High School Dramatical Yo la escribo, yo la adapto, yo la hago. Algo así habrá pensado Stephen Chbosky al adaptar y llevar al cine su exitosa novela Las ventajas de ser invisible. En verdad, se trata de un caso curioso -y hasta patológico- de narcisismo si tenemos en cuenta además que el personaje principal es como un alter ego suyo: parece que el escritor y director volcó sus experiencias en el high school en este texto angustiante y existencialista sobre un adolescente con problemas de sociabilidad que decide pasar inadvertido en el colegio secundario para evitar la confrontación con el resto de sus compañeros. Claro que no lo podrá evitar y de ese vínculo que se forje con un grupo de compañeros más grandes que él, se nutrirá el relato. Y la experiencia de vida de Charlie, el protagonista en cuestión. Las ventajas de ser invisible es un film repleto de clichés, pero que encuentra algunos momentos lúcidos cuando se olvida del subrayado del relato de iniciación (el coming of age que le dicen) y se centra en la intimidad de los personajes. Es decir, el film de Chbosky -más escritor que director- está mejor hablado que contado. Si hay algo que rescata a Las ventajas de ser invisible de caer en el olvido inmediato, eso es su relación directa con las películas de colegio secundario. Subgénero transitadísimo del cine norteamericano, Chbosky construye un relato que no se aparta demasiado de los códigos habituales, pero tiene el ojo como para ver algunos detalles interesantes y originales: salvo en el caso de Charlie, los padres son una presencia difusa aunque tangible en cada rastro de brutalidad emergente, y eso habilita a pensar la violencia adolescente como una consecuencia y no como una causa. Este asunto, la violencia de los adultos hacia los menores, repercute consciente o inconscientemente en cada acto: ahí vemos a Sam y Charlie con su imposibilidad de amar. Es en esa historia de amor donde la película brilla, y donde brillan además Logan Lerman y Emma Watson. Detrás de su fachada sensible y lustrosa (por momentos demasiado lustrosa), Las ventajas de ser invisible esconde una amargura absoluta y captura acertadamente ese instante crucial de la vida que cuenta. Claro que los clichés son muchos, empezando por el típico profesor de literatura buena-onda, siguiendo por la experimentación con drogas y terminando por una banda sonora demasiado presente y subrayada. Aunque también es cierto que sin esos elementos el film perdería ese aroma a territorio conocido que nos permite vincularnos, sin dilaciones, con el núcleo de los personajes. A estos (el deportista exitoso, el gay, el introvertido, la chica bonita, etcétera) ya los vimos en cientos de películas, vayamos directo al grano: ¿qué les pasa? Por suerte Chbosky acierta en nunca juzgar a sus criaturas y en contar todo esto sin caer en solemnidades y con el mayor candor posible, aunque cuando se pasa de nostálgico y sensible su radiografía del colegio secundario se vuelve demasiado lavada, casi casi como ese Charlie que para evitar problemas quiere pasar desapercibido. Es que ser invisible, en el cine, trae aparejada la desventaja de la impersonalidad. Y ese es el peor pecado que comete Chbosky. No está mal, pero aprobó con lo justo.
Rebolu(ción) Burlarse de este tipo de películas es algo qua ya se hizo miles de veces. Así que no se dejen llevar por el título de esta reseña, ya que fue un chiste arjonesco (por Arjona), oportunista e inevitable relacionado con el subtítulo de Step Up 4. ¿Cuarta? Y sí, los bailes están de moda en concursos televisivos: ojo que no vi las otras tres, pero intuyo que mucho no debe importar. Lo básico es: chico conoce chica, todos bailan como poseídos por el demonio y los conflictos de los personajes se superan en la pista de baile. Lo curioso de los conflictos de Step Up 4: la revolución es que se centran en un grupo de bailarines “guerrilla” que impacta en las calles de Miami y se termina enfrentando a un hombre de negocios que quiere tirar abajo el barrio obrero y construir algo más residencial y empresarial. Claro está, nada acabará mal, se terminará dando una inverosímil comunión cultural-empresaria y todos felices. ¿Conté el final? Claro, como si en este tipo de propuestas importara el final. Lo que importa es el baile, y hay que reconocer que el director Scott Speer la tiene clara en ese sentido. Es decir, Step up 4: la revolución es como esas películas de acción con diálogos malísimos pero con buenas escenas de tiros y explosiones y persecuciones (una de Martin Campbell, ponele), aunque aquí reemplazamos eso con baile y coreografías. Y cuando eso ocurre, cuando los personajes bailan, el film levanta vuelo, más si sumamos una muy buena utilización de escenarios de Miami y disfrutables coreografías. El grupo que protagoniza la película es una especie de pandilla danzarina apodada The Mob, que