Una forma de entender la comedia A partir del título que le pusieron en Argentina a Spy, subtitulada como Una espía despistada, podemos elaborar una mirada sobre cómo la comedia es pensada por un tipo como el director Paul Feig en relación a los distribuidores de cine y un público determinado, el argentino. La película imagina a Melissa McCarthy como una empleada de escritorio de la CIA, capaz de asesorar al espía de turno pero incapaz de vivir por su propia cuenta esas aventuras. Pero, por esas arbitrariedades tan divertidas de las buenas comedias, McCarthy es enviada a una peligrosa misión. Ya sabemos: la comediante es una mujer robusta, alejada de los cánones de belleza que instala el cine -y Hollywood más precisamente- y eso nos obliga a pensar que no podríamos imaginarla cumpliendo su rol de manera adecuada (menos acá, en la tierra del “linda lechona” a lo Emlio Disi). Perdonen la barbaridad, pero alguno habrá pensado “es gracioso porque es gorda”. Y, claro, la espía no puede ser muy lista, tiene que ser despistada y tonta, y le tiene que salir todo de suerte. Atando todo esto a un imaginario que tiene al Clouseau de La pantera rosa y al Drebin de La pistola desnuda como ejemplos más acabados de todo aquello que representa la torpeza en el cine. Es comedia, hay que venderla como una tontería divertida. Pero alguien no leyó la sinopsis. O, peor, no entendió el cine de Paul Feig o no entendió el sentido del título original, que certifica sin ningún juego de palabras malintencionado las capacidades de su protagonista. Susan Cooper, la agente interpretada por MacCarthy, puede ser insegura, tener la autoestima demasiado por el suelo, pero si hay algo que no es, es tonta. Todo lo contrario: es inteligente, sagaz, y además una laburante súper profesional, con las capacidades intactas para desarrollar esa tarea. Y, además, Feig no se permitiría elaborar una comedia alrededor de una mujer estúpida. ¿Acaso no vieron Damas en guerra o Chicas armadas y peligrosas? De lo que trata Spy, una espía despistada es de cómo una mujer no demasiado reconocida logra hacerse valer ante un universo de hombres que van del narcisismo a lo obsceno (mirar si no las identidades que le dan como agente encubierta); sobre cómo hacer visible a un laburante de escritorio, a un ser gris dentro de una estructura gigantesca (y un poco llena de alimañas, está claro) que se vale de cientos de personajes como ella para el lucimiento de dos o tres referentes que brillan. Y de lo que trata en definitiva Spy, una espía despistada, es de cómo un tipo como Paul Feig se toma en serio la comedia a partir de tomarse en serio a las criaturas que habitan allí dentro (se la toma más en serio que los que distribuyen la película, de hecho). Porque su film también podría ser pensado como una sátira del cine de espionaje, pero en verdad no lo es tanto: es una de espías hecha y derecha, aunque con la presencia de personajes que desacralizan ese universo y permiten que la mirada vire hacia lo humorístico, que de eso se trata también la comedia: las secuencias de acción son rigurosas y verosímiles, la violencia es sumamente física e impactante, los personajes actúan como si estuvieran en algo realmente serio (allí brilla la jefa Allison Janney, el mejor personaje trazado detrás de MacCarthy). Y si bien Feig no logra profundizar su mirada como en sus dos comedias anteriores, y aquí esa reflexión sobre lo femenino en un mundo de hombres queda un tanto relegada ante el exuberante ruido de la acción y los viajes por el mundo que precisa el género de espionaje (no alcanzan del todo los vínculos que genera la protagonista con los personajes de Miranda Hart y Janney), lo que sobresale es la capacidad cómica del director y esa notable colaboración que logran con la impar MacCarthy: hay humor sofisticado, soez, escatológico, visual, verbal, y todo tiene su coherente relación con la puesta en escena de cada secuencia y con la lógica de cada personaje. Y la actriz le pone el pecho a todo lo que el director propone, y juntos son un cerebro con una función principal potenciada: hacer reír. Es como si Feig entendiera que las historias de espías precisan del humor como un elemento implosivo más, y por eso la película fuera más desfachatada en su objetivo. Por suerte hay gente que entiende el género y lo hace gozar de muy buena salud, a pesar de los títulos que los distribuidores les ponen a las películas.
