De cómo White se convirtió en Blanco McFarland: sin límites es una película para reseñar en piloto automático. Bajo el sello Disney, una historia de superación personal enmarcada en el ámbito de una competencia deportiva y con una celebración del diferente, simpática y sin demasiada dificultad formal para el multitarget. Así como se presenta, otro de esos films hechos con un guión corregido por integrantes de Naciones Unidas – División Cine Para Bienpensantes. Todo esto, repito, si uno se pone el piloto automático, tan habitual en esta actividad. El piloto automático en la crítica de cine es muy placentero, porque básicamente no hay que hacer ningún esfuerzo intelectual. Pero trabajemos un poco, esforcémonos que no es tan duro. Y pensemos un poco lo que este film de Niki Caro nos pone por delante, para ver que es todo bastante más complejo de lo que parece. McFarland: sin límites muestra a una familia norteamericana blanca que, por problemas laborales del padre, recala en un pueblito del sur de California perdido en los radares del capitalismo. Allí habitan mexicanos, que trabajan en las cosechas. Una sociedad que arrastra las costumbres de su tierra, pero que las decodifica -obligatoriamente- al nuevo espacio que ocupa: la interrelación cultural se da por decantación, no hay necesidad de subrayarla. Y hay un “dejar ser” por parte del Estado norteamericano porque, en definitiva, este puñado de personas son las fuerza laboral que la burguesía precisa, aunque sea como espejo donde envanecerse. Hasta ese lugar, pues, llegará este hombre y padre de familia, profesor de educación física, junto a su esposa y sus hijas. El choque será tenso en un comienzo, generado más por los prejuicios propios que por lo externo. Aunque, está claro, ¿quién es el extranjero en esta situación? En una película de estas características, el extranjero sería el que viene de afuera, el bruto, el ingenuo al que hay que educar. Aún con un toque saludable de autoconsciencia sobre su mirada primermundista, el año pasado otra de Disney, Un golpe de talento, nos hablaba un poco de eso. Pero aquí la educación circulará en otras direcciones: serán Jim White (fabuloso Kevin Costner) y su familia quienes tendrán que incorporar y asimilar la cultura ajena. Como en Gran Torino, donde el intolerante que interpretaba Clint Eastwood terminaba aceptando al otro como un par, esta es una película que apuesta por la integración con riqueza de conceptos, que valoriza la impronta del inmigrante, que no se va en ideas banales de multiculturalismo vendible a lo Comer, rezar, amar. Para tratar de comprender al otro, Costner va y trabaja un día en la cosecha, como los mexicanos. Y les reconoce después, por cómo le duele el cuerpo, que ese fue el peor día de su vida. Es decir, labura, pone el hombro, no se hace un viajecito a la India para ver qué lindo el templo de moda y luego subir las fotos al Facebook donde se lo ve rezándole a una religión que desconoce, mientras espera el disparador automático de la cámara de fotos. Y por si no se entiende, hay otro detalle más sustancioso: White -que progresiva y paradójicamente va convirtiéndose en Blanco- y su familia redescubren esos valores oxidados y más mitológicos que reales del “sueño americano” a partir del sentimiento de una población extranjera afincada en su propio país. No de gusto, McFarland lleva por subtítulo en el original USA, es decir, una reafirmación de que ese lugar, construido sobre la base de la integración, la tolerancia y el cruce de raíces, es la Norteamérica que alguien soñó alguna vez, pero que finalmente no fue. Esa apelación a lo idílico es notable, y se potencia con una magistral secuencia donde el himno estadounidense va adoptando un registro folklórico y la imagen, una sustancia diáfana. McFarland: sin límites se define así como una película sobre un paraíso perdido, que no es otra cosa que un país soñado por muchos y padecido por varios. Todo esto dicho, por si hacía falta, con una claridad expositiva abrumadora, con una narración que fluye perfectamente y con la comodidad que ofrecen las buenas historias deportivas para que el relato descanse sobre sus espaldas. Y sobre la espalda de Kevin Costner, el más clásico de los actores contemporáneos, dueño de una dignidad y nobleza -como se ha dicho- heredada del western y que combina perfectamente con la poética de los films deportivos. En McFarland: sin límites las emociones son las del equipo de improbables luchando contra las adversidades. Claro que hay algunos clichés, claro que hay rasgos exagerados, claro que hay algunas villanías un poco innecesarias. Pero el centro del film de Caro es la integración y la aceptación del otro, y eso se logra no sólo porque se lo sugiere con precisión, sino porque hay una fidelidad y un respeto por la lengua, las costumbres y los modos del otro que no es de abundar en el cine de Hollywood. Una sorpresa.