irrumpe sorpresivamente en lugares impensados (la calle, museos, restaurantes, etcétera) con el fin de generar cierta conmoción pública. De hecho, el número que abre la película, puesto en escena como si de un robo a un banco se tratara, sorprende gratamente al espectador de la misma manera que ocurre con los “espectadores” dentro del film. Y que conste, no sé ni me gusta bailar, pero Step up 4 tiene cierto vértigo y energía que se transmiten por ósmosis. Otro detalle del film, que lo convierte en digno referente de su tiempo (de ahí cómo impacta esta saga en un público adolescente), es la recurrencia a movidas culturales del presente: si usted no sabe lo que es el freestyle o una flashmob o viralizar un video a través de Youtube posiblemente quede un poco afuera o recurra a Wikipedia para ponerse al tanto. Claro está que Step up 4: la revolución se muerde la cola y es víctima de sus propias decisiones estéticas: dentro de dos años ya será vieja. Pero ¿en todo caso no es ese el impacto de las flashmob, algo inmediato y enérgico? Consciente o inconscientemente, Speer acierta en eso del espíritu que se traduce a la obra. Por supuesto que la débil trama pesa, los actores son simpáticos y amigables pero no transmiten una sola emoción cuando se quedan quietos, y todo esto contrarresta los aciertos del film. Mucho peor, cuando el eje central (el grupo de baile) se une con la subtrama (empresario malo), y las coreografías pretenden convertirse en una pancarta política: allí aparece lo peor de la película. ¿Recuerdan las películas de Porcel y Olmedo en las que aparecía un cantante y se hacían planos cortos de personajes que bailaban o hacían gestos supuestamente chistosos? ¿Y que los que bailaban o hacían gestos solían ser los que hasta hace cinco minutos eran los malos? Bueno, esto pasa en Step up 4: la revolución. Revolución que se termina con los jóvenes revoltosos vendiendo su arte a una empresa de ropa deportiva universal, que seguro manda a confeccionar sus prendas en talleres clandestinos de China. De revolucionarios a rebolú en un pestañeo. Al final de la película debería aparecer un letrero que diga: “chicos, no hagan esto en sus casas”. No, nos referimos a bailar en las calles, sino a eso de venderse al mejor postor. Step up 4 era mejor cuando los chicos y las chicas bailaban y cerraban la boca.
La liga de la magia Sinceramente el tráiler no decía mucho y los personajes no generaban demasiada empatía, pero el film de Peter Ramsey gana en muy buena ley su espacio dentro de la por demás extensa producción animada de este año. Y, más y mejor, vence los prejuicios de este cronista, que fue al cine con el termómetro de la expectativa bordeando el grado cero. El origen de los guardianes, nueva producción de Dreamworks (que lentamente va encontrando el tono adecuado película a película: ya casi no hacen cosas que den vergüenza, como El espanta tiburones o Monstruos Vs. Aliens), se basa en un material preexistente, unas novelas creadas por William Joyce (el autor del libro en el que se basaba también La familia del futuro), en la que personajes como Papá Noel, el Conejo de Pascuas o el Hada de los Dientes trabajan en una especie de grupo de elite para proteger a los más chicos de ese mal conocido como miedo. Casi casi como Los vengadores o La liga de la justicia, pero con una cuota mayor de sensibilidad. Es que cada personaje representa una entidad milenaria en eso de hacer creer a los más chicos que la magia existe en este mundo. El origen de los guardianes tiene bastante de comedia y mucho de acción y aventuras, y sin sobresalir necesariamente en ninguno de los dos apartados, logra fusionar adecuadamente ambos rubros con algunas secuencias vertiginosas y con mucho ritmo. En eso mantiene la línea Dreamworks del correr y pensar poco. Y se agradece, ya que si bien hay bastante de moralina dando vueltas (se entiende, es casi un cuento navideño) y no se evita la cuota truculenta en el personaje de Jack Frost (un adolescente salido casi de un texto de Dickens), lo fundamental en la película está dado por el movimiento y por cómo esos personajes se comportan dentro de esa velocidad que imprime Ramsey. Tal vez el mayor problema de El origen de los guardianes sea que en definitiva nada de lo que se ve sea del todo original (esos duendes, por ejemplo, le deben mucho a los minions de Mi villano favorito, y el vilano tiene bastante de lord Voldemort). Pero en todo caso, lo novedoso está dado aquí por un diseño visual ajustado y coherente con el desarrollo de cada personaje y con la despreocupada versión que se ofrece de Papá Noel o del Conejo de Pascuas (si bien hay amenazas, no terminan siendo del todo unos pelmazos). Posiblemente uno pueda acusar a El origen de los guardianes de ser tremendamente tranquilizante en relación a la muerte, pero no se pueden negar sus virtudes como entretenimiento.