Lo primero es la familia Terremoto: la falla de San Andrés contiene un dato del que no se hace cargo, pero que no deja de ser atractivo: Ray, el rescatista que interpreta Dwayne Johnson, viaja en helicóptero hacia el episodio del desastre, donde se ha producido un terremoto tremendo, pero en el camino descubre que su ex esposa y su hija están en problemas. Por eso, decide ir a rescatarlas, abandonando su responsabilidad principal y preocupándose por los suyos. Es decir, no entiendo mucho de lo que implica legalmente ser rescatista (si tienen algún tipo de juramento como los médicos), pero no hace falta ser una luz para darse cuenta que el tipo está usando un instrumento que le pertenece al Estado (ese helicóptero) para salvar a su familia. Es decir, el fulano es un irresponsable de campeonato, un individualista absoluto que se caga en su deber y se mira el ombligo. Estoy seguro que las intenciones del film van por otro lado, que esto es totalmente casual y que es una línea que la película no explota. Pero no deja de ser interesante este grado de insensatez clase B con un héroe que no es tan heroico, por cierto. Y lo bueno es que la película no se da cuenta de eso, o se hace directamente la tonta. Otro detalle del film de Brad Peyton es que, acostumbrados a como estamos a tantas películas catástrofe (y catastróficas), acá no aparece ningún alcalde, presidente o dueño del mundo libre que venga a salvarnos. Apenas la palabra precisa la aporta la ciencia (en la piel de un sobresaltado Paul Giamatti) y lo que nos rescata, al fin de cuentas, es la familia: por eso, el pequeño villano que contiene el film (tan pequeño que podría no estar y la película funcionaría igual; otra irresponsabilidad, en este caso del guión) es alguien que no tuvo hijos porque se dedicó a construir edificios (?). Terremoto: la falla de San Andrés mantiene de aquellas viejas películas sobre destrucciones el núcleo vincular y se olvida de lo contextual-político, algo de gravedad que vino adosado en esa reformulación del subgénero en los 90’s, con los discursos patrioteros que remedaban la experiencia audiovisual de la guerra del Golfo y la novedad de la tecnología como modo de acercar el mundo: y veíamos cómo el desastre repercutía en Francia, Inglaterra, y en un país polvoriento de Africa donde muchos negros se juntaban alrededor de una tele ochentosa. En Terremoto: la falla de San Andrés, por el contrario, el cuento se circunscribe al grupo familiar del protagonista, y a dos o tres personajes recurrentes que sirven para airear el film. Por eso, también, el desastre es algo tan local como la falla de San Andrés, un fenómeno excluyentemente norteamericano. Ante esto, la película de Peyton luce sintética, achicada y compacta en su estructura (la presentación de personajes es explícita en esto): hay unas cuantas secuencias de destrucción muy bien pensadas, alguna sobresaliente como la del bote intentando superar la ola de un maremoto, pero en lo básico no se nota un estiramiento, una repetición forzosa con finales múltiples y agotadores. Cada secuencia tiene su coherencia dentro del conjunto, y dispara nuevos inconvenientes para los protagonistas. Claro que Terremoto: la falla de San Andrés es una de esas películas que ofrece lo que promete, y no mucho más. En todo caso es un problema del subgénero, que en algún momento (los 50’s y los 70’s) era un vehículo para exorcizar los miedos de la sociedad y que ahora es sólo una forma para explotar las posibilidades de la técnica en el cine. El CGI crea esas imágenes imposibles y lo que hay que tener, en todo caso, es criterio para no atragantarse con el recurso. Sin ser un Cameron, un Spielberg o un Zemeckis, Peyton demuestra que sabe dominar la tecnología, que la misma no se come su película sino que es funcional al relato. Usted dirá que es un talento menor; pero no lo es tanto: si no fíjese el desastre que es capaz de hacer un tipo como Michael Bay con la misma tecnología y cantidad de dinero. Peyton es alguien hábil con la cámara, que sabe desde donde encuadrar para que el desastre tenga la perspectiva adecuada sin perder de lado el elemento humano. Y hay imágenes realmente impactantes y espeluznantes. En Terremoto: la falla de San Andrés todo se entiende y sin llegar a la distancia irónica de tanto canchero que no confía en lo que está contando, se incluyen momentos de humor que funcionan a partir de lo hiperbólico del asunto. Como decíamos, no es más de lo esperable y ese es un límite del subgénero. Pero en todo caso, una película que con su cuota de irresponsabilidad (y el infaltable patrioterismo insertado de forma para nada elegante, que por eso mismo genera risa) se permite el divertimento veloz y salvaje que tanta demolición habilita sin sutilezas.