Si esto es lo mejor que tienen… Las películas basadas en libros de Nicholas Sparks parecen hechas para dos públicos bien enfrentados, unos las amarán y otros las odiarán sin remedio. Los primeros dirán que se trata de historias románticas a más no poder, de esas para llorar a moco tendido. Los segundos, apelarán a todo su cinismo para reírse de cada momento edulcorado y ramplón, de cada luz exagerada que ilumine a los protagonistas como en una postal diáfana. A esta altura, Sparks parece buscar más la irritación que otra cosa (es como un Arjona del cine), potenciando varios de los aspectos de sus películas: los amores serán más amores que nunca, lo ridículo será ridiculísimo, el pasado se convertirá en el extremo de lo idílico y sus habituales giros serán la hipérbole del melodrama. Lo mejor de mí, último opus hasta el momento de su inagotable cantera, es esa cumbre esperpéntica que abusa de todos los recursos habidos y por haber, hasta un hartazgo que ni su inverosímil media hora final aligera. De todo esto se podría deducir que uno, cuando se enfrenta a una película de Sparks, tiene prejuicios formados. Un poco es así, pero también que otros prejuicios pueden actuar en contradicción. Por ejemplo, la presencia de Michael Hoffman en la dirección y James Marsden y Michelle Monaghan en los protagónicos, nos permiten pensar en algún tipo de redención. El director tiene un pasado bastante interesante, y si bien hace rato que no acierta mucho su reciente remake de Gambit muestra algunas de sus virtudes, que tienen que ver con la velocidad en los diálogos y la chispa de las secuencias de humor. Y los dos protagonistas tienen cierto carisma y sensibilidad, como para humanizar un poco el panorama de romanticismo híper-producido. Pero nada de eso ocurre y todos parecen andar por ahí a reglamento, a sabiendas de que hay un público cautivo y poco exigente. Como es habitual en las historias del escritor, se cruzan los sentimientos amorosos con la sangre y la muerte (y aquí hay demasiado de la segunda), hay un relato contado en dos tiempos, y un espacio que suele ser el de los pueblos norteamericanos, con su casa de campo y su granero y sus autos, sus malvados de telenovela de las cinco, sus viejos sabios, y sus hombres de bien patriotas y creyentes. Y sus besos bajo la lluvia, y sus chicos en musculosa, y sus campos florecientes, y sus lagos donde amarse al desnudo una noche de luna llena. Pero todo tan desapasionado, tan para la generación Crepúsculo, que abruma de tedio. Es todo tan cliché y ridículo, pero sin una distancia irónica que permita un juego con esos elementos trillados y demodé, que el asunto se hace bastante intragable. Y para colmo de males, Sparks insiste con sus giros inverosímiles, como para terminar de arruinar lo poquísimo bueno que pudiera haber. En películas como esta es todo tan luminosamente artificial y falso, que es imposible creérselo. Ahí, en su incredibilidad, es donde pierden totalmente el rumbo. Y, además y mucho peor, es tanta la maldad destinada hacia uno de los personajes que uno no puede entender cómo mucha gente confunde este miserabilismo con romanticismo. Pero suele pasar en un mundo donde Birdman gana premios.
La pasión de Ebert Roger Ebert no fue un crítico de cine con una mirada demasiado sofisticada, pero su figura no deja de ser trascendente dentro de la actividad en Estados Unidos. En todo caso, fue un periodista dueño de una prosa muy atractiva y que terminó vinculándose con la crítica de cine por determinación y tenacidad, un laburante o -mejor dicho- un “populista” como a él le gustaba llamarse. Su valor más alto como crítico fue el de acercar la discusión alrededor de las películas a la gente, el de hacerle notar al público que todo punto de vista es posible, y que se debe sostener con pasión, como en aquellos debates acalorados que llevaba adelante con Gene Siskel, su compañero de la televisión y con quien mantenía un vínculo profesional tirante. No fue Pauline Kael, no fue Andrew Sarris, y lejos está en sus planteos de contemporáneos como Jonathan Rosenbaum, A.O. Scott o Richard Corliss, que aparecen en Al cine con amor, un gran documental en el que Steve James rinde homenaje a Ebert sin dejar de lado estas complejidades de su figura. El de James es un documental que se parece en cuerpo y forma a su protagonista: es mucho más complejo de lo que aparentan sus bustos parlantes y su recorrido más o menos biográfico por la vida del crítico. Ebert, tras su rol de complicidad con la industria de Hollywood y capaz de recomendar Benji -la del perro-, también podía poner en consideración hacia el gran público norteamericano a realizadores como Robert Bresson o Ingmar Bergman. Y en Al cine con amor ingresan tanto la vida y obra de Ebert, como el choque intelectual entre la baja y la alta cultura; el detrás de escena de la profesión; la bohemia del periodismo de otrora; la relación entre el individuo y su espacio, en este caso Chicago; el proceso histórico por medio del cual los viejos periodistas se relacionaron con las nuevas tecnologías; la mirada racial a partir del casamiento de Ebert con una mujer negra; el film de autosuperación personal (Ebert fue alcohólico y más adelante se lo ve luchando contra un cáncer en la mandíbula); y hasta la oscuridad que rodea a la muerte, entre la dignidad del padeciente y la terquedad de los que no quieren perder a su ser amado. Son tantos los temas que aborda James (casi inconscientemente) y está tan bien dosificada y trabajada la información, que uno no puede más que rendirse por el trabajo del director. Pero más allá