Sombras y sombras del poder Cuando uno se entera que El ministro está producida por los hermanos Dardenne, se imagina un drama de componentes universales regido por ciertas normas formales: una cámara pegada a los personajes siguiéndolos sin claudicar, una mirada desprovista de prejuicios que logra edificar un relato tan coherente como humanista. Digamos que Pierre Schoeller mantiene a rajatabla la esencia del cine de los hermanos belga, especialmente en eso de ser coherente con sus personajes y sustraer el relato de toda manipulación. Pero allí donde se distancia es justamente donde encuentra parte de sus aciertos: lejos del ritmo pausado, el director francés elabora un thriller de escritorio, centrado en las altas esferas del poder político galo, que es pura tensión dramática. Claro que hay un elemento puramente dardenneano (por inventar un término) y es la presencia de Olivier Gourmet como el protagonista Bertrand Saint-Jean, un actor al que la palabra “presencia” le sienta como a pocos: Saint-Jean es el ministro de Transporte francés, un tipo que queda en el centro de la tormenta y la discusión política cuando sucede un terrible accidente vial. El debate pasa a ser la privatización o la mantención bajo el ala estatal de las terminales de transporte, retratado esto como una instancia moral que define mucho más que una acción de gobierno: Saint-Jean se opone a la privatización. Y esto, que parece un eje temático administrativo alejado de lo cinematográfico, se convierte en un relato apasionante sobre el poder, la política y el componente humano, gracias a un ritmo avasallante. Está claro que Europa pasa un momento crítico. El ministro posiciona su mirada en lo político y lo vincula con lo moral y lo ético para comprobar cómo se enfrenta esto a valores como la coherencia y la honestidad. Schoeller se aleja de la mirada de clase media, que se horroriza con la política y busca quedar al margen desde ese imposible llamado “apolítica” -sépanlo: todas las acciones humanas son políticas, por acción u omisión-, esa que es parte de la corrección bienpensante enquistada hoy en el cine mainstream, para apostar al compromiso aún dentro de las parcelas y chicanas del poder. Lo acertado en el caso del director es que enfrentado a grandes temas, su film parece tener respuestas para todo. Filmando este drama a la manera de un Michael Mann, donde el profesionalismo y el rigor son base fundamental de la forma en que sus personajes llevan adelante sus motivaciones (incluso eso se ve en la pericia técnica con la que filma un espectacular accidente de tránsito), Schoeller se constituye con en un sabio narrador que utiliza a la política como tema y forma: porque como el buen cine clásico nos ha enseñando -y hay algo de eso en la claridad expositiva de El ministro- lo que se dice es tan importante como la manera en que se dice. Llegado cierto momento, Bertrand Saint-Jean tendrá que ir tomando decisiones, formando alianzas que lo pueden llevar a perder parte del entorno de funcionarios que lo acompañó siempre. Inclaudicable, coherente, incorruptible el protagonista de El ministro tendrá que atravesar su aprendizaje que es el de aprender a convivir con esa bestia que es el poder, no sin asquearse un poco de aquello en lo que se puede convertir como bien le advierte a su esposa. Y así como el personaje, la película también tiene su aprendizaje que es el de saber contar lo suyo con las reglas del thriller sin por eso vaciarse de contenido: tan interesante cuando corre como cuando se detiene y reflexiona, el film de Pierre Schoeller es una demostración de cine inteligente y apasionante.
Pechos fríos del cine Con varios de los integrantes de FANCINEMA hemos estado trabajando en la construcción de una nueva categorización para algunas películas: una categorización que reúna a esos films desapasionados, aburridos, infames, que nunca se animan a dar el paso adelante, a ser atrevidos, agresivos, salvajes, cuando la ocasión lo requiere; pero también a esos actores y directores que buscan un multi-target lavado e insulso. A ese tipo de producto-autor lo ubicaremos bajo la etiqueta de pecho frío. El pecho-friísmo es una instancia superadora de la mala calidad. Es más, es mucho peor. Porque lo feo esconde alguna intensidad, alguna vibración, alguna virulencia que genera una reacción en el que mira. En cambio lo pecho frío no, porque está lo suficientemente pensado como para gustar a los convencidos y dejar indiferentes a los no convencidos. La saga Crepúsculo hasta el momento estaba más cerca de lo feo que del pecho-friísmo, porque su exaltación de la castidad sexual motivaba el desprecio inmediato. Uno se enojaba, puteaba, quería despertar de un empujón a aquellos adolescentes (y adolescentes eternos) que se quedaban embobados con una de las historias de amor más insulsas que vio el cine en mucho tiempo. Sin embargo el cierre de la saga, este Amanecer Parte II, bate récord de “pechofriez” con una narración inane que no avanza nunca y una vuelta de tuerca digna del más frío de los pechos. Esa paz y tranquilidad final a la que se arriba es tan lustrosa y falsa que, aún así, no deja de ser coherente con el resto de la saga: que siempre ha sido una exaltación de lo artificial. De todos los males de esta saga pergeñada por Stephenie Meyer ya hemos hablado hasta el hartazgo por estas páginas, así que no ahondemos en eso: sí, es vergonzosamente conservadora, pero digamos que este final, preocupado en otras cosas, tiene mucho más morigerado ese subtexto reaccionario. Así que eso ya lo sabemos y no hay queja posible. Incluso también hemos charlado por acá de lo inútil que resulta seguir hablando de estas cuestiones, por lo que intentaremos no reiterarnos. Observemos, pues, qué tiene para ofrecer esta quinta película, recordando que habíamos dejado a Bella y Edward en el preciso momento en que ella daba a luz y ya era una vampira más. Si algo había tenido de bueno Amanecer Parte I, es que con la llegada de Bill Condon en la dirección la saga había