Un padre y una tierra El neozelandés Russell Crowe eligió para su debut como director en el largometraje de ficción una historia contenida en sus emociones, con un explícito aire romántico y una impronta clásica que en ocasiones se ve subvertida por unos flashbacks que imponen otras texturas discursivas. De todos modos, la elección de Camino a Estambul por parte del actor no suena antojadiza: es la historia de un padre que perdió tres hijos durante la guerra, y esa guerra es precisamente la de Gallipoli, donde neozelandeses y australianos lucharon junto a los británicos y contra los turcos. Es, evidentemente, una historia que tiene un núcleo emotivo entre el actor y su tierra, tal vez un elemento que a nosotros -argentinos como somos- nos pueda sonar distante pero que nos evidencia las intenciones nobles del director debutante. Una película sobre la tierra y con mucha tierra volando. El personaje de Crowe es un buscador de agua en territorio árido. Pero así como busca aquella sustancia, no puede dejar de buscar en su memoria a sus hijos. El suicidio de su depresiva mujer es motivo fundamental para que salga a buscarlos literalmente, al menos quiere sus cadáveres, herencia triste de aquella guerra de la cual pasaron cuatro años. Su viaje a Turquía (o al Imperio Otomano, para ser precisos históricamente) se da en el marco de una instancia histórica donde turcos y británicos intentaban consolidar un vínculo luego de la guerra. En ese contexto, el protagonista avanza con la clara intención de recuperar los cuerpos de sus hijos y sirve para el relato -si se perdona el barbarismo- como aquel equino de Caballo de guerra: es alguien sin un centro político o ideológico dentro de la historia, básicamente un elemento simbólico que sirve para poner el episodio bélico en abismo. Y permitir cierta dignidad en ambos lados de la trinchera. La película de Crowe carga con un humanismo amable, tratando de hallar puntos de contacto entre dos culturas disímiles. Y lo hace con acierto, llamativamente, cuando se impone en la historia la línea política más marcada. Sin embargo, allí cuando alguna subtrama da paso al romanticismo y al punto de vista del hombre asimilando una cultura diferente, no puede salir de ciertos esquematismos salvados un poco por el explícito tono clásico que adquiere el film. Camino a Estambul es un film decididamente a la vieja escuela, con un personaje protagónico que termina de definirse a partir de sus acciones. Película que también puede ser definida por sus buenas intenciones y por cómo ellas no terminan por redondear un producto mejor, algunas resoluciones lucen apresuradas (otras son bastante arbitrarias), la aventura se ve recortada constantemente por lo discursivo y las imágenes buscan profundizar demasiado el aire melodramático del asunto cayendo en cierto trazo grueso. Igualmente es un film que permite vislumbrar en Crowe a un realizador que sabe lo que quiere contar y cómo hacerlo, además de ofrecer un uso muy criterioso del montaje y la fotografía: su film, visualmente, logra pasajes imponentes. Y si bien se extraña la exuberancia y locura habitual del cine australiano, hacer una película demodé tal vez sea otra forma de locura poco vendible en el presente.