de la forma y la manera en que se edita la información en el documental, lo que optimiza los resultados es la honestidad del conjunto. Claramente Al cine con amor es un homenaje edificante hacia la figura de Ebert, pero no por eso se dejan de lado cuestiones que tienen que ver con claroscuros en su figura: el ego está indisimulado, también su relativa importancia en el ámbito del pensamiento cinematográfico (la selección de testimonios es, si se quiere, osada). Lo que busca Al cine con amor, en todo caso, es potenciar la idea de un ser apasionado a la hora de desarrollar una actividad. Y que esa actividad esté relacionada con el cine, no hace más que potenciar un juego de espejos entre la obra y el que está mirando. Mientras vemos la vida de Ebert y su lazo con el cine, no podemos dejar de pensar en nuestro propio vínculo con las películas (más aún aquellos que nos dedicamos a discutir las películas). Por eso que más allá de lo duro de algunas imágenes, Al cine con amor emociona por otros motivos: porque traza un puente indestructible con nuestras emociones. Y último, pero no menos importante, en Al cine con amor se expone, a partir de las presencias de Martin Scorsese, Werner Herzog, Errol Morris o Ramin Bahrani (quienes agradecen el hecho de que Ebert habló de ellos cuando aún eran desconocidos), esa idea que Anton Ego desgranó en Ratatouille: la noción de que el crítico es importante cuando se pone del lado de lo desconocido, cuando revela pequeñas dosis de belleza que están ocultas para el gran público y permite que aquello condenado al olvido adquiera importancia y trascendencia. El lugar del crítico en la historia del arte ha sido siempre un espacio de importancia relativa, cuestionado por los hacedores y por el público. Pero Ebert pertenece a un tiempo donde la figura del crítico tuvo cierta trascendencia, básicamente porque el cine vivía un estado de gracia singular: el cine y la crítica son, finalmente, discursos que se reatroalimentan. Vaya entonces este gran homenaje a una figura mítica, que sirve para visibilizar también los diversos procesos que fue atravesando el cine en el último medio siglo de historia.
El juego de la política alrededor del racismo Sí, Selma: el poder de un sueño es la que este año representa a los negros en el Oscar, esta vez hecha por los mismos negros con carácter militante (de ahí las polémicas un poco ridículas que se generaron alrededor de las pocas nominaciones que obtuvo) y no por blancos como Steven Spielberg y su Lincoln. Sí, Selma: el poder de un sueño es otra película que retrata un hecho histórico y lo hace sin mayor cariño por la imagen, depositando todo el peso en las palabras y en lo supuestamente real del asunto: uno no debería dudar de lo que se está viendo. Pero Selma: el poder de un sueño, de Ava DuVernay, es también una película que encuentra en buena parte de su recorrido un tono medido que la aleja de los discursos altisonantes, de la estampita para la posteridad, y se preocupa por construir personajes con matices. La ambigüedad en un relato pretendidamente histórico es siempre algo bienvenido. Ojo, el comienzo no es prometedor. Hay un atentado donde mueren cuatro niñas que es filmado con puro placer esteticista, y sin preocupación en aquello que integra la imagen y su simbolismo. Y una escena donde le rechazan el derecho a una ciudadana negra a inscribirse para votar, recuerda al más sensacionalista cine de denuncia, ese donde prima el tema por sobre el cine. Pero atravesado ese asunto, y metido de lleno en la experiencia de Martin Luther King Jr. y la organización de una serie de marchas pacíficas por las calles de Alabama -y cómo eso impactó en su vida marital-, enfrentándose a la represión de las fuerzas policiales, la película llega a construir un registro mucho menos efectista y más centrado en la lucha de poderes y el fascinante juego de la política. Idas y vueltas que se dan tanto con el Estado norteamericano, representado por el presidente Johnson, como también entre las propias agrupaciones de defensa de los derechos de los ciudadanos afroamericanos. Durante más de una hora, Selma: el poder de un sueño escapa a todo lo que uno puede esperar de estos dramas basados en hechos reales que buscan premios. La actuación de Oyelowo, por ejemplo, es mimética allí en los discursos públicos, enérgica -incluso-, donde debe ser como definición iconográfica, pero entiende al personaje como alguien con dobleces y por eso en las escenas interiores, hogareñas, lo encuentran con un registro introspectivo. El Johnson de Tom Wilkinson tiene una evidente pátina satírica (el diálogo con Hoover es sencillamente desopilante), recreando la figura del mandatario como un bufón cortesano que acciona en función de estímulos externos que determinan sus motivaciones. Es durante toda esa primera parte, que Selma: el poder de un sueño se erige como un drama que no entiende el biopic como un recitado enciclopédico, sino como la posibilidad de leer un determinado tiempo, de interpretarlo y decodificarlo. Así como lo hizo Spielberg en Lincoln, DuVernay muestra la nobleza del protagonista, pero también los intereses y contradicciones que se imbricaban en su interior: el King de la película persigue objetivos necesarios e incuestionables, pero no escatima a la posibilidad de manipular el poder, ni tampoco a los medios, ni de aprovechar el impacto que una golpiza policial transmitida a todos los hogares por la televisión puede generar a su favor. Hay constantemente en la película un tira y afloje entre sectores activos y pasivos. Obviamente la película lleva