incorporado, de repente, el humor. Incluso, la autoconsciencia (¿recuerdan aquel vaso de sangre servido con sorbete? Bueno, eso…). Pero Amanecer Parte II es como un retroceso (si esto es posible) para Condon, ya que de aquel humor no queda nada y lo que sí hay es una larguísima primera hora muy aburrida, que es casi una reclusión de los personajes principales en la casa de los Cullen, mientras se espera la avanzada de los Vulturi (explicar sobre clanes y familias a esta altura ya me resulta redundante). Lo que sigue después no es mucho mejor, pero al menos tiene un poco más de movimiento y menos diálogo: otro mal de la saga es que los personajes dicen parrafadas imposibles -imposibles por tontas y también por intrascendentes- haciendo la acción muy derivativa y escasa. Y, claro, cuando llega esa acción, la misma es excesivamente lavada y con una estética visual publicitaria, pero publicitaria de las malas. Todo en la saga Crepúsculo luce artificial: arrancando por lo más preocupante, las emociones de los personajes, y pasando por esos bosques iluminados de manera diáfana, unos efectos visuales pobrísimos y lejos del estándar habitual que uno debe exigirle a Hollywood. Ahora debemos sumar una beba hija de la digitalia, que parece un manchón borroso en la imagen antes que algo vivo. Avisamos: a partir de acá hay algunos SPOILERS. Todo esto que hemos señalado anteriormente forma parte de lo que más o menos hemos venido señalando de la saga. Lo que no nos veíamos venir era una maniobra de guión tan estúpida como inconveniente desde un punto de vista narrativo. Una deuda eterna de Crepúsculo es la sangre; que una historia que mezcla vampiros y hombres lobos carezca de sangre y tripas no es sólo una decisión estética, sino que también lo es política: es indudable si analizamos su subtexto virginal y asexuado, en el contexto de una historia que apunta, fundamentalmente, a los adolescentes. Por eso cuando de repente los Cullen y los Vulturi se enfrentan en una batalla final más cercana a Pandillas de Nueva York que a esta ameba fílmica, uno no puede evitar alegarse un poco, sentir que algo de vida reside en el corazón de un blockbuster tan tonto como este. Ojo, una Pandillas de Nueva York con decapitaciones y demás truculencias, pero extraña y (a esta altura) ridículamente sin sangre. Sin embargo, en un giro propio de un guión mediocre o involuntariamente gracioso, esa larga secuencia de acción se nos revela de repente como una premonición incrustada en la mente del malvado Aro por parte de la buena de Alice. Es decir, cuando Aro descubre que en ese futuro inmediato muere decapitado, decide frenar la guerra, decretar una paz torpe y tranquilizadora y marcharse con su tropa. Y así los Cullen, que suman a la familia al lobezno Jacob y a la ex humana Bella, se quedan re piolas viviendo en su regia casa. Así las cosas, esa violencia que nos alegraba por lo repentina y abrupta para la saga, que traía algunas muertes inesperadas, se convierte en un flashforward extenso y tramposo, que es además una de las movidas más pecho frío que se le podían ocurrir a los autores de esta gansada absoluta. Luego de esto llega una coda bastante comprensible y lógica dentro de los parámetros de Crepúsculo: hay promesas de amor eterno y una celebración cómplice hacia los seguidores. Este cuentito moral(ista) se ha ido, esperemos, para no volver.
El valor del personaje Porfirio Ramírez Aldana es un personaje por demás interesante: quedó postrado tras recibir una bala perdida de la policía en medio de un tiroteo con delincuentes y realizó un curioso proceso para reclamarle al Estado colombiano que lo indemnicen. Claro está, no tuvo demasiado éxito en su pedido. Pero aclaremos: Porfirio es también un personaje real y se interpreta a sí mismo en el film. Y lo que vemos en el film que lo tiene como protagonista es su cotidianeidad, mientras permanece en su silla de ruedas y se relaciona con un entorno particular en un registro conectado con el cine latinoamericano festivalero de las últimas décadas. La película de Alejandro Landes, conocido en estas tierras por Cocalero, retoma cierto registro documental pero le suma un grado de ficción que hace jugar al film en una línea de intertextualidad constante: el protagonista se recrea a sí mismo, en una película que no es un documental puro y a la vez es una ficción al filo de lo documental. Este juego narrativo pone al film en una instancia crítica: lo que tenemos es un verosímil con pretensión de verdad, pero evidentemente manipulado. ¿Cuánto de esto es entonces tolerable y cuánto necesario, teniendo en cuenta el grado de sordidez que a veces inunda el relato? Lo curioso y más interesante en el trabajo de Landes, es ver cómo revierte cierta tendencia del cine latinoamericano provocador, un poco en la línea del mexicano Reygadas: aquí hay sexo entre personas que no son las de catálogo (como le gusta al mexicano), pero hay distancia respecto de tomar esto como una reflexión sobre vaya uno a saber qué asunto. Por el contrario, hay disfrute, liviandad, algo de diversión. El sexo en Porfirio no busca el sensacionalismo sino estimular las sensaciones de personajes en condiciones especiales. De todos modos, se podría decir que a Porfirio le sobran varios minutos de una contemplación repetitiva y que incluso comete el pecado mortal de dejar en off un episodio fundamental para el personaje, el cual no vamos a contar aquí para no frustrar parte de la tensión que adquiere la película sobre el final (pero si tienen ganas, pueden husmear en las noticias en Google). Pero sepan que allí aparecen algunos elementos del thriller y que el director lo maneja con solvencia. Lo curioso es que, por el contrario, opta por “contar” esos episodios de manera verbal, por medio de una canción simpática, sí, pero distante expresivamente de lo que la película proponía hasta el momento. En ese no mostrar para contar de manera oral, se limitan los resultados finales de una película que tiene sus varios atractivos, cinematográficos y políticos.