La incomodidad Como artista el buen comediante representa, además de un estilo cómico preciso e identificable, una especie de conceptualización de las taras de la sociedad. Ben Stiller, en este caso, ha trabajado -y lo ha hecho a través de su cuerpo y de un rostro que es un nervio tensionado- en sus mejores intervenciones la incomodidad como un síntoma del individuo involucrado en un contexto adverso. Junto a Noah Baumbach colaboró en Greenberg, una película que se movía alrededor de un personaje tenso e incómodo. Y vuelven a colaborar aquí en una película que lleva la incomodidad a la dupla, a un matrimonio de cuarentones que se encuentra en un momento de la vida en el que no conectan con los de su generación. Y a una pareja de veiteañeros que progresivamente va revelando su verdadera esencia. Pero Mientras somos jóvenes es también una película que emula el concepto de comedia a lo Woody Allen, donde Nueva York, la neurosis, el arte y la intelectualidad son elementos ineludibles. Ahí tenemos a Stiller, director de documentales -o de un documental para ser precisos-, que no puede terminar su segundo film y que se encuentra en una especie de bloqueo creativo que no es otra cosa que una extensión de su crisis generacional: junto a su esposa (excepcional, también, Naomi Watts) empiezan a distanciarse de sus amigos, que tienen hijos y hacen esas cosas que hacen las personas cuando se vuelven grandes. Y por eso encuentran una suerte de auxilio en una pareja de veinteañeros, con la que no comparten rituales pero a los que se acoplan de forma cuasi antropológica. Por eso, la reflexión sobre el documental como un género flexible o inflexible según la mirada personal resulta totalmente pertinente y justificada, aún cuando la película parece estar dividida en partes que no terminan de ensamblarse. Es que el film de Baumbach reflexiona sobre el paso del tiempo y aquello que nosotros hacemos con él, a la vez que mira de reojo cierta intelectualidad detenida en poses snobs y rituales culturales. El director utiliza una serie de recursos muy interesantes para plantear esta dicotomía entre generaciones, nunca dejando de lado el humor, que puede ser irónico o directamente sarcástico llegada la ocasión, y que se va asordinando a medida que pasan los minutos porque sostiene con bastante inteligencia el punto de vista de sus protagonistas adultos. Es verdad, no obstante, que tanto en la pareja de cuarentones como en la de veinteañeros los personajes mejor trazados son los masculinos, y eso desbalancea un poco el relato porque el interés en las partes no tiene el mismo peso. Hablamos de partes y de duplas, también de símbolos duplicados. Es que Mientras somos jóvenes es una película que reflexiona sobre aquello que, por inevitable, no puede terminar de ensamblarse (como las generaciones que entran en conflicto dentro del relato), y en ese sentido cierta falta de fluidez (especialmente hacia su última media hora) está justificada en la propia esencia del relato. Aquello que no cuaja, en definitiva, conduce a la incomodidad, concepto reforzado con la presencia de Stiller: primero cómico en situaciones cómicas, luego cómico en situaciones trágicas, apelando al patetismo y a recursos que remedan a los orígenes de la comedia (el golpe, el porrazo, la torpeza, la fisicidad). Más allá de lo desparejo que resulta el conjunto (a todo esto hay que sumar una mirada virulenta a la industria del cine -y ya son como demasiados temas que terminan involucrándose-), Mientras somos jóvenes termina ofreciendo una visión para nada piadosa sobre la juventud (“no era el Diablo, sólo era joven”, dirá alguien) y su búsqueda de un camino personal, y tiene la capacidad para no caer en poses bienpensantes donde todas las ideas son válidas. Más bien todas las ideas son cuestionadas y puestas en crisis. Como buena comedia que es, Mientras somos jóvenes no puede ser otra cosa que incómoda.