a la figura de King Jr. como estandarte y no a Malcolm X, así que ya sabemos de qué lado terminará arrojando la moneda. Pero es justo señalar que muestra aquello que otros tal vez no mostrarían, sobre todo en el marco de un film militante y que busca crear conciencia como este. Lo que se extraña en Selma: el poder de un sueño es, sí, un mayor vuelo visual. DuVernay parece mucho más preocupada por el discurso que por cómo puede contar eso que cuenta, y pierde en el camino la gran oportunidad de hacer un film memorable y más complejo. Por el contrario, nos encontramos con un correcto telefilm destinado al consumo en escuelas primarias para clases de historia, que incluso cuando quiere sofisticar aspectos visuales incurre en algunas deshonestidades como aquellas cuatro niñas volando por los aires y en cámara lenta: es curioso, porque cuando falla es casi siempre en las escenas violentas, dejando entrever cierta búsqueda sensacionalista poco noble. Y además hay que decir que si durante buena parte del relato se escapó a los discursos altisonantes, en su última media hora no puede dejar de caer en instancias melodramáticas excesivas, en poner todo en voz más alta, en subir el volumen de la música y concluir con un discurso motivacional. Ahí es donde todo se desmadra. Igualmente, Selma: el poder de un sueño ya había cumplido con lo suyo y nos había desarrollado una hora y media del más fascinante juego de la política.
Ni ofende ni apasiona Por Mex Faliero (@mexfaliero) imitation game uno Los norteamericanos, aunque no lo parezca, tienen un gran complejo de inferioridad. Lo demuestran con su cine y, específicamente, con el Oscar. Allí suelen maravillarse con el cine inglés, pero con el cine inglés más acartonado y prolijo: hace poco El discurso del rey ganó el premio principal y… ¿alguien se acuerda de El discurso del rey? Hollywood desprecia un poco a Hollywood (de hecho ¿cuántas películas con el sello de Hollywood ganaron en las últimas dos o tres décadas?), y por eso aman esas películas que resumen con su trascendencia impostada un poco lo que entienden como cine arte: es decir, lo que tiene que ser el cine. La Academia desearía que la industria yanqui fuera un poco más como El discurso del rey o como las de James Ivory (aunque a este se le escapaban algunas obras mayores como Lo que queda del día). Y cuando ellos producen una como esas -ponele, Una mente brillante- se excitan y la reconocen. Eso tiene que ser Hollywood, y no otra cosa. Películas como Whiplash o Pulp fiction son anomalías a las que viene bien darles un incentivo. Pero nunca premiarlas. Este año hay dos películas que cumplen ese rol, una es La teoría del todo y la otra, El código Enigma, dos obras que, por otra parte, parecen correr por caminos paralelos: historias reales de científicos reconocidos con problemas para sociabilizar por X motivo. Y es curioso, pero La teoría del todo es mucho menos satisfactoria aunque -irónicamente- asume más riesgos que El código Enigma. De ahí, también, la trampa del academicismo en estas producciones. Porque la película del noruego Morten Tyldum es la prolija recreación de cómo el matemático Alan Turing logró descifrar unos códigos de guerra nazi, posibilitando -se dice- que la Segunda Guerra Mundial termine un rato antes de lo que debería haberlo hecho. Y con otros resultados, claro. El código Enigma tiene múltiples elementos reconocibles y asociables a un tipo de cine distinguible en ceremonias académicas. Una historia real (manipulada, claro está), una ambientación técnicamente irreprochable, un tema importante, un personaje al borde de lo freak (el Turing antisocial, antipático y obsesivo) pero a la vez víctima (homosexual perseguido por el Estado inglés), y actuaciones intensas y sentidas (Goode, Strong y Dance son los mejores). Y Tyldum no hace con estos materiales nada del otro mundo: mezcla siguiendo un programa más o menos conocido, construyendo un producto audiovisual que no ofende a nadie pero a la vez no apasiona en lo más mínimo. Es que es tanto el miedo que tienen estos realizadores a caer dentro de las garras del melodrama, que trabajan desde la distancia excediendo el tono. Así El código Enigma se convierte en una película que carece de nervio, que banaliza un poco la figura de su personaje principal (¡ay esos pases de comedia pícara con sus compañeros de trabajo) y que tiene una estructura atemporal un poco caprichosa (aunque la acerca al thriller), como para distraernos con esos truquitos del conservadurismo de su narración. Seguramente El código Enigma guste más a quienes buscan el tema por encima de lo narrativo, es decir de eso que justifica el cine y lo convierte en un arte superior. Aún cuando sufre del Mal de Nolan (eso de explicar lo que está por pasar es un poco repetido en el film, como desconfiando del espectador), la película se sostiene dramáticamente porque en esa frialdad distante que maneja y en su falta de riesgo, hay también una reducción del nivel de ambición y pretensión. Al fin de cuentas tal vez no sea culpa de El código Enigma -y similares- sino de aquellos que las eligen como referencia, depositando en ellas mayor interés del que realmente deberían generar. El código Enigma es un drama simple y efectivo en sus propios términos, que a los amantes de las “basadas en hechos reales” les aporta una de esas historias singulares que la Historia ha producido de a montones, aunque uno extrañe una mirada más compleja sobre las implicancias políticas y sociales de las consecuencias en los actos de esos personajes y no tanto una simplona apología del diferente.