Comedia negra con grises Si bien es cierto que en la última década el cine nacional se ha abierto a los géneros, aún la variedad que aborda es escasa. Por eso, una película como Ni un hombre más resulta llamativa y se distingue ante un panorama demasiado homogéneo: es una comedia negra que apuesta por la acumulación y que llega a un clímax realmente delirante y muy divertido. Encima, con esa escasa virtud del cine nacional en la presentación del producto, si tenemos en cuenta que el tráiler y el poster predisponían a lo peor, el debut en el largometraje del experimentado guionista Martín Salinas puede ser considerado una grata sorpresa. Con sus bemoles, Ni un hombre más se sostiene por un elenco que está en un equilibrio perfecto y por situaciones absurdas que dejan en evidencia un universo macabro donde la muerte se acumula en el mismo nivel que la ambición y la avaricia de los personajes. Evidentemente Salinas conoce algo del género y tiene el ojo suficiente como para poner a Valeria Bertuccelli y Martín Piroyansky en los protagónicos, a sabiendas que ambos son de los mejores comediantes que existen actualmente en el cine nacional: tienen un registro que se evade del costumbrismo y del grotesco habitual del cine nacional, aunque saben merodearlo sin caer en el exceso. Si Bertuccelli ya lo demostró con creces, el trabajo de Piroyansky es encomiable si tenemos en cuenta que logró salirse del típico adolescente atolondrado en el que estaba encasillado. Aquí es un joven con un pasado en sombras que se enfrenta a situaciones que lo superan, pero a las que afronta con cierto carácter. Y con Bertucelli componen una improbable pareja romántica que sabe cómo jugar cada línea de diálogo: la comedia, se sabe, es una cuestión de timing. Es tiempo y espacio, aún en los diálogos. Sin embargo el director saca también buenos dividendos de Luis Ziembrowski, un actor que habitualmente está dos tonos más arriba y que encima aquí compone a un guardia con acento mesopotámico. Pero así dicho, Ni un hombre más parecería más un producto actoral que una cuestión de puesta en escena y decisiones del director. Hay que decir, en ese sentido, que la película fusiona saludablemente algunos elementos de la comedia negra inglesa, la más tradicional de la Ealing, pero más acá en el tiempo con Tumbas al ras de la tierra de Danny Boyle o las primeras obras de Guy Ritchie y algo del cine de los hermanos Coen: los personajes suelen ser torpes, algunos llegando a la imbecilidad, pero todo está trabajado desde un absurdo bastante abstracto. Es verdad que la falta de un poco de profundidad impide que los personajes sean lo verdaderamente asquerosos que pueden serlo. Es un juego de pros y contras: porque las criaturas de Salinas son un poco más carismáticas que los de los autores de Fargo o Quémese antes de leerse entre otras miserabilidades. Como decíamos anteriormente, es una película con sus bemoles. Y si el timing actoral en algunos casos es el adecuado, hay que decir que la película no siempre logra que esa sucesión de giros que va dando el guión fluya de la manera adecuada. Eso no desmerece el producto final, pero es cierto que los altibajos en el relato se notan, especialmente en una forzada voz en off que intenta una fallida analogía entre los personajes y la vida sexual de las iguanas. Sin embargo lo más cuestionable es un final abrupto que impide el desarrollo total de los personajes: si bien es evidente el trabajo de guión para ir acumulando personajes y situaciones hasta una última media hora creativa y sumamente eficaz desde lo humorístico, el desenlace deja todo casi en el nivel de una canchereada o de una anécdota irrelevante. Con un poco más de pulido en ese sentido, Ni un hombre más hubiera sido una mejor película de lo que es. No obstante, se agradece la apuesta.