Pobre sobre la pobreza Hay una tendencia muy progre en el mundo de los escribas del cine, de andar señalando toda película que retrate el mundo de la pobreza con cierta irrespetuosidad -como en este caso- y tildarla de miserabilista o el apelativo que suene más fuerte para decir que el otro es un ruin y uno, un buen tipo. Lo que no se hace, en ocasiones, es tratar de observar los niveles que reflexión y lectura que aporta la obra concretamente: Trash: desechos y esperanza es sí una película que fotografía las favelas de Brasil con demasiada belleza y que tiene como protagonistas a tres pibes pobrísimos que no parecen padecer demasiado su situación, incluso hay un regodeo evidente en retratar ese mundo con la mirada primermundista del británico Stephen Daldry. El tema es que la película no busca tanto un retrato realista de ese universo, como sí la construcción de una aventura algo fabulesca sobre el derrotero de sus protagonistas. Que no lo logre eficazmente es un problema, pero es otro problema diferente al que la crítica en conjunto ha querido ver un poco desde el lugar común. Extraña mezcla de Ciudad de Dios con ¿Quién quiere ser millonario?, ese es un primer escollo para el film del mediocre Daldry: la película parece pensada desde ahí y nunca logra tener vida propia. Y si la primera hablaba del horror de la violencia social para terminar construyendo un relato bastante repudiable que se regodeaba en esa violencia y manipulaba con sus truquitos de montaje, la oscarizada película de Danny Boyle tenía la astucia de trabajar la caricatura con bastante inteligencia y desde ahí decirnos que aquello no era algo real, ni lo intentaba ni lo quería. A Daldry, con una carrera previa que le impide disimular demasiado sus intenciones, se le nota esa confusión entre querer hacer un alegato contra la violencia institucional sobre las clases bajas y un mero pasatiempo algo traído de los pelos. Si la película funciona al menos en términos narrativos durante su primera media hora, hay cosas que comienzan a hacer mucho ruido, como la presencia de villanos de un trazo grueso desmedido, una mirada sobre la política que es de lo más reduccionista y malintencionada, una violencia gratuita sobre el niño protagonista intolerable, dos yanquis de lo más buenos metidos con calzador dentro de la favela, una apelación a lo religioso molesta y constante, y una acumulación de elementos poco rigurosos, como la ridícula aparición sobre el final de una niña que termina por descalabrar la confusión narrativa y argumentativa. Trash: desechos y esperanza termina pareciéndose a esas películas de acción y aventuras muy malas que se hacían en los 80’s, donde unos niños muy chiquitos peleaban contra ninjas claramente más grandes y les ganaban, quedando en evidencia la falta de rigor y verosímil que siempre es necesaria para sostener una película. Trash: desechos y esperanza no es mala por miserabilista, porque básicamente nadie se la puede tomar demasiado en serio, y ni trata de hacerlo. Pero sí es mala por escandalosamente fea y tonta, situación de la que la terminan rescatando un poco los niños Rickson Tevez, Eduardo Luis y Gabriel Weinstein, dueños de un carisma extraordinario y de una capacidad actoral muy por encima de la pobre película que los tiene como protagonistas.
Mamuschka No se puede negar que Crímenes ocultos sea una película ambiciosa. Lo es, por producción, por elenco y por un entramado narrativo que adapta la novela de Tom Rob Smith con un alto grado de barroquismo: hay un drama romántico inserto en una película de espías con el estilo del cine de posguerra, que a la vez se abre con una subtrama de asesino serial de niños, lo que sirve también para reflexionar sobre lo humano como un símbolo resbaladizo que da cabida a lo monstruoso. Y todo esto, al fin de cuentas, para echar una mirada sobre cómo la Rusia stalinista se debatía entre su control absoluto y una serie de miserias dignas de la peor de las burocracias. El problema de Crímenes ocultos no termina siendo, al fin de cuentas, su complejo andamiaje, sino más bien que el director Daniel Espinosa nunca termina por encontrarle el tono justo ni la claridad expositiva como para que el thriller tome ritmo y genere interés. La película es como una mamuschka, que saca y saca cosas de su interior sin nunca acabar. Espinosa ya había abordado personajes ambiguos en su anterior y más conocida Protegiendo al enemigo. Y, de hecho, este chileno-sueco supo trabajar esas texturas borrosas en otros films de género. Por eso que Crímenes ocultos funciona al menos durante su primera media hora, cuando la película es una y cuando el agente encarnado por Tom Hardy está encargado de llevar adelante la cacería de disidentes y “traidores”. Es ahí, cuando el terreno del thriller se desanda, que la mano artesanal de Espinosa construye los climas justos, y los personajes se muestran sólidos aunque contradictorios. Pero el film comienza a complicarse (y a convertirse en varias películas dentro de una) cuando por un lado aparecen los cadáveres de niños (con imágenes que tranquilamente -y con algo de pudor- podrían haberse obviado) y por el otro el estado ruso empieza a dudar de la esposa del agente. La película se amaña, se vuelve confusa, incluso fragmentaria al nunca poder vincular ambas subtramas. Es como si el director nunca pudiera contar las dos cosas a la vez, y tuviera que tomarse varios minutos para ir cerrando las historias por separado. Hay otra cosas para cuestionarle a Crímenes ocultos, como por ejemplo el hecho de poner a esta altura del Siglo XXI a rusos que hablan en inglés. Y que encima lo hacen como falsos rusos con acentos imposibles. Es un verosímil, dentro de una película que no termina por soltarse al entretenimiento y se siente atada a cierta “denuncia” histórica, imposible de sostener a esta altura. También es para preguntarse si era necesaria la inclusión de la subtrama del abusador de menores, historia basada libremente en un asesino serial que existió en Rusia pero que vivió varios años después (al respecto pueden ver aquel buen telefilm Ciudadano X). Pero de todos modos la película es tan fallida, que estos elementos a lo sumo permiten algunos momentos de humor involuntario. Tal vez Espinosa debería aprender un poco de lo que un tipo de cómo Paul Verhoeven hizo en El libro negro, y saber de qué manera construir un entretenimiento alrededor de la historia sin perder el rigor pero tampoco la capacidad de asombro.