La diversión como derecho irrenunciable de la humanidad Cuando en 2004 Bob Esponja saltó de la pantalla chica a la grande, la expectativa estaba puesta en ver cómo el espíritu de la serie creada por Stephen Hillenburg se adaptaba a la extensión cinematográfica. La prueba se pasó con holgura, básicamente porque Hillenburg no se amilanó y -por el contrario- aumentó la apuesta del personaje: Bob Esponja es uno de los padres -junto a Los Simpson, Ren y Stimpy y la factoría Cartoon Network- del proceso de revisionismo que vivió el cartoon televisivo en los años ’90. Una usina desbordante de ideas que no encontró parangón -en la época- ni en el cine ni en la música. Y Bob Esponja, decíamos, es la quintaesencia del dibujo clásico, tanto en trazo como en términos narrativos, pero que la mirada contemporánea le adosó elementos temáticos y formales que convocaron a una renovación inusitada en el lenguaje de los dibujos animados: la tensión que generaba el slapstick es traducida como una histeria de los personajes que extreman aquel espíritu salvaje de Chuck Jones y lo llevan a límites insospechados, que en esta creación de Hillenburg incluye hasta cuestiones sexuales. Once años después Bob Esponja vuelve a tener una película, que si bien no alcanza la cima de aquella primera -básicamente porque cuando se descubre la fórmula que moviliza el humor salvaje, pierde efectividad- sigue siendo un lugar placentero y estimulante, con una narración que se construye y repliega ante los ojos del espectador, develando sus entresijos, y que suma a los adultos por una acumulación de capas que multiplican los subtextos. En Bob Esponja: un héroe fuera del agua sigue la burla -a través de esa McDonald satírica que factura “cangreburguesas- al capitalismo, el juego constante con los límites de la animación y la realidad, la hipérbole gay en el espíritu de algodón colorido del protagonista, el absurdo del orden narrativo dentro de una película que es claramente disruptiva en su andamiaje, y se suma ahora una mirada burlona a la industria del cine y su arbitraria capacidad para construir héroes más grandes que la vida misma. Uno de los grandes aciertos de estas películas, y de ahí una muestra de cómo Nickelodeon protege el producto, es que sus directores son quienes han estado involucrados con la serie animada durante muchísimos años: la primera fue dirigida por el propio Hillenburg, mientras que ahora toma las riendas Paul Tibbitt. Esto, lo que garantiza, es una coherencia formal y temática, que respeta cabalmente el espíritu original. Y nadie puede acusar de traición a una película que se da el lujo de exhibir a un Dios delfín como centro del universo, aburrido de su trabajo rutinario. Lo realmente valioso de Bob Esponja: un héroe fuera del agua es, más allá de lo efectiva o fallida que puede ser por momentos (a esta segunda parte le cuesta arrancar y la primera media hora es un poco atolondrada en su búsqueda del chiste constante), su irrenunciable pasión por destruir todas las estructuras que encuentra a su alrededor y por apuntalar a la animación como un espacio donde la forma se convierte en un material totalmente maleable. Pocas películas contribuyen tan desaforadamente a potenciar la imaginación, y que esto tenga como destino fundamental al público infantil es una cualidad para destacar. Vaya uno a saber qué demonios decodifican los pibes de la serie de estímulos que arroja Bob Esponja a cada minuto y de la estética kitsch que contamina tanto su forma como su espíritu, pero sin dudas fortalece la imaginación y le da a la diversión carácter de derecho ineludible de la humanidad. Porque Bob Esponja es eso, un lugar para sentirse feliz sin culpas.