Con licencia para seguir Lindas contradicciones generan estas nuevas películas de James Bond. Mucho más esta Operación Skyfall, la más redonda de la saga protagonizada por Daniel Craig: es que se trata de un film de acción bien narrado, con secuencias de alto impacto y con una serie de giros y situaciones que intentan (y logran) darle más carnadura al histórico personaje, a la vez que se aleja deliberadamente del estilo de las películas del agente británico. Una de las contradicciones que se genera es la siguiente: ¿es un conflicto sobre el paso del tiempo y los orígenes de James Bond lo que venimos a ver? Si el personaje fue siempre pura superficie ¿por qué intentar profundizar en ese sentido? ¿No es ese un rol que deberían cumplir -y ya han cumplido sagas como las de Bourne, por ejemplo- otras películas? En defensa de Operación Skyfall hay que decir que la solemnidad de la franquicia ya fue instalada con la interesante Casino Royale y fue continuada con la pésima Quantum of solace. Por eso, a nadie debería llamarle ya la atención y tendríamos que estar seguros de que esta va a ser la tónica de acá en adelante. Mientras los guiños a lo Bond pueden ser encontrados en películas como Misión: imposible IV o Encuentro explosivo, el 007 modifica su ADN en busca de un realismo más sucio y del puro melodrama. Las películas de Bond han sido siempre un diseño de producción y nunca un trabajo autoral. Pero precisamente en esa bendita búsqueda del melodrama que señalábamos antes, es que se ha decidido emplear a nombres más “prestigiosos” para llevar las riendas: primero fue Marc Forster y ahora le toca el turno a Sam Mendes (Martin Campbell en Casino Royale significó un puente de la vieja guardia a lo nuevo). Desde la producción se entiende que lo que precisan estas nuevas entregas es que aquellas secuencias que van de una escena de acción a la siguiente, que antes no importaban demasiado, ahora estén bien actuadas y puedan alumbrar algo del interior de los personajes. El drama surge, pues, cuando descubrimos la inoperancia de un tipo como Forster para filmar una escena de acción decente y allí todo se desbarranca: el melodrama, el entretenimiento, la película. Con Operación Skyfall la lección fue aprendida y a sabiendas de que la acción no era el fuerte de Mendes, se contrató un director de segunda unidad experimentado como Alexander Witt. Por eso las secuencias de acción lucen bien narradas y con cierta espectacularidad. Hay un nombre aquí que resulta clave para entender algunas críticas que se han hecho sobre Operación Skyfall: Sam Mendes. Si bien cierto sector de la crítica quiere hacer ver que se trata de un director importante, hay otro (entre los que me puedo incluir) que cuestiona sus procedimientos y deja en evidencia al oportunista que desde esa copia mainstream del cine indie que fue Belleza americana ha evidenciado una pulsión por autodefinirse como trascendente. Por eso se escuchan acusaciones de solemnidad y pesadez sobre este Bond, pero acá hay que hacer un parate y, como dijimos antes, reiterar que esas cuestiones ya estaban en el germen de este nuevo agente 007 interpretado por Craig. Sin embargo el trabajo de Mendes aquí es acertado cuando imprime cierto estilo sin ponerse por encima del personaje, a la vez que deja que la mitología ligera y desprejuiciada contamine su cine habitualmente acartonado. Es cierto también que hay algo que sigue sin cuajar en esta nueva era del 007, y es que si bien las escenas de acción son grandotas y generosas, carecen del nivel de fantasía y creatividad que eran marca de estilo: acá no veremos nunca a un Pierce Brosnan tirándose de cabeza para agarrar una avioneta al vuelo o a Roger Moore partiendo el techo de su Renault 11. Ese verosímil áspero y seco que se pretende resulta impersonal y quita parte del encanto del personaje. Porque, convengamos, los conflictos que se construyen alrededor del agente, con ese villano tan pintoresco que interpreta Javier Bardem (un intento algo fallido de Joker a lo Nolan), no son tampoco tan importantes como para sostener un relato que se alarga hasta los 143 minutos. El problema no es de dirección, sino más bien de producción: tiene que ver con los objetivos acerca del personaje en el presente. Pero si hay algo juega a favor de Operación Skyfall, es que a diferencia de las anteriores (que parecían querer sepultar toda la iconografía Bond) hay aquí un placer por regurgitar lo simbólico: aparece esa lascivia grasa con las mujeres que bordea la misoginia, se recuperan piezas históricas como el viejo Aston Martin, aparece algo de humor y sobre el final (sin querer anticipar mucho) se revela el nombre de un personaje que tiene que ver con la genealogía. Posiblemente esa necesidad de la continuidad, que no existía en el original (donde sólo importaba la misión y la habilidad del agente para escapar cientos de veces de una muerte segura), y que pretende darle una unidad a la serie de películas pueda parecer una infidelidad para con el original, pero es cierto que como trabaja aquí los elementos Mendes hacen que se genere un interés en eso que vendrá más adelante. Es decir, si analizamos Operación Skyfall sobre los parámetros de este nuevo Bond, podemos decir que se trata de un muy buen entretenimiento. Lo demás será cuestión de gustos. Y que quede claro, yo también prefiero al viejo 007.