Un cuento infantil sin urgencias Más allá de que la distribución internacional de cine animado -salvo excepciones- no puede salir de cierto esquema de producción, por el cual cuando acerca películas por fuera de Hollywood busca mantener de alguna forma el mismo discurso audiovisual, la figura del belga Ben Stassen (el de Las aventuras de Sammy) no deja de ser una buena noticia. Sus películas, que siguen al pie de la letra la narrativa tradicional a lo Disney (reconvertida a digital por Dreamworks o Pixar) tienen en primera instancia conciencia suficiente como para no querer ser “una de Disney” porque no le da el presupuesto, y luego mucha pertinencia para elaborar un registro que acierta con solidez en función del público al cual van dirigidas, que son los niños más chiquitos. Esa honestidad se suma a la falta de urgencia por ser muñequito articulado, lo cual repercute en una positiva construcción de mundos autónomos. Trueno y la casa mágica es un nuevo ejemplo de esto. Pero Trueno y la casa mágica, a diferencia de Las aventuras de Sammy, tiene a favor la ausencia de un discurso como el ecologista que en aquel caso lastraba la acción y la volvía en extremo discursiva. Es cierto que la historia del viejo mago que puede ser desposeído de su antigua casa y enviado a un geriátrico germina en su centro un discurso moralizante sobre el trato a la vejez y sobre lo ruin del mercado inmobiliario, pero en este caso lo que termina quedando en primer plano son una serie de personajes carismáticos y un tono caricaturesco que le quita solemnidad a la bajada de línea. El humor que campea en la historia del gatito que cae en la casa de aquel mago, es básicamente el slapstick. Y la película se parece un poco a otras, como Un ratoncito duro de cazar o Mi pobre angelito que tenían -más allá de sus logros y defectos- como principal objetivo homenajear el humor de golpes y porrazos, y recuperar la esencia del dibujo animado en el universo físico y humano. Trueno y la casa mágica funciona en ese sentido porque es imaginativa a la hora de elaborar el recurso y porque tiene personajes que, desde la antinomia que representan, referencian bien ese mundo donde los conflictos que resuelven con una violencia cómica. A veces, es cierto, los realizadores abusan de la subjetiva, principalmente para aprovechar el uso del 3D, y en esos momentos la narración se vuelve rutinaria y carente de sorpresa. Si bien la película busca ser un entretenimiento pequeño y amable, Ben Stassen y Jeremy Degruson demuestran conocimiento de la técnica e inteligencia para justificar el movimiento y la estética de sus criaturas: animales y artefactos que conviven con el viejo mago son instrumentos usados en los trucos que este monta ante los niños. Y ese micromundo que sobrevive dentro del relato superior (el del gato que encuentra hogar y el del sobrino que quiere quedarse con la casa del tío) es el más atractivo, porque es donde reluce la animación como deformación satírica del mundo real, especialmente en la sugerente primera media hora. Más allá de las citas y los conceptos inherentes a la producción animada industrial, esta película es una orgullosa segunda línea realizada con precisión y sensibilidad.