Crímenes y castigos El éxito de esta saga es uno de los asuntos más extraños del cine industrial reciente. Más allá del fascismo que desprende su propuesta -algo que parece ser bienvenido por una parte importante de la platea mundial-, lo curioso es que como film de acción luce bastante regular, con escenas mal filmadas, rutinarias, poco creativas y de un escaso aprovechamiento del suspenso y la emoción. Y esta tercera entrega no escapa a la norma, aunque sí tal vez se agradece una reducción en su mirada reaccionaria (aunque hay un regreso a la tortura), más allá de que no pueda escapar del todo a su lógica primermundista: arbitrariamente aparecen unos rusos malos que serán masacrados -como debe ser- por el ex agente que interpreta Liam Neeson. Llama la atención desde siempre la celebración que hace Búsqueda implacable del héroe solitario e individualista, que no recurre a las instituciones (que de hecho él mismo integró) y decide tomar justicia por mano propia cargándose a cientos de villanos, preferentemente de Europa del Este. Entre esas torpezas ideológicas y narrativas naufraga esta Búsqueda implacable 3. El ¿film? de Olivier Megaton (que supo ser más plástico en El transportador 3) plantea algunas novedades en el marco de esta saga, como por ejemplo que esta vez el ex agente Mills (Neeson) es involucrado por un crimen que no cometió -a lo Richard Kimble en El fugitivo- y debe huir perseguido por las fuerzas de la ley, mientras trata de descubrir cuál es la conspiración a su alrededor. Es, al menos, un cambio estructural que enrarece un poco el panorama. Así, Búsqueda implacable 3 se pone a jugar más al thriller de misterio que a la película de acción, aunque con el mismo nivel de arbitrariedad y recurriendo a las viejas mañas reaccionarias: nótese cómo Mills nunca mata a los policías que lo persiguen -aunque los golpea un poco- y sí a los rusitos que mencionamos anteriormente, cuando tanto unos como los otros lo buscan para boletearlo. Una de las mayores atrocidades de esta saga es la escasa importancia que se le da al factor humano: son narraciones mecánicas, con villanos invisibles que sólo están para caer bajo las balas de Mills, y además tampoco importa demasiado el destino del héroe porque raramente sale lastimado. La violencia es tan constante y a la vez tan escasa de sangre (otro detalle no menor), que desaparece el riesgo y todo queda en una virtualidad banalizante. Sin embargo, no inocentemente, la franquicia insiste con poner el drama familiar como centro, lo que invoca cuestiones como la justificación de la violencia ante la agresión a la familia como un concepto occidental básico. La familia es, también, la Nación, y está sostenida por valores que no deben ser corrompidos por agentes externos. Decíamos de la falta de presencia del factor humano. Ahí, una curiosidad, que se da de narices con la idea que persigue el film: digamos que un personaje clave de la saga muere en el comienzo y uno debería pensar que la película se toma un momento para reflexionar o “despedir” a ese personaje. Y sin embargo nada de esto pasa, básicamente porque Megaton está más apurado en contar la fuga y acumular piñas y balas, que en hacer pie en el drama. Ese desprecio a la vida de uno de sus personajes fundamentales es un elemento preciso que resalta el nivel de brutalidad que manejan estas producciones. Podríamos decir que, al fin de cuentas, no podemos impugnar una película por su ideología. Tal vez. El problema con Búsqueda implacable 3 es que tampoco funciona como entretenimiento, ni acumula imágenes espectaculares. Y otro asunto: Stallone y Schwarzenegger nos dieron a entender con Los indestructibles que aquellas películas de los 80’s sólo son posibles hoy con una alta dosis de autoconsciencia. Búsqueda implacable 3 no sólo no la tiene, sino que está convencida de alimentar esa nostalgia con solemnidad y cero sentido del humor. Su único legado interesante ha sido la construcción de Liam Neeson como héroe de acción veterano, pero que ha lucido más en propuestas como Desconocido o Non-Stop que en esta aburridísima serie de crímenes y castigos.
