menor medida el padecimiento ajeno. Entendemos -y es muy cruel esto que voy a decir- que un abuelo con Alzheimer es algo más común que una señora de 50 con Alzheimer. Nos genera mayor sensación de dolor, o de angustia porque pensamos a esta señora como alguien mucho más cercano a nuestro universo etario. En definitiva, nos hace pensar en nuestra propia degradación. En ese sentido, Siempre Alice -la simple y algo efectista película de Richard Glatzer y Wash Westmoreland- realiza una operación similar al construir una serie de vínculos familiares con fuerzas desparejas, donde el interés está focalizado en algunos de ellos, generando en el espectador una búsqueda dirigida de esa piedad. En Siempre Alice tenemos un matrimonio -Julianne Moore y Alec Baldwin- y tres hijos -Kristen Stewart, Kate Bosworth, Hunter Parrish-. Pero la película sólo hará hincapié en tres de ellos: la padeciente, doctora en lingüística; su marido, médico y muy profesional; y una de sus hijas, aspirante a actriz, algo alejada del hogar. Los otros dos serán elementos funcionales en algún momento, pero como para la historia carecen de interés dramático los realizadores han entendido que también deben ser intrascendentes para los espectadores. Y se los deja en un notable espacio off. Esas tres puntas, entonces, serán las que brindarán la serie de emociones que plantea el film, vinculadas no tanto con la enfermedad como hecho específico, sino con sus consecuencias y con la forma en que gradualmente una dolencia de este tipo va imponiendo una distancia entre el cuerpo y la mente; entre el deseo y la necesidad; entre el yo y el afuera. ¿Cuánto de nosotros seguimos siendo en el mismísimo instante en que una enfermedad como esta comienza a hacer mella? Esa sensación de “preferencia” ante un padeciente por sobre otro que señalábamos antes, queda explícito en el personaje que aquí sufre el Alzheimer. Alice (Moore) no sólo es una señora de 50 con Alzheimer -raro- sino que además es una especialista en lengua, lo cual lleva a lamentar doblemente la presencia de la enfermedad. A ver, no estamos en el terreno de 12 años de esclavitud, donde al fin de cuentas se deploraba el hecho de que el protagonista era un hombre libre y no tanto la esclavitud en sí, sino que Siempre Alice hace propio un sentir social y cultural. Que el enfermo no sea cualquiera, esa singularidad, lo hace distinguible. Y como toda distinción, su impacto es mayor. Está claro que desde la tesis, Siempre Alice es una película muy interesante en las implicancias sociales que plantea. El problema es que desde la puesta en escena, la dupla Glatzer-Westmoreland no puede salir de cierta vulgaridad, y entiéndase esto no como algo ordinario o soez sino como poco arriesgado y demasiado común. Más allá de algunas escenas donde el trabajo con el foco evidencia el proceso de pérdida gradual de la protagonista, no hay mayores elementos que convoquen aquí la presencia del cine. Telefilm sin demasiado vuelo, que cuando no sabe cómo sugerir algo lo dice o muestra, Siempre Alice termina sosteniéndose en las actuaciones. Moore está excelente, porque muestra el derrotero de su personaje sin exageraciones, evidenciando en la mirada horrorizada de mujer inteligente y consciente su progresiva ausencia; Baldwin está perfecto como ese marido profesional que no sabe qué hacer, y dice más en sus silencios que con sus palabras y muestra su afecto como puede; y sensacional está Stewart, demostrando que es mucho más que lo que la saga Crepúsculo le dejó hacer: aquí, una hija con un vínculo tirante, que termina haciendo las paces con su madre al descubrir en ese rostro intransigente el más primal de los sentimientos. Es verdad que Siempre Alice no se recuesta inconscientemente en su elenco, sino que lo busca como una forma de otorgarle un peso a su propuesta. En esa ida y vuelta entre la historia y el elenco, en esa devolución, el film encuentra un tono medido y distante, algo que otros rubros como la música se empecinan en derrumbar con su sentimentalismo.
Apuestas Un grupo de hombres trajeados que parecen venir de algún lado no muy recomendable, están a la vera de una ruta. Adentro del auto, uno de ellos, a punto de morir, con sangre en su ropa. El deseo del falleciente es comer un asado antes del último respiro, así que de un tiro matan una vaca y se ponen en la tarea. En pocos minutos Polvareda, de Juan Schmitd, deja en claro su apuesta, que se extenderá durante los próximos 100 minutos: un trabajo formal riguroso en planos y tiempos narrativos, el acercamiento a un humor entre absurdo y lunático, y una mezcla de estilos que hace propio el lenguaje del western, del policial asiático a lo Kitano o Johnnie To y del revisionismo de los hermanos Coen, con una fuerte impronta de la literatura argentina de tierra adentro en sus diálogos. Pocos films en el horizonte del cine nacional, como Polvareda, que tarden tan poco en especificar de qué la van. Polvareda es, desde el trabajo de su director y de los coguionistas Fabián Roberti y Marcos Vieytes, una constante apuesta. En primer lugar, por llevar siempre más allá el concepto que envuelve al film: y allí surgen largas secuencias en un partido de fútbol improvisado (mal actuado y filmado, hay que decirlo) o en un estanque con agua turbia, que habla un poco de la vuelta a los orígenes (dos de estos asaltantes son oriundos de Polvareda, el pueblo donde esperan unos trámites para su posterior huida del país) y que termina siendo el leit-motiv temático. Ese hombre enfrentado a su destino, representado por el interior mítico, como un lazo imborrable en el tiempo y cuyas deudas se terminan pagando con sangre. Pero la apuesta más ambiciosa de los creadores de Polvareda es la de construir un relato que pueda imbricar en su interior toda una serie de referencias e influencias, como las que marcamos anteriormente, de manera fluida y -si se quiere- justificada. En ese sentido hay que decir que no siempre las cosas salen bien, que por ejemplo el humor no es algo que pueda sostenerse demasiado y que cierto estiramiento en las acciones demuestra un poco el nivel de capricho que también puede existir en este tipo de propuestas, aún con sus rasgos de genialidad (que los tiene) a cuesta. Polvareda transita sobre dos extremos. En su comienzo, con su mezcla entre el absurdo sardónico y el drama existencialista; y en su desenlace, donde gana espacio lo policial y la violencia seca a lo Kitano. Tal vez el mayor inconveniente, más allá del western que todo lo regula y lo fusiona, es que en el medio se nota como un largo puente donde la espera de los asaltantes es también la espera del espectador, por algo que movilice una trama aletargada y más preocupada en exhibir conocimientos y referencias, que por narrar algo. Es decir: no está mal trabajar, como -repetimos- en el western la espera, pero ese proceso tiene que traernos cierta profundización en los personajes. Y salvo por el jefe que interpreta Enrique Papatino, los demás no son más que caricaturas o conceptos sin definición alguna. Esa ausencia impide que el espectador se comprometa de alguna forma con los personajes y con lo que se cuenta, y traslada a Polvareda más hacia el lugar del disfrute intelectual que emocional. Algo que su final sangriento viene a acomodar, un poco tarde es verdad.