Estirando (un poco) los límites Proveniente de la televisión, Kevin James es un comediante con un universo personal sin demasiado brillo, aunque bastante efectivo: lo suyo es el humor de astracanada y el aprovechamiento de un físico rotundo, un slapstick ajustado que nunca termina por desbordarse a lo que le suma una capacidad verbal digna de Vince Vaughn: puede decir muchas palabras por segundo y convertir eso en un chiste. Ya dentro de la escudería de Adam Sandler ha sabido ganarse un lugar, e incluso sostenerse como líder de sus propias películas, algo que como hemos comentado ya en este espacio es bastante difícil para los cómicos del cine norteamericano. Un poco absurdamente, una comedia floja como Héroe de centro comercial fue un gran suceso en la taquilla norteamericana (aquí se editó directamente en dvd), aunque esa película sirve para descubrir los propios límites de las películas del actor. Lo bueno de esta segunda parte, dirigida por el irregular Andy Fickman, es que estira un poco aquellos límites y mejora mucho la comedia. La primera era una mezcla indefinida entre comedia y película de acción, con un héroe que podía ser Schwarzenegger o Frank Drebin, según se le ocurriera al guión. Y que tenía la mala fortuna de ser contemporánea de Observe and report, aquella violenta, ambigua y reptil comedia negra con Seth Rogen, también centrada en un guardia de centro comercial que se convertía en héroe. O antihéroe. Todo el viaje por el oscuro viaje de la fascinación del norteamericano hacia la violencia que proponía Rogen desaparecía en esta, y lo que quedaba era un subproducto Sandler, una comedia familiar que inconscientemente refregaba su fascismo, pero que fundamentalmente se cocinaba a fuego lento con una serie de chistes poco virtuosos y demasiado dependientes de la capacidad del comediante. Si tiene algo de bueno esta segunda parte es que está menos preocupada por aquello que cuenta, algo que resulta fundamental en una comedia que busca funcionar a fuerza de chistes (aunque le cuesta unos 45 minutos arrancar, es cierto). Y ese desinterés en un programa narrativo, es acompañado por gags visuales mucho más plásticos, delirantes e incluso imprevisibles: una secuencia como la del ave que se pelea con el protagonista, mientras un piano musicaliza de fondo, es digna de la escuela más lunática de la comedia física universal y es una invención feliz en sí misma. Que la película se permita momentos como ese (cierto personaje de la primera parte muere atropellado por un camión ni bien arranca la película), es uno de los pequeños placeres que permite este film menor, básico en sus aspiraciones, pero no por eso menos efectivo. En la buena senda de la comedia Sandler, Héroe de centro comercial 2 incluye más personajes secundarios queribles (Gary Valentine, Ana Gasteyer y Shelly Desai la rompen), y acumula hacia su final más de esos momentos absurdos y donde cualquier situación es un chiste potencial. Si no es mejor, es porque definitivamente el universo de Kevin James carece de vuelo y lo suyo es la comedia familiar hecha y derecha, sin la capacidad de interpelar su propio rol de un Adam Sandler o de deformar crudamente la realidad como un Will Ferrell, incluso fusionando las capas de comedia convencional con dosis de incomodidad como un Ben Stiller. Héroe de centro comercial 2 es una comedia efectiva que apenas sirve para pasar un buen rato. Y tal vez no busque más que eso.