El engaño es la película Lo rocambolesco es un término utilizado para señalar aquella fusión de aventuras con comedia con elementos realmente inverosímiles que terminan dando un entretenimiento vertiginoso, la diversión por la diversión misma. Si bien Rocambole (de allí el término) es un personaje del Siglo XIX, su conceptualización en el cine tiene una fuerte herencia a partir de las décadas de 1960 y 1970, con la saga de La pantera rosa como máximo referente y con Blake Edwards como uno de sus ejecutantes. Por eso, cada vez que el cine busca aquel espíritu juguetón de lo rocambolesco no puede evitar recurrir a historias con un fuerte aire old fashioned que empatan estéticamente aquellos espacios donde la lisergia, una paleta de colores potente, mucha bebida con hielo, música con presencia de instrumentos de viento, múltiples personajes, y tramas de espionaje y robos abundan. Hay ejemplos bien precisos como la primera Casino Royale, la reciente remake de Gambit o más elaborados como la saga de Austin Powers, sin dejar de lado aquel intento de renovación que fue la subvalorada Hudson Hawk con Bruce Willis. Ahora, Mortdecai: el artista del engaño llega para continuar la dinastía. Y no puede más que fallar en el intento, como lo hacen la mayoría de estas películas rocambolescas. El film está basado en la serie de novelas que Kyril Bonfiglioli firmó allá por los 70’s -como se ve, época clave para esta movida-, con una evidente apuesta por divertir a partir de las aventuras un poco bufonescas de su personaje principal. La película dirigida por David Koepp tiene el robo de una importante pintura, agentes especiales, coleccionistas y mafiosos tras los pasos de esa obra, viajes por Europa y Estados Unidos, un ritmo vertiginoso pactado por un montaje trata de eludir las escenas de transición, un juego de screwball comedy entre su pareja protagónica, humor visual que bordea el slapstick y un protagonista absolutamente bufonesco como Johnny Depp. Por todo esto no se puede negar que Mortdecai: el artista del engaño no lo intenta. Pero algo pasó entre la planificación y la concreción, que terminó dilapidando la potencial gracia del producto y reduciéndola a algunos chistes más o menos efectivos dispersos por aquí y por allá. Es sorprendente, porque tanto Depp como sus coprotagonistas (que incluye una lista interesante como Gwyneth Paltrow, Paul Bettany, Ewan McGregor y más) hacen todo el esfuerzo (y se nota) para que la película sea realmente divertida. Y no lo logran, un poco por esa cornisa donde lo rocambolesco suele pararse: ese ritmo, ese vértigo que la historia necesita, requiere de un gran timing para que se ejecute con gracia. Y Koepp nunca lo encuentra, no porque no sepa cómo hacerlo (es un consumado guionista, aunque es verdad que pocas veces se vinculó con la comedia) sino porque evidentemente las piezas no terminan de encajar correctamente, y el guión muchas veces recurre a chistes tan ordinarios como viejos, suponiendo que lo vintage habilita a que nos riamos con Depp tocando un par de tetas. Y la sonrisa, cuando aparece, es más leve que intensa. Más preocupante es la carencia de Paltrow para jugar el juego de diálogos veloces y filosos. De todos modos, lo mejor que se puede decir de Mortdecai: el artista del engaño es que es una película inofensiva, que no busca trascender ni utiliza su trama leve como excusa para hablar de otras cosas. Es apenas un producto fallido, que en todo caso evidencia el nivel de vacuidad que subsiste en la industria del cine norteamericano y que gana pantalla en detrimento de películas más atractivas.
Espíritu lúdico En Los pingüinos de Madagascar hay, obviamente como en toda secuela o -nuevo curro conceptualizado- spin-off, una espíritu recaudador: si estos personajes funcionaron, y muy bien antes, no hay por qué pensar que no seguirán funcionando. Que Hollywood -vaya novedad- es una industria, y el cine animado parece ser uno de sus principales nichos. Sin embargo en este estiramiento del universo Madagascar hay una cosa mucho más saludable que se explota, que no tiene que ver tanto con los personajes sino más bien con un espíritu juguetón y un humor vertiginoso que funcionó a la perfección en Madagascar 3. Si bien los resultados aquí no son tan contundentes, la película de Eric Darnell y Simon J. Smith avanza sin preocuparse demasiado por las enseñanzas y con la mira puesta en perfeccionar cada chiste que se les cruza. El cine animado alumbrado a la sombra de Disney, hay sabido explotar dos vertientes posibles: el musical o la fábula aleccionadora. Pero desde su origen, Dreamworks se vio mucho más preocupada en utilizar la animación como un territorio fértil para la comedia, tal vez intentando recuperar lo que significaron los Looney tunes para la cultura popular norteamericana del Siglo XX. En primera instancia fue Shrek, pero su fórmula de humor pop y autoconciencia terminó agotándose rápido. Y tal vez impensadamente (si tenemos en cuenta lo floja que fue la primera parte), Madagascar sembró el terreno para que se dejaran de lado ciertos vicios repetitivos y se agudizara el sentido del humor salvaje. Los pingüinos de Madagascar es entonces un paso más en esa reconversión de Dreamworks como la casa de la animación cómica. Lo que hace la película es expandir el universo que, uno suponía, tenían esos personajes, relleno de la saga