Acercamiento animado al universo zombie En el panorama del cine de animación actual hay tres niveles de películas: aquellas que vienen a ocupar un espacio en la cartelera sin mayor sorpresa o novedad, que son pura rutina; las que tienen algunos elementos interesantes pero que carecen de vuelo por su falta de ambiciones o por la simpleza del conjunto; y las verdaderas obras maestras. ParaNorman está ubicada tranquilamente en el segundo grupo, ahí nomás del lote de grandes obras del género, especialmente porque termina reduciendo su alucinante aspecto visual y su divertido entramado de referencias a un cuentito moral destinado a que los más chicos acepten a quienes son diferentes. Pero más allá de su objetivo didáctico, que es verdad también tiene sus complejidades (la mirada no está exenta de referencia histórica, social y política), ParaNorman recurre acertadamente al cine de terror más clase B y lo aplica creativamente al cine animado y destinado a los más chicos. Muchos han señalado ya la relación explícita con Sexto sentido, por el hecho de que el protagonista es un chico que tiene contacto con los muertos. Pero la relación es más directa que una simple referencia argumental -y por una cuestión geográfica mucho menos cercana para nosotros- y tiene que ver con aquella escena en la que el pequeño Cole Sear veía a los negros ahorcados del pasado en el mismísimo lugar donde en el presente se erigía una escuela, institución fundamental en eso de impartir nociones básicas de la historia y la construcción de una nación. ParaNorman está ambientada en un pueblito, símil Salem, donde en el pasado se mandó a la hoguera las brujas. Y ese asunto tendrá mucho que ver con el mundo de zombies, fantasmas y hechizos que pueblan el relato: los errores del pasado, reiterados y promovidos por la masa social como conducta y dictadura cultural, son en definitiva los causantes de varias maldiciones como la violencia, el odio y la discriminación. Lo bueno de ParaNorman es que mientras todo esto se expone, la aventura avanza sin dilaciones. Si algo tiene de muy bueno este film de Chris Butler y Sam Fell es que precisamente logra una película animada divertida y didáctica para los chicos, pero a la vez política y sugerente para los adultos sin que resulte excesivamente adulta o infantil. Y todo esto enmarcado en un relato que es cristalino en su homenaje el cine con citas genéricas pero a la vez simbológicas: hay por allí un ringtone con la música de Halloween, una máscara a lo Jason o toda una iconografía zombie presente tanto en los colores como en la selección de planos. Dentro de un subgénero como el de zombies, en el que parece haberse dicho todo ya, ParaNorman funciona como una revitalización interesante y una vuelta de tuerca más. Es como Muertos de risa, una comedia de terror muy válida, pero a la vez una posibilidad de darle nuevo sentido a los muertos vivientes: aquí son esos que vienen a expiar las penas del pasado. Lo que está muy presente en este film, producido por la misma casa de la excelente Coraline, es la mirada de dos directores emblemáticos: por un lado, esos zombies humanizados tienen la pertenencia de Spielberg, mientras que por el otro el protagonista Norman es un chico melancólico e incomprendido a lo Burton. Cuento sobre aceptar al diferente y sátira social (y en eso es súper coherente con las películas de zombies: siempre fue un subgénero político) al mismo tiempo, nada de esto funcionaría si la película no fuera, antes que eso, una obra de arte pensada y construida con coherencia: personajes bellos y complejos, humor con chistes de gran factura y una narración fluida sobre la base de la aventura. Lo que queda en la superficie es el cuento y lo demás está puesto para ser decodificado por el espectador (los momentos de la turba indignada también hacen recordar a Los Simpson: allí una niñita es capaz de arrojar su osito incendiado contra los “monstruos” y una mujer policía le dirá a un ciudadano que la fuerza es la única habilitada para disparar contra civiles). Un film inteligente y ameno, tal vez menor por cierta simplificación hacia el final, pero que está destinado, como el cine que homenajea, a ser un fenómeno de culto.