Borrador de un personaje gigantesco León Najnudel es uno de los grandes personajes de la historia del deporte argentino. Su figura es emblemática, fue una gran entrenador -capaz de lograr títulos en España con un equipo chico como el Zaragoza- pero además un estratega absoluto fuera de las canchas a partir de una mirada amplia y compleja sobre la actividad que lo apasionaba: el básquetbol. Gracias a él y a una lucha persistente que le devoró gran parte de su corta vida (murió a los 56, víctima de leucemia) es que el básquetbol en Argentina dejó de ser una suma de voluntades individualistas y se convirtió en uno de los deportes más federales, gracias al ensamblaje de la Liga Nacional. Ese personaje, demasiado grande para los ajustados 70 minutos que dura este documental de José Glusman, se merecía la masividad de la mirada que aporta el cine. Antes que nada, es bueno sincerarse. Quien suscribe es también un seguidor de la Liga Nacional, y tal vez por eso el documental haya impactado de una forma más positiva e, incluso, emocional: voy a la cancha desde 1990 y soy de esos a los que la Generación Dorada no lo tomó por sorpresa. Es que se trató de la cima perfecta de varios años de ardua competencia que terminó por formar un grupo de jugadores extraordinarios. Logro, claro está, que sin la presencia del gigantesco Najnudel nunca hubiera sucedido. Glusman arranca su documental con el éxito de la medalla olímpica, como una demostración de cuáles son los objetivos intangibles que persiguen Quijotes como estos. Tras eso, se va descubriendo el personaje. Najnudel es increíble. Los testimonios de jugadores, amigos y colaboradores (de Emanuel Ginobili a Chiche Gornatti, de Nocioni y Scolla, a Adrián Paenza o su preparador físico Bonini) así lo demuestran, y ejemplifican la síntesis de ese tipo que era muchos tipos a la vez: estaba el porteño de cafetín, ese que madrugaba en charlas alrededor de mesas donde el whisky era inevitable; pero también el profesional obsesivo, capaz de viajar cientos de kilómetros para ver apenas el segundo tiempo de Estudiantes de Bahía Blanca y Olimpo. O no verlo, sólo viajar para convencer a los dirigentes de ambos equipos de formar la Liga Nacional. El documental acierta cuando pone la figura del entrenador en perspectiva, y el contexto histórico ennoblece lo hecho por el protagonista: la fascinación va en doble sentido, por un lado el entrenador y su genio impar, por el otro el logro hacia un colectivo integrado por espectadores y deportistas que encontraron un espacio de comunión, hoy ultra-competitivo. Allí se descubre al básquet como una disciplina no demasiado popular en la Capital, pero sí en el interior. Najnudel, que al fin de cuentas era un porteño como cualquier otro pero con estirpe de adelantado, ideó una maquinaria que, aún imperfecta, no deja de ser necesaria para un país que se dice federal, pero sólo en los papeles. Lo cierto es que Najnudel se merecería uno de esos biopics deportivos que el cine de Hollywood sabe hacer como nadie. Mientras, tenemos este documental, una especie de borrador muy bien documentado, que nos sirve para reconocer al personaje, más allá de preguntarnos si la corta duración no atenta contra la respiración de la información y su adecuada fluidez. Porque… cuánto llega a asimilar de esta historia alguien que desconozca totalmente la Liga Nacional. Esa es, seguramente, su mayor falencia.
Bailar con lo más feo Debe ser algún tipo de récord, pero Bailando por la libertad está constituida por demasiadas de esas cosas que nos hacen salir espantados del cine: el elemento biográfico como garantía indiscutible de calidad; la presencia de la danza como elemento metafórico y simbólico; la mirada occidental horrorizada sobre oriente, específicamente Irán; la denuncia política lavada y obvia; una forma despersonalizada y propia de esos productos multitarget pensados para gustar; y un conjunto de buenas intenciones que quieren ser traficadas como grandes ideas. Habría que darle una medalla al director Richard Raymond por hacer que todo ese conjunto de clichés y lugares comunes entren en una misma película. Bailando por la libertad es la historia de Afshin Ghaffarian, un joven estudiante de arte apasionado por la danza, que monta una compañía de baile en los sótanos de Irán ya que la actividad está prohibida por el gobierno local. Todo, en el marco de unas elecciones donde la administración de Mahmud Ahmadineyad fue sospechada de fraude. Si aquel episodio, lo suficientemente ridículo (¡prohibir bailar, ni Footloose se lo hubiera imaginado!) como para merecer una película no es suficiente para el director, le agrega una historia romántica entre el protagonista y una joven adicta y con pasado trágico, cuya única virtud es la de llevar el rostro cinematográfico como pocos de Freida Pinto. Pero todo es pesado, abúlico en el film de Raymond, que carece del don de la gracia y que, aún conteniendo dos o tres secuencias de danza dignamente coreografiadas, elude cualquier tipo de belleza formal. El director pertenece a esa escuela que cree que disponer de un tema y ponerlo a rodar es suficiente. Y se olvida de narrar, de descubrir para qué es que está contando esto que nos está contando. Aquello que nos espanta de su historia es lo que podíamos suponer leyendo la sinopsis: sí, es bravo querer bailar en Irán. Y no hay mucho más que eso en una película que no logra levantar vuelo nunca.