principal. Sumado esto a una serie animada que los tuvo como protagonistas, el film no hace más que explotar una de las vertientes más visitadas por el cine animado: la comedia de acción. Los pingüinos siempre se vieron envueltos en situaciones de un absurdo mayúsculo, potenciadas por una falta de discernimiento sobre la realidad que poseían Rico, Kowalski, Skipper y Cabo. Ellos creen (como aquel perro Bolt) que el universo que habitan es un espacio repleto de riesgos, una reescritura del cine de acción y espionaje. El film los mete, entonces, en el ritmo de una de aventuras. Y tal vez eso sea lo peor de la película, ya que acota el espíritu anárquico de estos personajes a una historia con su evidente presentación de conflictos y resoluciones. Pero, claro, aquello que resulta incontrolable es muy difícil meterlo entre cuatro paredes: y ahí es donde el humor de estos personajes surge victorioso, atravesando incluso los problemas de una trama con evidentes baches narrativos. Hay mucho humor visual, pero también verbal: los chistes en Los pingüinos de Madagascar surcan la pantalla a la velocidad de un proyectil. Y, claro, como en toda película que arriesga, algunos disparos dan en el blanco y muchos otros no. Obviamente aquello que funciona lo hace, y muy bien (el prólogo donde se cargan a todas los documentales sobre vida animal, un plano secuencia que los lleva de avión en avión), y la película crece cuando menos se preocupa por un orden establecido y deja sueltas a esas criaturas delirantes. Los pingüinos de Madagascar es una película muy divertida, que establece un piso más o menos alto para la experimentación humorística que está llevando adelante Dreamworks, y que tiene que ver con dejar de lado la sensiblería, aún pasándose por momentos de rosca con el cinismo. Si la película no funciona mucho mejor es por un vértigo excedido y porque se nota una falta de ambición general, que pone a esta película como un producto intermedio entre aquellos films de la casa que son pensados como grandes obras, como es el caso de Cómo entrenar a tu dragón 2.
Baratijas por oro Dragones, monstruos gigantes, fantasmas, hechizos, brujas y demás elementos y criaturas de la fantasía que mezclen el relato medieval con la aventura han sido revitalizados a partir del éxito que significó la saga de El señor de los anillos de Peter Jackson o, también, ese inventario fantástico aplicado al subgénero escolar que fue Harry Potter. Al igual que ocurrió en los 80’s, donde -un poco antes- Star Wars dio paso a una nueva exploración del territorio fantástico, gran parte del mainstream actual está constituido por estas películas que apuntan al público joven y un poco al adulto, al incluir intérpretes reconocidos como Jeff Bridges o Julianne Moore en el caso de El séptimo hijo, floja adaptación del primero de los libros creados por Joseph Delaney que dirigió el ruso Sergey Bodrov. Hay una diferencia sustancial entre estas películas y aquellas cocinadas hace tres décadas, y tiene que ver con el uso de la tecnología. Mientras en films como El cristal encantado o Laberinto Jim Henson elaboraba con un claro perfil artesanal ese mundo de ilusiones y magia, ahora el CGI apunta a un verismo un poco exacerbado -también estaban las más crasas Conan, que al menos se sostenían por su alto grado de autoconsciencia-. Las imágenes generadas por computadoras han sido un gran invento para el cine, porque se puede pensar en cualquier imagen y luego crearla. Pero, también, eso significa un límite. Porque se educa al ojo del espectador de tal manera, que no se resiste cualquier imagen. A El séptimo hijo le pasa eso un poco. A pesar de contar con un director dos veces nominado al Oscar en el rubro film extranjero, un elenco sumamente competente (Bridges, Moore, Olivia Williams) y especialistas reputadísimos en diseño de producción y efectos especiales como Dante Ferretti y John Dykstra, respectivamente, El séptimo hijo luce como una baratija, la joya menos atractiva de este baúl repleto de historias fantásticas que Hollywood ha abierto hace algo más de una década. Sus imágenes, esas transformaciones en dragones y demás efectos, lastiman el ojo del espectador al hacer evidente el truco: la película parece un telefilm berreta. Y ante la falta general de humor que exhibe la historia, estos detalles se vuelven demasiado importantes. No hay clase B ni autoconsciencia aquí, apenas una producción de mediana categoría queriendo pasar por tanque de acción y aventuras. Aún cuando las películas de Peter Jackson son un tanto artificiales, lo importante ahí es ver cómo el director adapta la fuente original. O al menos lo era en tiempos de El señor de los anillos, ya que El hobbit resultó un fiasco impensado. Bodrov pone la cámara pero le resta estilo, su mirada carece de la gracia y la picardía de la aventura, y llamativamente su carta principal, la de Jeff Bridges, luce en piloto automático, aburriendo con su rol de borrachín buena onda: su cazador de brujas es como aquel personaje de Temple de acero, pero sin la carga trágica. Pasando por la aventura, el horror gótico, las películas de aprendizaje y las historias de espadas y caballeros, El séptimo hijo no funciona en ninguna de ellas. Y le suma el respeto a la fuente original, ese gran lastre del presenteque no para de basarse en libros antes que crear sus propias historias.