El cine de la pureza (puro cine) Seguramente que no en Buscando el crimen, su opera prima, pero ya a partir de Tres son multitud las que serían a posteriori marcas autorales del cine de Wes Anderson, estaban ahí. Planos frontales, travelings laterales, una paleta de colores bien presente en decorados y vestuario, apelación constante a un vintage melancólico, una selección musical melómana pero también coherente con el mundo mostrado y un universo humorístico que se asume como lunático: habitualmente el chiste en las películas de Anderson no está dentro del plano, sino que el director lo busca con vertiginosos paneos hacia los costados o hacia arriba. Es que en el mundo de Anderson el humor es algo que siempre se fuga por los costados del punto de vista original, casi una parodia que se burla del mundo real pero sobre la que hay que prestar atención. Estos formalismos están presentes ya en Tres son multitud y seguirían constantes en Los excéntricos Tenenbaums, Vida acuática, Viaje a Darjeeling, e incluso en dos obras alternativas como el corto Hotel Chevalier o la animada El fantástico Sr. Fox (si no la vieron, véanla). Y vuelven a estarlo en Un reino bajo la luna, un retorno con gloria al universo Wes Anderson. Es irónico lo que ocurre con la forma en el cine de Anderson. Eso que podríamos denominar “estética” tiene tanta presencia y constancia de película a película, que uno la podría suponer como de una rigidez inútil, como si el director condenara a sus personajes e historias a ser contadas desde un único y reiterado punto de vista. Pero lo curioso es que aún en sus peores películas, la obra de Anderson respira, tiene vida, y se contrapone notablemente con la obra de otro formalista extremo, Stanley Kubrick, cuyo cine geométrico (salvo excepciones) se muere antes de nacer. Seguramente esto tenga que ver con los temas y obsesiones que integran el cine de Anderson: la infancia perdida, los primeros amores y los amores incandescentes, padres que son como un nubarrón en el horizonte, historias que precisan de cierta pulsión de vida para sobresalir. Será por eso, también, que una película como Viaje Darjeeling parecía tan falsa y la operación estética de Anderson comenzaba a aburrir: uno se creía poco lo que le pasaba a esos personajes, ya crecidos, y metáforas como las de la valija eran un poco groseras para sostener un film estirado y agotador, que era más derivado de la arquitectura que del cine. Y será, también, que poniendo en el centro a un grupo de chicos, contando un amor adolescente e incandescente (porque es las dos cosas), Anderson no sólo que se recupera, sino que logra su mejor película a la fecha. Un reino bajo la luna es una película de una belleza que trasciende a la “belleza” preciosista de su cine. Uno de los peores defectos del cine de Anderson es la afectación. Por eso, uno agradecía cuando Vida acuática se le “despeinaba” en la secuencia donde tenían que rescatar al personaje de Jeff Goldblum. Un reino bajo la luna parece caer presa de eso mismo en sus primeros minutos, pero una vez que entra en escena la historia de Sam y Suzy, una vitalidad desacostumbrada asalta el relato e inscribe a la película en el grupo de grandes films sobre niños y aventuras superadoras que se hacían en los 80’s, ese subgénero que el año pasado nos entregó a la notable Súper 8. Claro está, Anderson tiene otras pretensiones y ambiciones, y Un reino bajo la luna querrá ser algo más que un revival. La fuga del boy scout huérfano y la chica que odia a sus padres revelará progresivamente un mundo de padres a la deriva, tristezas, melancolías, frustraciones, como si los adultos supieran que la vida es eso que no se animaron a afrontar antes que eso que están viviendo. Pero sistemáticamente, por el respeto a un grupo de normas absurdas (de ahí la funcionalidad del universo boy scout), deciden no sólo sostenerlo sino imponerlo. De ahí, que a Suzy y Sam, vivir su amor, les cueste demasiado. El gran tema de Anderson sigue siendo la familia, vista como una célula incomprensible desde su mirada infantil; célula que aquí es armada y desarmada ante nuestros ojos de la misma manera que una pieza de música clásica es organizada y desorganizada en el prólogo del film. No es novedad que Anderson destaque la pureza de los seres nobles, por encima de cualquier otro asunto. El suyo es un cine naif, cuasi lánguido. Y a veces esa languidez resulta contraproducente: Tres son multitud necesitaba de la relación tirante de Max y Herman para respirar; aquella secuencia de acción absurda despertaba la Vida acuática. Pero en Un reino bajo la luna, lo que aparece por primera vez en su cine, es una amargura subterránea sólida: el amor de Sam y Suzy funciona por oposición a la recreación del mundo adulto y porque la muerte se hace presente de manera real, no es un plano lindo como el corte de venas de Richie Tenenbaum. En ese marco, lo puro se realza, se hace necesario y no parece un puro capricho. Luego de su paso por el mundo del cine animado, género que es en sí mismo una apología a la libertad en la forma (básicamente, se puede hacer cualquier cosa), Anderson se desató y logró una preciosa síntesis de su propio cine: algo autónomo que se reproduce como reconocible instantáneamente (un plano Anderson es un plano Anderson), pero que aquí se vale más de sus personajes y sus historias que de su herencia estética. En otras palabras, que Un reino bajo la luna funciona no porque sea una casa de muñecas hermosa, no por esos planos, esos colores, ese toque vintage, esa puesta en escena calculada, sino porque la película, Suzy y Sam (notables Kara Hayward Jared Gilman, y en mucho ayuda que sean totalmente desconocidos) hacen creíble ese amor puro y virginal, con escenas de una osadía arrebatadora. En la operación, Anderson logra su película más pura cinematográficamente: hay un mundo definido, hay un tratamiento estético coherente y los elementos que se integran son los adecuados. Un reino bajo la luna es esa clase de películas perfectas, de esa perfección que se va dando un poco de forma abstracta, casi sin proponérselo. Como diría Sam: “te amo, pero no sé de qué estás hablando”. Ese no saber es, precisamente, la incertidumbre que le hacía falta al cine de Anderson ante tanta seguridad conceptual. En el error, lo oblicuo, lo que se escapa, también está la pureza del relato.